Viajes por Filipinas De Manila á Marianas

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<TEI xmlns="http://www.tei-c.org/ns/1.0" xml:lang="es"><teiHeader><fileDesc><titleStmt><title>Viajes por Filipinas: De Manila á Marianas</title><author>Juan Álvarez Guerra (1843–1905)</author></titleStmt><publicationStmt xml:lang="en"><publisher>Project Gutenberg</publisher><pubPlace>Urbana, Illinois, USA.</pubPlace><idno type="LCCN">#####</idno><idno type="OLN">#####</idno><idno type="OLW">#####</idno><idno type="OCLC">#####</idno><idno type="LibThing">#####</idno><idno type="PGclearance">#####</idno><idno type="PGDPProjectId">#####</idno><idno type="epub-id">urn:uuid:407f0d2b-1cc0-41d5-b102-1cd6a193c14f</idno><idno type="PGnum">12274</idno><date>2004-05-01</date><availability><p>Published in 1887, hence public domain in the US.

        </p><p>The author dates in worldcat are obviously wrong, as they refer to a namesake who died before this work could have been written. However, it is reasonably safe to assume PD in the EU.
        </p></availability></publicationStmt><sourceDesc><bibl>        <author>Juan Álvarez Guerra</author>
        <title>Viajes por Filipinas: De Manila á Marianas</title>
        <edition>Primera Edición</edition>
        <publisher>Imprenta de Fortanet</publisher>
        <pubPlace>Madrid</pubPlace>
        <date>1887</date>
        </bibl></sourceDesc></fileDesc><encodingDesc/><profileDesc><langUsage xml:lang="en"><language ident="es">Spanish.</language><language ident="fr">French.</language><language ident="en">English.</language><language ident="ceb">Cebuano.</language></langUsage><textClass><keywords><list type="simple"><item>Philippines -- Description and travel</item></list></keywords></textClass></profileDesc><revisionDesc><list type="simple"><item>19-MAR-2004 Added TEI Header.</item></list></revisionDesc></teiHeader><text><front xml:id="frontmatter"><div1 xml:id="cover" type="Cover"><p><figure xml:id="cover-image" rend="image(images/new-cover.jpg)"><figDesc>Newly Designed Front Cover.</figDesc></figure>

</p></div1><titlePage><docTitle><titlePart type="main">Viajes por Filipinas</titlePart><lb/><titlePart type="main">De Manila á Marianas</titlePart></docTitle><byline>Por<lb/>
<docAuthor>Don Juan Álvarez Guerra</docAuthor></byline><docImprint>(Primera Edición)<lb/>
Madrid<lb/>
Imprenta de Fortanet<lb/>
Calle de la Libertad, Núm. 29<lb/>
1887</docImprint></titlePage><pb n="2"/><div1 xml:id="dedic" type="Dedication"><p><hi rend="bold">Al Excmo. Sr. D. Rafael Izquierdo</hi>
</p><p><hi>A usted, mi querido General, á quien tanto debe Filipinas, se debe también este libro. Usted me nombró para una misión científica en el Pacífico. El nombramiento originó un viaje, el viaje, el libro que tiene la honra de dedicarle su buen amigo</hi>,
</p><p>El Autor
</p><p><hi rend="bold">NOTA. Dedicatoria de la primera edición. El General ha tiempo murió, mas su memoria me es tan respetada, como cariñosa y leal fué mi amistad mientras vivió.</hi>
<pb n="3"/></p></div1></front><body><div1 xml:id="ch1.1" n="I" type="Chapter"><head>CAPÍTULO I.</head><argument><p>La <hi>banca</hi>.—El estero.—La chaqueta y el chaquet.—Nuevas costumbres.—¡Manila progresa!—El <hi>catapusan</hi>, el <hi>sarao</hi> y la soirée.—Colocación de nombres.—Meiisig.—El río de Binondo.—El Pasig—La barra.—La <hi>María Rosario</hi>.—El adiós á Manila.—Cavite.—Costumbres.—Moysés y las doce tribus.—La primera noche abordo.—El baldeo.—La laguna encantada.</p></argument><p>Los primeros albores del nacimiento del 10 de Julio de 1871, apenas se transparentaban por las <hi>conchas</hi> de mi alcoba, cuando fuí despertado por el criado, anunciándome que las <hi>bancas</hi> estaban listas en el <hi>estero</hi> para conducirnos abordo.
</p><p>Una ligera escalinata une el río de Binondo con la casa, así que, previos todos los correspondientes requisitos de marcha, desde reconocer los bultos, hasta dirigir la última cariñosa mirada á los muros que han sido por largo tiempo confidentes de nuestras amarguras y testigos de nuestros placeres, <pb n="4"/>muros que á nadie más que á mi romperán su mutismo, si algún día vuelvo á interrogar sus blancos lienzos con el lenguaje de los recuerdos, pasé de la casa al bote, al par que los aljofarados dedos de azul y nácar de los genios del Oriente abrían los espacios para dar paso al majestuoso gigante de la luz.
</p><p>La corriente favorable á consecuencia de la alta marea y la desusada actividad de seis remeros aguijoneados con la esperanza de una propina, hacían que las <hi>batangas</hi> se deslizaran rápidamente por el <hi>estero</hi>.
</p><p>Aquí, si nuestro trabajo no llevara el carácter de un viaje á la ligera, nos detendríamos en muchas páginas; mas, sin embargo, como la rapidez de una <hi>banca</hi> no es, ni la que da aliento una caldera de vapor, ni una <hi>ventolina</hi> de <hi>empopada</hi>, ni aun la pujanza de cuatro hijos de las verdes vegas de la Cartuja, tenemos tiempo de ver y apreciar en el largo espacio que media desde el <hi>Trozo</hi> hasta que se entra en el caudaloso <hi>Pasig</hi>.
<pb n="5"/></p><p>Que Manila podía ser una segunda Venecia nadie lo ignora.
</p><p>Tiene en lo que constituye sus arrabales, la vida y la actividad, donde refluyen las transacciones, la riqueza y casi casi nos permitiremos decir, que el buen tono.
</p><p>Hoy Manila también tiene buen tono.
</p><p>La moda lo mismo traspasa masas inmensas de granito, como grandiosos Océanos de agua salada.
</p><p>De allende los mares vino un rumor que propalaba que en otras ciudades había palacios y parterres, con flores, pájaros y fuentes, y Manila quiso tenerlos. La piqueta abrió cimientos, el martillo golpeó la piedra, la paleta mezcló argamasas y ... las antiguas costumbres representadas por la clásica chaqueta blanca y el ligero sombrero de <hi>Burias</hi>, temblaron en los modestos aparadores de sus tradiciones y de su dilatada historia.
</p><p>Los <hi>hoteles</hi> del Sena, las quintas suizas y los palacietes de Recoletos tuvieron un eco <pb n="6"/>que contestaba á los rumores que trajo la moda.
</p><p>Lo que fueron modestas barriadas, hoy se llaman <hi>calzadas</hi> por el vulgo, pues en el <hi>argot</hi> del gran mundo se llaman barrios aristocráticos.
</p><p>Hemos dicho, creemos por dos veces, que Manila tiene su gran tono, que hace lo que en todas partes, esto es, nada: vive á la superfluidad del botón de la librea y la tersitura de la cabritilla; sus disgustos están compendiados en el <hi>aristin</hi> del caballo, en los milímetros del sombrero del cochero, en la estatura del lacayo, en la arruga del frac ó en la pureza de una piel que la Rusia ha hecho necesaria.
</p><p>Los cimientos de los aristocráticos barrios relegaron á su fondo la clásica chaqueta, apareciendo prendas tan poco conocidas en el Archipiélago, como el chaleco, el sombrero de copa y el chaqué.
</p><p>Esto era en los cimientos, pues antes de <pb n="7"/>abrirse aquellas hijas legítimas del viejo mundo, en este<note n="1" anchored="true">Este libro se escribió en Manila en 1871, haciéndose su primera edición en 1872.—(<hi>N. del A</hi>.)</note> andaban por connaturalizar apareciendo vergonzosas, mustias y deslucidas con alguna que otra caricia de los insectos del poco uso, cuando el repique de todas las campanas convocaba al Real Gobernador, al Real Acuerdo, al Real Consejo, al Real Cuerpo de Alabarderos del Real Sello, para oir de bocas reales <hi>in partibus</hi> decretos de la Real Majestad que gobernaba los dos mundos.
</p><p>El imperio de la chaqueta era tan general como lo real; por entonces todos vestían chaqueta, como todos pertenecían á una corporación, municipio, archicofradía ó instituto real.
</p><p>Todo era chaqueta y todo era real.
</p><p>La majestad andaba en chaqueta.
</p><p>Mas ... cesaron de venir las <hi>naos</hi>, se bendijo <pb n="8"/>la aduana de Manila, la que decía un célebre rey llegaría á verla desde Madrid, calculando su altura según su coste; se establecieron los chinos, desaparecieron los velones de tres mecheros, dando plaza á las modestas <hi>virinas</hi>, que á su vez habían de dejar el campo á los dorados, los bronces y los cristales tallados.
</p><p>El imperio de la hoja de lata, hermana gemela de la chaqueta tocaba á su fin.
</p><p>El ruido de la piqueta que abría los cimientos de las nuevas costumbres era el memento de su existencia.
</p><p>Tras las primeras piedras vinieron las escalinatas, más tarde los <hi>parterres</hi>, y por último, las verjas, apareciendo en estos <hi>progresos</hi> el frac, el aceite de bellotas, las libreas, los velocípedos, los polisones y los ataques de nervios.
</p><p>Ya apenas existe el recuerdo de la chaqueta, verdad es que la vida de Manila en sus relaciones con el <hi>confort</hi> camina á pasos agigantados.
<pb n="9"/></p><p>Aquí, donde el centígrado marca una temperatura que derrite, há meses que se expenden (!) pieles, y facturas de ... guantes de cabritilla (!).
</p><p>Los guantes de cabritilla son coetáneos de la escarapela en los señores de los pescantes y el clat en los señores de los salones.
</p><p>Antes en Manila se conocía al dueño de un coche por su cara, hoy se le conoce por su cochero, que viene á ser el <hi>alias</hi> ó seudónimo da su amo ...
</p><p>¡Manila progresa!
</p><p>Los alegres <hi>catapúsanes</hi> se llamaron <hi>saraos</hi> y hoy <hi>soarees</hi> con su <hi>buffet</hi>, sus emparedados, su ponche á la romana y hasta su <hi>Petit Journal</hi> ó su <hi>Correspondencia</hi>, que al día siguiente pregona que la bella señorita de tal estaba hecha una princesa, su mamá una reina y su papá un bajá de tres colas, que dando la majestuosa familia encantada de las letras, por más que saquen <hi>astillas</hi> del individuo que las escribe.
<pb n="10"/></p><p>¿Sí eh? ¿con qué también hay eso?
</p><p>Ya lo creo, como que Manila adelanta, y vaya V. á dar gusto en letras de molde á una sociedad que adelanta. Como al pobre infeliz que empuña la trompeta de la publicidad se le olvide un detalle, como deje de decir que una lámpara tenía seis luces ó que el niño pequeñito hizo la desgraciada gracia de verter sobre una falda ó un pantalón una bandeja de sorbetes, ó que en un guardapelo ó pulsera se leía la inscripción de Perico, de Luís, ó de Pepe, harto tiene el pobre gacetillero, y más de una vez oirá cosas que le harán renegar del incienso vertido y de las prodigadas alabanzas.
</p><p>Pues no digo á ustedes nada en la cuestión de colocación de nombres; aquí el simple resentimiento, se convierte en un proceso compuesto de un sin número de cargos.
</p><p>Si Fulanita tuvo tienda de sombreros, y la han puesto antes que á mi, que tengo un escudo más grande que el del Cid, con más barras <pb n="11"/>que las de Aragon y más leopardos que en el San Gotardo; que Zutanita ha sido preferida cuando no há mucho que decía <hi>miste que Dios</hi>; que la de más allá esta encima de la de más acá, siendo aquella una empleada subalterna, y la mamá de la <hi>agraviada</hi> siete veces usía; que mi primo el ministro me da derechos; que mi posición, que mi marido, que mi modista me los dan á mí, estas y otras reflexiones <hi>in mente</hi> ó <hi>in lengua</hi> mezcladas con adjetivo más ó menos duros contra el pobre autor, constituye la <hi>comidilla</hi>, del día siguiente.
</p><p>Por último, caballeros, que Manila progresa lo atestiguan los libros de caja de Roensch y Madama Sprin.
</p><p>Sin querer hemos llegado á la caja, es decir hasta el dormitorio de la moda.
</p><p>Hemos presentado el teatro.
</p><p>Respetemos los bastidores....
</p><p>Estas y otras observaciones iba haciendo á dos buenos amigos que me acompañaban: <pb n="12"/>uno de ellos que viene interviniendo hace muchos años en los acontecimientos de mi vida y que alberga en su alma tanto cariño, como en su cabeza buenos pensamientos, me oía sin pestañear, no sé si por el asentimiento de la conformidad ó por el ensimismamiento producido por la idea de la separación: ambas á dos cosas podían ser, pues lo primero es verdad, como verdadero lo es el cariño que desde nuestros primeros años nos une.
</p><p>Los remeros seguían bogando y yo charlaba comparando la vida de los arrabales por los cuales se deslizaba la <hi>banca</hi>, con la sombría y triste que se experimenta en el recinto amurallado.
</p><p>Hemos dicho que Manila podía ser una segunda Venecia, pero ... no lo es.
</p><p>Tiene canales, pero estos no reflejan obras de arte, sino en su mayoría ruinas y suciedad; sobre sus aguas no se pasean poéticas góndolas, templos del amor y del arte, sino sucias <hi>bancas</hi> tripuladas por no menos sucios <pb n="13"/>remeros; no esponjan las plumas en sus orillas cisnes ni oropéndolas, mas en cambio invaden la corriente, que mentiríamos si dijéramos cristalina, sílfides <hi>chinas</hi> y bronceadas ondinas.
</p><p>Volvemos á repetir que Manila, ó mejor dicho la nueva Manila, que la forma la inmensa población que se ha creado fuera de los fosos, podía ser una segunda Venecia, no lo es, no por falta de deseos, no por falta de conocerlo, sino porque se opone hoy por hoy la tradición de la costumbre, la indolencia que crea el suelo, la manera de ser de la localidad y los cuantiosos caudales que habían de gastarse en la limpieza, arreglo y conservación de los muchos <hi>esteros</hi> que serpentean por <hi>Binondo, Quiapo</hi> y <hi>Tondo</hi>.
</p><p>La suciedad en que á pesar de la vigilancia que se ejerce están los <hi>esteros</hi>, principalmente se debe á la inmensa emigración de chinos, los cuales, en gran número habitan sus orillas, impregnándolas de la incuria y falta de <pb n="14"/>limpieza que ellos observan. El chino es la entidad jornalera más perfecta que se conoce en Filipinas, pero también es la panacea más acabada de la hediondez, la cual únicamente se puede contrarestar con las continuas y eficaces requisas de la autoridad que vigila sus domicilios, verdaderos tugurios en que se hacinan cientos de ellos.
</p><p>Contemplando los modestos <hi>bajais</hi> de caña y <hi>nipa</hi> entremezclados de alguna que otra construcción de piedra y tabla, llegamos al puente de <hi>Meiisig</hi>, variando á los pocos golpes de remo la diversidad del paisaje, puesto que á la desembocadura del estero desaparece la caña y la nipa por regulares construcciones de sólidos materiales.
</p><p>Á medida que el río de Binondo camina á su desagüe, aumenta el movimiento en sus orillas y en sus corrientes. Cargadores chinos provistos de resistentes <hi>pingas</hi>, pesados <hi>cascos</hi> repletos de <hi>abacá; paraos, bancas</hi> y botes llenos de mercancías que la exportación de las <pb n="15"/>provincias del Norte, de China y del Japón traen al mercado de Manila, es lo que compone el cuadro hasta los límites, en que el modesto Binondo confunde sus aguas en las caudalosas del que nace en la extensa Laguna de Bay, entre la salvaje poesía que despiertan los panoramas que presentan el <hi>Castillo de flores</hi>, el <hi>Pecho de Dalaga</hi>, los <hi>Tanques de Paquil y</hi> las bellezas del <hi>Talim</hi>.
</p><p>Una vez dentro de las aguas del Pasig, el movimiento de la banca se hizo duro á consecuencia de la corriente y la marejada.
</p><p>Dejamos por la popa el puente de Barcas, único paso gratuito que une el viejo mundo manileño con el moderno, y <hi>voltejeando</hi> por entre barcos de todas especies y dimensiones, pasaron ante nuestra vista los artesonados góticos de Santo Domingo, las <hi>columnatas</hi> (!!) de los camarines de la Aduana provisional (si no fuéramos de prisa, verían nuestros lectores que en Filipinas todo es provisional), los bonitos <hi>parterres</hi> de la Capitanía <pb n="16"/>del Puerto, los sombríos muros de la Fuerza de Santiago, la actividad del <hi>Carenero</hi> y el extenso Malecón.
</p><p>A medida que nos acercábamos á la <hi>barra</hi>, la boga se hacía más difícil.
</p><p>Estábamos á medio cable de aquella. Cuatro golpes de remo, y la quilla de la <hi>banca</hi> entraría en los inmensos dominios de los mares.
</p><p>Fijamos la última mirada en la blanca espuma que incesantemente nace y muere al gemir de las olas que rompen en las piedras del Fuerte del Sur, y ... ¿cuál es la <hi>María Rosario</hi>? pregunté al patrón.
</p><p>—Aquella, señor,—dijo, señalando un barco armado de <hi>brick-barca</hi>.
</p><p>Los detalles de la <hi>María Rosario</hi>, cada vez se iban delineando con más precisión. La extensión de su <hi>guinda, eslora</hi> y <hi>puntal</hi> era proporcionada, no así su <hi>manga</hi> que era mucha, lo que nos hizo presagiar que sus balances habían de ser muy sensibles.
<pb n="17"/></p><p>La <hi>María Rosario</hi> estaba lista para darse á la vela con rumbo á las islas Marianas.
</p><p>A las ocho de la mañana pisamos la meseta del portalón de babor, recibiéndonos los ladridos del perro más gordo que jamás hemos visto.
</p><p>Posesionados de la cubierta después de arreglar el camarote, esperamos la visita de salida.
</p><p>A las doce, listos en toda regla, dimos vela con todo aparejo largo en demanda del Corregidor, con viento flojo del N., mar tranquila, barómetros altos y horizontes celaginosos.
</p><p>A las tres de la tarde el viento seguía muy flojo, en cambio el calor era insoportable.
</p><p>Apenas andaríamos una milla por hora.
</p><p>A la banda de <hi>babor</hi> teníamos las costas de Cavite.
</p><p>¡Cuánto recuerdo tiene para nosotros Cavite!
</p><p>Le queremos cual si fuera el pueblo que <pb n="18"/>nos vió nacer; entre su alegre bullicio pasamos muchos meses encontrando cariño, consuelo y amistad.
</p><p>El <hi>istmo</hi> de San Roque con su <hi>mar</hi> de Bacoor, incesantemente llena de empavesadas <hi>bancas</hi> que traen y llevan cigarreras; <hi>el seno de Cañacao</hi> donde encuentra un seguro anclaje la flotante población de nuestros alegres marinos; las populares fiestas de <hi>Porta Vaga</hi> con los <hi>pantalanes</hi> incesantemente llenos de alegres caras, que van y vienen en pequeños vapores engalanados y provistos de músicas; las decidoras <hi>sanroqueñas</hi> con su pequeño y airoso <hi>tapis</hi>, su jerga especial y su picaresca malicia; las poéticas bóvedas de entrelazadas cañas que dirigen á <hi>playa chica</hi>; los melancólicos <hi>cundiman</hi> del barrio de San Rafael y la Caridad; la misma arena de la playa en la cual un día y otro día hemos visto llegar la ola y borrar nombres que nuestro deseo escribía sobre la movediza materia; la franca y leal amistad con los valientes <pb n="19"/>marinos, verdadero elemento que da vida á Cavite; las históricas mascaradas de Noche Buena en que sinnúmero de <hi>dalagas</hi>, suelto su hermoso pelo recorren las calles en medio de grotescos grupos en que un indio vestido de moro ostenta muy grave un cartel que dice es Moisés, en que las doce tribus van representadas por 12 individuos adornados con los deshechos de todas las guardarropías, y en que el precio de la progenitura no negamos podrá estar caracterizado por las prosaicas lentejas, pero que si van estas, lo son mezcladas con <hi>morisqueta</hi> en un inmenso <hi>bilao</hi> que lo suelen colocar debajo de la oliva del huerto, á cuya sombra no se apuran las heces de la amargura, sino sendos tragos de <hi>tuba</hi> mezclados con los jugos de la <hi>bonga</hi> y la cal del <hi>buyo</hi>; todo, todo pasaba ante la vista y ante la imaginación.
</p><p>El barco aceleró su marcha confundiendo en una cinta verde los dilatados campos de la <hi>Estanzuela</hi>.
<pb n="20"/></p><p>¡Adiós risueñas playas! ¡Adiós, gratos recuerdos!
</p><p>Naig, Marigondon, Santa Cruz ... fueron quedando tras de la estela de la <hi>María Rosario</hi>.
</p><p>Los límites de la provincia que constituye la Andalucía de Filipinas desaparecieron.
</p><p>Los horizontes del primer cuadrante se mostraron <hi>aturbonados</hi> á la caída de la tarde.
</p><p>Los primeros destellos de la farola del Corregidor alumbraron, al par que rebasábamos <hi>Pulo Caballo</hi>, saliendo de la inmensa bahía de Manila por <hi>Boca grande</hi>.
</p><p>Después cada cual procuró resguardarse lo mejor posible de las miles de cucarachas que invadían la cámara, y después ... el sueño, el sudor y los insectos imperaban en la parte animada é inanimada de nuestro individuo.
</p><p>La faena del baldeo, el monótono y acompasado canto de la marinería, el ruido de la maniobra y los desesperados ladridos del perro, me despertaron en la madrugada del 11.
<pb n="21"/></p><p>Durante la noche habíamos rebasado el <hi>Puerto Limbones</hi>, alumbrando los primeros rayos del día la pequeña isleta de Fortun por la proa, confundiéndose en los lejanos horizontes los elevados picos del Sungay, límites de la provincia de Cavite.
</p><p><hi>Ciñendo aparejo</hi> y aprovechando vela, algo fuera de rumbo, pudimos ganar <hi>Punta Santiago</hi>, entrando por efecto de los continuos cambios de viento y las corrientes en el <hi>Seno de Balayan</hi>, pudiendo notar en las tierras de la provincia de Batangas, las pintorescas casas de Taal, hermoso pueblo que se eleva en las cercanías de la laguna llamada por algunos <hi>Encantada</hi>, sobre la cual se levanta el célebre volcán de Taal, del que no podemos pasar sin decir algo á nuestros lectores.
<pb n="22"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.2" n="II" type="Chapter"><head>CAPÍTULO II.</head><argument><p>Recuerdos de Silam—Ordoñez y Oñate—El <hi>yo cuidado</hi>.—En marcha—Sungay—Talisay—La Capitana Ramona.—Tiempo viejo—Los labios de un chico y la boca de una chocolatera.—Perlas y brillantes—Laguna encantada.—El cráter.—Volcán de Taal—Grandiosidad del volcán—Erupciones notables—Sueño del coloso.</p></argument><p>El año 1869 recorriendo la provincia de Cavite tuvimos ocasión de pernoctar en el pueblo de Silam, célebre entre otras cosas por criarse un café que, fin género de duda, puede competir con el mejor de Moka.
</p><p>En la <hi>caída</hi> del convento y ya entrada en horas la noche, charlábamos sobre la madre patria, el cura del pueblo, excelente padre de la Orden de Recoletos, un oficial de partidas y mis queridos y buenos amigos de expedición, Melchor Ordoñez y Ciriaco Oñate, ayudante el primero del General de Marina y médico militar el segundo.
</p><p>Después de haber rodado la conversación <pb n="23"/>por todos los tonos y de haber evocado nuestra memoria los queridos recuerdos de España, nos ocupamos de la localidad. Explicándonos el Padre los productos, se habló de las vecinas cordilleras del Sungay, á cuya falda se extiende la laguna llamada por unos de Bombon, por los más de Taal y por algunos Encantada, nombres todos justificados y que tienen su origen, el primero por haber existido en aquellas inmediaciones un pueblo llamado Bombon, el cual fué sumido en los horrores de una erupción; el segundo lo justifica la hermosa y extensa población que se asienta á las orillas de la laguna, y por último, el tercero lo ha encontrado la imaginación oriental en la salvaje y bella perspectiva que presenta aquella inmensa masa de agua sobre la que se levanta el sombrío monte del volcán.
</p><p>Mis compañeros de viaje, que tiempo hacia tenían, no la curiosidad de ver el volcán, sino el legítimo deseo de estudiar en cuanto <pb n="24"/>cabe sus misterios, recogiendo sobre el terreno su historia, interrogaron al Padre sobre la manera de hacer el viaje, formulando todos la resolución de ir al volcán costara lo que costara. Hecha la decisión, se llamó á un guía, y este, que era un viejo <hi>tulisan</hi> de los más conocedores del bosque, oyó con toda la imperturbable indiferencia india nuestros deseos, contestando con un sacramental y lacónico <hi>yo cuidado</hi>.
</p><p>El <hi>yo cuidado</hi>, en el lenguaje filipino, es la síntesis de la filosofía, es el extracto del refinamiento del <hi>yo</hi> y el <hi>no yo</hi> de Hegel y Krausse aplicado á la India. <hi>Yo cuidado</hi> lo dice todo unas veces, y otras no dice nada; ora es un consuelo, ora una amenaza, ora un asentimiento, ora una esperanza, ora un recuerdo, ora una súplica, en fin, es todo, lo encierra todo, lo expresa todo en el vocabulario del indio siempre parco en el decir. Increpad á un indio sobre el no cumplimiento de sus deberes, y si á la última frase de la filípica os <pb n="25"/>contesta con un <hi>yo cuidado</hi>, aquella frase es la atrición completa de la enmienda. Despertadle los celos, hacedle entrever que su <hi>babay</hi> escucha amoroso <hi>cundiman</hi>, alza el <hi>cogon</hi> ó descorre las <hi>conchas</hi> á significativas <hi>enfrentadas,</hi> y si le oís murmurar <hi>yo cuidado</hi>, veréis en aquellas palabras estereotipado el paroxismo de los celos. Llevad á su inteligencia el hilo de una aventurilla y el <hi>yo cuidado</hi> en este caso envuelve toda la argucia <hi>buscona</hi> de la histórica época de capa y espada. Que una mestiza de corto y airoso <hi>tapis</hi>, pintarrajeada saya y sombreada camisa de <hi>piña</hi>, entrelace su hermoso pelo con <hi>sampaguitas</hi> en el característico <hi>pusod</hi>, que lleve á sus ojos esa dulce languidez llamada <hi>matang-mapungay,</hi> propia solo de las hijas del Oriente, que formule un deseo á su <hi>ñol</hi> y el <hi>yo cuidado</hi> en este caso es la realización completa del mas exigente capricho.
</p><p>El <hi>yo cuidado</hi> tiene tanta latitud, dice tanto, es aplicable á tantas cosas, afirma y niega <pb n="26"/>tantas otras, que es imposible darle su verdadero valor. Es una frase propia de Filipinas imposible de traducir en su práctica significación en ninguno otro país.
</p><p><hi>Yo cuidado</hi>, nos había dicho el <hi>matandá</hi>; así que ya no tuvimos que hacer nada en la seguridad de encontrarlo todo hecho. El guía sabía queríamos ir al volcán; la sola concepción de este deseo y el <hi>yo cuidado</hi>, bastan para comprender que lo dispondría todo, yéndonos en tal confianza á acostar, al tiempo que la hermosa y clara luna nos anunciaba que aun cuando tuviéramos que caminar de noche su plateado disco nos enviaría luz y alegría.
</p><p>Escaso fué el reposo, pues aún no alumbraba la aurora cuando fuimos despertados. El despertar para madrugar siempre modifica en el ánimo los proyectos del día anterior. Una noche de insomnio robustece las ideas, las penas ó las alegrías, como por el contrario, las horas en que las sombras baten su beleño sobre nosotros entregándonos al reposo, <pb n="27"/>modifican, alientan, consuelan el espíritu.
</p><p>El bueno de Oñate, que hay que despertarlo á tiro de fusil, se volvió del otro lado, pidiendo le dejaran de volcán, de Sungay y de expediciones; Ordóñez, acostumbrado á desechar la pereza en la ruda campaña del marino, puso los huesos en punta, y yo le grité á Oñate en todos los tonos:—¡Vamos! ¡arriba! la laguna nos espera!—dando por resultado el que el interpelado tras un largo bostezo se incorporara en la cama.
</p><p>Listos y provistos de todo, dimos un cariñoso adiós al Padre, y montados en los ligeros caballos del país, tomamos el camino del vecino Sungay, á la hora en que los primeros ecos de la campana del convento despertaban al pueblo de Silam, llamando á los indios á la oración de la mañana. Confiados al guía y al notable instinto de los caballos, tras algunos dilatados campos de <hi>palay</hi> y varios grupos de <hi>calumpang</hi>, desapareció todo camino ante la compacta barrera de cogonales <pb n="28"/>que se extendía á nuestra vista. Con harta dificultad y no menos precauciones por el temor de encontrar algún <hi>carabao cimarrón,</hi> caminamos por espacio de una hora valiéndonos de la voz para no perdernos, puesto que nos tapaban completamente los penachos del <hi>cogon</hi>. Tras un trayecto que nos fué sumamente difícil de correr, se aclaró la maleza dejando el habla al ponernos á la vista; pocos pasos más y los cascos de nuestros pequeños caballos pisarían las faldas del <hi>Sungay</hi>, cuyas crestas las envolvía las densas brumas de la mañana.
</p><p>Dimos unos momentos de descanso á los caballos, arreglando lo mejor posible nuestro equipo, empapado en el agua que nos había regalado el rocío que la humedad de la noche depositó en las hojas del <hi>cogon</hi>.
</p><p>Trabajosamente y confiados en un todo al instinto de los caballos, principiamos la ascensión del famoso monte. Las afiladas hojas de la fresa silvestre y las entrelazadas ramas <pb n="29"/>de las guayabas, obligaron más de una vez á que se hiciera uso de la cuchilla para dejarnos paso en aquellos estrechos desfiladeros apenas hollados por humana planta.
</p><p>El Sungay, con sus innumerables precipicios, sus estrechas cortadas revestidas de musgos y helechos, su vegetación virgen, los panoramas que se admiran desde sus pintorescas mesetas, el rumor de arroyos y cascadas que lo salpican, los indescriptibles y misteriosos ruidos que produce el bosque en la hoja que oscila, el ave que cruza, el agua que gime, la guija que rueda, el insecto que zumba y los miles de millones de seres que componen el impenetrable mundo de lo infinitamente pequeño, con sus cantos, su lenguaje y su idioma, tan impenetrable como lo son los profundos misterios de los océanos de luz donde giran las creaciones de lo infinitamente grande, compendian uno de los sitios más bellísimos de la perla del Oriente.
<pb n="30"/></p><p>Un amanecer contemplado desde una de las alturas de Sungay es indescriptible. Las tintas que proyecta el sol naciente en las nubes y los cambiantes que se suceden en los horizontes de verdura, poseen una riqueza de luz y una fuerza de colores tan potente, que á ser posible trasladarlas al lienzo se creería el sueño de un artista.
</p><p>De hondonada en hondonada; y de precipicio en precipicio, dieron las cabalgaduras con nuestros huesos en el término de la ascensión. Nos encontrábamos en la línea que divide las provincias de Cavite y Batangas. La división de estas provincias la deciden la dirección de las corrientes que se deslizan por las pendientes del Sungay.
</p><p>A la vista teníamos la laguna, viendo elevarse perezosamente del cráter del volcán columnas de espeso y blanco humo.
</p><p>A la falda del Sungay se extendían diseminadas las casas de Talisay, adonde llegamos á cosa de las diez de la mañana.
<pb n="31"/></p><p>Talisay es un pintoresco pueblo de poco vecindario, este es sumamente dulce y cariñoso; hay una pequeña iglesia de cogon y una casa parroquial habitada por un cura indígena. Tan luego supo el cura nuestra llegada, nos hizo ir á su casa, en donde nos sirvió un almuerzo bastante bueno, dadas las condiciones del pueblo; no tuvimos pan, pero al que lleva algún tiempo en Filipinas esto no es obstáculo, pues cual el hijo del país, sabe sustituirlo con el arroz cocido llamado <hi>morisqueta</hi>.
</p><p>Desde las <hi>conchas</hi> de la casa del Padre se veían perfectamente los menores detalles de la laguna y del volcán.
</p><p>El día estaba bastante entoldado, y el calor no mortificaba como de ordinario.
</p><p>A los postres se nos presentó la <hi>capitana</hi> Ramona, viuda de un <hi>Gobernadorcillo</hi>.
</p><p>La capitana Ramona es un verdadero <hi>personaje</hi> en la provincia de Batangas, tiene fama de ser sumamente afecta á los españoles y <pb n="32"/>posee toda la melosidad y cariño de la raza del Oriente. Sabe tocar el arpa y canta con voz gangosa y pausada alguna que otra canción de moros y cristianos, de aquellas que la tradición ha venido conservando desde las gargantas de los que acompañaron á Legaspi.
</p><p>La capitana Ramona quiere al <hi>castila</hi> como á los misterios y encantos de que están impregnados sus bosques. El cariño al español alguna que otra vez (pues frágiles somos), se ha convertido en pasión más ó menos intensa, según cuentan crónicas de pasados tiempos.
</p><p>Sea de esto lo que quiera, es lo cierto que la capitana ya es vieja y vive solo de recuerdos. Muchos conserva gratos, mas uno, según me contó muy bajito el Padre, viene de cuando en cuando á nublar todo el hermoso panorama de su juventud. Cuéntase, por más que cuento no sea, que años ya muy pasados, un alto funcionario, animado de nuestros mismos deseos de ver el volcán, llegó al pueblo de <pb n="33"/>Talisay. Por aquel entonces, la hoy vieja Ramona era una hermosa <hi>dalaga</hi>, de ojos de fuego, lustroso y largo pelo, y dulce y meloso hablar. Joven y hermosa, había amado casi niña, y casi niña fué madre. El visitante, que no por tener curiosidad dejaba de tener necesidades, sintió la de comer á las pocas horas de llegar á Talisay; le formuló su deseo á la bella capitana, no dice la crónica si en pocas palabras, aunque sí asegura que la vergonzosa mirada de ella fué sostenida con larga insistencia y picaresca intención. El personaje pidió se le sirviera chocolate con leche, y chocolate con leche, en efecto, tomó; pero grande fué su sorpresa y no menos sus ascos cuando supo que el chocolate había participado del producto de los pechos de la <hi>dalaga</hi>. La incomodidad que esto originó y el malestar que produjo, diz que ocasionaron el que la <hi>dalaga</hi> no volviera á bajar los ojos, ni el caballero á mirar con insistente significación. Las mujeres son en todas partes lo mismo; <pb n="34"/>un desprecio y una herida en el amor propio, constituyen en el sexo femenil las verdaderas heces del cáliz de la vida.
</p><p>Hoy que han pasado muchos años, recuerda la vieja con pena aquel incidente de joven, que después de todo, conociendo el carácter indio no tiene nada de extraño.
</p><p>La raza india, cuanto más pura y más lejos está de las grandes capitales, mira al español con una especie de adoración. Sus palabras son órdenes que jamás comenta, de aquí el sucedido de dar á un sastre un pantalón de modelo con un remiendo y hacer siete que se le habían encargado con siete remiendos iguales.
</p><p>A la <hi>capitana</hi> Ramona se la pidió chocolate con leche y en el fanatismo de la obediencia creyó de muy buena fe que lo más corto era sustituir los labios del chico por la boca de la chocolatera.
</p><p>Ejemplos parecidos al de los pantalones y el chocolate se cuentan por todas las islas. El <pb n="35"/>indio jamás comenta, obedece siempre al pié de la letra las palabras del <hi>castila</hi>.
</p><p>La revelación del Padre me hizo fijar la atención en la capitana y me persuadí de que si había perdido con los años su hermosura, en cambio había acaudalado con la experiencia cierta discrecional filosofía que descubría un talento nada común, y una amabilidad y deseo de servir tan natural como verdadero.
</p><p>Se nos había olvidado decir que la capitana era rica. Esto aunque no nos lo dijeron, ya lo habíamos nosotros traducido en la pureza de un riquísimo terno de brillantes que la adornaban.
</p><p>El que no haya estado en Filipinas, quizás creerá exagerado esto de los brillantes en una india habitante poco menos que de la selva; el que haya estado y recuerde las procesiones y <hi>catapúsanes</hi> de los pueblos y evoque en su memoria los trajes de las <hi>dalagas</hi>, sabrá que no tiene nada de extraño el hallar en <hi>bajais</hi> <pb n="36"/>de caña y cogon riquísimos brillantes y preciadas perlas de <hi>Joló</hi>.
</p><p>La antigua capitana de Talisay no solamente tenía buenas alhajas, sino que también era dueña de un gran bote que con sus correspondientes remeros puso á nuestra disposición.
</p><p>Listo el bote y listos nosotros, ayudados de la lona y de los remos, dimos rumbo en demanda del monte de <hi>Taal</hi>, gigantesca y sombría masa que se destaca en medio de las aguas.
</p><p>Los contornos del monte no presentan ninguna regularidad, revelando su situación, conjunto y configuración, las huellas de un gran cataclismo.
</p><p>En las primeras capas que lamen las aguas, difícilmente crecen algunos raquíticos arbustos sin verdura, frutos ni flores. Más arriba piedras calcinadas y residuos volcánicos son los componentes de aquel coloso que revela en la espesa columna de humo que se <pb n="37"/>eleva de su cráter que en sus entrañas de granito duermen los genios de las ruinas y de los estragos.
</p><p>¡Desgraciados pueblos los de Taal y Talisay si en el libro de las lágrimas está escrita una nueva erupción!
</p><p>Las aguas de la laguna tienen una inmovilidad tan constante, un color plomizo tan pronunciado y una superficie tan siniestra, que su conjunto parece reflejar la maldición que pesa sobre las dormidas aguas del mar Muerto.
</p><p>A cosa de las cuatro de la tarde, bajo un cielo cubierto de negruzcos nubarrones y una temperatura sofocante, atracamos el bote á la falda de la montaña. La ascensión es difícil por ser en algunos puntos la pendiente muy pronunciada. El calor nos ahogaba; las materias volcánicas rechinaban bajo nuestros piés y experimentábamos los efectos de la fuerte irradiación que lo avanzado de la tarde y la falta de sol operaban en las masas calizas <pb n="38"/>impregnadas de los ardientes rayos tropicales. La monotonía del camino, de cuándo en cuándo era interrumpida por precipicios, siniestros testigos que vienen á enseñar al viajero antiguos cáuces por los cuales ha corrido la lava y el fuego.
</p><p>De trecho en trecho, el ruido producido por nuestras pisadas nos indicaba pasábamos sobre bóvedas. ¿Qué guardarán estas? ¿Dónde terminará su fondo? ¡Profundos misterios de la divina ciencia impenetrables á la humana materia!
</p><p>Varias veces tuvimos que pararnos á fin de cobrar aliento.
</p><p>Unas cuantas varas más y estaríamos en la línea del vértice.
</p><p>Las nubes del poniente confusamente coloreaban el paso del sol; su luminoso disco se aproximaba á su ocaso, cuando un grito se escapó de todos los labios y una fuerte palpitación se experimentó en todos los pechos.
</p><p>Estábamos en el vértice. Teníamos la profunda <pb n="39"/>sima del volcán bajo nuestros piés. La percepción del panorama es tan instantánea y la grandiosidad del conjunto tan colosal, que el espíritu se sobrecoge ante aquella maravilla, no dando por largo tiempo cabida más que á una muda al par que profunda admiración.
</p><p>Las proporciones del cráter son colosales. Lo forma en su conjunto la cavidad que deja el monte, el cual constituye en su configuración un cono, cuya base mide de bojeo unas 9 millas.
</p><p>En el fondo del cráter se ven desigualdades, alternando las prominencias con lagunas de más ó menos extensión, impregnadas de materias azufradas según revelan el color de sus aguas.
</p><p>Por intervalos y con más ó menos intensidad, se elevan columnas de humo de las distintas prominencias, que vienen á ser cual si el fondo estuviera salpicado de pequeños hornillos.
<pb n="40"/></p><p>Aunque con trabajo y peligros puede bajarse al cráter, contándose en Talisay de un viajero, que no solamente descendió, sino que permaneció en el fondo muchas horas.
</p><p>La mayor ó menor cantidad de humo que espele el volcán, la intensidad de calórico que irradia, la actividad en que mantiene sus hornillos, y las altas temperaturas y emanación de gases que constantemente se observa en las pequeñas lagunas, son indicios ciertos de que la lava y el fuego germinan en su seno.
</p><p>Muchos archivos, y no menos crónicas hemos consultado referentes á Filipinas, y tanto en los unos como en las otras, las noticias que hemos hallado respecto al volcán son muy escasas, remontándose las más antiguas á últimos del siglo XVII; después, y con referencia á los años 1745 y 1749, se vuelven á encontrar algunos datos, confusos unas veces y exagerados otras, cual lo son la mayor <pb n="41"/>parte de los que guardan las escasas y antiguas historias del Archipiélago.
</p><p>El cuándo y el cómo se formó el volcán, ni la historia lo dice, ni la tradición lo relata; solo la configuración del monte, la relación que en sí guarda con las vertientes del Sungay y el estudio del suelo, pueden conducirnos á la hipótesis más ó menos aproximada de suponer haber corrido por lo que hoy es laguna, una cordillera, que comprendería desde las faldas del Sungay, á las riberas de la laguna de Bay, y quién sabe si llegaría más allá, encadenando sus ásperas lomas con los picos de la isla del Talin, yendo á perderse entre la fragosidad de Morong y Nueva Ecija.
</p><p>Suposiciones son estas que no tienen comprobante alguno en narración escrita.
</p><p>La última erupción del volcán acaeció há más de un siglo, pereciendo entre la ceniza y el fuego, entre otros muchos, la mayor parte de los habitantes del pueblo de Sala. <pb n="42"/>El fraile que administraba su parroquia, describe el fenómeno en las siguientes líneas que literalmente copiamos:
</p><p>«Por el mes de Diciembre de 1754 reventó el volcán más furiosamente que nunca, porque el ruido era como de una batalla muy grande, los terremotos espantosísimos y la oscuridad de la atmósfera tal, que puesta la mano delante de los ojos no se veía: la ceniza y arena que arrojaba era tanta, que cubrió todos los tejados y casas de Manila, la que dista unas 20 leguas y aun llegó hasta Bulacan y la Pampanga. Hervía á borbollones el agua de la laguna con los ríos de azufre y betún derretidos que bajaban del volcán, quedando cocido todo el pescado de ella, el cual fué arrojado después á la playa por la resaca é inficionó el aire. Los truenos subterráneos y atmosféricos se oyeron en todas las provincias circunvecinas. En Manila se comía con candelas encendidas al medio día. Duró esta calamidad ocho días <pb n="43"/>cabales, quedando enteramente arruinados y aniquilados por las piedras y lodo del volcán, todos los pueblos que estaban á orillas de la laguna, á saber: Taal, que era entonces la cabecera de provincia, Tanauan, Sala y Lipá, viéndose obligados sus habitantes á buscar otros sitios más distantes del volcán donde establecerse, como de hecho se establecieron en los sitios que actualmente ocupan. El pueblo de Bauan, aunque al principio había estado también á orillas de la laguna se había trasladado al interior antes de esta catástrofe. Bayalan y los pueblos de aquel rumbo también padecieron bastante. Hubo muchas muertes de personas á quienes alcanzaron las piedras del volcán y los desplomes de los edificios. Perecieron también por la misma causa muchísimos animales y todo el arbolado y siembras de los contornos, pues la abundancia de piedra, ceniza y lodo, que vino del volcán lo soterró todo. El río grande, que comunica la laguna <pb n="44"/>con la ensenada de Taal, quedó cegado casi del todo, y rotos y enterrados los champanes y demás bajeles fondeados en el río y la laguna. El mal olor de todas las materias extrañas vomitadas por el volcán, duró por espacio de más de seis meses y desarrollóse en su consecuencia una peste cruelísima de calenturas pútridas y malignas que acabó con la mitad de la provincia, pues de 18.000 atributos que tenían antes solo quedaron 9.000.»
</p><p>Más de un siglo hace que el coloso duerme sobre las inmóviles aguas, envuelto entre el humo y las brumas. ¡Dios haga que sus impenetrables misterios no rompan algún día sus grandiosas cárceles de piedra!
<pb n="45"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.3" n="III" type="Chapter"><head>CAPÍTULO III.</head><argument><p>Punta Matoco.—Calmas.—Isla Verde.—El sudeste.—Marinduque y Mindoro.—Razas salvajes.—Sus costumbres.—Los negritos aetas.—Su manera de ser.—<hi>Inalug y Acubac.</hi>—De puerto Galera á punta Bunga.—Horizontes de Marinduque.—Isla Banton.—El Padre Pablo.</p></argument><p>Á la vista de punta <hi>Matoco</hi>, límite de la provincia de Batangas, navegábamos en la mañana del día quince.
</p><p>El capitán, la tripulación y el escaso pasaje experimentaba el malestar de la calma y el calor tropical, tanto más sensible, cuanto que nos encontrábamos bajo la influencia de uno de los puntos más angostos del estrecho.
</p><p>La maniobra se hacía cada vez más difícil por el poco espacio de que se podía disponer, y sobre todo, por la fuerza de las corrientes que ora nos llevaban á las playas de Batangas, ora á las peligrosas costas de Mindoro, entre cuyas dos provincias se destacan los perfiles de la isla verde, atalaya que domina <pb n="46"/>la entrada del estrecho que va á morir en San Bernardino, peñón que azotan las aguas del Pacífico.
</p><p>Sin adelantar un <hi>cable</hi> y sin poder ganar una buena y segura <hi>vuelta, cruzando</hi> constantemente vela para evitar las corrientes, estuvimos no sé cuántos días á la vista de la pintoresca isla Verde, retrocediendo unas veces y avanzando otras por las bandas, siendo empujados á la tranquila ensenada de Batangas ó á las arenas de puerto Galera.
</p><p>No hay nada en el mundo tan aburrido, como las horas que se suceden en un barco que se duerme bajo la influencia de las calmas.
</p><p>Un amanecer y otro vimos al despertar la exuberante vegetación de la isla Verde, y cuando nuestro deseo creía desconocer aquella tierra, venía la voz del capitán con su sempiterno ¡<hi>levanta muras</hi>! y ¡<hi>cambia en medio</hi>! á recordarnos continuábamos de <hi>vuelta y vuelta</hi>, ó mejor dicho, que nos manteníamos <pb n="47"/><hi>sobre bordos</hi> en demanda del centinela del estrecho.
</p><p>Cuando no reinaba calma, la ventolina soplaba por la misma proa. ¡Parecía cual si el islote se resistiera á dejarnos libre aquel difícil paso en medio del cual se levanta!
</p><p>A la caída de la tarde del diez y nueve, las densas nubes que perezosamente descansaban sobre los lejanos picachos de Mindoro oscilaron en el firmamento, rodando á los pocos momentos compactas por la celeste bóveda, al empuje del tan deseado SE. Nuestro horizonte poco á poco fué cubriéndose de los blancos copos desprendidos de la región de las puras brumas, destacándose entre aquellos algún siniestro nubarrón, arrancado por el viento del seno donde se engendra el rayo.
</p><p>El <hi>catavientos</hi> y las velas altas dieron señales de haber percibido las primeras caricias del viento que tanto deseábamos, despertando la <hi>María Rosario</hi> del letargo en que há tiempo estaba sumida.
<pb n="48"/></p><p>El viento se <hi>entabló</hi> por completo, reinando con bastante fuerza el marcado en las <hi>monzones</hi> de Julio y Agosto.
</p><p>Una vez que quedó la isla Verde entre la espumosa estela que dejaba en las aguas una marcha de nueve millas, el estrecho se ensancha y la navegación se hace más franca y menos peligrosa.
</p><p>Con buen tiempo, SE. fijo, mar limpia de escollos, navegando en largo, <hi>demoramos</hi> por la proa la isla de Marinduque, teniendo á la banda de estribor las extensas tierras de Mindoro. Esta isla que tiene más de cuatrocientas millas de costa, es casi desconocida, cual sucede en el Archipiélago con otras muchas y dilatadas comarcas. Los habitantes del interior de la isla de Mindoro, han sido poco estudiados. El viajero, el curioso ó el que por su cargo inspecciona la isla, recorre las costas, siéndole muchas veces imposible internarse por oponerse la fragosidad del terreno, lo inhospitalario de sus <hi>pampas</hi> y <pb n="49"/>bosques, la falta de caminos, la carencia de recursos y el estado de algunas tribus que se asemejan á las que habitan las montañas de <hi>Mariveles</hi> y algunas provincias del Norte.
</p><p>Respecto á estas razas, apenas conocidas, dice una notable publicación que vió la luz en Manila, lo que sigue:
</p><p>«En el terreno que ocupa la provincia de Ilocos Sur, habitan algunas rancherías, cuyo principal número se halla en las altas montañas que están en la parte Este. Entre ellas se hallan las de los tinguianes, busaos, igorrotes quinanos y negritos, las cuales se extienden por la gran cordillera, compartiendo su posesión con las de los itetapanes, quinanos, mayoyaos, silipanes y otras que se hallan en terrenos de otras provincias del Norte de la Isla de Luzón. Daremos una ligera descripción de las razas que habitan en parte de la provincia de que nos ocupamos, ó más próximas, que viven en rancherías y que tienen alguna comunicación y comercio con los pueblos <pb n="50"/>civilizados de ella. Los igorrotes habitan las montañas de la parte más al Sur, confinantes ya con la provincia de la Unión; los que se hallan en los sitios más apartados de ellas, no tienen comunicación alguna con los indios cristianos, pero los que ocupan los primeros montes tienen algún trato con las poblaciones, y aunque su comercio es en cortísima escala y muy lento, se ejecuta por lo regular en cambio ó trueque, más bien que con numerario, pues de este solo se sirven para la compra del oro que traen en pequeñas partículas. Los igorrotes infieles admiten en cambio de sus efectos toda especie de animales, aunque sean inútiles y despreciables, como el perro y el gato.
</p><p>«No conocen otra ley que la más completa libertad, sin subordinación á autoridad alguna, y son inclinados á toda clase de vicios. No usan otro vestido que una especie de faja de lienzo ó de corteza de árbol, según pueden, que se llama bajaque, y ellos la denominan <pb n="51"/><hi>baac,</hi> y una manta por lo regular de las que se fabrican en Ilocos, y se conocen con el nombre de bandalas, ó bien un pedazo de tela cualquiera que colocan sobre los hombros plegada ó suelta. Las mujeres usan una especie de camisilla ó chaleco, abierto por delante, que atan con unos cordones, y una manta ceñida á la cintura que las cubre hasta las rodillas. Los principales llevan la manta y el baac negro y con bordados; en sus lutos usan telas blancas. Los igorrotes son de buena estatura, su color es cobrizo amarilloso; los ojos grandes, rasgados y negros, y con el ángulo exterior muy agudo y más alto que el interior. Los carrillos anchos y juanetudos; el pelo es largo, muy negro, y áspero; el cuerpo robusto y bien formado; suelen pintarse de colores, y en la mano se hacen una figura parecida á un sol. Fabrican sus casas ó chozas de caña, cubriéndolas con cogon, formando la figura de un triángulo como una especie de tienda de campaña, y no tienen <pb n="52"/>más luz que la que entra por el pequeño agujero que sirve de puerta; generalmente las tienen muy desaseadas. En el centro de la cordillera tienen casas mayores, de tabla de pino, que labran toscamente con una especie de cuchillo de dos cortes que llaman <hi>talivong</hi> y <hi>bujías,</hi> el cual les sirve de arma. Usan también como ofensivas la lanza, que arrojan con gran acierto, y las flechas, en cuyo manejo son poco diestros y no alcanzan en esto á los negritos. Se alimentan con arroz, frutas silvestres, raíces alimenticias, carne de búfalo, puerco y ciervo, que cazan y preparan para su conservación: según se dice hay entre ellos algunos que comen la carne humana, son muy asquerosos y padecen muchas enfermedades cutáneas. Las mujeres para los partos se van á la orilla de un río donde lavan la criatura así que ve la luz; se baña también la madre, y concluída esta operación, coloca el recién nacido en una especie de cestillo á la espalda y se vuelve á su <pb n="53"/>choza. Su idioma es muy distinto del de los pueblos cristianos confinantes. La observación de las lunas les sirve de calendario, y aun para formar sus pronósticos; los hay llamados bravos y mansos, siendo los primeros los que no quieren comunicación alguna con los pueblos reducidos.
</p><p>Los tinguianes es otra raza que se extiende por las montañas del Este de Ilocos hasta la provincia de Abra: son mucho más civilizados que los igorrotes, y casi no merecen la denominación de salvajes. Los hombres usan calzones anchos y una chaqueta ó chupa cerrada por delante, como la de los chinos: se arrollan una tela ó especie de toalla á la cabeza, cuyas puntas con flecos caen con gracia sobre la espalda. Las mujeres usan el mismo traje que las igorrotas, con la única diferencia de ser de color blanco, así como el de los hombres, muy aseado, y bordadas las orillas de colores cuando están de gala; desde la muñeca al codo se atan unos <pb n="54"/>anchos brazaletes de abalorios de colores, tan apretados, que les suele producir inflamación en el brazo y la mano. Del mismo adorno usan algunas en los piés y hasta en la cabeza, ciñéndose también un turbante, y otras se ponen una especie de banda cuyo traje en conjunto es vistoso y bonito. El cutis de esta raza es blanco, y con corta diferencia como el de los chinos; su vida es frugal y aislada; comercian con los pueblos de cristianos; pagan reconocimiento en frutos ó en dinero; compran tabaco en los estancos de los pueblos reducidos, pero en una cantidad dada, que reparten con equidad entre todos los vecinos de una ranchería, son limpios y observan entre sí cierta etiqueta, viven tranquilos en sus pueblecillos, y su carácter pacífico pero suspicaz, los aproxima mucho á los indios civilizados. Hay algunos pueblos de ellos reducidos al cristianismo y cultivan extensos campos de arroz, teniendo piaras de carabaos, caballos y bueyes: se ejercitan en <pb n="55"/>la caza de venados y son enemigos de los igorrotes. Esta raza por su color, facciones y traje, se cree sea descendiente de los chinos, que según tradición, se internaron por estos montes desde la provincia de Pangasinan cuando el pirata Limahon fué batido y obligado á reembarcarse; pero la historia de aquellos tiempos nada dice de que quedasen estos restos del ejército, antes bien asegura, que todos se embarcaron; pero ello es que esta raza de infieles es distinta enteramente de las demás que pueblan los montes del Norte de la isla de Luzón. Hay otra raza llamada de guinanos que habitan la parte interior del país y á la falda Este de la gran cordillera, que separa al Abra de Cagayan; son de carácter feroz, y en los meses de Febrero y Marzo suelen hacer sus correrías al Abra con solo el objeto de cortar cabezas, sean de cristianos, sean de tinguianes ó igorrotes: para ello se aprovechan de algún descuido; en teniendo alguna cabeza humana se <pb n="56"/>retiran á sus pueblos con gran algazara, donde celebran una gran fiesta que dura muchos días. Concluída la fiesta, el matón guarda cuidadosamente el cráneo como prueba de su valentía, y es tanto más estimado por sus compoblanos, cuantas más cabezas ó cráneos adornan sus casas; suelen también estar en continua guerra unos pueblos con otros; siempre acometen á traición, y con grandes alaridos al echarse encima de la víctima. Aun no ha sido posible hacer que penetrara hasta ellos la luz evangélica.
</p><p>Aunque bastante apartadas de la provincia de Ilocos por la parte del Este, ocupa también esta cordillera la raza de los busaos que confina con la de los tinguianes; sus tribus son de carácter dulce y hábitos más propensos á la civilización, se pintan el brazo imitando varias flores, llevan grandes anillos en las orejas y otros se cuelgan en ellas un gran pedazo de madera, lo que les alarga mucho la ternilla. El traje de los busaos es parecido <pb n="57"/>al de los igorrotes, solo se diferencian en que llevan en la cabeza una especie de casquete ó solideo de bejuco ó de madera, cilíndrico y abierto por los lados que algunas veces adornan con plumas; en lugar del <hi>talibon</hi> usan una arma llamada <hi>ligua</hi> de la que usan también los tinguianes, que es como una hacha de hierro casi cuadrada, con una punta por detrás y mango corto, la que fabrican ellos mismos con hierro que extraen junto á Benang; cultivan arroz con muy buen sistema de riego.
</p><p>Los negritos que ocupan las montañas de Ilocos más bien se extienden hacia la parte de Ilocos Norte que hacia el Sur; se diferencian poco de los demás negros de los otros montes de las islas; su escaso vestido suele ser de cáscara ó corteza de árboles ó alguna manta tosca; pagan reconocimiento cuando se les puede hallar, reconocen por reyezuelo al más viejo entre ellos, y entierran sus difuntos en el monte, poniendo junto al cadáver <pb n="58"/>eslabón, piedra, yesca, un arma y un pedazo de carne de venado, y todo el que de ellos pasa próximo, ha de dejar algo de lo que cogió en la caza ó le dieron los cristianos.»
</p><p>En otro lugar leemos:
</p><p>«En las escabrosidades de las altas montañas de todas las islas Filipinas, y en las espinosas de sus impenetrables bosques, habitan numerosas razas ó tribus de infieles, hasta cuyos desgraciados individuos no ha penetrado aún, por desgracia, la luz del cristianismo y de la civilización. Las cordilleras de la isla de Luzón están habitadas por los <hi>igorrotes, tinguianes, ifugaos</hi> y otras razas de costumbres más ó menos feroces; pero la más generalmente extendida por todos los montes de las islas es la de negritos aetas, que por sus caracteres genéricos, su pelo crespo, sus labios prominentes y su ángulo facial, se cree por algunos, sean los primitivos habitantes de este suelo, pues concuerdan dichos caracteres con los de otros que residen en la misma <pb n="59"/>zona tórrida de África y varios puntos de la Oceanía.
</p><p>Los de estas islas viven errantes en la fragosidad de las selvas, y aunque los hay de ellos que bajan á comerciar y se comunican con los pueblos cristianos, se encuentran muchos que huyen de todo trato con los hombres de distinta raza, manteniendo una continua guerra con otros habitantes de los bosques. Se cree que los <hi>desmayas, malancos, manabos</hi> y <hi>tagabotes</hi> de la isla de Mindanao, así como los negros feroces de Nueva Ecija y otras tribus menos conocidas, sean pertenecientes á la gran familia de estos primitivos moradores de las islas.
</p><p>Los negritos son en general pequeños, delgados y ágiles; pero no mal formados. Tienen la nariz gruesa y aplastada, el cabello crespo como lana enredada; el labio superior grueso y caído sobre el inferior; su color es más claro y menos feo que el de los negros de la costa de África, sin duda porque los de estas <pb n="60"/>islas tienen más frondosos bosques donde resguardarse de la acción del sol y porque se comunican más con pueblos civilizados. Van completamente desnudos y se cubren con un taparrabos de cortezas de árbol; los que tienen trato más frecuente lo usan de tela, y llevan además un pedazo de coquillo de colores ó de manta echado sobre los hombros y se suelen poner un pañuelo en la cabeza. Los que comercian con dichos pueblos civilizados dan varios productos de los montes, como miel, cera y bejucos, á cambio de telas y de moneda: las mujeres de estos visten una ligera camisilla y un tapis; las de los más feroces van desnudas: las primeras colocan en su pelo un peine de caña, en el que ejecutan finas labores, y por sus orejas taladradas atraviesan un pedacito de rama en flor, que además de su erizada cabellera les da un aspecto extraño. Los hombres solteros suelen usar también el peine de caña, como distintivo de su estado. Todos ellos llevan siempre en su mano el <pb n="61"/>arco y las flechas que acostumbran á envenenar con jugo de plantas que ellos conocen, en las cuales frotan é impregnan el hierro ó punta de ellas; algunos usan un carcax de caña bambú para colocarlas; en la cintura llevan un cuchillo ó <hi>bolo</hi> muy afilado.
</p><p>Se casan muy jóvenes y aunque no se reúnen con sus mujeres, se les ve tomar estado á los ocho ó nueve años. Les gusta mucho estar junto el fuego; encienden grandes hogueras, y por la noche se acuestan sobre la ceniza caliente; para mayor abrigo suelen poner entre dos árboles una especie de techado de hoja de palma, y por la mañana levantan el campo para volver á dormir donde les coge la noche.
</p><p>Las mujeres paren también sobre la ceniza: concluído el parto se bañan y vuelven á acostarse sobre ella y á cuidar de su hijo, el que cuando marchan lo llevan pendiente del cuello ó á la espalda, sostenido por un lienzo atado, ó por una corteza de árbol apoyada en la nuca.
<pb n="62"/></p><p>No se les conoce religión alguna. Comen puercos de monte, venados y raíces alimenticias; pero nunca lo verifica uno solo. Tienen castigos de pena de la vida para sí y para sus hijos por varios delitos; uno de ellos es el de robar una mujer ajena; pena conmutable, entregando flechas y armas.
</p><p>Nombran sus jefes á los más ancianos. Entre los que frecuentan para su comercio los pueblos cristianos, se suele investir á uno de ellos del carácter de justicia, el cual impuesto de su cargo, los reune y presenta cuando se les llama para el trabajo.
</p><p>Sus distracciones consisten en el canto, en el baile y en ejercitarse en el manejo de sus armas. Ejecutan un baile llamado <hi>acubac</hi> que se reduce á poner á las mujeres en el centro, y los hombres agarrándose uno á otro por la cintura van marchando en círculo alrededor de ellas, levantando la pierna dando una fuerte patada en el suelo al compás de una canción muy lúgubre y pausada que <pb n="63"/>con voz casi imperceptible entonan las negras, y á la que ellos contestan con una especie de terminaciones consonantes; á este triste canto le llaman <hi>inalug</hi>.
</p><p>Por más esfuerzos que se han hecho por los PP. Misioneros y por las autoridades de las islas para civilizar á los negros aetas, y hacerlos vivir en sociedad, todo ha sido infructuoso. Aman su vida errante y salvaje, y tarde ó temprano se vuelven á ella; ha sucedido ya estar un negro enteramente civilizado y aun haber seguido estudios, y ha desaparecido para volverse al monte á vivir desnudo y salvaje entre sus compañeros. Estos desgraciados se niegan siempre á la luz de la verdad y de la razón.»
</p><p>Las anteriores líneas son la prueba más concluyente de lo mucho que falta por hacer en Filipinas. A la vista de Manila, en su misma bahía, en la provincia de Bataan, se destaca la sierra de Mariveles; pues bien, en sus bosques hay razas errantes sin más dominio <pb n="64"/>ni ley, que las que Dios les dicta, ni la potente voz de los elementos que se desarrollan sobre la inmensa copa de los árboles que les dan sombra, alimento y guarida, y las que impone en la punta de sus flechas el que impera por la ley del más fuerte.
</p><p>Todas estas razas respetan instintivamente al español, sobre todo si no los hostiga y maltrata. El europeo que se pierde en los laberintos de bejucos y verduras de Mariveles, no tiene que temer por su vida aun cuando se encuentre con alguna ranchería de <hi>aetas</hi>; estos lo acogerán con mirada recelosa, mas bien pronto si ven que no les hacen daño, se tornan dulces y serviciales.
</p><p>El estado pacífico en que viven las razas de Mariveles, es sin duda la causa del por qué no se las ha reducido, á pesar de habitar á las puertas de Manila.
</p><p>¡Cuántos misterios desconocidos, cuánta riqueza oculta y cuántas cosas ignoradas contendrá la gran extensión de tierra que <pb n="65"/>comprende la isla de Mindoro, desde puerto <hi>Galera</hi> á punta <hi>Bunga</hi>!
</p><p>Las montañas de Mindoro poco á poco fueron ocultándose en los horizontes que dejábamos á la proa, aclarándose los de <hi>Marinduque</hi> por los círculos que abría en el espacio el bauprés de la <hi>María Rosario</hi>.
</p><p>Las pequeñas <hi>Dos hermanas</hi>, formando el vértice del triángulo que cierran <hi>Banton, Bantoncillo, Simarra y Maestre de Campo</hi>, se destacaban perfectamente ante nuestra vista, como asimismo los pequeños islotes llamados <hi>Tres Reyes</hi> y el <hi>Diamante</hi>, azotados constantemente por las encontradas olas, efectos de las corrientes y las notables <hi>resacas</hi> que refluyen su influencia desde las costas de Marinduque.
</p><p>La pequeña isla de Banton, nos trajo á la memoria un sin número de recuerdos y un gran caudal de observaciones. En sus estrechos límites habitaba nuestro querido amigo el Padre Pablo, fraile recoleto de gran iniciativa, <pb n="66"/>ciencia y decisión, que después de haber desempeñado en Filipinas la supremacía del poder en la Orden, había dejado el peso y responsabilidad del Provincialato, por el recogimiento, la quietud y el aislamiento de la parroquia de Banton, islote casi desierto, inhospitalario y desprovisto de cuanto constituye lo más necesario de la vida.
</p><p>Ya que la isla de Banton nos ha traído á la memoria á un antiguo amigo fraile, y ya que tanto se ha dicho de estos, añadamos nosotros en el siguiente capítulo una página más.
<pb n="67"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.4" n="IV" type="Chapter"><head>CAPÍTULO IV.</head><argument><p>El fraile en Filipinas.</p></argument><p>Al hablar de Filipinas es imposible dejar de ocuparse de las órdenes monásticas: van tan íntimamente unidas con la historia y vicisitudes por que ha pasado el Archipiélago, que donde quiera se relate un suceso, donde quiera se evoque un recuerdo, donde quiera se contemple una obra, allí está la mano, la inteligencia ó la actividad del fraile.
</p><p>Para comprender lo que vale en el Oriente, para apreciarlo en todo su valor, es preciso vivir algún tiempo en el país.
</p><p>El fraile es el ser cosmopolita de la India; en su historia lo mismo se le ve con el santo lábaro predicar la fe del Gólgota, que dar al aire la enseña de Castilla y voltear el bronce llamando á los buenos en el rebato de sus torreones, siempre que algún peligro ha <pb n="68"/>amenazado patria ó religión: alentados por estas dos palabras han puesto repetidas veces sus pechos ante el enemigo de la raza, ó el cuello ante el cuchillo del martirio. Los campos de China durante más de dos siglos, la invasión de Manila por los piratas que hacían temblar al Celeste Imperio, y más tarde la gran bahía llena de naves inglesas, son imperecederas epopeyas en que las órdenes monásticas han vertido su sangre, su persuasión y sus caudales.
</p><p>El cosmopolitismo del bien, volvemos á decir, está sintetizado en el convento.
</p><p>A semejanza de la Edad Media, en que el Dios de las batallas con el ruido de sus armas adormecía la inteligencia; cual aquella época del arnés y de la lanza, se ocultaba en lo más recóndito de los cláustros la ciencia en el libro y el experimento en las primitivas máquinas; á imitación de entonces en que el fraile mantenía vivo el estudio y el saber, así en el día el cláustro en el Oriente cual <pb n="69"/>templo de vestales, alienta la vívida luz de los humanos adelantos. Las bibliotecas de los Dominicos, llenas de preciosos códices; los gabinetes de física y química, con cuantos aparatos han inventado las nuevas conquistas de la inteligencia; las magníficas colecciones de la naturaleza tropical en todas sus manifestaciones; los góticos capiteles de Santo Domingo; las sólidas construcciones de Agustinos y Franciscanos; el golpear de las máquinas de vapor de los Recoletos; enseñan que la ciencia, el arte y la industria, tienen su asiento bajo la esfera de acción de las órdenes monásticas.
</p><p>El convento no solamente sintetiza en Filipinas, la ciencia y el arte, sino que también el laboratorio, la enfermería y la granja-modelo.
</p><p>Sabido es cuan escaso es el personal de médicos y cuántas provincias están entregadas á la virtud de sus plantas, á la tradición de sus remedios y á los ungüentos y recetas del <pb n="70"/>convento. Tanto el indio como el castila que se siente aquejado de una enfermedad, llama al fraile á la cabecera de su lecho, ó va á buscarlo en sus hospitalarias casas-haciendas, en la seguridad de encontrar ciencia para la materia y consuelo para el espíritu.
</p><p>La hacienda de <hi>Imus</hi> es una verdadera enfermería del castila, allí el que llega tiene cuidados, cama y mesa.
</p><p>Desde el jefe superior de las islas al último desgraciado, tienen en Imus un cariñoso techo con solo llamar á aquellas puertas, abiertas siempre para el bien y la caridad. No es solamente lugar de convalecencia por sus condiciones naturales, sino que estas se aunan con el perfeccionamiento y con el arte. Los baños de impresión que tiene la casa son, sin duda por sus aguas y por la manera de distribuirlas, unos de los mejores de las islas.
</p><p>Cuantos requisitos constituye la granja-modelo, se encuentran en la hacienda que nos ocupa. Espaciosos y bien preparados <hi>tambobos</hi>, <pb n="71"/>magníficas plantaciones de caña dulce, buenas máquinas, extensas roturaciones, puentes, presas, encauces, sementeras y un perfecto reglamento de colonos se ven en aquella. El colono que experimenta una desgracia en el hogar, percibe cuantos auxilios le son necesarios; si la desgracia proviene del campo, si una avenida asola sus cosechas, si el tallo de la caña se agosta ante el destructor hálito de un <hi>tifón</hi>, el fraile remedia el mal sin que el colono vea amenazado su porvenir ante los sombríos colores de la usura. Cuando hay calamidades se perdonan las rentas, y el <hi>tambobo</hi> abre sus puertas, convirtiéndose en piadoso pósito, seguro remedio de la propiedad y del labrador.
</p><p>El viajero tiene no menos ventajas que el colono y el enfermo. El que durante todo un día ha sufrido por bosques y caminos el sol tropical, el que el aguacero ha mojado su cuerpo, el que se ve rendido por el cansancio: alienta, se vivifica y cobra ánimos al oir los <pb n="72"/>consoladores ecos de la esquila del monasterio, del convento ó de la casa-hacienda; bajo aquel bronce sabe hay españoles, hay patria, hay hermanos. Es preciso haber pasado un día en la India y sentir las fatigas del cansancio y la sed, para comprender en todo su valor lo que significan los ecos de la campana del convento.
</p><p>El fraile del Oriente difiere completamente del que vulgarmente se conoce; por esa misma razón lo juzgan algunos mal. El que crea ver en aquellos el reflejo de los antiguos y silenciosos moradores de la celda ó los revoltosos señores de abadías, se equivoca soberanamente; ni tienen la maliciosa reserva y maquiavélica intención del claustro de la Edad Media, ni la turbulencia y fueros de los guerreros-frailes de la Reconquista, feudales señores de almena y mesnada, de cuchillo y caldera.
</p><p>El ser que nos ocupa es franco, decidor, leal, caballero; participa de las buenas cualidades <pb n="73"/>del mundo y el recogimiento ascético de la celda. Es, y esta es su principal cualidad, <hi>español</hi> por excelencia, y todas sus tendencias, lo mismo las que desarrolla en la plática, como en el púlpito, como en el hogar, tienden á la consolidación y bienestar de la colonia. En las veces que en Filipinas se han sentido los rumores de la rebelión, el fraile siempre ha estado al lado de su raza. No hay ejemplo alguno en la historia de las islas en que haya aparecido ni remotamente complicado contra los suyos. Si Filipinas tuviera una <hi>verdadera</hi> historia, se vería hasta qué punto fueron los frailes españoles en las memorables jornadas en que el invicto Simón de Anda dejó la toga por el talabardo, oponiendo la fuerza á la fuerza, la espada á la dominación, la argucia á la mayoría y el heroismo á la desigual lucha. En aquella campaña, un puñado de frailes contuvieron la dominación inglesa, teniendo en continua alarma á las centuplicadas fuerzas de los enemigos.
<pb n="74"/></p><p>La influencia que entonces y ahora tiene el fraile de Filipinas, es preciso ser loco para no apreciarla y comprenderla. Como ejemplo de su influencia y de su poder citaremos un episodio acaecido en la insurrección de Cavite.
</p><p>En la fuerza de la plaza se encontraba al sonar la señal el lego español de San Juan de Dios. Dado el grito, la rebelión desarrolló en su destructor círculo cuantos horrores caben en el saqueo y la matanza. La embriaguez y la sangre habían corrido desde el rastrillo á la plataforma, cuando aquellas hordas que gritaban muerte y exterminio, que no habían perdonado sexos ni edades, se prosternaron de rodillas ante el lego pidiendo les absolviera de todas sus culpas. Si el lego hubiera sido fraile, y si su falta de conocimientos hubieran estado representados por la elocuencia, confianza y prestigio del sacerdote, es posible que las palabras no hubieran sido obras, y la acción no hubiera pasado de proyecto.
<pb n="75"/></p><p>El lego fué respetado, considerado y atendido por los que pedían la cabeza de los españoles, por el solo hecho de vestir un hábito y una correa.
</p><p>El ascendiente que el Padre ejerce sobre el indio está fuera de duda, es indiscutible. Esta influencia es tan positiva que no titubeamos en asegurar, es el primer elemento de colonización que tenemos en Filipinas.
</p><p>Al hacer las anteriores manifestaciones cumplimos con un deber de españoles: en este libro nos hemos propuesto decir la verdad en todo y por todo, y aunque las ideas y opiniones del autor difieran de las del fraile, está en el deber de hacerles la justicia de que son acreedores. ¡Ojalá que todos los españoles que vengan á Filipinas se conduzcan cual lo hacen aquellos! Si esto sucediera ni daríamos el alerta, ni abrigaríamos temores.
</p><p>El fraile en Filipinas no solamente es un bien, sino que constituye una verdadera necesidad.
<pb n="77"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.5" n="V" type="Chapter"><head>CAPÍTULO V.</head><argument><p>El estrecho de San Bernardino.—Cabeza Bondog.—Ruinas.—El volcán Mayon.—¡Ancla!—San Jacinto.—Su Iglesia.—La india Ignacia.—El toque de oración.—El <hi>atung-taqui</hi>.</p></argument><p>La navegación del estrecho de San Bernardino, constituye uno de los derroteros más bellos y variados que se conocen. Desde la bahía de Manila á las aguas del Pacífico, hay unas trescientas millas en las que se admiran toda la riqueza del suelo filipino. En el derrotero que nos ocupamos no se pierde ni un solo momento la vista de tierra, pasando tan cerca de ella en muchas ocasiones, que se hace precisa gran precaución.
</p><p>No bien <hi>doblamos cabeza Bondog</hi> y ganamos las aguas que separan á la rica provincia Camarines Sur, de la isla de Burías, se principian á dibujar en los horizontes de Albay, el famoso volcán que se admira en medio de aquella provincia.
<pb n="78"/></p><p>El volcán de Albay, llamado por algunos el <hi>Mayon</hi>, lo forma un cono perfectamente regular. Se encuentra en actividad y es difícil verlo despejado de nubes, las cuales lo ocultan casi constantemente, efecto de su gran altura, proximidad á los focos de grandes emanaciones y atracción que ejerce sobre los frecuentes chubascos que vierten sobre la provincia de Albay.
</p><p>Las erupciones del Mayon son muy frecuentes, mas desde la acaecida á principios del siglo, de la cual se describen tales horrores, que causan verdadero espanto, son poco intensas, estando habituados los pueblos que se asientan á la falda del monte, á las convulsiones del gigante que en un solo momento podrá sepultarlos entre sus candentes materias. La ascensión al volcán es sumamente difícil y arriesgada, no teniendo noticias de que viajero alguno haya hollado con su planta el vértice del cráter.
</p><p>El día que la <hi>María Rosario</hi> nos puso á la <pb n="79"/>vista del Mayon, hubo algunos momentos en que por efecto del fuerte SE. pudimos admirar completamente despejado todo el espacio que cierra el magnífico cuadro que llena el volcán.
</p><p>La provincia de Albay es, sin género de duda una de las más ricas del Archipiélago. El filamento llamado <hi>abacá</hi>, es una inagotable mina de los campos que comprenden aquella provincia.
</p><p>Aquel producto ha llevado el bienestar y la riqueza á sus habitantes, los cuales á su vez, son la base de las cuantiosas fortunas que se han cimentado sobre el abacá: este es de tan buena calidad en los campos de Albay, que las <hi>cabullerías</hi> que con él se fabrican se confunden con las más sólidas de cáñamo, producto que en los usos de la marina se ha reducido notablemente, desde que se explota aquel filamento, el cual no solamente se consume en el Archipiélago, sino que cuidadosamente es almacenado y prensado <pb n="80"/>para ser expendido en lejanos centros comerciales.
</p><p>Las calmas que veníamos experimentando nos agotaron casi todo <hi>el fresco</hi> de que podíamos disponer, así que, aprovechando el seguro y resguardado puerto de <hi>San Jacinto</hi>, anclamos en él á fin de <hi>refrescar</hi> víveres.
</p><p>San Jacinto es un pintoresco pueblecito situado en la isla de Ticao. Lo constituye aquel una extensa loma sobre la cual se asienta diseminado un corto caserío, en su generalidad de palma, destacándose por su construcción un antiguo baluarte, la iglesia, la escuela y la casa-tribunal. El cura que cuida de su parroquia se encontraba fuera del pueblo y nos dijeron era mestizo chino.
</p><p>El baluarte de San Jacinto es sólido, de buena fábrica y perfectamente situado; se extiende por lo más alto de la loma dominando el pueblo y el puerto. En el ángulo que corresponde á su entrada y sobre una plataforma medio arruinada, se ve un cañón, que <pb n="81"/>según sus dimensiones, pudimos calcular sería su calibre de 20 á 24.
</p><p>La época en que se edificó el baluarte no la hemos podido precisar, revelando el estado de los muros su vejez, con la que lucha la consistencia y solidez de la construcción.
</p><p>En el espacioso patio que cierra el perímetro amurallado, se encuentra la iglesia, y á medio concluir la casa parroquial; obra que según pudimos ver, pronto había de brindar toda clase de comodidades á su morador. La sólida fábrica de aquella espaciosa casa, á cuya sombra se alza la campana del templo; las aspilladas murallas que la resguardan; las plataformas y el bronce que la defienden; la estratégica situación que ocupa, y la bandera que flamea en lo alto del torreón, la asemejan más que á la casa del recogimiento y la oración, al antiguo baluarte de la Edad Media.
</p><p>Aquellos muros carcomidos por el tiempo evocaron en nuestra mente todo el grandioso <pb n="82"/>pasado de los caballerescos siglos feudales.
</p><p>La raza que habita San Jacinto, es la india pura; hablan el <hi>visaya</hi> y sus moradores poseen todos los rasgos que caracterizan aquella. Son afables, fuertes y de facciones bastante buenas. Vimos una india llamada Ignacia, de un conjunto altamente simpático y agradable, sobresaliendo en ella un larguísimo y negro pelo, rasgo peculiar y distintivo de Filipinas, en donde los hemos visto como en parte alguna; consecuencia, sin duda, de no mortificar las raíces, pues generalmente lo llevan suelto, y sobre todo, por la fortaleza y consistencia que prestan los jugos del coco, aceite, cuyas propiedades es de todos reconocida.
</p><p>A más del uso del aceite de coco, contribuye en gran manera á la conservación del pelo, el <hi>gogo</hi>, raíz parecida á la de la <hi>mora</hi>. Aquel se lava perfectamente y después se exprimen sus jugos. El jugo del gogo levanta <pb n="83"/>en la batea donde se prepara, una blanca é hirviente espuma; su uso es muy frecuente y, general en Filipinas, y sin duda alguna que la frescura que presta á la cabeza y la limpieza que origina, son causa, en gran parte, de que sea sumamente raro encontrar calvos en el Archipiélago.
</p><p>La población de San Jacinto la forman 1.800 almas, de las cuales tributan unas 500, calculando en 250 los niños de ambos sexos que asisten á la escuela, según nos dijo el Gobernadorcillo.
</p><p>Los productos son: el abacá, el tabaco, la caña dulce, el añil y el coco; de este nos sirvieron por vía de refresco una suculenta ensalada hecha de palmito. El palmito del coco, es sin género de duda, el más sustancial y delicado de cuantos dan toda la diversidad de palmas.
</p><p>Al toque de oración en Filipinas se le rinde culto.
</p><p>Todo indio á la muerte del día, recoge su <pb n="84"/>espíritu y pronuncia una oración mirando al Oriente.
</p><p>La campana de la iglesia anunciando la oración, se mezcló con los redobles del tambor del tribunal, y los huecos y broncos sonidos del <hi>atung-taqui</hi>, que sirve para dar los alertas en las avanzadas ó <hi>bantayanes</hi> de algunos pueblos de Visayas.
</p><p>El atung-taqui filipina, es el árbol hueco, descrito por los primeros exploradores de la India, y que todavía se conserva entre los moradores que habitan las orillas del <hi>Amazonas</hi>, y las dilatadas faldas del <hi>Chimborazo</hi>, según pudimos ver entre los objetos que los individuos de la expedición científica del Pacífico, exhibieron en los jardines del Botánico de Madrid.<note n="1" anchored="true">Dicha exposición se verificó el año 1866 y de ella publicó el autor de este libro una extensa Memoria.</note>
</p><p>Al toque de oración de San Jacinto se cierran <pb n="85"/>todas las puertas y ventanas, y se apagan las luces, entonándose por los que se encuentran dentro de las casas el <hi>Ángelus</hi>; concluído este, cada cual vuelve á su conversación, su ocupación ó su paseo.
</p><p>Nosotros hicimos una frugal cena, y después de interrogar sobre la localidad al Gobernadorcillo, buscamos el reposo en las mallas de una hamaca de abacá.
</p><p>Ya que estamos descansados en tierra, y ya que hemos bosquejado á la ligera á una india, veamos en las páginas que siguen, lo que es la mujer en el Oriente.
<pb n="87"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.6" n="VI" type="Chapter"><head>CAPÍTULO VI.</head><argument><p>La mujer india.—Angué—Pepay la sinamayera.—¡¡¡Una!!!</p></argument><p>Desde los tristes monólogos de Adán (pues es de suponer no tuviera ganas de conversación con su <hi>ex-costilla</hi>, después de lo de marras) hasta los <hi>Apuntes</hi> de Catalina, y desde las lágrimas de Ovidio, á los ataques de nervios de Julieta, cuánto se ha dicho, y sobre todo cuánto se ha calumniado, es decir, menos cuando no se ha calumniado, á esas sensibles <hi>palomas</hi> sin hiel, á esas infelices y desgraciadas inocentes, á esas pobrecitas cofrades del sexo débil.
</p><p>A lo mucho que se ha dicho, vamos á añadir un poco más.
</p><p>No vamos á tratar á la mujer á la sombra de un <hi>patrón</hi> de la moda elegante, ni á la semiluz de una <hi>bambalina</hi>, ni á las tinieblas de un coche con cortinillas, ni á los truenos y <pb n="88"/>relámpagos de un <hi>can-can</hi>; no, vamos á ocuparnos de la primitiva hija del Oriente, raza hoy poco conocida, que después de haber perecido casi por completo en las Américas, va siguiendo la misma suerte en los inmensos dominios que comprende la India inglesa.
</p><p>La raza pura la encontramos en cerca de seis millones de seres, en el vasto Archipiélago filipino.
</p><p>Descorramos las <hi>conchas</hi>, alcemos el <hi>tapanco</hi> ó descansemos un momento bajo el <hi>carang</hi>, y al tornasolado de las primeras, veremos á la india rica; bajo la palma del segundo, podremos estudiar la india industrial, ó sea la clase media, y al abrigo del tercero se nos presentarán perfectos modelos de las hijas desheredadas de todos aquellos dones que no sean el mojarse cuando llueve, admirar el sol cuando sale y limpiarse el sudor si tiene con qué cuando calienta, dones todos que la naturaleza prodiga de tal forma en el Oriente, que cuando llueve lo hace tres ó cuatro meses seguidos, <pb n="89"/>con una fuerza, un viento y unos truenos, que ni hay más que dar, ni más que pedir.
</p><p>Ya tenemos prólogo. Exhibamos los tipos.
</p><p>Supongamos que son las diez de la mañana en Manila, y por consiguiente, la misma hora en cualquiera de los pueblos que forman Binondo; supongamos á más que es la fiesta de la Patrona y que estamos cerca de la casa del hermano mayor.
</p><p>El hermano mayor es un sér exclusivo de Filipinas, es en las fiestas como si dijéramos, el <hi>caballo blanco</hi> de nuestros espectáculos, ó el editor responsable sin sueldo de un periódico demagógico en tiempo de los moderados.
</p><p>Decíamos que estábamos cerca de la casa del hermano mayor, y esto bien fácil nos es conocerlo, porque distintamente llegan á nuestros oídos los ecos de la marcha de <hi>Pan y Toros</hi>, tocata ahora en boga en Filipinas, cual lo será Dios mediante, dentro de ocho ó <pb n="90"/>diez años, la jota del <hi>Molinero de Subiza</hi>, ó la <hi>polka de Flama</hi>.
</p><p>Ya estamos á la vista de la casa.
</p><p>Banderolas de todos colores, pañuelos de todos ribetes, y trapos de todos tamaños, ondean ó no ondean (pues esto no depende del hermano mayor), suspendidos, no digamos de ventanas y balcones, sino de agujeros más ó menos grandes, abiertos en el cogon y algunos en la tabla.
</p><p>La música la seguiremos oyendo, pues asisten las de los <hi>dos gremios</hi>, y mientras la una toca, la otra come ó fuma, y esto de amanecer á amanecer.
</p><p>Alguna que otra <hi>dalaga</hi>, adornada con cuantos objetos relucientes ha podido encontrar, pasa por delante de nosotros con dirección á la iglesia ó á la casa del hermano, que de seguro es lo menos <hi>capitán pasado</hi> ó <hi>cabeza, de Barangay</hi>, sociales jerarquías que le dan opción al <hi>vos</hi> en el trato, á un asiento en la <hi>principalía</hi> y á un trozo de banco que procurará <pb n="91"/>esté cerca, ó del canuto donde coloca el Gobernadorcillo el bastón, ó del tallado del respaldo que representa todo lo representable, pues en cuestión de dibujo y de talla los indios no atascan, y llevan su despreocupación hasta un punto que hemos visto el retrato de un General muy conocido, sustituído su nombre por el del bienaventurado Santiago, y todo porque el general está retratado á caballo y tiene algunos moros á sus piés.
</p><p>Ejemplo del General convertido en Santo por la gracia de un cortaplumas, que ha borrado un excelentísimo señor, sustituyéndolo con un San Antonio ó San Andrés, es muy común, y menos mal que al pobre General lo hicieron Santo, pues si hubiera hecho falta una Santa, conforme rasparon el nombre, lo hubieran hecho con el bigote y la barba. Todo esto no se crea se hace riendo ni mucho menos, pues el indio posee una formalidad y una fuerza de convicción en ciertos actos, que se cree las cosas más raras y estupendas. <pb n="92"/>De un frasco de cristal con tapón esmerilado, nos decía muy grave un criado al preguntarle por los bizcochos que guardaba, que se los había visto comer á las lagartijas.
</p><p>El hermano mayor tiene, á más de las prerrogativas marcadas, el <hi>non plus</hi> de los honores; el más preciado y característico distintivo. Puede llevar dentro y fuera de su casa, lo mismo ante Rey que Roque, cual antiguo mesnadero, no crean ustedes que el sombrero puesto ó las manos en los bolsillos, sino muchísimo más; puede llevar una camisa de faldones bastante largos fuera del pantalón, y una chaqueta muy corta encima de la camisa. Esto no será muy bonito, pero es tan noble y distintivo que <hi>guay</hi> del plebeyo que sin haber sido siquiera <hi>directorcillo</hi> ó <hi>juez de sementeras</hi>, osara profanar aquella parodia de frac, que tiene por faldones faldamentos.
</p><p>No queremos se nos olvide decir que la camisa <hi>oficial</hi> es blanca y la chaqueta negra.
</p><p>Andando con dirección al ruido, hemos visto <pb n="93"/>más de un <hi>camisa por fuera</hi>, ostentando un bejuquillo con puño de plata. Sus poseedores ejercen jurisdicción, tienen poder, son <hi>tenientes</hi> de justicia, funcionarios públicos que pueden llegar hasta el <hi>solio</hi> del superior munícipe, el día que su jerárquica persona se vea atacada de un fuerte <hi>romadizo</hi>.
</p><p>Ya estamos frente á la casa del mayor cofrade; es de buen aspecto, su construcción llega hasta el despilfarro de ser la cubierta de tejas y estar rodeada de una espaciosa cerca de cañas, á cuya sombra, y atados á un <hi>arigue</hi>, gruñen uno ó dos <hi>babuis</hi>, huéspedes indispensables en toda casa india.
</p><p>Un toldo que da sombra á parte del patio, bajo el cual toca la música; vistosas colgaduras en todos los bastidores de la casa; sinnúmero de faroles de todas formas, caprichos y tamaños, colgados, atados ó sostenidos donde quiera hay un clavo, un agujero, una rama ó un pequeño espacio, completan el adorno de aquella casa, que por su alegría y aglomeración <pb n="94"/>de cosas y objetos, revela que sus amos están dispuestos á <hi>echarla</hi> por la ventana.
</p><p>Si tenemos la suerte de ir acompañados del Jefe de la provincia ó Alcalde mayor, nuestra presencia será saludada con la marcha Real; si el <hi>bastón</hi> desciende de aquellas categorías, entonces nos tocarán el <hi>Mambrú</hi> ó las <hi>habas verdes</hi>.
</p><p>Ya estamos dentro de la casa; ya están á nuestra presencia <hi>cabezang-Gogo; ñora Putin</hi> y la hija de ambos, la <hi>chichirica dalaga Angué;</hi> que es como si dijéramos en Europa el ex-diputado Sr. D. Gregorio, la respetable Sra. Prudencia y la elegantísima Srta. María.
</p><p>Putin y Angué, ó sean Prudencia y María, son los tipos de la india rica. Observadlos y habremos llenado nuestro cometido.
</p><p>Madre é hija en el momento que hemos pasado de la <hi>escala</hi> á la <hi>caída,</hi> dan la última mano á una de las mesas de viandas y dulces.
</p><p>En las fiestas que describimos no hay sala de <hi>buffet</hi> ni una sola mesa. Todos los sitios <pb n="95"/>de la casa son comedores. En la <hi>cerca</hi> comen los músicos; en la antecocina, el <hi>lancape</hi> se convierte en mesa para los <hi>batas</hi> y demás gente menuda. En la <hi>caída</hi> el <hi>lujo</hi> mejora notablemente. La caída es la destinada á los pretendientes á hombres de justicia, <hi>mediquillos</hi> sin parroquia, <hi>cuadrilleros</hi> en activo, <hi>tulisanes</hi> arrepentidos, <hi>jueces</hi> de ganados, aprendices á <hi>directorcillos</hi> y demás gente del bronce. Como la mesa de la caída está á la vista de los que suben, procura Putin que esté vistosa y arreglada, en tanto que Angué recorre los papeles de colores, inspecciona los <hi>tinsines</hi> y pone rodajitas de limón á los cochinillos fritos, manjar indispensable, sin el cual no hay convite posible en la India.
</p><p>Arreglada la caída, las dueñas de la casa se dirigen á la sala. Aquella es el tabernáculo, es el <hi>arca santa</hi> donde se ha puesto todo el esmero y cuidado.
</p><p>Andemos despacio no nos escurramos sobre las lucientes tablas del pavimiento recién frotadas <pb n="96"/>con hojas de coco, impregnadas de aceite.
</p><p>El conjunto que presenta la sala es de lo más abigarrado y churrigueresco que imaginarse puede. Al lado de un fanal cuyos cristales enseñan el Cristo de Antípolo vestido de general, lucen sus contornos dos figuras de barro de China, sobre las cuales se apoyan bombones de caña, llenos de tabacos, bandejitas de cristal con fósforos y <hi>buyos</hi>; y si las figuras conservan las manos, un pico en el sombrero, ó cualquier punto saliente, se ven colgados rosarios, candelas, parches milagrosos y relicarios.
</p><p>Las paredes están cuajadas de pabellones de coquillo colorado, bombas, farolillos, vasos, y guirnaldas de ramaje ó flores de papel.
</p><p>En un rincón se ostenta una lujosa arpa; esto ya quiere decir algo.
</p><p>El centro de la sala lo ocupan dos mesas: en la una están los platos, botellas y repuestos de todas clases. La otra, ¡ah! la otra merece <pb n="97"/>mucha atención. ¡<hi>Es la mesa oficial</hi>! Es como si dijéramos, la sepultura de la mitad de la fortuna de cabezang-Goyo.
</p><p>La mesa oficial se sabe tiene mantel por las caídas, pues lo que cubre la tabla está completamente lleno de cuanto produce la India y los establecimientos de Europa. Donde no hay sitio para una fuente, se coloca un candelabro; donde no halla lugar un plato, se acomoda una taza; si no hay asiento para una jícara, se reprieta una copa; y por último, los huecos que quedan se rellenan con penachos de palillos de dientes, ó tiras bordadas de papel de colores.
</p><p>Todo se ha inspeccionado por las amas de la casa, todo se ha visto y todo se ha manoseado.
</p><p>El gusto estético de la india rica ya lo han visto ustedes.
</p><p><hi>Ñora Putin</hi> descansa en una mecedora; su hija da vueltas á un collar de olorosas <hi>sampaguitas</hi>, entrelazadas en una fina hebra de <pb n="98"/>abacá. Las dos callan. Examinémoslas, y si es posible sepamos qué piensan.
</p><p>Angué es una muchacha de 15 á 17 años; su padre no recuerda el año que nació, pero sabe el nombre del cura que la bautizó, y el del Capitán general que mandaba entonces las islas.
</p><p>Para un <hi>práctico</hi> del país, Angué es guapa; es más, es muy hermosa.
</p><p>Esto merece una explicación.
</p><p>El tipo indio difiere poco: así que para hallar diferencias es preciso la práctica y el tiempo. En corroboración de esto, puedo decir que tardé más de dos años en distinguir la fea de la guapa; hoy ¡ah! hoy ya es otra cosa; he comido mucho <hi>plátano</hi>, y he estado trimestres enteros sin ver siquiera un <hi>cuarto</hi> de cara de las de allá, así que puedo asegurar que Angué es muy guapa.
</p><p>Fotografiémosla.
</p><p>Angué es alta, fuerte, de abultadas y exuberantes formas; ha dejado de jugar con las <pb n="99"/>sampaguitas, y apoya indolentemente su cuerpo en las conchas. Todo su sér respira dulzura y melancolía. Sus ojos, ligeramente entornados, están fijos, están en uno de esos momentos en que <hi>no ven</hi>; tiene la falta de vida que constituye en la inteligencia esas profundas abstracciones en que <hi>nada</hi> pensamos. Los ojos de Angué son negros, cual negras son sus largas pestañas y su hermoso pelo, que esparcido en hebras le cubre la espalda y los hombros, haciendo resaltar el color cobrizo de su cara, rasgo característico de la india, en cuyos cutis jamás encontraréis otro color. La nariz es menos chata que las de su raza. Su boca es pequeña, aunque de labios un tanto gruesos; sus pómulos pronunciados; la frente deprimida; los dientes pequeños y ligeramente coloreados por los jugos del buyo, y mórbidas y correctas sus formas, según podemos ver bajo la transparencia de su rica camisa de <hi>piña</hi>.
</p><p>Angué viste un costoso traje. Cual en Madrid <pb n="100"/>en tiempos, el día del Corpus, daba los patrones á la moda, así en Filipinas los da el de la fiesta de Binondo. Con arreglo á lo tácitamente convenido en aquella, nuestra dalaga ostenta camisa de piña sombreada, corto y airoso tapis de glasé, vistosa saya de gró á rayas verdes y blancas, chinela bordada en plata, escapulario de finos relieves y terno completo de corales.
</p><p>El traje de la india rica, que hoy se confunde con el de la mestiza, es sumamente gracioso. No siendo una mujer <hi>verdaderamente</hi> fea, parece bonita con el pintoresco atavío de las hijas del Oriente. Ahora sí, lo que debemos manifestar es que el <hi>aire</hi> para llevar ese traje es preciso tomarlo desde el vientre de la madre. Con el tapis sucede lo que con la mantilla; ni se puede falsificar ni se puede parodiar. Para llevar tapis hay que nacer á las orillas del Pasig, como para terciarse una mantilla no hay más remedio que comer las papillas acariciado por las brisas <pb n="101"/>de Sierra-Nevada, dormir arrullado por las palmas y el polo gitano, despertar con el alegre volteo de la campana de la Vela, saber beber manzanilla, y en fin, y ¡viva mi tierra! haber nacido en aquel pedazo de cielo que se llama Andalucía.
</p><p>La mirada de Angué sigue inmóvil.
</p><p>¿En qué pensará?
</p><p>¿Abrigará temores? No. El sol alumbra en el horizonte sin nubes, los canarios de China cantan sus amores, las <hi>bomgas</hi> y las palmas baten sus hojas ante la fresca brisa del mar. Con cantos, flores y luz no puede haber temores. El <hi>Asuang</hi> y todos los malos espíritus, ya sabe la dalaga que buscan las sombras.
</p><p>¡Inmóviles siguen los ojos de Angué! ¿Dormirán ante el temor de algún remordimiento, ó ante el éxtasis del placer de una satisfecha venganza? No. Angué no tiene remordimientos, como no los tiene ninguna india. Todo lo que hacen creen lo pueden hacer.
</p><p>El deber y el honor tiene en la india una <pb n="102"/>interpretación muy diferente que en el viejo mundo. Entre la raza pura, no habría necesidad de escrituras ni protocolos. Jamás una india del interior ha negado una deuda, como jamás ha llegado á ocultar un momento de pasión en el sangriento drama del infanticidio, ó en el misterioso torno del expósito.
</p><p>Lo que hace, si no lo pregona, tampoco lo oculta. Sufre con resignación cuanto le proporciona su culpa, y ni se queja, ni se lamenta, ni se arrepiente.
</p><p>¿Amará Angué? ¿Obedecerá su languidez á uno de esos tiernos sentimientos que llenan el alma? No. Las pasiones de Angué, como todas las de su raza son momentáneas; aman hasta el delirio, pero olvidan hasta la absoluta indiferencia. Es cierto que las horas que aman las rodean de cuantas ternezas caben en el humano corazón, y de cuantos cariños y locuras puede soñar un sér amante. Ella vela el sueño—ella aletarga dulcemente <pb n="103"/>nuestro espíritu con el cadencioso susurro del <hi>cundiman</hi> ó el mimoso <hi>mata-mata</hi>; ella refresca nuestro ardoroso cuerpo con el <hi>paypay</hi> ó el <hi>pancag</hi>; ella nos rodea de una perfumada atmósfera con las hojas del <hi>ilang-ilang</hi> ó las blancas sampaguitas; ella, si nos ve tristes, dice en su sencillo y poético lenguaje que el cielo tiene nubes; ella, paloma del Oriente, arrulla á su amante con sus palabras, sus caricias, sus canciones, mas ... en estos momentos de abandono, sin saber por qué, sin causa ni motivo alguno, cesan sus caricias y callan sus pasiones. El genio de la inconstancia sustituye al dios de los amores; y la que momentos antes era la esclava, torna á ser señora y deja el nido y al amante sin amor, sin pena y sin recuerdos.
</p><p>La india posee el indiferentismo en un grado tal, que todo le importa poco. El amor propio suele adormecerla alguna vez, pero el despertar es momentáneo. Pruebas del indiferentismo indio se ven inmediatamente que <pb n="104"/>se ancla en un puerto de Filipinas. Asistid á un entierro y las lágrimas que allí veréis, son cual el de las antiguas plañideras: estas desempeñaban su papel por el dinero: la india rinde un tributo á la costumbre; vió que lloró su madre cuando murió su abuela, y ella llora cuando se muere su madre, sin que esto sea obstáculo para reir ó bailar á las dos horas de verificarse el entierro. Entrar en una casa de juego, pasión culminante de la india, y allí la veréis sin contraérsele un músculo de su cara, y sin pronunciar una palabra mal sonante su lengua, perder su último dinero, y pasar de la riqueza á la indigencia como si tal cosa. Colmarla de favores y de beneficios y os dará si lo pedía cuanto tiene; más no esperéis una palabra de consuelo en el dolor, ni una lágrima, ni un significativo apretón de manos en un momento solemne.
</p><p>En la indiferencia ni nacen venganzas, ni anidan amores, ni se evocan recuerdos.
<pb n="105"/></p><p>Angué es indiferente.
</p><p>Angué sigue inmóvil. Ni piensa, ni siente, odia, ni ama.
</p><p>Angué duerme.
</p><p>       *       *       *       *       *
</p><p>Esta es la india rica, este es su tipo. Llegará la tarde y disfrutará un momento de vanidad al contemplarse rica y hermosa: se comparará con las demás y se verá la dalaga mejor ataviada de la procesión. Esta pasará por delante de su casa cuyas conchas atestadas de castilas le mantendrán la vanidad, Concluída la procesión hará los honores de la casa, dará doscientas vueltas alrededor de la sala, ofrecerá sin cesar en bandejitas de cristal, pequeños bullos y secos tabacos, bailará y hasta hará vibrar en el arpa los recuerdos de alguna canción morisca ó evocará la triste historia de <hi>Atala</hi>, desfigurada por la <hi>sangrienta</hi> mano de algún joven <hi>filósofo</hi>.
</p><p>Después ... después la música dará su último <hi>trompetonazo</hi>, los <hi>tinsines</hi> su postrimer <pb n="106"/>chisporroteo, y Angué despojada de sus galas ni aun soñará con el triste <hi>Chartras.</hi>
</p><p>Descorramos los bastidores.
</p><p>Veamos otro tipo.
</p><p>Entre la iglesia de Binondo á la capitanía del Puerto, hay una calle llamada de San Fernando: en la parte izquierda un trozo tiene portales.
</p><p>A los portales de la calle de San Fernando vamos á llevar á nuestros lectores.
</p><p>En una de las tiendas, mejor dicho cajones, está nuestro tipo.
</p><p><hi>Pepay</hi>, sentada en el pequeño mostrador, observa á los transeúntes al par que con una mano acaricia un fardo de diversas y pintarrajeadas telas, y con la otra perezosamente da vueltas á un pequeño listón de <hi>narra</hi> que le sirve de medida.
</p><p>Parémonos ante aquella tienda.
</p><p>Estamos frente á frente á Pepay la <hi>Sinamayera</hi>.
</p><p>La sinamayera, ó sea vendedora de telas, <pb n="107"/>representa la clase industrial, la clase trabajadora.
</p><p>Nosotros ya la conocemos de antiguo, así que de antiguo sabemos su historia. La hemos visto crecer y no ignoramos todas las fases por que ha pasado para llegar á ser tendera.
</p><p>Contemos su historia.
</p><p>Pepay no conoce á sus padres. Huérfana y niña recuerda haber dado sus primeros pasos, en la caída de una <hi>casa grande</hi>. Pertenece á lo que se llama la dudosa clase de <hi>crianza</hi>.
</p><p>El nacimiento de las crianzas en su generalidad envuelve más de un misterio. La primera <hi>bola</hi> de <hi>morisqueta</hi> la hacen en casa respetable, y dan el título de <hi>tía</hi> á la dueña de ella.
</p><p>En Filipinas también hay <hi>sobrinas</hi>.
</p><p>Nadie recuerda cuando nació Pepay ni quién la bautizo, pero todos saben es sobrina de su tía.
</p><p>Tan luego empezó á balbucear en la Cuaresma <pb n="108"/>las dos mil <hi>mangas</hi> que empiezan con <hi>manga</hi> Pilatos, y concluyen con manga celestial, Pepay pasó del bullicio de la casa al recogimiento del <hi>beaterio</hi>. Allí aprendió á leer y escribir, y en estos progresos murió la tía.
</p><p>La pensión dejo de pagarse. Los herederos de aquella no estuvieron todo lo propicios al reconocimiento del parentesco, y Pepay se encontró en el mundo á los quince años, con una regular figura, unos cuantos conocimientos, un buen deseo y un tanto de malicia, fruta que sazona en todas las corporaciones de gente joven.
</p><p>Pepay, como todo ser racional de la India, tenía su compadre. Este mantenía un pequeño tráfico naval. Era dueño de unos cuantos <hi>cascos</hi>; proveía de leña las tahonas de <hi>Joló</hi> y <hi>Gunao;</hi> hacía comercio de aceite y <hi>palay</hi>; contrataba carga y descarga, intervenía en alguna pequeña contrata en el arsenal, y por último, daba dinero á <hi>módico</hi> precio. Tan heterogéneo <pb n="109"/>comercio encontró una especie de tenedora de libros en la crianza.
</p><p>En su nueva profesión aprendió Pepay toda la ciencia <hi>bursátil</hi>: profundizó los productivos misterios que puede encerrar el <hi>lamcape</hi> de la <hi>bullera</hi>, el <hi>lusong</hi> de la <hi>pilandera</hi>, y las telas de las <hi>sinamayeras</hi>, oprimidos seres, sujetos en su mayoría á la usura, terrible enemigo del capital.
</p><p>Con una <hi>mediana</hi> usura, un cuaderno de cuenta y una regular disposición, en poco tiempo puede hacerse de un peso tres, multiplicación que acabó de comprender Pepay en las complicadas listas de una vecina, <hi>cabecilla</hi> de mesa de la fábrica de tabacos de Fortín, personaje que, Dios mediante, encontraremos más adelante.
</p><p>Teniendo Pepay <hi>alas</hi> propias, principió á volar fuera del círculo de las operaciones ajenas.
</p><p>Explotó <hi>zacatales</hi>, y unas veces teniendo <hi>aparceros</hi> y otras <hi>casamas</hi>, recorrió en pequeña escala todos los negocios.
<pb n="110"/></p><p>En las relaciones de su tráfico tuvo ocasión de tratar con un guapo mestizo, y con él y algunos cuartos dió fondo en los soportales de San Fernando, abriendo al público y á sus muchos amigos una tienda de <hi>sinamais</hi> y otras telas.
</p><p>La india industrial difiere de la rica en que aquella tiene actividad por días mientras que á esta constantemente la domina la pereza.
</p><p>La primera gestiona sus negocios, piensa y observa, va y viene con un pañuelo lleno de cuentas, <hi>reclamos</hi> y papeles; la segunda, comparte la vida entre el baño, el <hi>petate</hi>, las fiestas y los paseos á la luz de la luna.
</p><p>Pepay, no por ser industrial deja de ser india; así que su actividad á lo mejor se convierte en pereza, y sus ahorros, planes y cálculos se pierden en la inercia, en una apuesta de un gallo ó un entrés contra una sota.
</p><p>Pepay difiere poco de Angué; es preciso <pb n="111"/>fijarse mucho para distinguir la india que compone la aristocracia del dinero, á la que caracteriza la del trabajo. La verdadera diferencia está entre la clase pobre y las demás, según podremos ver en el boceto del siguiente cuadro.
</p><p>En la caída de una elegante casa de uno de los aristocráticos barrios de Manila, vese sentado sobre un petate un ser que con solo mirarlo se comprende arrastra su existencia por el triste arenal de las penas y amarguras. Aquel sér es una mujer, mejor dicho, una niña. Sus facciones están demacradas, y son miserables sus escasas ropas. Entre sus descarnados y largos dedos, esponja y prepara una <hi>batea</hi> de <hi>gogo</hi> que servirá para refrescar y limpiar la cabeza del soberano de aquella casa.
</p><p>El soberano no es soberano, sino <hi>soberana</hi>. Es la casa de una rica y guapa mestiza.
</p><p>La pobre niña mira la hirviente espuma que forman los jugos del gogo con la infantil <pb n="112"/>complacencia de la que eleva blancas burbujas de jabón. En su sonrisa hay, sin embargo, un no sé qué difícil de explicar. Aquella unas veces parece reflejar una completa idiotez, al par que otras transparenta una melancolía, una pena y un sentimiento, cual si aquella sonrisa la alentara el genio que guarda los misteriosos secretos del alma.
</p><p>¡Pobre niña! ¿Cuál será tu porvenir? ¿Cuál tu pasado?
</p><p>¡Tu presente es negro, cual las alas del <hi>panique</hi> de la noche! ¡Tu existencia triste, cual tristes son esas melancólicas flores que crecen en todos los cementerios de la India<choice><corr>!</corr><sic>.</sic></choice> ¡Ha tiempo eres esclava! ¡Ha tiempo fuiste llevada al <hi>mostrador</hi> de la usura y quedaste empeñada!
</p><p>Tu madre era cigarrera; un día necesitó pagar una deuda, y no teniendo dinero se lo pidió á la cabecilla de su mesa: esta se lo dió ¡pero á qué costa! Tú fuiste la hipoteca de aquel contrato; tu sangre, y un trabajo sin <pb n="113"/>tregua ni descanso, los réditos; y la absoluta pérdida de tu libertad, la cláusula de aquel monstruoso pacto. Desde aquel momento tuviste una despótica señora. El dinero dado era poco, más los réditos eran muchos; tu sudor era el pago. Tres años de continuos trabajos, no solo no bastaron para amortizar el capital, sino que acumularon los réditos.
</p><p>La madre de la pobre niña murió.
</p><p>La <hi>hipoteca</hi> que aquella contrajo, estaba existente.
</p><p>Un día la mestiza, á quien sirve la niña, necesitó un ser de sus condiciones; habló con la cabecilla, y previos <hi>justos</hi> y <hi>legítimos</hi> pagos, le transmitió la <hi>propiedad</hi>, sin que para nada interviniera la voluntad de la enajenada.
</p><p>Se dirá: pero la esclavitud ¿existe en Filipinas? ¿no hay leyes? ¿no velan justos tribunales?
</p><p>Los hay; pero ¿qué sabe la pobre niña de leyes, de jueces, ni de derechos? Desde los <pb n="114"/>pechos de su madre solo aprendió deberes. ¡Su ciencia se reduce &amp; obedecer y llorar!
</p><p>Aquel desgraciado ser que prepara el gogo, es posible que muera sin haber podido pagar con una vida de trabajos el rédito de <hi>ocho</hi> ó <hi>diez</hi> pesos dados á su madre. La ropa que usará mientras esté bajo el dominio de su señora serán los últimos harapos de la casa, dados por supuesto, con su cuenta y razón.
</p><p>No decimos el nombre de la niña, porque no lo sabemos; es más, no lo sabe nadie. Su ama cuando la llama, dice solamente <hi>¡una!</hi> y esa una es la desgraciada hija de la cigarrera.
</p><p>Es cierto que estos abusos van desapareciendo ante la asidua vigilancia de la autoridad; más sin embargo, tipos como el anterior se encuentran todavía en Filipinas.
</p><p>Hemos descrito la individualidad; volvamos hoja, y aunque ligeramente y á grandes rasgos, veremos la colonia en general.
<pb n="115"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.7" n="VII" type="Chapter"><head>CAPÍTULO VII.</head><argument><p>España en Filipinas.—Colonización.—Política.—Tolerancia religiosa.—Juramento chínico.—Pascuas, festejos y Confucios.—El <hi>matandá</hi>.—El municipio dentro del municipio.—El empleado.—Patriótico aviso.—Desconocimiento de Filipinas.—Reformas y mejoras.</p></argument><p>Todas las colonias del mundo obedecen á un sistema fijo, á un fin dado, beneficioso al dominador, al par que al dominado. La colonización inglesa, la holandesa y hasta la misma francesa, bien se estudie bajo el cosmopolitismo comercial de Singapore; bien en las primitivas costumbres del malabar que lleva sus dedos á la frente en señal de acatamiento ante una civilización de que se utiliza, por más que no comprende; bien se aquilate en las colosales obras de la cisterna de Aden; bien en las riquezas de los mercados de Calcuta y Bombay; bien en la transigencia de la pagoda; bien en las sagradas corrientes que baten la druídica peña ó dan vida al muérdago <pb n="116"/>del sacrificio; bien que esa colonización se levante á la sombra del peñasco de Hong-Kong, atalaya que vigila al Celeste Imperio; bien que se extienda por las abrasadas arenas de la Arabia, bíblicos recuerdos que evocan las civilizaciones faraónicas; bien que respete antiguos usos, contemporizando con las grotescas fórmulas del ritual cipayo; bien viva bajo el protectorado yankee en las ondas del Pacífico; bien á la sombra de la tricolor bandera de Saigón; bien que se extienda desde los modestos establecimientos de Macao, á las opulentas factorías de la India y de Java, donde el indígena percibe los efectos del telégrafo y del vapor, sin que jamás llegue al conocimiento científico de las causas que obran bajo el émbolo de la caldera que desarrolla la fuerza ó la confusión de los elementos de la pila que arrancan el rayo; bien que la metrópoli explote, ora el sensualismo malabar, ora el embrutecimiento en que reduce al chino las perniciosas emanaciones <pb n="117"/>del anfión, siempre vemos su razón de ser, su principio vital de conservación, extremo al cual debe llevar la raza dominante todo su estudio, toda su ciencia y todos sus cuidados.
</p><p>En Filipinas, en ese riquísimo Archipiélago que constituye por la feracidad de su suelo la colonia mas rica del mundo, en lo único que puede decirse se asemeja á las demás en cuanto á la constitución que las gobierna, es en la tolerancia, tanto religiosa como político-administrativa.
</p><p>En un país como Filipinas que viene anatematizado poco menos que como una sucursal de los antiguos y terroríficos tribunales del Santo Oficio. En Filipinas, <hi>nido</hi> de frailes, de procesiones y de jesuítas ¡cosa rara! puede decirse hay libertad de cultos. ¿Se creerá esto de aquellas comarcas simbolizadas por el que no las conoce bajo la intransigencia del exorcismo, de la intolerancia y de la presión del púlpito y del confesonario? La libertad de cultos existe de hecho y de derecho; <pb n="118"/>tanto es así, que se ha legislado y está, vigente en los Reales autos de las Islas las complicadas fórmulas de los juramentos chínicos; de modo que no solo el chino practica su ritual, sino que hace partícipe de él á católicos rancios, pues no otra cosa sucede ante el sacerdocio de la ley, tan luego acude en juicio un chino y pide la solemnidad del juramento. Esta petición es legítima, la ampara la ley, y el juez se ve precisado á presenciar, autorizar y respetar el que el santuario de la justicia se vea ahumado ante el fuego de las invocaciones, y los profundos textos del Rey Sabio interrumpidos por el cacarear de los gallos blancos que han de ser degollados en el ara, que no es, ni más ni menos que el pavimento de los estrados del juzgado.
</p><p>La pascua chínica se celebra en Filipinas por los sectarios de Confucio, frente á frente de la autoridad y de las Ordenes monásticas, sin que la una ni las otras les pongan el más <pb n="119"/>ligero veto. La quema de las candelas, los altares que se ven en la mayor parte de las casas de los chinos, la práctica de su ritual, y la exhibición de sus genios y Confucios son bastantes pruebas de la tolerancia, ó mejor dicho, de la protección en materia religiosa.
</p><p>Esta transigencia que vemos en el terreno de las conciencias, la vemos quizá más amplia en el régimen y gobierno.
</p><p>En Filipinas casi casi puede decirse impera tácitamente una Constitución, que se aproxima á las más avanzadas. Esto parecerá una paradoja. ¡Encontrar la libertad en lo que se cree el absolutismo! ¡Hallar la fórmula federal al pie de los sombríos muros del convento! ¿Es esto posible? Recorred los dilatados campos de Filipinas, y al encontrar el modesto bajay del indio, descansar un rato á la sombra del cogon ó la palma; estudiar la familia que guarece y veréis una pequeña colonia sujeta á la voz patriarcal del matandá, ó sea el más viejo. Donde éste pone su <pb n="120"/>veto no hay réplica ni discusión, sino obediencia. Este jefe de familia en unión de algunos de su gremio, nunca de otro, se sujeta en sus relaciones con el Estado al cabeza de Barangay, autoridad electiva que vela al par que vigila por las familias encomendadas á su cabecería, la cual rinde homenaje ante el Alcalde pedáneo ó sea Gobernadorcillo, funcionario que ha de salir del mismo gremio que sus gobernados. Bajo este sistema que nace en el patriarcal, y que constituye el Municipio dentro del Municipio, puesto que cada uno cuida de las propias necesidades y de las circunscripciones en que habita, vive el indio bajo sus primitivas costumbres con una libertad no interrumpida por la confusión de razas, puesto que lo mismo aquel que el mestizo y el sangley, saben que su Municipio ha de componerlo, tanto en la Principalía como en los Barangais, individuos de su misma raza. Dígase si esto no es la vida del Municipio dentro del Municipio <pb n="121"/>y si esta es una odiosa esclavitud ó una benéfica dominación.
</p><p>A ser posible que el indígena pudiera comparar viendo lo que pasa en las demás colonias, de seguro bendeciría día y noche el patriarcal dominio que por ellos vela.
</p><p>Desgraciadamente, nuestro sistema de colonización pierde su semejanza con el de las demás, en otras muchas cosas, haciendo llegar no pocas veces la metrópoli á sus posesiones un hálito que si en Europa vivifica en el Asia envenena.
</p><p>En Oriente el español no puede ni debe ser más que español, ajeno de pasiones políticas y exento de miserias cortesanas. La clave de este principio fundamental de colonización está en los gabinetes de Madrid. La elección del empleado, su mayor saber, las garantías para el porvenir y la verdadera estabilidad son las bases en que se asienta en otras colonias la gran obra de su dominación.
</p><p>La Inglaterra en la India, la Holanda en <pb n="122"/>Java, y hasta el Portugal en China, sus empleados son escogidos entre los buenos, son vigilados y templados en el yunque de una constante inspección. El que sale de la prueba, el que con su ciencia y merecimientos es declarado como bueno, su porvenir en Colonias es seguro, cual seguro es el bienestar de sus deudos si alguna de las enfermedades le hacen dormir el sueño eterno lejos de su patria y de la fosa donde descansan los suyos.
</p><p>Bajo este principio nace la emulación y el perfeccionamiento en la esfera del deber. La práctica facilita el trabajo, al par que las virtudes del bien y de la moralidad se aunan bajo la morada en que se podrán llorar ausencias, mas no temer la venida del correo y la cesantía, y con ella quizás el mendigar el pan ó volver á su nativo suelo enervadas las fuerzas por una laboriosa aclimatación, ó muerta la fe ante una larga serie de sacrificios olvidados.
<pb n="123"/></p><p>Estabilidad y suficiencia en el empleado. He aquí la clave de todas las mejoras.
</p><p>Filipinas es dócil y ama al español. La suerte de Filipinas reside en Madrid.
</p><p>Con tiempo damos el alerta desde sus tranquilas tiendas.
</p><p>Mucho se habla de nuestras colonias del Asia y no menos se escribe, ¿pero en qué tonos? ¿por quién? y sobre todo ¿con qué grados de conocimientos? Unos, porque absolutamente no conocen la localidad; otros, porque alientan ideas rutinarias ó quizás lo que es peor, por querer vengar rencillas y miserias, y los más, porque toda su experiencia y saber se reduce á haber ido cuarenta días en un camarote, instalarse en Manila, cobrar una nómina conociendo al habilitado, aunque no siempre al jefe, extender sus correrías por el país á la Calzada, los <hi>fosos</hi> de Santa Lucía, el campo de <hi>Bagumbayang</hi> y lo más lo más llegar á las aguas de <hi>Malinta</hi>, ó á las provistas despensas de los frailes de <hi>Imus</hi>; y <pb n="124"/>con semejante extensión de tierra y el solo hecho de haber desembarcado en Manila y vivido unos cuantos meses ó años dentro de su murado recinto, arreglan el país y escriben furibundos artículos que no tienen de Filipinas más que las gotas de sudor que caen de la frente á la cuartilla.
</p><p>Es preciso comprender y acabar de persuadirse que Manila ni personifica ni representa más que un pueblo grande, que en vez de reflejar las costumbres de la India lo hace más bien de las de Europa.
</p><p>¿Qué español que no haya salido de Manila conoce las costumbres de los siete millones de habitantes de las Islas, ó los rudimentos de cualquiera de los treinta y tantos idiomas que se hablan? Ninguno.
</p><p>Filipinas donde hay que estudiarlo, es en sus dilatadas <hi>pampas</hi>, en sus bosques vírgenes, en sus campos de impenetrables <hi>cogonales;</hi> allí bajo la palma ó la bonga vive y muere el indio en su primitivo estado, con <pb n="125"/>su dulce carácter, su notable indiferentismo y su felicidad no perturbada por las exigencias que aumentan al par que la civilización crece.
</p><p>El elemento español, volvemos á repetirlo, porque mucho importa, es lo primero en que debe fijar el Gobierno todo su cuidado. La ignorancia por una parte, antiguos hábitos por otra y confusas ideas que no concluyen de conocer las cabezas en que bullen el daño que hacen, es lo que, salvo honrosísimas excepciones, constantemente están llegando á las ricas y fértiles comarcas del Oriente. Hasta el día en que el funcionario se persuada que al llegar al Corregidor debe ser otra cosa distinta de lo que hasta entonces fué; hasta que comprenda que ciertas ideas debe guardarlas cuidadosamente en el secreto santuario de los recuerdos sin que jamás salgan á la lengua; hasta que la inamovilidad del empleado sea una verdad al par que verdad sea su suficiencia; hasta que la <pb n="126"/>confianza y las garantías alienten el comercio y con él la acumulación de capitales; hasta que el español descentralice el producto de manos extranjeras; hasta que una buena inteligencia secundada con un buen deseo, haga de las provincias tabacaleras lo que deben ser; hasta que la ilustración universitaria llegue solamente al conocimiento de la virtud y no al comentario histórico de los pueblos y de los derechos de los hombres; hasta que ingenuamente y con los datos á la mano confesemos que el fraile podrá ser, habrá sido y será en Europa lo que se quiera, pero que en Filipinas es una necesidad personificadora de dominación y de ahorro, lo primero, porque fueron siempre españoles, porque ejercen una influencia positiva y porque conocen el país; y lo segundo, porque son los soldados avanzados que menos cuestan al Estado; hasta que el conocimiento del fraile origine las garantías para el porvenir que tiemblan al par que preveen; hasta que <pb n="127"/>en ellos renazca la antigua confianza, no del poder omnímodo que ejercieron, sino de la estabilidad porque temen, ante cuyo temor nace el indiferentismo, que previene, al par que aleja á las procuraciones, acumula en las misiones ú oculta en lo más recóndito de los claustros, capitales que estarían en circulación; hasta que la conciencia no salga de la persuasión del misionero español; hasta que al Gobernador superior se le den facultades propias, creando una verdadera situación de confianza en los actos del que manda, como confianza debe tener en él quien le nombra; hasta que los centros gubernativos ejerzan alguna policía llevando su mirada inspectora á un poco más allá de los cortos renglones de un pasaporte; hasta que el ministerio de la ley corra parejas con el sacerdocio de la conciencia; hasta que el hálito revolucionario que se asienta en el viejo mundo ante los humeantes escombros de la <hi>Commune</hi> y las teorías de la Internacional, <pb n="128"/>quede dentro de la Administración de Correos de Manila, no llegando jamás á despertar inteligencias, que ni alientan ambiciones porque no conocen necesidades, ni abrigan miserias, porque sus odios son francos y se dirimen con el talibón ó la flecha y no con sonrisas hipócritas que encubren la farsa y la mentira; hasta que esto poco á poco no vaya corrigiéndose, el extenso Archipiélago filipino no llegará á la meta de felicidad, de bienestar y de riqueza á que es acreedor.
</p><p>Demasiado comprendemos que el remedio á lo anterior no cabe en las bases de un proyecto ni en la sola concepción de un buen deseo; buenísimos los han tenido algunos de los ministros que se han venido sucediendo en la cartera de las Colonias, pero el mal es antiquísimo y el remedio necesariamente ha de ser paulatino. Esto prácticamente lo ven los gobernantes á los primeros pasos que dan en el terreno de las mejoras. La imposibilidad <pb n="129"/>por una parte, falta de tiempo por otra, y circunstancias gravísimas y difíciles en la metrópoli las más, son los principales escollos que tenazmente se oponen á los mejores deseos que á más de lo anterior y de estar abstraídos por tanto y tanto acontecimiento por que está pasando nuestra querida España, luchan con la distancia, la falta de datos, la adulteración de los hechos, la imposible inspección y el tardío remedio.
</p><p>Gran patriotismo, tiempo, inteligencia y buenos deseos, y todo se andará.<note n="1" anchored="true"><p>Repetimos que la primera edición de este libro se hizo el año 1873. No pocas cosas de lo propuesto en este capítulo se han puesto en práctica en Filipinas de entonces acá.
</p><p>Nos hemos decidido á publicar esta segunda edición sin correcciones ni enmiendas, por la circunstancia de que esta obra es casi desconocida en España, en el hecho de que la primera edición se agotó completamente en Filipinas á poco de publicarse. Lo mismo sucedió con la de <hi>Manila á Tayabas,</hi> recientemente reimpresa.—<hi>N. del A</hi>.</p></note>
<pb n="130"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.8" n="VIII" type="Chapter"><head>CAPÍTULO VIII.</head><argument><p>Islote de San Bernardino.—El Gran Pacífico.—Cielo y agua.—Nostalgia.—El secreto de las mareas.—Calma sospechosa.—Pesca del tiburón—Los crepúsculos en la mar.</p></argument><p>Poca fué la estancia en San Jacinto y pocos fueron los víveres con que pudimos reforzar las cantinas de la <hi>María Rosario.</hi> Unas cuantas cabras, un centenar de aves y algunas verduras, fué todo lo que pudimos conseguir.
</p><p>Aprovechando la brisa matinal, salimos del pequeño puerto de San Jacinto poniendo proa al cercano islote de San Bernardino, el cual no tardamos mucho en doblar, merced á la <hi>empopada en redondo</hi> que nos favorecía.
</p><p>El pequeño islote poco á poco fué ocultándose en los espacios, siendo sus difusos contornos el adiós que nos daban las playas filipinas.
</p><p>La <hi>María Rosario</hi> navegaba en ancha mar. <pb n="131"/>Las revueltas ondas del Gran Pacífico nos mostraban por doquier los inmensos dominios donde viven, sin percibir por ninguno de los horizontes, la arena donde mueren.
</p><p>El gran número de islas que dejamos tras la estela, la diversidad de panoramas que habíamos admirado, la riqueza del suelo, la patriarcal y primitiva vida que reflejaban en sus toscas construcciones, el sin número de casas de nipa y palma enclavadas en el monte y en la playa; todo, todo desapareció.
</p><p>¡Solo cielo y agua! ¡Solo inmensidad!
</p><p>El Océano tiene para mí tantos recuerdos, nos conocemos tanto, y me son tan familiares sus manifestaciones, que siempre que tras algún tiempo contemplo su grandiosidad, experimento un indescriptible placer.
</p><p>El Océano constituye una verdadera necesidad de mi vida.
</p><p>Lo mismo que para apreciar la salud es preciso haber estado enfermo, así para comprender ciertos problemas de la vida, hay que <pb n="132"/>ir á leerlos á los <hi>azules desiertos</hi>, misteriosos y dilatados dominios que no se sujetan á más ley que á la de Dios, ni reconocen más soberanos que al gigante del día que deshace en perlas sus brumas, y á la tímida <hi>sultana</hi> de la noche, que muestra su influencia en esos misteriosos besos en que las ondas elevan hacia el á su espuma, cual si fueran los brazos del amante, que buscan á su amada.
</p><p>El misterio de las <hi>mareas</hi> está basado en la simpatía que tiene el Océano con la luna. Mientras esta alumbra con su pálida luz, los genios de la mansión de los corales alzan hacia ella la superficie de su líquida cárcel; cuando se retira, cuando apaga su último destello, los genios duermen, quedando las ondas en su natural estado.
</p><p>La <hi>esclava</hi> del sol puede estar orgullosa de su <hi>señor,</hi> que la presta la majestad bastante, para que reine durante la noche.
</p><p>El que no conoce el Océano; el que no ha <pb n="133"/>vivido algunos días en sus dominios, es un <hi>sér imperfecto</hi>.
</p><p>Los árabes se conceptúan desgraciados hasta que no visitan la Meca; yo en cambio creo que la verdadera desgracia es la de morirse sin haber recorrido el Océano.
</p><p>El Océano es el único <hi>maestro</hi> que en la vida enseña á amar y á perdonar!
</p><p>       *       *       *       *       *
</p><p>La <hi>María Rosario</hi> navegaba por el Pacífico con una marcha de <hi>ocho nudos</hi>, cuando de pronto en la noche del día primero de Agosto fué aflojando el viento, cesando á las pocas horas por completo.
</p><p>En calma amaneció el día dos, pero en una de esas calmas que indican ser precursoras de borrascas en la pesadez de su influencia, en el sudor pegajoso y poco franco que origina, y en los tintes plomizos que toman las aguas, las cuales adquieren una completa inmovilidad; una de esas calmas en que ni el timón rige, ni la vela <hi>flamea</hi>, ni el <hi>catavientos</hi> <pb n="134"/>oscila, ni el mar muestra en la superficie de su insondable abismo, ni el más ligero ampo de espuma, ni el más imperceptible de sus movimientos.
</p><p>Por las <hi>portas</hi> y <hi>batallolas</hi> de popa, de cuándo en cuándo se divisaban las ondulaciones proyectadas á flor de agua por el inseparable compañero de los barcos en las regiones de calma, por el más carnicero y terrible habitante de las ondas, por el temido tiburón.
</p><p>Uno de grandes proporciones pagó con la vida su persistencia.
</p><p>A cosa de la una de la tarde, después de darnos la observación la situación de 14° 2′ latitud N. y 141° 13′ long. E., se armó el aparejo de pescar; varias veces el tiburón se acercó á la carnaza que envolvía el hierro; varias veces había mostrado á nuestra vista, transparentando en el azul espejo su blanco vientre al revolverse perezosamente sobre su plomizo lomo para morder, y varias veces se había frustrado el que los corbos dientes <pb n="135"/>del anzuelo hicieran presa, hasta que excitado el voraz apetito del monstruo, se colocó de dos fuertes aletazos al alcance de cebo, el cual vimos sumergirse en la informe masa que presentaba su descomunal boca. La fuerza de la embestida y la violenta contracción de sus poderosas mandíbulas armadas de triple hilera de dientes, fueron bastante á sepultarle en la cabeza las afiladas barras.
</p><p>Herido el tiburón trató de apelar á la huida buscando en los profundos abismos su salvación; mas todos sus esfuerzos se estrellaron en lo bien templado del hierro que lo aprisionaba, y en la consistencia del <hi>aparejo</hi> que lo sostenía.
</p><p><hi>Sujeto el cabo é izada</hi> la cabeza del tiburón fuera del agua, se le echó un doble aparejo <hi>oprimiendo</hi> en el círculo de un nudo corredizo las aletas. En tal estado la muerte del tiburón es segura; hasta que el círculo del nudo corredizo no se entierra entre la blanda <pb n="136"/>carnosidad, y las aletas no presentan un fuerte apoyo, todavía puede librarse de la muerte, bien safándose del hierro por desgararse la piel á los supremos esfuerzos del animal, bien y debido á aquellos el romperse el cabo ó el mismo hierro, lo que no sucede cuando queda suspendido por el anzuelo y por la doble cuerda.
</p><p>Al alcance del brazo de la tripulación permaneció el tiburón más de media hora, recibiendo en la cabeza en ese espacio de tiempo un sinnúmero de golpes con hachas y <hi>espeques.</hi>
</p><p>El que no haya presenciado la muerte de un tiburón, no puede comprender el gran principio de irritabilidad y fuerza vital que posee su organismo. Mucho tiempo después de estar separadas sus grandes vísceras, producen las masas informes del tiburón terribles contracciones que algunas veces han sido bien funestas, pues el poco conocimiento ó la imprudencia han sido causa de que <pb n="137"/>algunos pasajeros hayan perdido un pie ó una mano, entre mandíbulas que creían desprovistas de fuerza vital.
</p><p>En la comida de la tarde se nos sirvió un plato de tiburón, del cual podemos decir sucede con él lo que con otros muchos animales, que no se comen porque la tradición, sin consultar con el paladar, ha puesto su veto, veto que nosotros hasta cierto punto podemos desmentir respecto al tiburón, el cual tiene gastronómicamente considerado, mucha semejanza con el llamado cason.
</p><p>Agotados los comentarios y depurado bajo todas sus fases el acontecimiento del día, pues acontecimiento es á bordo cuando se lleva una larga navegación cualquier incidente, volvimos nuevamente á la desesperante calma que tenía al barco cual si estuviera enclavado en aquel dilatado desierto de agua.
</p><p>Ni el <hi>catavientos,</hi> ni las nubes, ni el barómetro, ni el cariz del cielo nos presagiaban señales <pb n="138"/>de viento, reinando absoluta inmovilidad en las ondas y en las lonas.
</p><p>En tal estado, vino el crepúsculo vespertino.
</p><p>El que no ha contemplado un crepúsculo vespertino en las zonas intertropicales, no ha visto la celeste bóveda en toda su belleza.
</p><p>En el crepúsculo á que nos referimos, parecía que el Creador había depurado todas las divinas tintas celestiales para esparcirlas en la inmensa bóveda, en la cual poco á poco fueron confundiéndose á medida que el gigante de la luz hundía su lumbre en los horizontes del Poniente.
</p><p>En aquellos momentos todos estábamos sobre cubierta; todos admirábamos, y todos callábamos, porque nuestro espíritu, en alas del deseo, se posaba en otras regiones.
</p><p>¡Todo era sentimiento! ¡Todo poesía!
</p><p>¡El día iba á morir!
</p><p>Una ligera brisa del Sudeste hinchó las velas, murmurando triste entre <hi>jarcias</hi> y <hi>obenques</hi>, y compactos y plomizos celajes aparecieron <pb n="139"/>por los horizontes de la aurora, trayendo en su seno la inmensa mortaja que bien pronto cubriría todo el espacio, abriendo una <hi>hoja</hi> en la historia del ayer, y <hi>borrando</hi> una <hi>página</hi> en el <hi>libro</hi> del mañana.
</p><p>Lo que el alma experimenta en esos momentos no se puede explicar; el mortal se aproxima á Dios, y el hombre es demasiado pequeño para remontar su vuelo al conocimiento del Creador.
</p><p>La muerte del día se asemeja al último suspiro del moribundo. El último aliento del enfermo es una palabra de perdón; la última mirada al sol que desaparece es una oración.
</p><p>El crepúsculo matutino es la actividad, la vida. El vespertino es el sentimiento, la poesía. Aquel, la juventud, la primavera; este, el otoño, la melancolía. El primero es el alegre trino del ruiseñor, la exuberancia de vida de la verde hoja, el vivificador grito de ¡tierra! del náufrago marino; el segundo, el clamor de la solitaria tórtola que gime entre la floresta, <pb n="140"/>la mustia hoja arrastrada por el cierzo, la blanca lona, que cual las alas de la gaviota, se cierne en los poéticos lagos.
</p><p>La corta duración del crepúsculo matutino crea la admiración, la del vespertino, los recuerdos. Estos, para una madre alejada de su hijo, representa una lágrima; para el amante, un suspiro; para el poeta, una inspiración.
</p><p>Todas las ideas que nuestra mente forja ante el sol que desaparece, son otros tantos pensamientos de amor.
</p><p>El espíritu siente una extraña armonía ante el mudo estertor del día que muere, como igualmente al percibir las primeras caricias del que nace; en aquel, las vibraciones que dan las sensibles cuerdas del alma, originan acordes tan dulces como la mirada de la tierna madre que vela el tranquilo sueño de su hijo; en el último, los acordes son alegres y ligeros, cual las modulaciones del jilguero. Los primeros son el <hi>nocturno</hi> sublime de la <pb n="141"/>muerte; los segundos, el bullicioso <hi>allegro</hi> de la vida.
</p><p>El crepúsculo vespertino, visto desde un mirador, es sumamente bello; contemplado en regiones intertropicales desde el puente de un buque, es altamente conmovedor.
</p><p>Ningún espectáculo produce tanta admiración como ver por primera vez la caída de la tarde en medio de las inmensas soledades del Océano.
</p><p>No hay nada que hable tanto al corazón como los cambiantes que ese espectáculo desarrolla en su gigantesco panorama. Rizadas olas por doquier, reflejando en su seno colores indefinibles que salpican el firmamento, bulliente estela revolviendo entre su espuma tintes oscuros, graznidos lúgubres de pájaros marinos, y parduscos horizontes que se estrechan, forman el imponente y majestuoso cuadro.
</p><p>El círculo inmenso que á la vista se presenta por momentos se reduce. El marino entonces, <pb n="142"/>cual el autor de los <hi>Tristes</hi> encomendaba al <hi>Noto</hi>, murmurase una súplica al oído de Augusto, deposita en el céfiro que acaricia la lona de su ligero buque un pensamiento que generalmente dice ¡<hi>para ella</hi>! Este ¡<hi>ella</hi>! sintetiza toda una poética historia.
</p><p>Con la puesta del sol, la muerte se presenta ante la imaginación del navegante, y recuerda el humilde techo del hogar doméstico, el apacible calor de la casa, el ángel de sus amores. Ensimismado en esos tiernos recuerdos contempla la última luz del moribundo día, llevándole su fantasía á los sitios que sueña.
</p><p>En esos momentos una sonrisa se dibuja en sus labios, y una silenciosa lágrima rueda por sus facciones, valientes, cual los fieros elementos que las rodean, rudas, como el aquilón que sobre ellas se estrella, y vivas, cual los tropicales rayos que las alumbran.
</p><p>La lágrima del hijo del mar compendia toda una existencia de recuerdos. Aquella lágrima es la carta que dirige al sér por quien <pb n="143"/>sueña, desde los salados desiertos del Océano, ora envuelto en la inamovilidad de la calma, ora en medio de la terrible lucha de gigante que continuamente tiene que sostener con las embravecidas olas que mugen á sus pies, y con las compactas nubes que ruedan sobre su cabeza.
</p><p>La anterior misiva se diferencia de todas las demás, en que aquella al ser oreada por el último rayo del sol se eleva á Dios y Él es el encargado de llevarla al corazón del sér por quien se vierte, bien en el perdido rumor de la medrosa noche, bien en el espejo de la pálida sultana de los harenes de los céfiros, bien en los misterios de los sueños, ó bien en el incomprensible arcano de los presentimientos.
</p><p>¡Cuántas veces el aroma de la flor, ó el murmurio de la fuente, son los medios de que el Hacedor se vale para susurrar en el alma querida, esas <hi>mudas</hi> y misteriosas palabras que se escriben en el grandioso libro de la naturaleza!
<pb n="144"/></p><p>Una de las sublimes páginas de ese gran <hi>libro</hi> que abraza toda la creación, y que solo á su Autor le es dado hojear, la compone el crepúsculo vespertino.
</p><p>¡La síntesis del Gólgota la representa el vespertino crepúsculo!
</p><p>¡A los cansados rayos de la tarde se puso la última letra del sublime epílogo de la redención!
</p><p>¡El Dios-hombre elevó á su Padre el último aliento entre el sentimiento de la naturaleza!
</p><p>¡La agonía del Hijo de María se confundió con la agonía del día!...
</p><p>       *       *       *       *       *
</p><p>El día muere, el velamen muge, las olas crecen, la humedad entumece los miembros y las dulces ilusiones se convierten en tristes realidades, al ver solo inmensidad en nuestra alma, inmensidad bajo nuestros piés é inmensidad sobre nuestras cabezas.
<pb n="145"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.9" n="IX" type="Chapter"><head>CAPÍTULO IX.</head><argument><p>¡Orza!—De vuelta y vuelta.—Tiempo duro.—Siniestros preparativos.—Falta de crepúsculo—<hi>La piel de zapa</hi>.—¡El tifón!—Baja de barómetros.—Pobre <hi>María Rosario</hi>!—Horas de agonía.—Las seis de la tarde del cinco de Agosto.—¡Una pulgada de descenso!—Salida de la luna.—Esperanzas—Fúnebres fechas.—El <hi>Malespina</hi>.—Cuatro días sin comer.</p></argument><p>La voz de <hi>¡orza!</hi> fué la salutación que recibió mi despertar el día 4.
</p><p>—Parece que orzamos, ¡eh!—le dije con tono malicioso al Padre Recoleto, compañero de camarote.
</p><p>—Toda la noche hemos estado de vuelta y vuelta; la ventolina se cambió en viento duro, y ya le tenemos de mal cuadrante.
</p><p>La voz del capitán interrumpió la conversación.
</p><p>¡Lista maniobra virar! ¡Levanta muras! ¡Cambia en medio!
</p><p>Estas concisas palabras fueron perfectamente interpretadas por la tripulación, y á <pb n="146"/>nosotros nos pusieron en conocimiento de que navegábamos de vuelta y vuelta.
</p><p>El tiempo principió á arreciar.
</p><p>Se pudo hacer observación, y nos situamos á los 12° 39′ lat. N., y 139° 38′ long. E. del meridiano de Greenwich.
</p><p>A las dos de la tarde todos los síntomas eran de aproximarse uno de esos terribles fenómenos llamados <hi>tifones</hi>, propios de los mares de China y del Pacífico en latitudes determinadas.
</p><p>Mares vivas tendidas y gruesas del Nordeste, vientos duros de aquel cuadrante, intermitencias huracanadas, cielo y horizontes cerrados, barómetros bajos, completa movilidad en la aguja del <hi>aneróide</hi>; esto agregado al color plomizo de las aguas, á la pesadez de la atmósfera, que por momentos se achicaba cerrándonos los espacios, y á la menuda llovizna que constituyen la <hi>garua</hi> intertropical, nos pusieron en verdadera alarma, alarma que se justificó con las voces de mando del capitán, <pb n="147"/>que desde el puente gritó: ¡listas todas las guardias! ¡aclarar aparejos! ¡listos gavieros!
</p><p>Cada uno ocupó su puesto, reinando un momento de silencio.
</p><p>Después ... después nos persuadimos de que el barco se preparaba á recibir un tifón.
</p><p>Rodaron motones y cuadernas, se sacaron de la bodega cabos y cadenas, se aprestaron aparejos de respeto, se calaron masteleros, se trincaron lanchas y maderas de reserva, se revisaron bombas y escotillas, se apilaron cadenas, se afianzaron las maniobras de serviolas, se clavaron lumbreras, escotilla y escobenes, se guarnieron burdas, se tendieron cabos de cabilla á cabilla, se puso doble cadena al timón, colocando dos rebenques para atar al timonel, y en fin, se tomaron por el entendido capitán cuantas determinaciones surgieron en su imaginación la lucha que presentía habíamos de sostener bien pronto con la furia desencadenada de los elementos.
</p><p>A la caída de la tarde la <hi>María Rosario</hi>, desprendida <pb n="148"/>de todas sus galas, presentaba un aspecto sombrío y aterrador. Aquella no era la velera nave que, largo todo su blanco trapo, aprovechando vela y rechinando los guarda-cabos de su bolina, paseaba su ligera quilla por el azulado manto, bordando de encajes de espuma la plateada estela; aquella no era la coqueta de los mares que se balanceaba á los besos de la aurora en las matinales marejadas, hundiendo en las cristalinas ondas sus ligeros tajamares: aquella no era la orgullosa señora de las saladas regiones. La sultana que imponía leyes al adormecido Océano en la caña de su timón, era la humilde esclava del potente monstruo de los mares, que despertaba de su letárgico sueño revolviendo en sus convulsiones inmensas montañas de hirviente espuma, atronando el espacio con sus potentes mugidos.
</p><p>¡El día cuatro no tuvo crepúsculo!
</p><p>El paso de la claridad del día á las tinieblas de la noche fué momentáneo.
<pb n="149"/></p><p>¡Qué triste es un día sin sol! ¡Qué amargura se experimenta al presentir la muerte sin que nos rodeen seres queridos, flores, pájaros y transparentes cielos!
</p><p>A las cinco, la oscuridad era completa.
</p><p>Todos comprendíamos el peligro, mas ninguno lo expresaba.
</p><p>El barómetro era el único que en aquellos momentos de angustia tenía elocuencia: esta, aunque muda, poseía la más fuerte de las razones. ¡La convicción de la realidad!
</p><p>El descenso de la columna barométrica vertía en nuestra alma las mismas amarguras que tan magistralmente describe el gran fisiólogo del corazón humano en la reducción de su <hi>piel de zapa</hi>.
</p><p>Las nueve era la hora señalada para la salida de la luna, la cual nos marcó su influencia con fuertes chubascos del Nordeste.
</p><p>El barómetro señalaba 29,35. En pocas horas había bajado 65 centésimas. La observación del barómetro, la dirección de los chubascos <pb n="150"/>y el cariz en general, nos patentizaban que el destructor tifón pronto nos envolvería en alguno de los anillos de sus espirales zonas.
</p><p>Ciñendo mura babor nos manteníamos, sujetando al barco las gavias bajas, mayor cangreja y trinquetilla; todas las demás velas iban aferradas en sus vergas con dobles tomadores.
</p><p>El barco cada vez trabajaba más, por efecto del fuerte viento y grandes mares que por su dirección nos indicaban que el huracán corría del Nordeste.
</p><p>Sabido es que estos fenómenos llevan en su vertiginosa carrera los movimientos de rotación y traslación, originando poderosas comentes en espiral más ó menos fuertes, á medida que las zonas de aquellas se alejan del punto céntrico de donde se desarrollan.
</p><p>El círculo del tifón es lo que se llama <hi>vórtice</hi>; aquel círculo es el que comunica sus estragos á los demás que lo envuelven, siendo <pb n="151"/>los movimientos de rotación y traslación tanto más vivos cuanto más reducida es la primera vuelta que forma la espiral.
</p><p>¡Desgraciado del barco que lo envuelva el vórtice! ¡Infeliz del pueblo que haga experimentar sus estragos!
</p><p>¡El tifón se acercaba! ¿Nos cogería el vórtice? Es decir, ¿moriríamos? Solo Dios, solo Él, á quien en esos momentos todos claman y todos creen sabía nuestro destino.
</p><p>En la mayor de las agonías, en la de la incertidumbre, nos cogió la escasa claridad de un día que presagiábamos sería el último de nuestra vida.
</p><p>La observación de las seis de la mañana aumentó la agonía.
</p><p>¡El barómetro marcaba 29,30! La impresión atmosférica cada vez mayor, el enrarecimiento del aire más sensible, y la influencia del fenómeno perfectamente indicada nos señalaba su proximidad. Apenas teníamos horizontes, y estos de un color plomizo muy pronunciado; <pb n="152"/>el viento completamente huracanado traía su furia del Nordeste; las mares se precipitaban unas á otras en inmensas trombas, las cuales al romper rebasaban la obra muerta, siendo infructuosas las bombas que no se dejaban de la mano; la impetuosidad de los vientos arrancaba montañas de espuma que en menuda lluvia nos azotaba; cerrando tan angustioso cuadro mares encontradas que hacían retemblar á la pobre <hi>María Rosario</hi>, que unas veces hundía en el abismo la perilla del bauprés, para luego verla levantarse trabajosamente y rozar con la espuma las <hi>batallolas</hi> de popa.
</p><p>¡Un esfuerzo infructuoso en uno de esos momentos, un golpe de mar combinado con una ráfaga del huracán y....
</p><p>      *       *       *       *       *
</p><p>y una línea que se abre en los abismos cerrándose inmediatamente hubiera guardado en el misterio existencias que alentaban vida, salud, amores, esperanzas, ilusiones!
<pb n="153"/></p><p>¡Venid, ateos, amarráos á un palo; contemplad uno de estos fenómenos y veréis cuál distinto es el sofisma que se fragua al calor del gabinete, á la potente al par que salvaje y majestuosa realidad que os enseña un Dios que renegáis por un mal entendido orgullo, no porque no le creáis! ¡Sabed que hay Océanos sin fondo, y que una sola línea que inmediatamente se cierra, puede sepultar todos vuestros falsos templos y todas vuestras ciudades, que por grandes y populosas que sean, comparadas con la inmensidad del Océano, son muchísimo menos que palacios de cartón que desaparecen al capricho del niño que momentáneamente recrean.
</p><p>A las seis de la tarde el huracán era deshecho. Su descripción es imposible. La pluma jamás puede llegar á estas manifestaciones de la naturaleza.
</p><p>El que escribe estas líneas ha recorrido muchos mares; le son conocidos los fenómenos marítimos, pero en verdad, ni en su memoria, <pb n="154"/>ni en su imaginación, pudo nunca comprender el espectáculo que en los cielos y en los mares desarrolla un tifón.
</p><p>La mayor parte de las velas, á pesar de ir perfectamente <hi>aferradas</hi>, se <hi>rifaron</hi>; el viento producía entre <hi>jarcias</hi> y <hi>obenques</hi> sonidos metálicos imposibles de imitar y los mares engrosaban más y más destruyendo la <hi>obra muerta</hi>.
</p><p>La <hi>María Rosario</hi> no gobernaba. La caña de su timón era impotente.
</p><p>¡El barómetro marcó 29,16<corr>!</corr>
</p><p>¡¡¡Cerca de una pulgada de descenso!!!
</p><p>El vórtice debía estar próximo á las muras.
</p><p>Eran las nueve de la noche al notar la anterior bajada, enormísima al tener en cuenta las latitudes en que se verificaba.
</p><p>La luna salía á las diez menos cuarto.
</p><p>Tal situación no podía prolongarse.
</p><p>El estado en que se encontraba el barco admitía pocas horas de esperanza.
</p><p>La influencia de la luna había de resolver la situación.
<pb n="155"/></p><p>Aquí no era ya la agonía de la <hi>Piel de zapa</hi> de Balzac, sino la magistralmente descrita en el Frollo de Víctor Hugo, con la diferencia de que en aquella había blasfemias, y en la nuestra recuerdos y oraciones.
</p><p>La aguja del reloj marcó las nueve y media.... Las diez menos veinte.
</p><p>La vista no se separaba de la columna barométrica cayendo fatídicamente en el alma, cada uno de los acompasados golpes del péndulo.
</p><p>¡Cuántos pensamientos en aquellos supremos instantes! ¡Qué de recuerdos! ¡Qué de zozobras! ¡Qué de esperanzas!
</p><p>¡Debe ser tan terrible morir ahogado dentro de las cuatro tablas del camarote! Esta idea me asaltó en aquellos instantes y resuelto á morir á la vista del cielo fuera de aquel ataúd, me puse de pie para salir de la cámara. En aquel instante la campana dió los tres cuartos.
</p><p>La luna debía estar en su carrera visible.
<pb n="156"/></p><p>La percepción de la campanada se confundió con la visual al barómetro.
</p><p>¡¡¡Principiaba á subir!!!
</p><p>¡¡¡Nos habíamos salvado!!!
</p><p>       *       *       *       *       *
</p><p>Las grandes mares que el tifón había dejado á su paso fueron poco á poco aplacándose, cesando la furia del viento á medida que la influencia del fenómeno iba disminuyendo al alejarse de nosotros, siguiendo su destructor derrotero, en el cual había de sembrar ruinas y espantos.
</p><p>Tan funestos se han considerado siempre los tifones y tan frecuente su desarrollo en los mares de China y parte del Pacífico en los meses de Agosto, Setiembre y Octubre, que constituyen el trimestre del cambio de los equinoccios que antiguamente no se admitía por las casas aseguradoras ningún riesgo, marítimo en expediciones para dichos mares y en tales meses.
<pb n="157"/></p><p>Terribles y misteriosos naufragios registra la historia de la equinoccial de Setiembre. Los puertos de China, del Japón y de Filipinas guardan escritos en informes restos, imperecederas memorias de fenómenos pasados que nos hacen temer por los venideros.
</p><p>Hace cinco años á la fecha en que escribimos, el 21 de Setiembre de 1867, si mal no recordamos, salió del puerto de Hong-Kong con rumbo á Manila el vapor español <hi>Malespina</hi>.
</p><p>En el <hi>Malespina</hi> venía un numeroso pasaje.
</p><p>El vijía del Corregidor esperó en vano un día y otro día tenerlo á la vista.
</p><p>¡El <hi>Malespina</hi> no se descubría!
</p><p>Pasaron más días y la intranquilidad creció de punto.
</p><p>Cada cual explicaba la tardanza del vapor á su manera, suponiéndose estaría al seguro abrigo de algún puerto al cual hiciera arribada.
</p><p>Se siguió esperando.
<pb n="158"/></p><p>¡El <hi>Malespina</hi> no llegaba!
</p><p>Las suposiciones tranquilizadoras se convirtieron en una alarmante impaciencia.
</p><p>Cada cual anhelaba algo.
</p><p>Era conductor de pasaje y de correo; por lo tanto, el que no esperaba abrazar á un ser querido, aguardaba los consoladores lenitivos que latentemente sostienen en las ausencias pedazos de papel á los cuales se les da vida al correr la pluma, de cuyos puntos se van desprendiendo consuelos y esperanzas.
</p><p>En vista de la tardanza salió otro correo. Este volvió, más ... nada sabía del <hi>Malespina</hi>.
</p><p>Cinco años largos han transcurrido desde entonces y nada sigue sabiéndose de aquel barco.
</p><p>Ni una tabla, ni un pedazo de lona, ni el más ligero vestigio ha venido á atestiguar la catástrofe.
</p><p>Las olas y las nubes fueron los únicos testigos.
</p><p>Las nubes y las olas empujadas por el destructor <pb n="159"/>hálito del tifón, guardan en sus insondables misterios una historia más.
</p><p>Si el voraz diente de los monstruos marinos ha respetado las osamentas humanas, en el profundo abismo, sobre un lecho de algas y corales habrá entrelazados restos de dos seres.
</p><p>Entre los pasajeros venían dos jóvenes que hacía pocos días se habían jurado fe eterna al pie de los altares.
</p><p>El bramido del viento confundiría la última palabra de amor de aquellas dos almas, el rugir de las olas su último suspiro, y quién sabe si algún rayo de la poética luna su última mirada.
</p><p>¡Cuántas historias semejantes á esta no guardarán los mares!
</p><p>Las desconsoladoras descripciones de tifones que frecuentemente leemos, nos patentizan más y más que la <hi>María Rosario</hi> estuvo en inminente peligro de haber seguido la misma suerte que el <hi>Malespina</hi>.
<pb n="160"/></p><p>Dios, sin embargo, no tenía contados nuestros días, y con la calma de los vientos y de los mares se tranquilizaron los espíritus, armonizándose las costumbres y la manera de ser de á bordo.
</p><p>Cuatro días habíamos estado sin poder encender los fogones; cuatro días que atendidas las provisiones, puede decirse, estuvimos sin comer.
<pb n="161"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.10" n="X" type="Chapter"><head>CAPÍTULO X.</head><argument><p>Veintitrés grados en treinta y tres días.—Inseguridad en la monzón del SE.—Calmas desesperantes.—Los viajes largos.—Los ranchos.—¡Tierra!—Costas de Guaján.—Islote de las Cabras.—Puerto de San Luís de Apra.—Vegetación de Marianas.—La sanidad y la capitanía del puerto.—Desembarque.</p></argument><p>Con vientos variables y navegando bien en popa, bien en largo, pudimos contrarrestar la gran corriente ecuatorial, que muchas veces desvaneció nuestros cálculos.
</p><p>Día hubo que el barco parecía iba dejando muchas millas por la popa, y al creer encontrarnos con una buena singladura, nos situaba la observación más atrás que estábamos el día anterior.
</p><p>¡Llevábamos treinta y tres días de navegación, y escasamente habíamos andado 23°.
</p><p>Para estar á la vista de Guaján, nos restaba unas 120 millas.
</p><p>Los víveres iban escaseando, y el agua había que refrescarla constantemente con la <pb n="162"/>que se recogía de los aguaceros, tan comunes en aquellas latitudes.
</p><p>Á pesar de ser el mes de Septiembre, y por consiguiente estar en plena monzón del SE., puede decirse tuvimos vientos de todos los cuadrantes menos de aquel. Esto demuestra una vez más lo insegura que es dicha monzón, lo que no sucede en la del NE., por lo menos en el derrotero que seguíamos.
</p><p>El que ha participado una sola vez de las comodidades de un barco de vapor, apenas concibe exista uno solo de vela. Eso de pasar un día y otro día, y otro, y otro, sin adelantar un cable, sin que haya cálculo posible, ni conjetura racional respecto á la llegada y á la marcha, es insufrible.
</p><p>Los calmazos de los equinoccios constituyen la mayor de las contrariedades de los barcos de vela. Nace el aburrimiento de la monotonía, y con él la desesperación y el agriarse el carácter, hasta el punto que se hace vidrioso y estalla por cualquier cosa, <pb n="163"/>produciendo ese sinnúmero de desagradables escenas que sin cesar se suceden en largas navegaciones.
</p><p>El que era simpático se hace indiferente, concluyendo por ser antipático, y en tal estado, una mirada, una palabra, una reticencia, un cambio de servilleta ó de asiento y ... adiós educación y miramientos sociales. Esto con el que fué simpático, pues con el que no lo fué, los disgustos son inevitables. Verdad es que es terrible eso de no haber medio de huir de una persona y tenerla constantemente á una cuarta de las narices.
</p><p>Dicen que para conocer la educación nada hay como la mesa y el juego; quien tal dijo no había hecho seguramente un viaje largo por mar. Téngase presente que todo es relativo, y que al decir largo, no se vaya á creer hablamos de un viaje de Santoña á San Sebastián, ni de Valencia á Marsella, ni aun de Alicante á la Habana, sino de Cádiz á Manila, por supuesto por el Cabo de Buena Esperanza, <pb n="164"/>en barco de vela y con 80 ó 100 pasajeros entre mujeres, hombres y chicos, nacidos ó por nacer, pues rara es la barcada que hace su viaje por el Cabo que no aumenta el personal del rol.
</p><p>El que hace uno de esos viajes que dura de cuatro á seis meses, es el que puede decir dónde se conoce mejor la humanidad.
</p><p>Á los primeros días se cruzan ofrecimientos, á los siguientes palabras, y en los restantes ... ¡ah! en los restantes ya no se cruza más que alguna que otra bofetada entre hombres, y más que algún chisme entre el bello sexo, que en una larga navegación ni aun es bello, pues el pobre sexo toma un <hi>color</hi>, un genial, y aun cuando tiene excepciones, un lenguaje que les digo á ustedes, que más de una vez hemos recordado el Avapiés y la calle de Toledo. En fin, para acabar, conozco á una <hi>dama</hi> que tuvo que arrestarla el capitán. ¡Si sería brava!
</p><p>Las <hi>delicias</hi> de los viajes por el Cabo se <pb n="165"/>concluyeron. El Istmo de Suez y la competencia cerraron aquella inolvidable vía, que para el que la ha hecho, forma una verdadera etapa en su vida.
</p><p>Hoy hemos dicho que apenas se concibe un barco de vela; sin embargo, nuestro convencimiento en contrario era tan perfecto, como que el día diez y seis sólo habíamos andado doce millas.
</p><p>¡Y nos faltaban ciento veinte!
</p><p>Indudablemente los barcos de vela quedarán relegados únicamente para el uso de los pescadores de caña y los jugadores al dominó.
</p><p>A más de todas las contrariedades en cuanto á la marcha que tienen los barcos de vela, hay otras, mucho, muchísimo mayores.
</p><p>Da la pícara casualidad que los barcos de vela en que hemos hecho viajes largos, pertenecen á armadores amigos y ... qué demonios, la amistad ha de ser un poco indulgente, dejando quieto el pico de la manta.
<pb n="166"/></p><p>Bastante decimos, sin embargo, que como dice el gran Príncipe de los Ingenios, al buen entendedor ... y aquí el buen entendedor no es el de la ínsula Barataria, si no el público y casi casi la autoridad. Verdad es que como las pícaras <hi>latas</hi> van soldadas, y ... luego como la duración de los viajes no obedece á cálculo y ... la hoja de lata no tiene agujeros, hay cada <hi>rancho</hi> por esas bodegas que lleva el germen, no digamos de un cólico, si no de un par de gruesas de disenterías. Cierto es que hay un consuelo y es ... el de sufrir ó reventar hasta que se llegue á puerto.
</p><p>Al de Guajan, punto al que llevábamos la proa, es adonde nosotros deseábamos llegar, pero ... faltaban ciento veinte millas.
</p><p>Por último, como todo tiene su fin, y sin más accidente que sea de contar, llegaron las primeras horas de la tarde del diez y siete en que la voz de <hi>¡tierra!</hi> se oyó del castillo de proa. Tierra, en efecto, teníamos por el bauprés; al principio se divisó confusamente por <pb n="167"/>perderse entre las brumas, luego lo que apareció como una ligera nube tomó contornos, luego se detallaron perfiles, y luego ... todo volvió á confundirse en las sombras de la noche. Estábamos á unas veinte millas de Guajan, la mayor de las islas Marianas.
</p><p>Al amanecer del diez y ocho nos encontrábamos muy cerca de los peligrosos arrecifes que rodean la pequeña isla de las Cabras, la que separa á la de Guajan un estrecho canal de fondo madrepórico.
</p><p>La vegetación de la isla se presentaba con toda la potente exuberancia de vida de los trópicos.
</p><p>Bosques inmensos de altísimos cocos, pendientes lomas cubiertas de entrelazadas rimas, dilatados campos salpicados de algodoneros, cageles y limoneros admirábamos por doquier.
</p><p>El barco acortó vela manteniéndonos fuera de fondo esperando práctico, mas esperamos una hora y otra, y ni el práctico ni el pequeño <pb n="168"/>fuerte que domina la entrada del canal daban señales de vida.
</p><p>El pueblo, ó mejor dicho, la ciudad de Agaña, pues ciudad es por la gracia del Rey, que gloria haya, nuestro Sr. D. Felipe IV, no podía vernos, pues á más de tener entre ella y nosotros la isla de las Cabras, hay cerca de dos leguas del fondeadero, que lleva el nombre de San Luís de Apra, próximos al cual estábamos y en el que habíamos de anclar.
</p><p>En las salvas de dos pequeños cañones que monta la <hi>María Rosario</hi>, mandamos una cortés salutación á los dormidos habitantes de Marianas, los cuales nos correspondieron izando bandera en el fuerte y armando botes en el puerto.
</p><p>A todo remo y en buena vela apareció por la desembocadura del canal un bote ballenero. Bandera flotaba en la popa y galones relucían en las bordas. La sanidad y la capitanía del puerto tuvimos á bordo.
</p><p>Después de enterarse el médico no había <pb n="169"/>nadie de menos ni de más, y el capitán del puerto de que no llevábamos <hi>gato</hi> encerrado, previas las formalidades de declinarse la responsabilidad del anclaje en la experiencia del práctico, y tras algunas maniobras, se dió la voz de <hi>¡fondo!</hi> y fondo encontraron las uñas del ancla que rodó de las <hi>serviolas</hi> á la región de los corales.
</p><p>Treinta y cinco días nos había costado llegar. Ya estábamos en Marianas. ¡El puerto todo lo borra!
<pb n="170"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.11" n="XI" type="Chapter"><head>CAPÍTULO XI.</head><argument><p>Historia de las Marianas.—La tradición.—Los chamorris.—Intolerancias.—El <hi>Pico de los amantes</hi>.—División de razas.—Tinian.—Sarcófagos antiguos.—La casa de <hi>Taga</hi>.—Leyendas y supersticiones.—Cultos y creencias.—Los <hi>macambas</hi>.—El <hi>zazarraguan</hi> y el <hi>caifi</hi>.—Los <hi>anitis</hi>.—La peña de <hi>Fuuña</hi>.</p></argument><p>El estudio de las islas Marianas lo dividiremos en dos partes; en la primera, y aunque ligeramente, trataremos de lo que fueron antes de pertenecer á España; en la segunda, desde que la bandera de Castilla ondeó en sus playas.
</p><p>Respecto á su primer período ó sea antes de la conquista, los datos son poco luminosos. No existiendo aquellos, se puede venir á deducciones más ó menos acabadas, analizando la tradición y la leyenda, únicas claves para el estudio analítico de todo pueblo que lo cubren las sombras del ayer, cada vez más compactas al no legarle al hoy más que las supersticiones que han venido perpetuándose <pb n="171"/>en la mente de padres á hijos, y que al llegar á nosotros remotamente nos aproximan á darnos una idea de lo que fueron las antiguas razas aborígenes de las actuales.
</p><p>Fundados en la tradición y ayudados de significativos vestigios, podemos señalar á los primitivos habitantes de las hoy llamadas islas Marianas, como procedentes de las razas japonesa y malaya.
</p><p>En cuanto á la manera de ser de aquellos habitantes, á los primeros pasos que se dan en el origen de algunas leyendas que aún relata el país, encontramos los comprobantes que señalan un pueblo que ha tenido dentro de su constitución el feudalismo absoluto, y por consiguiente, una marcada división de clases. Entre estas se conocían los llamados <hi>chamorris</hi> ó antiguos magnates, que si no tenían la almenada torre y el <hi>rollo</hi> de sus inmunidades, con los atributos de mesnaderos de horca y cuchilla de nuestros antepasados, poseían en toda su desnudez <pb n="172"/>cuantos abusivos derechos se irroga el fuerte contra el débil, en todo pueblo en que ni el cristianismo ha suavizado los sentimientos, ni la civilización las costumbres. La división de razas y poder del chamorri, se presenta á los ojos del viajero que recorre las islas á poco que las estudie bajo el prisma de la investigación y de la ciencia.
</p><p>En uno de los límites de la isla de <hi>Guajan</hi> en su extremo Norte, existe enclavada en un seno madrepórico de coral una peña, á cuya granítica masa tajada á pico, constantemente azotan las ondas del gran Pacífico; el conjunto de panoramas que se desarrollan ante la vista del que contempla aquellos desiertos lugares, desde luego le predisponen á la meditación, queriendo descubrir alguna huella á quien interrogar sobre aquel coloso calizo que se eleva en medio de las embravecidas ondas, y del cual se separa el natural con el supersticioso temor de un testigo que ha presenciado sangrientos episodios, que ni la <pb n="173"/>mano destructora del tiempo ha podido borrar de la mente que lo trasmite, ni el <hi>mudo</hi>, pero elocuente lenguaje de la peña que lo atestigua. Aquella masa de granito se llama el <hi>Pico de los amantes</hi>. En la meseta que forma la superficie de aquella roca está escrita la intransigencia, principal atributo del feudalismo.
</p><p>De aquella meseta, se cuenta una tradición semejante en su origen á la que guarda bajo el hermoso cielo de Andalucía, no lejos de Archidona, la llamada <hi>Peña de los enamorados</hi>. En ambos peñascos, el amor llegó al sacrificio; en ambos se confundieron en un postrer suspiro dos almas, con la única diferencia de que en el primero las causas eran originarias de la diversidad de clases y en la segunda partían del fanatismo y superstición mora.
</p><p>Al <hi>Pico de los amantes</hi> condujo la desesperación á un plebeyo y á la hija de un chamorri. La áspera loma de la <hi>Pena de los enamorados</hi>, <pb n="174"/>por última vez la treparon un cristiano y una mora, haciendo el fanatismo en este último caso lo que verificó en el primero la intransigencia.
</p><p>La separación de razas que revela el <hi>Pico de los amantes</hi>, la vemos reproducida en los mismos monumentos, cuyos restos aún conservan las islas.
</p><p>En la de <hi>Tinian</hi> y otras, existen unas columnatas en cuyos frisos se asientan sarcófagos cinerarios de forma esférica, en los cuales, y según verídicos testimonios que obran en el archivo del Gobierno de aquellas islas, se han encontrado en distintas épocas, osamentas humanas más ó menos completas, que vienen á revelar por el sitio especial en que se encontraron, una distinción bien marcada.
</p><p>El número y situación de aquellas columnatas indican no pertenecieron á una sola familia, ni tampoco á todas las que compusieran la isla. Dichas columnatas, que se <pb n="175"/>encuentran más ó menos deterioradas en casi todas las islas que fueron habitadas, debieron ser, al par que recuerdos cinerarios, apoyos de las casas de los magnates, tanto es así, que á cada uno de los grupos que componen aquellas, llaman los indígenas <hi>casas de los antiguos</hi>. En Tinian se conservan bastante bien 12 pirámides, que en conjunto formaron, según la tradición, la casa de Taga, personaje que por su carácter turbulento figura en la historia de las islas. De dicho Taga se cuenta tenía una hija muy hermosa, la cual, después de muerta, fué cubierta entre harina de arroz y enterrada en una de aquellas columnatas.
</p><p>Entrando en el terreno fabuloso y supersticioso podríamos llenar muchas cuartillas con las narraciones que se relatan de la hermosa hija de Taga, á la cual atribuye la tradición el perfeccionamiento en la lira. Se cuenta en las islas, haberla visto aparecerse encima de su sarcófago en los malos tiempos, ahuyentando <pb n="176"/>los huracanes con los sonoros ecos de su lira de oro.
</p><p>Sea lo que quiera, respecto á la desgraciada hija de Taga, es lo cierto que restos de columnatas se ven con bastante frecuencia recorriendo las islas, siendo aquellas intachables testigos que vienen á corroborar la creencia de haber existido alguna raza privilegiada que sobresaldría de las demás en ilustración y en poder. No otra cosa demuestran las construcciones de que nos ocupamos, las cuales se destacarían notablemente entre la salvaje perspectiva de las casas de hojas de coco, de que nos hablan las historias de las primeras misiones.
</p><p>A más de los anteriores antecedentes, existen otros en los anales de aquellas, en los cuales vemos admitir como cierto el feudalismo de que nos venimos ocupando. Aquellos anales dicen que los habitantes de las islas manifestaban gran soberbia y vanidad en la nobleza, de tal modo, que no se casaba por nada <pb n="17"/>del mundo el hijo del noble con la plebeya. En otro lugar añade, que los chamorris tenían mayorazgos de cocales, plátanos y otros árboles.
</p><p>Las creencias religiosas que observaban aquellos primitivos pueblos, estaban resumidas al culto supersticioso de los cadáveres, teniendo cada familia un altar en el hogar y un ídolo en las calaveras de sus mayores, que cuidadosamente conservaban cual lo hacían en sus lares, los descendientes de Rómulo con sus pequeños dioses penates.
</p><p>El ritual de sus supersticiosas creencias estaba circunscrito á pesadas salmodias en que relataban las virtudes y hazañas del que adoraban, repartiéndose en sus rezos, cual en sus fiestas, tortas hechas de arroz, pescado y frutas, las que comían con el <hi>atole</hi>, bebida espirituosa confeccionada con los jugos del coco.
</p><p>Sus escasas creencias religiosas las completaban admitiendo un sér llamado <hi>Puntan</hi>, el cual decían, había existido muchísimos siglos <pb n="178"/>antes de la creación del cielo y la tierra. Puntan, según la tradición, tenía una hermana, y esta, al morir aquel, creó de sus espaldas la tierra, de su pecho el cielo, de sus ojos el sol y la luna, y de sus cejas el arco-iris. Reconocían la inmortalidad de las almas, las cuales habían de gozar en el mundo de los espíritus, ó sufrir en <hi>Zazarraguan</hi> ó casa de <hi>Caifí</hi>, con cuyos nombres conocían el infierno y el demonio.
</p><p>Sus sacerdotes, que se llamaban <hi>Macambas</hi>, invocaban á las calaveras, teniendo mucho temor á las almas de sus abuelos que llamaban <hi>Anitis</hi>.
</p><p>Hacían grandes demostraciones de dolor en las muertes de sus parientes, y celebraban con bailes sus bodas y regocijos, constituyendo el principal adorno de sus galas, conchas y caracoles, engarzados en plumas y pequeños insectos de colores. El signo mayor de cariño consistía en pasar la mano por el pecho del que querían agasajar.
<pb n="179"/></p><p>El orgullo del chamorri era tal, que suponía procedían todos los males de otros pueblos, creyendo que la humanidad tenía el origen en sus islas, y que las virtudes habían nacido de la peña de <hi>Fuuña</hi>, la cual llevaba ese nombre por encontrarse en el fondeadero de un pequeño puerto así llamado.
</p><p>Como consecuencia inmediata del feudalismo, el que constantemente se localizasen las contiendas de cacique á cacique, manteniendo los campos en continua alarma, viniendo muy á menudo á las armas, que consistían en piedras, flechas y lanzas, que arrojaban con suma destreza.
</p><p>Las demás fases, tanto materiales como morales, en que se encontraban los primeros habitantes de las islas, como el origen de su instalación en aquellas regiones, se pierde en las tinieblas de la impenetrable noche de los tiempos.
</p><p>En tal estado de inseguridad histórica del <pb n="180"/>pueblo que baña el gran Pacífico, corría el primer tercio del siglo XVI, en que ya empieza á delinearse la verdadera historia dé las hoy llamadas islas Marianas.
<pb n="181"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.12" n="XII" type="Chapter"><head>CAPÍTULO XII.</head><argument><p>El siglo XVI.—Hernando de Magallanes.—Capitulaciones.—La <hi>Capitana</hi>, el <hi>San Antonio</hi>, la <hi>Victoria</hi>, la <hi>Concepción</hi> y el <hi>Santiago.</hi>—Sebastián Elcano.—Llegada al Brasil.—Invernadas.—Rebelión abordo.—Comunicaciones de mares.—El paso del Sur.—Bula de Alejandro VI.—Las Velas latinas.—Islas de los Ladrones.—Navegación penosa.—Isla de Cebú.—Muerte de Magallanes.—La <hi>Victoria</hi>—Vuelta al mundo.—Llegada á Sanlúcar.—Otras expediciones.—Legaspi.—El navío <hi>San Damián.—</hi> Luís de San Vítores.—Doña Mariana de Austria.—Primera misión.—Verdadera posesión.</p></argument><p>Al siglo XVI, á ese siglo en que ni el sol dejaba de alumbrar dominios españoles, ni su bandera de ondear doquiera hubiera una peña donde sustentar su grandiosa insignia; al siglo XVI, epopeya ante la cual, todo español vuelve los ojos engrandeciéndose con su grandeza; al siglo XVI, que veía pasar ante los misteriosos dientes de su grandiosa rueda, hazaña tras hazaña, conquista tras conquista; á ese siglo que parecía no acabaría de registrar en sus doradas páginas triunfos y victorias: á ese siglo, en que veneros de <pb n="182"/>oro arrojaba el Nuevo Mundo, mundo del cual dice un célebre poeta invocando la gran figura de Isabel, <hi>que había en bancos de coral, rocas de perlas</hi>; á ese siglo que tiene un prólogo tan grandioso como el que dejó escrito con la punta de su espada, el invencible Gonzalo de Córdoba, siendo una de las letras de su epílogo el postrimer suspiro del que moría entre los sombríos y artísticos muros del Escorial, después de haber hecho temblar al mundo de Oriente á Occidente; á ese siglo en que, á imitación de los antiguos rituales, hacían renacer los aragoneses y catalanes la memoria de Rodrigo de Vivar, reproduciendo las solemnes fórmulas del juramento que hizo temblar á Sancho el Bravo; á ese siglo que compendia la edad de oro de nuestra literatura, á cuyo frente figuran genios como Lope de Vega y Cervantes; á ese siglo, en que un Carlos I recogía del suelo los pinceles del Ticiano; á ese siglo en que se incubaban en la mente de Blasco de Garay los primeros gérmenes <pb n="183"/>que habían de crear esos gigantescos pulmones de hierro que en sus potentes transpiraciones de vapor horadan la roca, dividen las ondas y acortan el espacio; á ese siglo, en fin, le cupo la gloria de ver descubiertas á la nueva civilización las hoy llamadas islas Marianas, con todo el Archipiélago Filipino.
</p><p>A poco de ver el nieto de los Reyes Católicos reunidas en su sien las coronas de España y Alemania, la primera, por muerte de su padre Don Felipe el Hermoso y locura de Doña Juana, y la segunda, por muerte de su abuelo Maximiliano, apareció uno de esos genios que dejan de tarde en tarde por su valor, por su talento, ó por sus virtudes, una estela luminosa en el prosaico laberinto de intrigas y miserias que se agitan y revuelven en todas las etapas de los siglos. Esa estela la abrió en el Océano de la historia el intrépido marino Hernando de Magallanes.
</p><p>La presencia de Hernando de Magallanes y la oferta hecha á Castilla de descubrir por <pb n="184"/>ella y para ella nuevas y ricas tierras al Occidente, siguiendo un nuevo rumbo hasta el entonces conocido por los navegantes, originó oposición por parte de la corte de Portugal, procurando el entonces embajador de dicho reino, D. Alvaro de Acosta, entorpecer la empresa que ya se proyectaba.
</p><p>Los manejos de Portugal y las excitaciones tardías de D. Manuel, su Soberano, se estrellaron en la firme decisión tomada por el Monarca español, el cual otorgó solemnemente en Zaragoza, las regias capitulaciones con arreglo á las cuales había de hacerse la expedición á Occidente.
</p><p>Listas las naves y nombrados los capitanes, recibió Magallanes con toda la pompa regia de manos del Asistente de Sevilla, D. Martín de Leiva, el Real estandarte, celebrándose esta ceremonia con gran concurrencia en la iglesia de Santa María de la Victoria, en Triana en donde el Almirante juró pleito-homenaje con arreglo al fuero y costumbre de Castilla, <pb n="185"/>prometiendo conducirse en la empresa como fiel y leal vasallo de su Majestad Católica, juramento que fué repetido por los capitanes y pilotos.
</p><p>Componía la expedicionaria flota, á más de la nave Capitana, las llamadas <hi>San Antonio, Victoria, Concepción</hi> y <hi>Santiago</hi>; yendo á las órdenes de Hernando de Magallanes entre otros marinos célebres, el maestre Juan Sebastián Elcano, Juan Ginovés, Luís de Mendoza, Juan de Cartagena, Gaspar Quesada y Rodríguez Serrano. Montando las naves y completando sus dotaciones doscientos treinta hombres entre soldados y marineros.
</p><p>Con tales elementos y un regular repuesto de vituallas, se hicieron á la mar el 10 de Agosto de 1519, tomando rumbo en demanda de las islas Canarias.
</p><p>El 15 de Octubre dejó la escuadra la vista de Tenerife, poniendo proa á la Costa de Guinea.
</p><p>Después de varios contratiempos, de sufrir la presión de altas temperaturas y terribles <pb n="186"/>tormentas, llegaron el 13 de Diciembre á las costas del Brasil; rebasaron el Cabo de Santa María; recorrieron el misterioso río de Solís, y siguiendo la costa del Sur encontraron una pequeña bahía, á la cual por la gran abundancia de aves acuáticas llamaron de los Patos; en dicha bahía les sorprendió un fuerte temporal, aguantando en fondeadero hasta que aplacados los elementos, pudieron continuar su empresa.
</p><p>Poco habían navegado, cuando la invernada se presentó altamente fría y desapacible.
</p><p>Las anteriores y recientes luchas, el frío, la nieve, la soledad de aquellos inhospitalarios lugares y todas las privaciones que ya se dejaban sentir, levantaron descontestos que quisieron poner proa á Castilla; esto originó más de un tumulto, que el fuerte carácter de Magallanes reprimió, condenando á muerte á un capitán y algunos soldados. Cerca del Estrecho se verificó la invernada, permaneciendo <pb n="187"/>sobre anclas á la embocadura del río que les había de abrir paso al Pacífico.
</p><p>A primeros de Noviembre se descubrió un canal que corría de Oriente á Poniente, y sospechando fuese el paso que comunicaba el Atlántico con el mar del Sur, mandó el Almirante fuese de exploradora la <hi>San Antonio</hi>, cuya nave volvió con la fausta nueva, de que el canal que acababa de recorrer vertía sus aguas en las saladas ondas de los mares que buscaban.
</p><p>Esta noticia produjo grandísimo aliento en los desfallecidos ánimos, internándose la escuadra por el canal, el cual debiendo ser nuevamente reconocido por haber llegado á puntos difíciles, salió en nueva exploración la <hi>San Antonio</hi>, la que se esperó en vano, sabiéndose después, que habiéndose perdido en el intrincado laberinto de aquel peligroso paso, y no encontrando á la <hi>Capitana</hi>, tomó rumbo á España.
</p><p>La falta de la <hi>San Antonio</hi> y la pérdida del <pb n="188"/>gran número de provisiones que llevaba, no hicieron vacilar la voluntad de hierro del navegante portugués, el cual siguió el peligroso y misterioso derrotero.
</p><p>Muchos peligros arrostró la flota en el canal; hasta que por último, el 27 de Noviembre de 1520, desembocaron en los extensos dominios del mar del Sur, el cual fué descubierto por el valiente Balboa, el 25 de Setiembre de 1513, en las exploraciones que hizo por el Istmo de Panamá, pequeña lengüeta que divide las dos Américas. El grandioso Océano del Sur, ¿se comunicaría con los ya descubiertos? Esta pregunta se hicieron los navegantes, viniendo Magallanes á resolver el problema, enseñando en su Estrecho la unión de los mares y el paso para dar la vuelta al mundo.
</p><p>Este glorioso descubrimiento sin duda alguna hubiera sido para Portugal, á no ser por las muchas ingratitudes que en recompensa de los servicios prestados á aquella Corona en las Indias Orientales, no hubieran puesto á <pb n="189"/>Magallanes en el caso de ofrecer sus servicios al Monarca español, al cual cumplió como bueno, no sólo con el descubrimiento del paso del Sur, Tierra del Fuego, Continente de los Patagones, Archipiélago de Marianas y Filipinas, sino que planteó ventajosamente para Castilla, la cuestión que originaron las islas Molucas por razón de su falsa situación geográfica. Magallanes, que al par que intrépido marino y valiente soldado, era profundo astrólogo; Magallanes, que seguía con los ojos de la ciencia la rotación de los astros, la dirección de los vientos y el movimiento de las corrientes; que sondaba los abismos en el mundo de su inteligencia al par que interrogaba las misteriosas é incompletas cartas marítimas del gran Behen, y recogía cuantas observaciones constantemente le presentaba en su camino su aventurera existencia; demarcó la verdadera situación de aquellas islas, colocándolas dentro de los meridianos que á España señalaban las cláusulas de la Bula de <pb n="190"/>Alejandro VI, reproduciendo en un todo al servicio de la corte castellana, sus pasadas hazañas prestadas al soberano de Portugal, en la aventurada empresa del sitio de Malaca y en tantas otras á cual más arriesgadas en que tomó parte al servicio de Alburquerque en las comarcas orientales.
</p><p>El paso que une los dos grandes Océanos, aún hoy en que la navegación parece ha puesto su última letra en el libro de los adelantos, es uno de los más peligrosos derroteros que pueden emprender los navegantes, y que Magallanes llevó á cabo, falto de víveres, con imperfectos instrumentos, y con una tripulación descontenta y tumultuosa.
</p><p>No contento el gran navegante con haber encontrado el paso que lleva su nombre y de hollar con su planta la tierra del Fuego, puso rumbo por el ancho mar en busca de nuevas empresas.
</p><p>Largo todo el capo, la quilla de la <hi>Capitana</hi>, levantó hirviente espuma en el Océano Pacífico, <pb n="191"/>dirigiendo Magallanes el timón aun más allá que veía en su atrevida imaginación.
</p><p>El más allá que comprendía la fe de un hombre que sueña hazañas, encontró un eco en la voz de <hi>tierra</hi> que se escapó de todos los labios al descubrir por los horizontes donde se oculta la luz, una informe masa confundida con las espesas y revueltas nubes.
</p><p>Tierra era en efecto, y abordando á ella se tomó fondo, siendo el 6 de Marzo de 1521.
</p><p>La tierra que los intrépidos navegantes tenían á la vista, les ofrecía hospitalidad y recursos. Falta les hacía la una y los otros, pues al descubrirla, la desesperación, la impaciencia y las necesidades todas habían llegado á su término. Desde que entraron en las aguas del Sur, fueron poco á poco acortándose las raciones hasta el punto de hacer las comidas con agua del mar, no habiendo encontrado en el derrotero que traían, más tierra que las islas Desventuradas, así llamadas por Magallanes, en vista de su situación, <pb n="192"/>inhospitalario abrigo y falta de recursos.
</p><p>Tan luego Magallanes <hi>dió</hi> fondo, rodearon á la <hi>Capitana</hi> sinnúmero de pequeñas embarcaciones movidas por paletas que servían de remos, y por unas velas de tejido de palma. Por el gran número de embarcaciones y por la figura de sus velas, llamaron á aquellas islas de las Velas Latinas.
</p><p>Aquel grupo de islas hay quien cree son las <hi>Celebes</hi> de la antigüedad. Los naturales las llamaban á la llegada de Magallanes, Laguas.
</p><p>El día 7 del mismo mes, desapareció un bote de la <hi>Capitana</hi>, por lo que y por otros robos que hicieron los naturales en los demás barcos, cambió Magallanes el nombre de las Velas Latinas por el de los <hi>Ladrones</hi>, que es como todavía las llaman los extranjeros en la mayor parte de sus cartas. Con algunos arcabuceros y no pocas amenazas, consiguió el Almirante recuperar su bote, y no satisfaciendo á su carácter emprendedor <pb n="193"/>la pequeñez y pobreza de la nueva tierra, nuevamente levó anclas el 9 del mismo mes, en demanda de las ricas y fértiles comarcas Filipinas. Después de una penosa navegación tomó puerto en la isla de Cebú, donde consiguió captarse el cariño y los servicios del Reyezuelo que imperaba en aquella, el cual estando en guerra con su vecino el de la isla de Maetan impetró de Magallanes su auxilio, que le fué otorgado por el intrépido marino, yendo él mismo con parte de su gente á una expedición contra los enemigos de los cebuanos; aquellos en gran número y con gran destreza resistieron el ataque, muriendo Magallanes. Esta sensible pérdida acaeció el 26 de Abril de 1521.
</p><p>El vencido Rey de Cebú, bien por temor, bien por haber entrado en las prescripciones impuestas por el vencedor, ó bien por la inconstancia propia del natural, es lo cierto que so pretexto de un convite preparó una emboscada, en la cual perecieron villanamente <pb n="194"/>asesinados hasta 30 soldados. Los pocos que habían quedado en las naves, impotentes por su número para tomar venganza, resolvieron salvar sus vidas y regresar á Castilla con las nuevas del descubrimiento.
</p><p>Los pocos expedicionarios que habían logrado salvar la vida, emprendieron el viaje por el antiguo derrotero de las Molucas, en la <hi>Victoria y</hi> la <hi>Trinidad</hi>. Esta última nave quedó en la mar, aguantando únicamente la <hi>Victoria</hi> que mandaba Sebastián Elcano, los mares del Cabo de Buena Esperanza el cual consiguió doblar, no sin falta de ímprobos trabajos, arribando al puerto de Sanlúcar el 6 de Setiembre; sobreviviendo á aquella colosal empresa en que la <hi>Victoria</hi> había dado la vuelta al mundo, solamente 18 hombres.
</p><p>Las nuevas que Elcano trasmitió á Carlos V, y la seguridad del descubrimiento, originaron nuevas expediciones.
</p><p>La ocupación de las Filipinas y las Molucas <pb n="195"/>hicieron sin duda por su poca importancia, el que no se atendiera á las islas de los Ladrones, limitándose por entonces su ocupación á la toma de posesión que de ellas hizo el año 1528 D. Alvaro de Saavedra, y más tarde, en 25 de Enero de 1565, en que el intrépido Legaspi á su paso para Filipinas desembarcó en Guajan, en donde mandó celebrar una misa y levantó acta de posesión. Esta fué solamente nominal, pues ni dejó hombres, ni hizo nada de lo que constituye la material posesión; continuando los naturales en sus usos, costumbres y religión, si bien es verdad existen verídicos testimonios en que se acredita que las <hi>naos</hi> que recorrían el Pacífico, refrescaban aguada y se hacían de algunos víveres en las islas de los Ladrones.
</p><p>En tal estado, llegó el año de 1662, en que tocó en la principal de las islas llamada, como ya dijimos, Guajan, el navío <hi>San Damián</hi>, que procedente de Acapulco se dirigía á Manila. <pb n="196"/>En dicho navío, y como presidente de una misión de Jesuítas, venía el devoto Padre Diego Luís de San Vítores, el cual, viendo el estado de los naturales, resolvió trabajar para establecer una misión en aquellas apartadas regiones.
</p><p>No bien llegó San Vítores á Manila, principió á gestionar la realización de su pensamiento, el cual no solamente no fué secundado sino que encontró acérrimos enemigos; esto no obstante el Padre San Vítores abrigaba en su alma la más fuerte de las perseverancias; la perseverancia que emana de principios del mismo Dios, «bautizarás al idólatra» dijo, y el infatigable jesuíta firme en su propósito se dirigió al Padre Nitarht, confesor de Doña Mariana de Austria, esposa del Soberano reinante por aquella época en Castilla, Don Felipe IV, del cual consiguió aquella una Real cédula satisfaciendo ampliamente los deseos del jesuíta.
</p><p>En la expresada Real cédula se prevenía al <pb n="197"/>desgraciado Gobernador de Filipinas, D. Diego Salcedo, facilitara á San Vítores toda clase de recursos para establecer una misión en las islas de los Ladrones, y en efecto, y al cumplimiento de lo mandado, se construyó en el puerto de Cavite, el navío <hi>San Diego</hi>, en el cual se embarcó la misión, á la que le surgió nuevos contratiempos al ir primero á Méjico en donde el Virey interpuso nuevas dificultades, que la constancia y excitaciones del jesuíta pudieron vencer; logrando por último, gracias á su invencible tesón, arribar á la isla de Guajan el 15 de Julio de 1668, desde cuya fecha se puede conceptuar la verdadera posesión de las islas de los Ladrones á los dominios españoles, puesto que hasta entonces no hay noticias se hiciera ocupación alguna.
<pb n="199"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.13" n="XIII" type="Chapter"><head>CAPÍTULO XIII.</head><argument><p>Adelantos de la misión.—Oposición de los <hi>macambas</hi>.—Saipan y Rota.—Los <hi>urritaos</hi>.—Tradiciones usos y costumbres.—Colegio de San Juan de Lotrán.—Crónicas de los jesuítas—Hostilidades.—Asesinato de San Vítores.—Una modesta cruz.—Los Padres Solano y Ezguerra.—El almirante Coello.—Nuevos asesinatos. Represalias.—D. Juan Santiago.—El Gobernador Irrisari.—Descubrimientos al Norte de Agaña.—Marianas en el siglo XVIII.</p></argument><p>La misión dirigida por el Padre San Vítores desembarcó en la isla de Guajan, estableciéndose en el pueblo de Agaña, en donde inmediatamente principió su obra de conversión.
</p><p>La misión al principio fué recibida con grandes muestras de cariño, sometiéndose gustosos los naturales al bautismo y á oir la voz de los que predicaban una religión para ellos desconocida; mas bien pronto aquellos afectos se convirtieron en una tenaz y terrible oposición en la que perdieron la vida varios misioneros y soldados.
<pb n="200"/></p><p>En los primeros meses los agasajos y la dulzura que emplea todo el que trata de persuadir, hicieron su efecto, predisponiendo los ánimos á la protección de que fué objeto la misión.
</p><p>Más tarde surgieron varios conflictos, creados primeramente por la intemperancia del magnate, el cual, oyendo un día y otro las excelencias del bautismo, quiso fuese patrimonio exclusivo de ellos y sus hijos. Esto, como es consiguiente, creó luchas y excitó los ánimos, no por la idea del bautismo, sino por la división que surgía su aplicación. La dulzura del Padre San Vítores y la fuerza de sus convincentes argumentos pudieron desvanecer este primer conflicto, viendo en ello dar al cristianismo el primer paso á la unión de clases.
</p><p>La herida que abría lo anterior en las antiguas costumbres, fué comprendida por algunos que se propusieron crear nuevos conflictos en defensa de sus odiosos privilegios.
<pb n="201"/></p><p>Los magnates descontentos por una parte, la superstición por otra ayudada de falsas tradiciones, y robustecida con las intransigencias de los sacerdotes ó macambas que concitaban los ánimos, despertando antiguas costumbres, y unido á esto el estratégico é infame rumor de que el bautismo originaba la muerte de los niños, fueron los elementos que pusieron en juego los enemigos de los ministros de la fe.
</p><p>Los anteriores males fueron venciéndose, contrarrestándose unas veces la fuerza con la fuerza, é interponiendo otras la convicción en medio de las supersticiosas creencias.
</p><p>No contentos los jesuítas con la aparente sumisión de la isla de Guajan, se extendieron al Norte, en donde descubrieron nuevas islas siendo las principales las nombradas Saipan y Zarpana, ó sea Rota. En estas se reflejaron bien pronto los mismos males por que estaba pasando Guajan, haciéndose los trabajos con grandísimo riesgo.
<pb n="202"/></p><p>Las costumbres fueron siempre los principales elementos que los macambas trataron de explotar en defensa del predominio é influencia que venían poseyendo en aquellos pueblos, sujetos al capricho de su voluntad, por medio de las acomodaticias invocaciones, originarias de supersticiosos manejos.
</p><p>La poligamia con toda la asquerosa desnudez venía sucediéndose en las costumbres de aquellos isleños, y la poligamia que necesariamente había de ser combatida en los ascéticos principios de San Vítores produjo sus consecuencias. Los <hi>urritaos</hi>, ó sean los jóvenes, levantaron una cruzada que fué á engrosar las filas de los que combatían la idea por el orgullo, viniendo á ser las pasiones sensuales y las tradiciones aristocráticas, las piedras de apoyo que sustentaban la discordia y la oposición.
</p><p>La lucha entre la argucia del macamba y la persuasión del misionero, era tanto más tenaz cuanto que tenía por palenque la condición <pb n="203"/>del natural, el cual admitía cuantas ideas llegaban á su escasa comprensión.
</p><p>Su imaginación voluble está comprobada en sus tradiciones, que atestiguan eran muy dados á las fantásticas leyendas, las cuales relataban en coro formando dos círculos, uno de hombres y otro de mujeres, que giraban en inverso sentido. Para estas fiestas, en las cuales cantaban las excelencias y las antigüedades de sus <hi>Anitis,</hi> se adornaban las mujeres tiñéndose de negro los dientes y blanqueándose el pelo, completando el adorno conchas, caracoles, plumas, insectos de colores y hojas de plátano. Los hombres se rapaban el pelo, yendo completamente desnudos. Restos de estas antiguas costumbres y reminiscencias de aquellas fiestas todavía se conservan en Marianas. El autor de estas líneas ha presenciado algunas escenas entre los carolinos residentes en Agaña, en las cuales se refleja las primitivas tradiciones.
</p><p>Los elementos turbulentos cada vez tomaban <pb n="204"/>más fuerza, al par que la adquiría la evangélica persistencia de los misioneros, en tanto que el corto número de soldados mantenían en los cañones de sus mosquetes el desbordamiento que ha tiempo se venía presintiendo.
</p><p>En 1669 se bendijo una iglesia, creándose poco después un colegio con el nombre, que aún hoy lleva, de San Juan de Letrán, para el cual consiguió San Vítores se expidiera en 1663 Real cédula de perpetuidad, con la dotación anual de 3.000 pesos, los cuales se habían de pagar por las cajas de Méjico.
</p><p>En contestación á esta merced, otorgada por Doña Mariana de Austria, escribió el jesuíta una sentida carta al Padre Nitarht, haciéndole presente participara á su Reina que en él espacio de pocos meses y debido á su protección, había en las islas entre bautizados y catecúmenos 34.000.
</p><p>Este dato no lo hemos podido comprobar en documentos oficiales, y como quiera que <pb n="205"/>nos parece un tanto exagerado, debemos hacer presente lo hemos tomado de las mismas <hi>Crónicas de los Jesuítas,</hi> de cuya institución dependían todos los Padres que compusieron las misiones de Marianas, cuya dotación eclesiástica corrió á su cargo hasta que fueron expulsados de los dominios españoles.
</p><p>Las expresadas crónicas hacen subir la población de las islas á 100.000 almas, cifra que asimismo nos parece inexacta, no comprendiendo que ni la extensión, ni los productos del suelo pudieran alimentar tal exceso de población, y sobre todo y más que la falta de proporción entre los habitantes y el suelo, en que aquellos, según las mismas crónicas, se redujeron en muy pocos años á más de la quinta parte; disminución incomprensible en tan poco tiempo, teniendo en cuenta la razón de situación de las islas y la casi absoluta incomunicación en que estaban con los demás pueblos.
</p><p>La emigración sin los medios de comunicación <pb n="206"/>es imposible, y la enormidad de la baja sin aquella, por razón de mortandad también lo es, atendiendo á la salubridad que en todo tiempo se experimenta en las islas.
</p><p>El casi imposible se opone á la creencia de que hubiera 100.000 almas, en donde escasamente solo restan en el día unas 7.000.
</p><p>De estos y otros datos se prevale un escritor francés para mezclar entre el gran caudal de poesía que respiran sus obras, un sinnúmero de vulgaridades, por no calificarlas de otra manera, al ocuparse de Marianas.
</p><p>Los pocos narradores de aquellas islas habrán podido equivocarse, es más, de hecho se han equivocado en algunas cosas; en cambio M. Arago, escritor á quien aludimos, es muy posible no haya dicho una sola verdad en las páginas que consagra á las Marianas.
</p><p>Mas continuemos su historia.
</p><p>Las hostilidades de que fueron objeto los sacerdotes y soldados, la alevosa muerte que dieron los isleños á más de uno, y las dificultades <pb n="207"/>que oponían, ora en la resistencia pasiva, ora en el éxito de las armas, motivaron el que poco á poco, y á medida que llegaban las naos se fuera aumentando el personal de guerra, y que el inofensivo y modesto establecimiento que se levantó en un principio, se perfeccionara tomando el carácter que distingue la conquista, y la persuasión, las armas y la fe, la suavidad de los principios del cristianismo, y los mortíferos estragos de la metralla; participando bien pronto el establecimiento de la abadía y del fuerte; del campanario y de la atalaya; de la cruz y de la espada.
</p><p>En tal estado llegó el 2 de Abril de 1672, en que Diego San Vítores desoyendo prudentes consejos, salió del recinto de Agaña acompañado únicamente de un filipino, dirigiéndose al pueblo de <hi>Tumhun</hi> á seguir su evangélica obra. No bien había caminado una legua, cuando oyó llorar á una niña en una casa de palma; quiso bautizarla, mas fué muerto á <pb n="208"/>lanzadas por su padre llamado <hi>Matapang</hi> y por <hi>Hirao</hi>, vecino de aquel. Después de muerto fué arrastrado hasta la playa, arrojando su cuerpo en los arrecifes de la costa del Pico de los Amantes.
</p><p>Pocas existencias humanas habrán recorrido su peregrinación sobre la tierra con más fe, con más abnegación, y con más valor que la que alentaba Diego Luís de San Vítores.
</p><p>Cuatro años permaneció en las islas Marianas, cuya reducción casi puede asegurarse se le debe á él, y en ese tiempo predicando la caridad y la virtud fué consuelo de propios y extraños.
</p><p>En el sitio en que fué muerto se conserva en el día una modesta cruz; á la sombra de su tosca madera consagramos una oración como cristianos y un recuerdo como españoles. En sus descarnados brazos, habrá marchitado el hálito de los fuertes Nortes, una corona de flores silvestres que hizo una decidora <pb n="209"/>chamorra que nos acompañó en la expedición.
</p><p>Ni la religión, ni las nuevas costumbres, ni los escasos rayos de civilización que se abren paso hasta aquellas lejanas tierras, han podido destruir antiguos gérmenes de pasadas generaciones. La superstición y la fábula son innatas en el chamorro, así que la muerte del Padre San Vítores, como su martirio y su vida, la envuelve en sinnúmero de fantásticas relaciones. Decir á un chamorro, y sobre todo á una chamorra, que las aguas donde arrojaron al jesuíta no tienen el color de sangre, y os mirará con la lástima de creer trata con un loco.
</p><p>Al Padre Diego sucedió en la dirección de la misión, el jesuíta Fray Francisco Solano, el cual continuó la obra de su antecesor con fe y perseverancia.
</p><p>La dirección del Padre Solano fué bien corta, pues la falta de alimentos, la naturaleza de estos, las fatigas causadas por las incesantes <pb n="210"/>luchas y la tristeza que le ocasionó el martirio de su compañero, rindieron aquella existencia, ocasionando su muerte una aguda enfermedad.
</p><p>Á la muerte de Solano, acaecida en Junio de 1672, sucedió el Padre Francisco Ezguerra. Por este tiempo y acostumbrados los naturales á los azares de la guerra, y ora generalizándola y dirigiendo sus ataques al establecimiento, ora localizándola de ranchería á ranchería y de caudillo á caudillo, tenían á los pocos españoles en una continua zozobra, la cual se aplacó un tanto con la llegada de los navíos <hi>Santiago</hi> y <hi>San Antonio</hi>, los cuales sucesivamente tomaron puerto en Agaña, el año 1672 y 1673.
</p><p>El almirante Coello, que mandaba el navío <hi>Santiago</hi>, enterado del estado en que se encontraban los españoles los atendió con toda clase de recursos, haciendo quedase al mando de la fuerza que se organizó, el capitán de los antiguos tercios D. Juan Santiago; <pb n="211"/>este, como buen soldado, de genio aventurero, de pronta y decisiva acción, de resistente naturaleza y de un valor y tesón á toda prueba, comprendió que las contemplaciones eran el verdadero foco donde se incubaban las hostilidades y la guerra, así que, dejando correr sus instintos en armonía con sus antiguos hábitos de campaña, reforzó el fuerte, levantó empalizadas, acumuló materiales y vituallas, y una vez asegurada la retirada, principió su obra de conquista talando cuantos campos se le oponían y quemando las rancherías que mostraban resistencia.
</p><p>El miedo cundió por las islas, el cual bien pronto fué acompañado del supersticioso terror que produjo en los naturales la vista de un caballo que se había desembarcado del navío <hi>San Antonio</hi>, por disposición de su Almirante Monfort, el cual prestó hombres y recursos á la obra de la conquista.
</p><p>Los isleños comprendieron que su ruina era <pb n="212"/>cierta de continuar en actitud de guerra, y aparentemente desistieron, enviando emisarios á los españoles, con presentes de conchas y tortugas como símbolos de paz, pidiendo perdón por los hechos pasados, y prometiendo ciega obediencia para lo sucesivo. Esto acaeció á 13 de Noviembre de 1673.
</p><p>Las anteriores paces se concertaron con los elementos de la confianza y la hidalguía por una parte, y el terror y la necesidad por otra, convenciéndose bien pronto los españoles de lo mentido de las promesas y la falsía de la sumisión.
</p><p>A 1° de Febrero de 1674, dirigiéndose el Superior Padre Ezguerra con cinco soldados por el camino de Fuuña, fué asaltado por sinnúmero de hombres armados, los cuales, con grandes gritos pedían su muerte. Las palabras se hicieron obras, y el Padre Ezguerra y sus compañeros perecieron taladrados de flechas y arrastrados sus restos hasta el mar, en donde los arrojaron.
<pb n="213"/></p><p>Este hecho inaudito, propio solo de una raza salvaje é indómita, produjo el efecto consiguiente en el ánimo del capitán y de los pocos soldados que tenía á sus órdenes. Siendo rotas las treguas y ávidos de venganza, no hubo perdón ni misericordia. Donde quiera había oposición, había incendio; donde quiera había resistencia, había metralla; se talaron campos, se destruyeron estacadas, y por último, se pisotearon los falsos ídolos personificados en las calaveras, acompañando á este sangriento cuadro la ejecución que con toda publicidad se llevó á cabo, ahorcando á todos los que pudo justificarse participación directa en los asesinatos.
</p><p>La destrucción de las calaveras y el haber entre los ahorcados dos macambas de los más influyentes, fueron causa de que se apoderara de los isleños un grandísimo terror, alejádose del terreno de las hostilidades, buscando amparo en los extremos de las islas y en lo más oculto de los bosques, convencidos <pb n="214"/>de que toda resistencia era imposible en vista de la actitud de los españoles y filipinos, los cuales habían perfeccionado las obras del establecimiento, proveyendo de dos pequeños cañones el torreón que dominaba las trincheras y estacadas, doblemente resguardadas con sinnúmero de púas de cañas y palma brava.
</p><p>Con la conducta observada por D. Juan Santiago y por su sucesor D. Damián de Esplana, que con decisivo tesón continuó en la obra de reducción, se pudo ir asegurando la tranquilidad en las islas, en las cuales fueron construyéndose iglesias y casas de instrucción, habiéndolas en gran número de pueblos, cuando llegó á Agaña en Junio de 1676 el navío <hi>San Antonio</hi>, conduciendo á su bordo al capitán D. Francisco de Irrisari, primer Gobernador de Real nombramiento de las islas Marianas.
</p><p>Azarosos fueron en extremo los dos años que gobernó Irrisari; el odio estaba oculto, <pb n="215"/>la venganza por un lado, y por otro la cautela aprendida por los chamorros á consecuencia de los continuos descalabros que habían sufrido siempre que frente á frente y en ancho campo presentaron contienda, los hicieron astutos y precavidos. Las asechanzas y emboscadas eran cada vez más frecuentes, y las muertes y asesinatos parciales sustituyeron á los ataques francos y en masas.
</p><p>Los macambas, á pesar de ver que la numerosa población que en otro tiempo habían subyugado, merced á la evocación de supersticiosas fábulas estaba casi aniquilada, que las cábalas mágicas de los anitis eran impotentes ante el fuego de los mosquetes y la metralla de los cañones, que los castigos eran públicos y ejemplares, que de día en día se perfeccionaban las obras, se levantaban otras aumentaban hombres y vituallas, que se talaban y se incendiaban las rebeldes rancherías, no desmayaban en sus predicaciones y en sus pérfidas gestiones. En un principio <pb n="216"/>explotaron el orgullo y privilegios de raza; más tarde, excitaron la maternidad; después, echaron mano del desenfrenado sensualismo, y por último, y en los años que nos ocupa, aprovecharon como arma de excisión el hecho primero en aquellas islas, de casarse una mariana con un español. Esto dió origen á que los macambas predicaran el odio contra aquellos, recrudeciendo los ánimos al presentar el matrimonio como un robo simulado, ante el cual los conquistadores principiaban á apoderarse de sus hijas y mujeres.
</p><p>Esta falsa doctrina hizo su efecto y volvieron á las antiguas hostilidades, las cuales fueron estrellándose en la constancia y valor de Irrisari y los suyos.
</p><p>Al llegar á Marianas en el año 1678 D. Juan Antonio de Salas, su segundo Gobernador, se hicieron exploraciones en el puerto, se situaron lugares seguros de anclaje, y se desembarcaron refuerzos; con estos y con la inteligencia, tanto de Salas como de su sucesor <pb n="217"/>D. José Quiroga, se logró reducir, no solo la isla de Guajan, sino las que aún quedaban revueltas al Norte.
</p><p>En completa reducción, y estando las islas al mando de Madrazo, llegó el siglo XVIII, á cuyos principios se aumentaron escuelas, se perfeccionaron las obras de las iglesias, se levantaron almacenes, se abrieron caminos y se ultimaron cuantas construcciones habían estado abandonadas por efecto de la guerra. Las rancherías esparcidas por los montes se refluyeron al llano, desapareciendo la vida nómada y errante del natural, con la aparición de los pueblos de Merizo, Pago, Agat é Inarajan.
</p><p>En el año 1701 no había habitadas en todo el Archipiélago de Marianas más que las islas de Guajan, Rota y Saipan, y estas últimas, era tan poca su importancia y tanta su miseria, que al despoblar los españoles años después la isla de Rota, dice una crónica de aquel tiempo, literalmente lo que sigue: «La <pb n="218"/>tierra es estéril, el cielo melancólico, el viento y el mar á temporadas furioso, horrible y formidable. Solo en ciertas monzones se ve un aspecto apacible, la gente es poca, bárbara y bozal. Nadie sale de allí, nadie pasa por allí, no hay noticias, ni del resto del mundo, ni aun de aquel pequeño rincón del mundo. No hay desierto ni yermo en la Nitria, ni la Thebaida, que sea comparable á esta soledad. Ovidio, no acaba de ponderar las miserias de Tomis; pero si hubiera visto á Rota dijera, que era el Tomis del mismo Tomis.»
</p><p>La situación de Rota desde que con tan vivos colores se describió, realmente poco ha mejorado, participando del sensible descenso que se observa en todo aquel pequeño Archipiélago, descenso más sensible en Rota por la casi absoluta carencia de comunicaciones, por la nulidad en las transacciones, por la consiguiente miseria del natural, y por lo inhospitalario de sus puertos.
</p><p>La reducción de las islas como hemos dicho, <pb n="219"/>quedó ultimada en absoluto á principios del siglo XVIII. Pero, ¿qué quedó de aquella reducción? Una docena de peñascos deshabitados en su mayor parte, y un pequeño pueblo al cual había que atender con cuantiosas sumas, á fin de darle vida al par que actividad y movimiento. Los sacrificios pecuniarios de la nación y los deseos de los gobernantes, se estrellaron como era consiguiente, con la falta de inspección que no podían ejercer en razón á la distancia que separa Marianas de Manila.
</p><p>Se estudiaron todos los medios al par que iban creciendo las exigencias, y aumentando por consiguiente el personal y con este el presupuesto. Se ensayó centralizar el comercio en sentido oficial, y á este propósito el Real Erario en vez de remitir caudales, lo hacía de géneros de más ó menos fácil realización.
</p><p>El Estado se convirtió en tendero; la Hacienda absorbió el cambio, la venta y la permuta y los gobernantes constituyeron la Real Hacienda en muestrario de las transacciones. <pb n="220"/>El gobernado se convirtió en comprador, y el Estado en razón social mercantil.
</p><p>Semejante manera de arbitrar fondos, produjo como consiguiente era, un sinnúmero de abusos, que denunciaron otras tantas fortunas improvisadas y caudales adquiridos á la sombra de un mostrador, en que la mercancía venía gravada con el impuesto de considerables primas, en que los comerciantes eran meros factores, y en que los dueños eran puramente nominales.
</p><p>La acumulación del capital por razón de la venta; la ventaja de la retención, á causa de la escasez; el aumento del pedido en proporción á la demanda, y el acopio y almacenaje ante el cálculo racional del expendio y la necesidad, fuentes de todo comercio, no las negamos en el <hi>muestrario</hi> oficial, pero lo que desde luego aseguramos, es que dichas fuentes no vertían sus caudales en las cajas de la entidad jurídica llamada Estado, sino en la positiva de los administradores al par que <pb n="221"/>administrados. Ellos se compraban y se vendían facturas, y este continuo agiotaje y más que todo la triste realidad, que aunque tarde se iba observando en los centros inspectores, dieron origen á que se abandonara el sistema anterior y á que se ensayara el hacer los pagos por medio de situados. Estos y aprovechando las naves de Méjico, dejaban en Marianas el total del importe del presupuesto.
</p><p>Mas adelante, y pasados bastantes años de ser evacuadas las Américas, y cerrado por consiguiente el paso de las naves por Marianas, se redujeron en las cláusulas de un reglamento los gastos de las islas, quedando estos en la suma de <hi>unos doce mil pesos</hi>.
</p><p>El reglamento no podemos negar se publicó, pero el presupuesto por ningún concepto refleja en el día los beneficios de su observación y con ella su reducción.
</p><p>Hemos visto lo que <hi>fueron ayer</hi> las islas de los Ladrones; veamos lo que <hi>son hoy</hi> las islas Marianas.
<pb n="223"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.14" n="XIV" type="Chapter"><head>CAPÍTULO XIV.</head><argument><p>Archipiélago de las Marianas.—Historia moderna.—Guajan.—El pueblo de Agaña.—Puerto de Apra.—Punta Pití.—Flora y fauna.—La mujer de Marianas.—M. Arago.—Ingratitud.—Caridad española.</p></argument><p>El Archipiélago de Marianas lo compone una cordillera de islas, enclavadas en el gran Océano Pacfico. Corren de Sur á Norte, desde la principal llamada Guajan, residencia del Gobernador y demás autoridades.
</p><p>A más de Guajan y en una extensión como de dos grados y medio, se encuentran Rota, Aguiguan, Tinian, Saipan, Farallon de Medinilla, Anatajan, Sariguan, Farallon de Torres, Guguan, Alamagan, Pagan, Agrigan, Asunción, Urracas y Farallon de Pájaros.
</p><p>De las anteriores islas, solamente están habitadas, según ya dijimos, Guajan, Rota y Saipan, siendo estas dos últimas, miserables asilos en que difícilmente se refleja la escasa vida que disfruta la primera.
<pb n="224"/></p><p>La isla de Guajan la encuentra el navegante á los 13° 26′ lat. N. y 150° 52′ long. E. del meridiano de San Fernando; mide unas 32 millas de longitud en su mayor extensión de Sudoeste á Nordeste, variando en razón á su configuración la latitud entre cuatro á nueve, y componiendo su total bojeo de 190 á 200.
</p><p>En el término medio del panorama que presenta la isla de Guajan hay un istmo, el cual divide la isla en dos penínsulas. En la lengüeta que une los dos ensanches que forman aquellas, se eleva la ciudad de Agaña, capital del Archipiélago de Marianas.
</p><p>Las costas de Guajan en su general perímetro, las constituyen, multiplicados arrecifes y bancos madrepóricos que se internan mar adentro desde rocas escarpadas donde nacen. En los centros calizos suelen formarse canales, por los cuales los ligeros botes balleneros, son las únicas embarcaciones que sin grave peligro pueden recorrerlos, y esto en algunos sitios, pues en otros, la mar es <pb n="225"/>tan brava, y la costa tan inhospitalaria, que hace de sumo riesgo el aventurarse en aquel laberinto de arrecifes calizos, terminados por masas acantiladas, azotadas incesantemente por mares peligrosas y revueltas.
</p><p>El ruido del romper la ola, no es el gemir monótono y acompasado que produce en la generalidad de las playas. El ruido que paulatinamente se va disipando á medida que la ola va rodando sobre un lecho de menuda arena, en Guajan es desconocido; allí el ruido es atronador é imponente; allí, las masas de agua empujadas por las grandes marejadas llegan compactas, no á una superficie igual, sino á cordilleras inmensas de arrecifes, que presentan en las sinuosidades y desigualdades de sus configuraciones, otros tantos obstáculos, que dividen la ola en infinidad de partes, originando los huecos que presentan las múltiples ramificaciones madrepóricas, imponentes ruidos que repite el eco de cavidad en cavidad.
<pb n="226"/></p><p>Las primeras noches que se duerme en Agaña, es imposible conciliar un sueño tranquilo y sostenido.
</p><p>Sin embargo de los múltiples y peligrosos bajos de que están sembradas las mares de Guajan, la experiencia y la práctica pueden conducir al navegante á encontrar abrigo y seguro anclaje en varios puntos de la isla; debiendo citar como el principal y más seguro de sus puertos, el que se encuentra en la parte Oeste, entre la península de Orote y la pequeña isla de las Cabras, llamada de <hi>San Luís de Apra</hi>. A pesar de lo espacioso del puerto de Apra, desde luego aconsejamos al navegante, no se aventure en sus aguas sin llevar práctico, pues la situación del anclaje por razón de los abrigos que preserven en lo que cabe los fuertes temporales de Oeste á Noroeste, á cuyos cuadrantes tiene pocos resguardos el puerto, y el sinnúmero de escollos que se extienden desde el sitio denominado la <hi>Caldera</hi>, á la playa, son innumerables. Si á esto se <pb n="227"/>agrega las varias y encontradas corrientes que los canales de coral producen, se comprenderá fácilmente lo necesario de poner la nave á la dirección de un hábil conocedor de aquellos lugares.
</p><p>San Luís de Apra es el puerto en que anclan todos los barcos que llegan á Guajan.
</p><p>Se conocen á mas del anterior, los de Agaña, Tepungan, Daví, Jatí, Merizo, Sajayan, Actayan, Inarajan Tarofofo y Pago, los cuales por sus escasas proporciones y por las revueltas que á ellos llegan las mares, los tiene de antiguo completamente abandonados el uso.
</p><p>Una vez anclada la nave en el puerto de Apra, hay que recorrer una larga extensión hasta llegar á la playa. La travesía entre esta y el barco se hace en botes balleneros, únicos que por su escaso calado pueden utilizarse en el canal que forma Guajan y la isla de las Cabras, el cual es sumamente pintoresco. Luego que se toma tierra, quedan unas cinco millas <pb n="228"/>que andar hasta llegar á la ciudad de Agaña, trayecto que generalmente se hace en pequeñas carromatas de ruedas de una sola pieza, tiradas por novillos, los que también se emplean para silla, prestando toda clase de servicios de carga y arrastre.
</p><p>Pocos paisajes habrá en el mundo tan hermosos como el que presenta el cuadro que se desarrolla desde Punta Patí, hasta las primeras casas de Agaña: unas cinco millas, las separan del puerto como ya dijimos; cinco millas, en que la vista se recrea con todas las maravillas de que el Creador dotó el suelo. <hi>La palma</hi>, la <hi>bonga,</hi> y la variedad de <hi>cocos</hi> con sus frondosos penachos, que al acariciarlos el viento cimbrean sus esbeltos y elevados troncos; la <hi>rima</hi>, el <hi>cajel</hi>, el naranjo y el limonero, con su exuberante vegetación, sus múltiples y verdes hojas, y sus olorosas emanaciones de azahar y nardo; el poético limoncito de China con sus abundantes frutos; el corpulento <hi>ifil,</hi> el tortuoso <hi>abgao</hi> verdadero sáuce <pb n="229"/>de la India, el <hi>agoho</hi>, con sus pequeñas piñas armadas de afiladas púas, el productivo <hi>daog</hi> ó <hi>palo maría</hi>, el <hi>goya</hi>, la <hi>guayava</hi> y el <hi>ate</hi>, entrelazan sus hojas, sus frutos, sus flores, y su potente vida, con las olorosas y variadas enredaderas, con los intrincados laberintos de <hi>bacauam</hi>, con los desiguales y trepadores tallos de la silvestre pámpana, y con las esbeltas y flexibles ramas del jazmín blanco.
</p><p>Sobre la inmensa capa de verdura que presenta la prodigiosa vegetación que se extiende por un terreno desigual y accidentado, se contempla un cielo puro y trasparente, bajo cuya diáfana bóveda baten sus alas y cantan sus amores, la pintada <hi>garza</hi>, la veloz <hi>dulili</hi> y la amorosa tórtola, cuyos cantos son interrumpidos por el agorero chillido del <hi>mamoy</hi> y el estridente graznido del <hi>fanifi</hi>. Las palomas blancas, las aves marinas en su diversidad de clases, las agachonas, el tordo, y los carpinteros completan el viviente mundo de la región de las nubes.
<pb n="230"/></p><p>Cuanto define y compone la belleza, tiene allí su rasgo característico, su estigma que la distingue y señala. La escarpada peña cría verdura, el cielo presta tibios ambientes, los pájaros alegres cantos, las flores deliciosas emanaciones, el arroyo tiernos murmurios y cristalinas aguas, los árboles sabrosos frutos, y el cielo claridad y hermosura.
</p><p>De Guajan se ha dicho es un país privilegiado y es muy cierto. Aquel cielo y aquel suelo en el Grao de Valencia, ó las orillas del Guadalquivir, sería una dulcísima parodia de los jardines del Profeta; mas un paraíso, <hi>anclado</hi> en medio del revuelto Pacífico, lejos del universal concurso y sin tener por lo menos una Eva, es un paraíso que al principio encanta, después, aburre, <hi>y por último</hi> desespera.
</p><p>No se crea por lo anterior que en Marianas no hay mujeres, que las hay y muchas, pero ... pero francamente, y con perdón sea dicho de la <hi>Mariquita</hi> y la <hi>Ángela</hi> de <pb n="231"/>M. Arago, entre todas no componen ni una caricatura de las de <hi>allá</hi>, ni un octavo de cuartilla de las que tan mal empleó el escritor francés al ocuparse de Marianas. Al principiar este trabajo dijimos, y si no lo hacemos ahora, que si algún mérito tiene, es, que lo en él escrito, es producto de la verdad, y no emanación de ridículas fábulas, propias de una novela mas no de un viaje.
</p><p>Sentimos no poder describir aquellos ojos de fuego, aquella exuberancia de formas, aquella corrección de líneas, que completan los acabados modelos del universal viajero en sus <hi>dadivosas</hi> y enamoradas concepciones chamorras y carolinas, prontas, por supuesto, eso sí, y dicho también por supuesto por el escritor francés, á consagrarle sus amorosas primicias y hasta su existencia, y vean ustedes cómo el ilustre viajero casi casi introduce en las pacíficas chamorras el uso de los fósforos de Cascante, y la entidad acabada del Don Juan, con sus irresistibles filtros <pb n="232"/>sus tiernas pláticas y sus incendiarios conceptos, con la diferencia que al Don Juan europeo le abrían las puertas dueñas y rodrigones, y al <hi>Don Juan</hi> trasatlántico pañuelos y relicarios.
</p><p>Léanse detenidamente las páginas que Arago consagra á Marianas, y se verá que todo se reduce á decir que no hubo chamorra ni carolina, que primero por su linda cara, y después por un relicario, no le ofreciera sus caricias. Esto, y ver por doquier restos humanos consumidos por la lepra, enterrar á todo el que buenamente le parece á consecuencia de dicha enfermedad, crear tipos á su capricho, y acusar de no sé cuántas cosas á los poseedores de aquellas islas, hasta el punto de conceptuarlos como un mal para la humanidad, completan las páginas de M. Arago, salpicadas de cuando en cuando con bravatas que son fáciles de escribir ya que no de realizar.
</p><p>¡Se atreve M. Arago á hablar de humanidad!
<pb n="233"/></p><p>¡Válgame Dios, y cómo se escribe la historia!
</p><p>En la infinidad de naufragios, en el sinnúmero de siniestros que por su situación ha presenciado Guajan, jamás han dejado sus habitantes y sus Gobernadores, de hacer muchísimo más de lo que dicta la caridad oficial y la reciprocidad del derecho de gentes. Lea M. Arago el naufragio de su compatriota Mme. Wisio, interróguela y la verá llorar al solo recuerdo de los beneficios recibidos de los españoles. Crónicas de Nueva-York, de California y del Japón son buenos testigos á quienes preguntar sobre la caridad española. Las columnas de sus periódicos de cuándo en cuándo, se llenan con la relación de conmovedoras escenas en que la abnegación y el desinterés juegan en primer término.
</p><p>No solo encuentran en Marianas recursos y consuelos los náufragos que logran tras miles de riesgos y privaciones, ganar las hospitalarias costas, sino que también cuantos llegan <pb n="234"/>á ellas empujados por cualquier otra desgracia.
</p><p>Jamás, jamás en Marianas se ha cerrado la puerta al dolor, ni el consuelo al sufrimiento.
</p><p>Esto podemos contestar á las páginas de Arago respecto á humanidad; en cuanto á los <hi>dicharachos</hi> puestos en boca de Petit, le recordaremos, que si hay islas de Saipan, también hay Geronas y Bailenes, y que si creía fácil tomarse la justicia, frente las playas de Marianas, no la encontraron tan fácil sus compatriotas frente los pechos de los zaragozanos.
</p><p>Mucho, muchísimo más podríamos decir respecto á M. Arago, el cual nos consta por fidedignas autoridades, que en el tiempo que residió en las islas, fué objeto de cuantas deferencias y atenciones se le pudieron ofrecer, á pesar de los escasos recursos de la localidad.
</p><p>¡La ingratitud siempre frente al beneficio!
</p><p>Cerremos el <hi>libro de Los viajes</hi> por su página de Marianas, y si no hemos llegado á <pb n="235"/>convencer de que en Guajan, hay siempre un consuelo y un remedio á toda necesidad, pregunten á los que allí hayan sufrido y ellos contestarán.
</p><p>Confundamos las páginas del viajero de la <hi>Urania</hi>, con las de otros compatriotas suyos, y continuemos en la descripción de la isla de Guajan.
<pb n="237"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.15" n="15" type="Chapter"><head>CAPÍTULO XV.</head><argument><p>La plaza de Agaña.—La iglesia.—El monte de Santa Rosa.—La atalaya.—El reloj de Agaña.—Faro original.—Vida en Marianas.—Casas, huertas, cultivos, ríos.—Vegetación de Oriente.—El árbol del pan, y el <hi>dug-dug</hi>.—Cageles.—La isla de Pagan.—Riqueza perdida.—Desconocimiento del país.—Reputaciones usurpadas.—En tierra de ciegos..—Hormigas coloradas y ratas.—Los caballos y las <hi>auroras</hi>.</p></argument><p>A poco de pasar el viajero el pequeño puente de madera de Asang, y dejar á su espalda la tajada roca, por cuyo granítico plano vierten los vecinos montes cristalinas aguas, que la previsión del natural detiene en tanques de piedra, se divisan las primeras casas de la ciudad de Agaña, presentando su entrada una espaciosa calle formada en su mayoría de pequeños edificios de tabla y teja, entre los cuales sobresalen algunos de piedra y otros de cogon y palma.
</p><p>El conjunto de la ciudad que se encuentra enclavada entre los arrecifes de la playa, y el extenso monte de verdura que corre de Norte <pb n="238"/>á Sur, á cuya falda termina la línea de construcción es limpio y alegre.
</p><p>Siguiendo la igual y espaciosa calle que tiene por continuidad el camino del puerto, se llega á la plaza, en la cual, y tomando á la derecha se encuentran en línea, la casa-administración, el presidio, el llamado palacio, ó sea morada del Gobernador, el parque y los almacenes de la plaza; todos estos edificios son espaciosos y de sólidos materiales. La banda de la izquierda la componen pequeñas casas y edificios en construcción, que según supimos se destinan para Tribunal y Escuela.
</p><p>El frente de la plaza, siguiendo la dirección que hemos tomado, lo ocupa en primer término la iglesia, el cementerio y la casa parroquial; cerrando el perímetro, el Colegio de San Juan de Letrán, con las escuelas y dependencias.
</p><p>La plaza de Agaña, compendia la vida de Marianas; el dolor tiene su morada, como lo tiene el poder, la religión y el saber. Allí, la <pb n="239"/>cruz que se alza entre la revuelta maleza que crece en el misterioso mundo de los muertos, recuerda la memoria de pasadas generaciones; las sombrías rejas del presidio, señalan en sus dobles hierros, la satisfacción que da á la tranquilidad individual, la pública vindicta; la campana que á la oración de la tarde, pesadamente dobla sus bronceados ecos, indica en la religión, el más allá que enseña el santo suelo sobre el que se eleva el pardusco torreón, á cuyos cimientos se aquilata la pequeñez de la vida, en la amarga verdad de una tumba que carcome el tiempo, y una cruz que pudren las aguas, únicos y miserables girones de los recuerdos, que cual el sér que cubrieron, bien pronto pasarán al polvo y al olvido.
</p><p>La iglesia que está contigua al cementerio, es tan modesta como poco espaciosa, la compone tres pequeñas naves, el coro y una tribuna cerrada de reciente construcción. Lo que constituye la dotación del culto externo, <pb n="240"/>mas que pobre, es escaso; la ornamentación es churrigueresca, y el busto estatuario, tanto en líneas, como en expresión y detalles, es detestable.
</p><p>Contigua á la iglesia, y comunicando con el altar mayor, está la sacristía, en la cual hay un retrato del Padre San Vítores, y otro del lego Bustillos.
</p><p>Como edificios, no recordamos ningún otro de los enunciados, que merezca la pena de ser citado, pues si bien hay en el cerro de Santa Rosa, y en la entrada del canal, pequeños fuertes, estos, ni por su fábrica, ni por las máquinas que resguardan tienen nada de particular, á no ser el pintoresco y bellísimo paisaje que desde ellos se domina.
</p><p>En lo que se llama la Atalaya, <hi>vigilan</hi> cuatro hombres de la dotación el desierto mar, al par que son los encargados de comunicar al pueblo la hora en que vive.
</p><p>La falta de máquinas supliendo la abundancia de brazos.
<pb n="241"/></p><p>El <hi>engranaje</hi> del reloj de Agaña lo constituye un complicadísimo servicio, y una vigilancia á prueba de <hi>segundos</hi>.
</p><p>Analicemos la máquina.
</p><p>El Gobernador de Marianas tiene, es decir, es de presumir tenga reloj, pues si no lo tuviera no hay caso, en la época que estuvimos allí lo había porque lo tenía: dicho reloj daba sus campanadas regulares, llegando difícilmente al oído de un centinela que perennemente está bajo el bronce de la esquila, para que otro <hi>minutero</hi> viviente, que incesantemente escucha desde la Atalaya, diga al pueblo de Agaña en el bronce de una campana, mayor que la que le da el aviso. <hi>Caballeros,</hi> según me acaba de decir mi compañero de <hi>abajo</hi>, son las ocho en el reloj del Gobernador.
</p><p>Excusamos manifestar los conflictos que pueden originar el día en que el ama de <hi>llaves</hi>, deje de usar la destinada á la <hi>alimentación</hi> del reloj <hi>municipal</hi>.
<pb n="242"/></p><p>El Gobierno, no solamente <hi>da</hi> la hora, sino que también la dirección á las bancas y botes.
</p><p>Y aquí necesitamos dar otra explicación.
</p><p>Una tarde en que paseaba con mi buen amigo el Padre Ibáñez, por delante de la línea de verdura que se extiende desde el colegio á la administración, observé que el Padre, siempre que pasábamos frente al Gobierno, miraba con detención el hueco del balcón que media el edificio. En una de las vueltas, la impaciencia fué mayor; se paró, y enfadado hasta donde se puede enfadar el buen Padre, exclamó:—¡Caramba con D. Luís, que se empeña en no encender el faro!—Gracias á Dios—exclamé,—que ya he oído algo que corresponda al pomposo título de ciudad que lleva Agaña;—mas al observar que por ningún lado veía torre ni torreón, no pude menos de interrogar al Padre, á fin de que me mostrara dónde estaba situado el aparato.—El aparato—me replicó con tono amargo mi compañero de paseo,—que no es ninguna <pb n="243"/>vulgaridad, está allí;—y me señaló el hueco de la ventana.—No veo nada,—repliqué.—Pues porque no ve V. nada, es por lo que dije que D. Luís no encendía el faro, y el faro, hijo mío, no es más ni menos que un farol que se cuelga en aquella ventana, que como V. ve corresponde con el puerto.
</p><p>El cigarro que fumaba se me cayó de la mano, y yo no sé cómo no me caí de espaldas. ¡Un faro de cuatro <hi>tinsines</hi> que <hi>viven muriendo</hi> tras las telarañas que adornan los vidrios de un farol!
</p><p>Lo del faro de Agaña y lo del reloj es preciso ponerse serio para que lo crean; pero qué quieren ustedes, la verdad nunca puede ser más que una, y aunque las verdades respecto á Marianas, las que se saben lo son de seis á seis meses en Manila y en Madrid quizás nunca, de aquí la incredulidad que á nuestros lectores despertarán nuestras líneas.
</p><p>Sigamos describiendo la isla de Guajan.
<pb n="244"/></p><p>La población de Agaña ya hemos dicho es espaciosa y limpia; el estar enclavada en terreno arenisco y gozar de las vertientes del monte á cuya falda se asienta, constituyen una de las condiciones que determinan el aseo que en ella predomina; el monte suministra en las aguas que vierte cantidad bastante para ahogar el polvo, no originando sucios charcos el suelo por su esencia arenisca al par que la compacta superficie que lo forma.
</p><p>En uno de los extremos de la ciudad, pasado el Colegio, hay unos terrenos pantanosos llamados <hi>Cienaga,</hi> de donde nace un pequeño arroyo que serpentea por la misma playa y del cual se sirven los naturales. Sobre este arroyo hay un sólido puente de piedra que pone en comunicación la playa con el pueblo. Todas las casas de este tienen entre sí una proporcional separación dividida por empalizadas de caña.
</p><p>Estas empalizadas resguardan árboles arbustos <pb n="245"/>y malezas, y en algunas que el dueño es cuidadoso se ven verdaderos huertos, en que al lado del rústico cenador crece la parra, á cuyo tronco trepan los tallos de las sandías con las que se mezclan las doradas hojas de la piña y las mazorcas del maíz.
</p><p>La horticultura, tanto en Marianas como en todo el Archipiélago filipino, podría ser mucho más completa de lo que es. Una buena inteligencia combinada con un suelo virgen y una atmósfera impregnada periódicamente y por horas de humedad y calor, no es posible dejara de encontrar en raros productos verdaderas fuentes de riqueza.
</p><p>En pequeño hemos tenido ocasión de ver más de una vez realizada la verdad que las anteriores líneas encierran, contemplando algunos cuadros convenientemente abonados y preparados, dar resultado gran variedad de semillas de Europa; es verdad que para esto se necesita cuidado y conocimiento; pues es probado que la primera semilla es la que <pb n="246"/>fructifica con todos los caracteres que distinguen sus frutos, los cuales desmerecen visiblemente á medida que las semillas son de frutos ya criados en el país. La sucesión de cosechas y el uso de sus semillas si no se reemplazan, concluyen por matar el producto nativo, sustituyéndolo por otro que ni en sabor, formas, ni dimensiones se le asemeja.
</p><p>En los cercos de Agaña y en los pueblos limítrofes, como en sus barrios de Anigua, Asang y Tepungang, hemos visto cultivarse algunas hortalizas con buenos resultados. El éxito de la fructificación, sobre todo en pequeñas plantas, es debido sin duda alguna á las magníficas condiciones de su cielo, combinadas con la manera de ser de su suelo. Las alturas de la isla de Guajan, por su aislamiento en medio del Océano, son un punto de atracción al cual afluyen las nubes vertiendo sus aguas los frecuentes chubascos que se forman en aquellas latitudes. La constante al par que pasajera caída de aguas, <pb n="247"/>mezclada con la fuerza de calórico, originan en el suelo un flujo y reflujo de absorciones y emanaciones acuosas, altamente convenientes para la semilla y el tallo. La latente humedad que originan las intermitencias de calórico y agua es sumamente sensible dando las observaciones higrométricas un resultado apenas concebible; humedad que parece imposible no quebrante la salud, lo que se explica únicamente recordando las brisas que refrescan la isla de playa á playa y que moderan la percepción del calórico que marcan los termómetros. La columna del centígrado fluctúa entre los 14 á los 33°, siendo la ordinaria situación la de 22 á 28.
</p><p>La frecuente caída de aguas tienen en curso una porción de riachuelos que salpican la isla, sobre todo en su parte Sur, que es la más baja. Pueden citarse entre aquellos por la bondad de las aguas que encauzan en un lecho de menuda arena, los nombrados Asang, Margüe, Mazo, Agat, Finili, Talasfac, <pb n="248"/>Bili, Paparguan, Dandan y otros muchos, sobresaliendo entre todos, tanto por la cantidad de agua como por sus permanentes corrientes, los nombrados Tarafofo, Ilic y Pago, los cuales y principalmente el primero merece el nombre de río, pues los demás, atendiendo á su nacimiento y al caudal de sus corrientes, más que ríos son verdaderas vertientes de las cordilleras que accidentan la isla.
</p><p>De las muchas corrientes de aguas dulces filtradas por las masas de caliza, arena y piedra pomez, elementos que con la greda constituyen el componente del suelo de Guajan, se proveen las necesidades de sus habitantes, los cuales se precaven de las sequías con pozos de estanque, á los cuales se baja por rampas ó escaleras abiertas en la misma materia caliza que forma la base de la isla, según se ve á los pocos golpes de piqueta.
</p><p>Las hojas que constantemente caen de los árboles forman al mezclarse con la arcilla y <pb n="249"/>la greda el <hi>humus</hi>, excelente abono, semejante en sus fuertes materias fructificantes al <hi>guano</hi> de ciertas regiones americanas.
</p><p>Todo cuanto digamos de la vegetación intertropical será pálido, es preciso verla para comprender su belleza en todo su valor; apropósito de esto, recordaremos lo que ha tiempo decíamos á un amigo querido de la Península. En la vegetación de estas regiones, decíamos, es donde se verifica la alegoría pagana del terrible castigo de Prometeo, ó mejor dicho, donde se admira la magnífica realización de la mitológica fuente Canatos, donde Juno recobraba la virginidad; aquí, añadíamos, la hoja del árbol no cae seca y marchita; aquí se rinde por el tiempo, mas no por falta de lozanía, dejando en su caída, no un tallo seco y mustio, sino una hermosa gemela, heredera de su juventud, de sus brillantes colores, de su pureza y de su jugo.
</p><p>Esta es la vegetación en el Oriente.
</p><p>Las masas de hojas que incesantemente <pb n="250"/>arremolinan á su pie la diversidad de árboles, plantas y arbustos, forman en muchos parajes de la isla gran abundancia de <hi>humus</hi> que se aprovecha convenientemente, por más que se preste á una explotación más viva y positiva que la que se le da en la actualidad.
</p><p>Sin embargo de las excelencias de la vegetación de Marianas, es de notar la escasez de árboles de grandes proporciones, pudiéndose citar como los únicos susceptibles de dar regulares piezas, el <hi>ifil</hi> y el <hi>palo-maría,</hi> figurando en segunda escala el <hi>yoga</hi> el <hi>yagunlago,</hi> el <hi>fago</hi>, el <hi>chopag,</hi> el <hi>puting</hi>, el <hi>pengua</hi>, el <hi>balinago</hi> y algunos otros, los cuales producen resinas, materias colorantes, cuerdas, aceites, tejidos y hasta mortíferos jugos, que emplean los carolinos para envenenar sus armas.
</p><p>Los verdaderos árboles de importancia positiva en el día, son la <hi>rima</hi> y el <hi>dug-dug;</hi> ambos son de grandes dimensiones, criándose con una prodigalidad y abundancia <pb n="251"/>asombrosa; no requieren gran cuidado, elevándose lo mismo en las grietas de la peña que en los abonados campos del llano.
</p><p>La fruta de la rima se asemeja al melón, es sana, nutritiva, agradable al paladar y susceptible de larga conservación con solo cocerla y guardarla en lugar seco. A la rima se la conoce con el nombre del <hi>árbol del pan,</hi> y no se puede dar un calificativo más adecuado y preciso. El fruto del dug-dug es un variante del de la rima, diferenciándose en el tamaño, que es más chico, y en el sabor, en que sobresale el mucho dulce que contienen sus jugos, razón por la que, y por tener la rima materias farináceas mucho más nutritivas que las de aquel, la hacen preferible. Ambos árboles suministran en sus troncos piezas para toda clase de construcciones.
</p><p>Para completar los productos del suelo, no podemos menos de recordar la variedad de cageles, de los cuales los hay de unas proporciones exorbitantes, siendo dignos de citarse <pb n="252"/>asimismo los algodoneros. De estos últimos se va generalizando su plantación: hemos visto muestras de algodones de Guajan y nos han parecido inmejorables. En la fecha en que escribimos, se espera el resultado de una pequeña exportación de aquel artículo que como prueba se remitió á Barcelona y al Japón. Según datos que hemos podido reunir de colonos del país, pasan de millón y medio de troncos los que hoy existen de algodón, procedentes en su generalidad de semillas importadas de las islas Sandwich; notándose en la plantación de este artículo un aumento notable, puesto que según los estados de la riqueza agrícola de Marianas, hechos el año 1843, por su Gobernador D. Gregorio Santa María, solo había unos 60.000 troncos.
</p><p>Maíz,<hi>palay, mongos</hi>, añil, plátanos, piñas, <hi>sibucao</hi>, abacá, tabaco, resinas, materias colorantes y caña dulce, completan el cuadro de la riqueza de aquellas islas, riqueza que <pb n="253"/>como ya hemos dicho, ni tiene estímulo en su fomento ni en su cultivo, por luchar con los inconvenientes de la distancia, la falta de transacciones y la casi nula exportación, por causa de lo caro del flete y escasez de comunicaciones.
</p><p>El suelo de Guajan mineralógicamente considerado, presenta poquísima importancia: sin embargo, algunos pozos se han abierto ante la presencia de capas carboníferas de mineral bastante bueno. La explotación minera, aunque desde luego podemos asegurar, sin temor de equivocarnos, teniendo en cuenta la constitución de su suelo que sería casi nula, está circunscrita como todo lo que se refiere á Marianas á ligerísimos ensayos.
</p><p>Entre la diversidad de animales que se crían en las islas, figura en primer término el venado; el número que de estos se matan al cabo del año, es verdaderamente fabuloso; su carne se aprovecha no solamente en fresco, sino que también, en preparadas salazones, <pb n="254"/>llamadas <hi>tapas</hi>, de las que se hace mucho consumo.
</p><p>La vaca, el carabao, la cabra, el jabalí de monte, el casero y el llamado mantequero, abundan bastante en aquellas regiones; habiendo asimismo jabalíes y venados en grandísimo número, en las islas del Norte, principalmente en Agrigan y Saipan, en donde se comprende perfectamente su fomento, teniendo en cuenta lo escaso de la persecución, y los millones de cocos que la falta de beneficio deja en abandono, cayendo de la palma al empuje de otra cosecha, que á su vez caerá como la primera en fuerza de la madurez ó de los fuertes vientos, para servir de alimento á los animales ó para pudrirse con el tiempo y las aguas.
</p><p>La isla de Pagan creemos podría sujetarse á una productiva especulación, pues son tantísimos los cocales sin beneficio que se crían, que toda la isla es un bosque de aquella palma.
<pb n="255"/></p><p>Dicha isla está deshabitada, como todas las demás que se extienden hasta el peñón de las Urracas, y no nos extraña dejen de aprovecharse las magníficas salazones que podrían sacarse de los venados y jabalíes de Saipan, como las miles de pipas de aceite que podrían cosecharse en la de Pagan y el sinnúmero de limones que suministran los bosques de Tinian, puesto que, habrá muy poquísimos <hi>mortales</hi> que conozcan, no los nombres de aquellas islas, sino siquiera el que existan los expresados centros de riqueza.
</p><p>Las islas Marianas han sido muy poco visitadas; tanto es así, que un individuo de los más conocedores del Archipiélago, no ha mucho nos aseguraba con gran formalidad, que las formaban tres pequeños islotes. Cuando dicho individuo que se cree una eminencia, y que lleva en el país veinte años, no conoce ni aun el nombre de una de aquellas islas, los demás no están en el caso de saber <pb n="256"/>que hay limones en Tinian, cocos en Pagan, y venados en Saipan.
</p><p>Cuando hacemos ciertas reflexiones y consideramos algunas <hi>eminencias</hi>, no podemos menos de recordar una célebre frase de un chispeante escritor: decía este, refiriéndose á un amigo suyo, que el mejor negocio que podía hacerse, sería comprarlo por lo que valía, y luego venderlo por lo que él se creía valer; á ser posible semejante transacción mercantil, la pondríamos en planta en Filipinas, en donde mejor que en parte alguna se habían de encontrar productivas <hi>facturas</hi>.
</p><p>Sirva de modelo y aunque de <hi>escaleras abajo,</hi> la siguiente anécdota:
</p><p>No há muchas noches que mi espíritu observador me llevó á la puerta de un establecimiento de refrescos; tomé asiento, y no bien había saboreado los primeros sorbos de una limonada, escuché el siguiente diálogo que salía de un grupo próximo adonde yo estaba.
<pb n="257"/></p><p>—Vamos, D. Juan, ¿cómo van esos ensayos?
</p><p>—Así, así; quise hacer el <hi>Sí de las niñas,</hi> pero razones especiales me lo han impedido; después he principiado los ensayos del <hi>Don Simón</hi> y otras zarzuelitas, para las cuales tengo <hi>encargada</hi> una caviteña que da la hora.
</p><p>—Sí, ¿eh? con que una caviteña, dijo uno, y ¿quién es? replicó otro, y por supuesto, que será maestra, añadió un tercero.
</p><p>—Ya lo creo, dijo el D. Juan ahuecando la voz y haciendo un gesto muy pronunciado, como que gasta botitas, canta villancicos y sabe algún que otro <hi>cundiman</hi>; verdad es que no es bonita, que no tiene accionado, que no sé si ha trabajado en toda su vida, y que habla muy incorrectamente el español; pero ¡qué demonio! tengo <hi>dama</hi>, y sobre todo, caballeros, no me <hi>lleva</hi> como la que se ha ido, <hi>cincuenta</hi> pesos por función, contentándose solo con <hi>veinticinco</hi>.
</p><p>No quise oir más, dí una moneda y ni aun <pb n="258"/>esperé el cambio, ¡¡¡Veinticinco pesos por gastar botitas y no hablar español!!! ¡¡¡Veinticinco pesos por noche!!! Lo que no ganaba ese gran genio de la escena, esa colosal figura de las tablas, esa encarnación del pensamiento de Shakespeare y Ventura de la Vega, joya del arte que con su muerte se llevó á la tumba el <hi>Sullivan</hi> y <hi>El hombre de mundo,</hi> obras que jamás volverán á interpretarse cual lo hacía Julián Romea.
</p><p>A la turquesa á que se adaptan las anteriores reflexiones, se relacionan la generalidad de las vivientes <hi>hechuras</hi> que andan por esas calles de Dios respirando ciencia y saber.
</p><p>La pícara afición á las digresiones, más de una vez nos lleva fuera de Marianas, bien es cierto que aquellas islas son parte integrante de Filipinas y escribimos á la sombra de las conchas de su capital.
</p><p>Volvamos á las Marianas.
</p><p>El suelo de Guajan en relación con el mundo animal, tiene una verdadera especialidad <pb n="259"/>digna de llamar la atención, cual es no ser conocida ninguna clase de culebras; esto da al natural una gran seguridad en la vida de campo, como asimismo hace innecesarias en los que recorren las islas ciertas precauciones propias de los países en que se crían aquellos reptiles. La hormiga colorada y las ratas, en cambio son muy abundantes, siendo verdaderos enemigos de los productos del suelo; á pesar de esto no se crean las extravagancias y exageraciones que respecto á las ratas de Marianas se cuentan, pues la abundancia á que aludimos podrá ser un mal, mas no una calamidad de las proporciones dadas por algunos.
</p><p>Aquí hemos de hacer una pequeña parada, pues en lo de las ratas sucede lo mismo que con otras muchas cosas de aquellas islas. A nuestra salida para Marianas, gran número de amigos y algunos que no lo son, pues en eso de encargar no hay peligro, por más que uno se reserve la filosofía del <hi>tú pitarás</hi> <pb n="260"/>del cuento, me pidieron les trajera caballos y <hi>auroras</hi>; llegue á Guajan, y francamente, creía que los caballos andarían precio de <hi>ramal</hi> y las auroras á coste de paseo, pero ... ¡que si quieres! en toda la isla había solamente dos caballos de los que pedían, y estos traídos á alto precio de América; en cuanto á auroras me dijeron que si esperaba al mes de Julio, es posible, aunque no respondían, que por unos doscientos pesos se podría comprar algún par.
</p><p>Esto me decían en Marianas; en cambio en Manila se cree todo lo contrario, no solamente respecto á la adquisición de esos bonitos ejemplares de la conchología, llamados en el lenguaje vulgar por su color rosado, auroras<note n="1" anchored="true">Los cuatro ejemplares que el autor de este libro presenta en la Exposición de Filipinas, los adquirió á fuerza de mucho tiempo, dinero y paciencia. La rareza de estos ejemplares está comprobada con la escasez que de ellos hay. Proceden de las islas Carolinas.<pb n="261n"/> Un magalaje ó Jefe carolino que conocí en Marianas, por ningún precio quería venderme dos auroras que poseía, y si las llegué á adquirir fué merced de la gran curiosidad que despertó al Jefe carolino, mi reloj remontoir que tuve que darle en cambio.—(<hi>N del A</hi>.)</note> sino que también refiriéndose á <pb n="261"/>un sinnúmero de costumbres, cosas y objetos que luego resultan completamente inexactas.
<pb n="263"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.16" n="XVI" type="Chapter"><head>CAPÍTULO XVI.</head><argument><p>Reducción de vecindario en las Marianas.—Islas habitadas.—Rota.—Su población.—Promesa religiosa.—Comercio y agricultura.—Antiguas invernadas.</p></argument><p>Entre los que no conocen las islas Marianas corren una porción de versiones, que si en otro tiempo fueron apreciables, hoy no lo son bajo ningún aspecto, ni material, ni moral, ni político.
</p><p>Nosotros, que sin descanso hemos recorrido el pequeño territorio que comprende la isla de Guajan, única que hoy tiene alguna vida, por más que esta sea bien raquítica y efímera; nosotros, que hemos contemplado lo mismo las escasas ondas del Asang, que los panoramas que se desarrollan desde las mesetas de Santa Agueda; nosotros, que los recuerdos de las islas no son tan intensos que nos empujen, ni á la parcialidad exagerando lo que no hay, ni vituperando lo que existe; <pb n="264"/>nosotros, en fin, que la única norma que guía nuestra pluma es la absoluta verdad, vamos á emitir nuestra opinión, opinión que no es hija del capricho, sino legítima conclusión de muchas horas de estudio interrogando cartas, libros y manuscritos. La opinión nuestra, por lo tanto, no es el más ó menos juicioso raciocinio de la apreciación, sino la síntesis de la historia de aquellas regiones.
</p><p>Al establecimiento de la primera misión nos encontramos con una población que hacen subir á 100.000 almas; hoy, según los últimos datos estadísticos que tenemos á la vista tanto civiles como eclesiásticos, dan el siguiente resultado: Islas habitadas, Guajan, la cual tiene 5.914 almas; Rota, con 352, y Saipan, con 872; advirtiendo, que los habitantes de Rota están haciendo gestiones para trasladarse á Guajan, y los de Saipan en su mayoría son carolinos que los azares de sus guerras y la penuria y miseria los han arrojado de sus islas. Saipan quedará deshabitada <pb n="265"/>tan luego puedan regresar los carolinos al suelo nativo.
</p><p>Como dato curioso, que habla muy alto acerca de la pobreza en que están sumidos los pocos habitantes de Rota, viniendo á explicar el por qué proyectan, como por último sucederá, el ir á Guajan, podemos citar el siguiente. En el siglo pasado, fué la isla de Rota testigo de una grandísima calamidad, que sumió á todos los habitantes en una profunda consternación. En los libros canónicos de la isla de Rota y garantida por la firma de un virtuoso recoleto, se registra un acta en que se consigna que sobre la isla se desarrolló un horroroso fenómeno marítimo. Los efectos de este fenómeno duraron mucho tiempo, ofreciendo durante el peligro los habitantes de Rota, que constantemente habían de alumbrar á la Virgen cinco luces, promesa que religiosa y puntualmente se ha venido cumpliendo hasta estos últimos años, en que la furia de un tifón redujo á escombros <pb n="266"/>casi todos los edificios, sumiendo en tal miseria á sus habitantes que ni aun la promesa se cumple en el día, viviendo aquellos en su generalidad, gracias á la prodigalidad de un suelo en que se crían árboles como el del <hi>pan</hi> y raíces farináceas de gran alimento.
</p><p>La pobreza y aislamiento en que se encuentran Saipan y Rota, serán causa de que en época no muy remota, se unan sus habitantes con los de la capital.
</p><p>Apenas se concibe cómo islas que contaban 100.000 almas, hayan venido decreciendo hasta hoy, que en un todo, dan el resultado de 7.138.
</p><p>Respecto á la riqueza de su suelo, ya hemos visto es fértil cual lo es en su generalidad todo aquel que se encuentra situado en zonas intertropicales; mas la riqueza del suelo de Marianas so pena de una transformación radical, imposible de llevar á cabo sin cuantiosos caudales, no es productivo, puesto que atendida la situación de las islas y las <pb n="267"/>distancias que las separan de continentes comerciales, el rendimiento del producto no compensa el gravamen que le impone el gasto de transporte, aparte de las eventualidades de carga y descarga y las consiguientes averías que traen en pos de sí la generalidad de los productos agrícolas; buen ejemplo de esto tenemos en la actualidad, en que una sociedad fomentadora del suelo se constituyó en Agaña, con cuantos elementos son precisos para el desarrollo de una idea mercantil; en ella contaban con dinero, protección, brazos, herramientas, y un suelo virgen como palenque de sus trabajos. Las acciones á precio de 500 pesos se tomaron, la sociedad principió á funcionar y á pesar de la abundancia del producto terruño, el producto metálico en los balances de inspección debió ser negativo, pues á ciencia cierta sabemos solo se han repartido dividendos pasivos entre los accionistas, llegando el desaliento en estos, hasta el punto que hoy no tienen <pb n="268"/>precio las acciones por falta de cotización y por consiguiente de demanda.
</p><p>Se nos dirá. El suelo es susceptible de dar inmejorables productos. Bien, es cierto, pero no lo es menos, que más cerca, en donde existen comunicaciones y adonde por lo tanto, tan luego se presentara el producto se establecerían transacciones, y en donde la oferta se uniría á la demanda, se ven dilatados terrenos incultos, con los mismos gérmenes de riqueza y de las mismas condiciones productoras que los de Marianas.
</p><p>El que viene de esas mismas islas y entra en el Estrecho de San Bernardino, verá desde la pequeña peña que le da nombre, hasta el fondeadero de Manila, extensas y dilatadas islas que tienen un suelo tan fértil como el de Marianas y por consiguiente de preferente atención, puesto que la riqueza agrícola es igual y el producto líquido por razón de situación, y siguiendo la comparación ha de ser exorbitante.
<pb n="269"/></p><p>La riqueza del suelo de Marianas no la negamos, y la admitiríamos como positiva, si por ejemplo, sus magníficos y abundantes cageles, sus campos de maíz y sus bosques de cocotales estuvieran á pocas leguas de un mercado á que abastecer, lo que no sucede dada la situación del suelo en que aquellos productos fructifican.
</p><p>Esto respecto al suelo materialmente considerado.
</p><p>Dicen algunos. ¡Ah! ¡las islas Marianas, magníficas posesiones, de grandísima importancia por las célebres invernadas de los balleneros! A estos, les diremos únicamente que abran el registro del puerto de Guajan y se encontrarán, que en efecto, es cierto tuvieron las islas su apogeo como descanso de esos valientes hijos del mar, y que hubo año que hicieron recalada en los puertos de Guajan, 80 y hasta 100 barcos mayores; pero al volver algunas hojas del registro, progresivamente irán viendo el descenso que desgraciadamente <pb n="270"/>ha sufrido, tanto que el año 1870, solo <hi>anclaron ¡cuatro!</hi> barcos balleneros, y esos más valía no lo hubieran hecho, pues hoy el ballenero que toma el puerto de San Luís de Apra, participa de pirata y corsario, no yendo á dejar dinero, ni á importar efectos de verdadera riqueza positiva, y sí á extraer el poco numerario en circulación, vendiendo un par de centenares de latas de comestibles y algunas varas de toscas telas.
</p><p>Se dirá ¿y en qué consiste lo expuesto? Pues es muy sencillo, con una buena carta á la vista del Océano Pacífico que comprenda desde las costas de China hasta el estrecho de Malaca, se deducen las consecuencias de aquella real al par que triste verdad.
</p><p>Las fabulosas riquezas que esparcieron en los Estados-Unidos, los veneros de oro de los, <hi>placeres</hi> de California, hicieron que lo que al principio fueron chozas, fueran luego casas, convirtiéndose estas más tarde, en verdaderas calles de palacios, emporios de riqueza y <pb n="271"/>de tráfico, acariciando bien pronto las brisas del Océano Pacífico, ciudades tan ricas y populosas como lo es San Francisco.
</p><p>Abiertos que fueron en el Pacífico los puertos de las costas de América y del Japón, y estando enclavados aquellos en resguardadas y bien situadas bahías, habiendo en ellos magníficos y bien surtidos almacenes de efectos navales, con que reponer las frecuentes averías que se experimentan en las regiones polares, y sobre todo, representando aquellos puertos fáciles y frecuentes comunicaciones, al par que económicos expendios en las faenas de carga, descarga y almacenaje, claro es, que á ellos habían de ir las naves, abandonando las Marianas, en donde no encontraban las anteriores ventajas. El puerto de Guajan á más de encontrarse á siete millas de la ciudad, es poco seguro por los numerosos bancos madrepóricos que lo salpican por do quier, haciendo peligroso el anclaje y estadías. Encontrándose San Luís de Apra, <pb n="272"/>que es el nombre del puerto, á una distancia tan considerable de la población, y estando el único camino que la pone en comunicación con aquel, constantemente interrumpido por estrechas lengüetas, los tránsitos son difíciles y pesados. Agregado á esto, que no se comprendió á su tiempo el negocio que reportaban las invernadas balleneras, instalando almacenes bien provistos, y que la carencia absoluta de estos originaba la falta de competencia, siendo por lo tanto la consecuencia necesaria que los poquísimos productos se vendieran á precios subidos, puesto que la necesidad por parte del comprador y la escasez por la del tenedor, eran los elementos de aquellas transacciones, que poco á poco habían de dejar de operarse, á medida que fueron abriéndose otros puertos en que al par del abrigo, se encontraban almacenes, tráfico y comunicaciones.
</p><p>Hoy en Marianas no toca más que algún que otro barco, que lo lleva hasta allí la persecución <pb n="273"/>de la ballena blanca ó sea jorobada, que en sus excursiones de las regiones glaciales suele llevar ese rumbo. De tarde en tarde, toma puerto algún barco que en la travesía de América á China hace <hi>arribada</hi>, por efecto de avería ó falta de víveres.
</p><p>Respecto á la importancia de las islas como cuestión política<note n="1" anchored="true">Téngase en cuenta la fecha en que se hizo la primera edición de este libro. Entonces no se había concebido el gigantesco proyecto del canal de Panamá. Una vez que este se abra, la importancia de las Marianas, Carolinas y Palaos, será grande si se sabe aprovechar la situación que aquellas islas ocupan en el Gran Pacífico.—(<hi>N. del A.</hi>)</note> nos extenderemos poco, pues solo con decir que encontrándose situadas lejos de estrechos, cualquier barco puede establecer su demora fuera de sus horizontes, y aun hacer aguadas y tomar puerto, puesto que los tienen en muchas de las islas del Norte que están deshabitadas y en el numeroso grupo que al Sur forma el Archipiélago <pb n="274"/>carolino, en el cual no solamente se encuentran buenos y seguros lugares para el anclaje, sino que también puede recorrerse las islas sin ningún género de temor, pues el carolino á más de ser completamente inofensivo, es muy servicial y brinda al que llega hasta su tosca choza con cuantos recursos dan sus bosques y cuantos servicios están á su alcance.
<pb n="275"/></p></div1><div1 xml:id="ch1.17" n="XVII" type="Chapter"><head>CAPÍTULO XVII.</head><argument><p>Población.—Razas.—La providencia del salvaje.—Los carolinos.—Gastos é ingresos.—Milicias urbanas.—El chamorro.—Sus inclinaciones, su moral, sus trajes y costumbres.—Ilustración.—El Padre Ibáñez y D. Felipe de la Corte.—Cuatro palabras por vía de epílogo.</p></argument><p>La actual población de las islas Marianas que como ya hemos dicho se compone de 7.138 almas, distribuídas en Guajan, Rota y Saipan, forman un conjunto de castas y razas dignas de estudio. El indio, propiamente dicho, puede decirse es desconocido, predominando la raza mezclada de chamorro y americano y de español y chamorro, viéndose muy frecuentemente fisonomías muy acentuadas que recuerdan las invernadas de los norte-americanos, los cuales, no solamente plantaron su raza, sino que también sus usos, costumbres y lengua, tanto que el inglés lo entienden casi todos los chamorros.<note n="1" anchored="true">Buena prueba de esto se encuentra en el personal filipino que habita en el recinto de la Exposición.—<hi>(N. del A.)</hi></note> <pb n="276"/>A más de mestizos ingleses, hay algunos de estos últimos casados y establecidos en el país, como también hay portugueses, españoles, filipinos, franceses, japoneses y carolinos.
</p><p>Esta población tan heterogénea, á decir verdad, no sabríamos cómo vive, á no recordar la prodigalidad del suelo y la abundancia de carne que suministra el sinnúmero de venados que recorren sus bosques; venados, cuya carne, como todo lo demás que representa una necesidad ó una superfluidad, hay que buscarlo en la vecindad, pues allí, á pesar de no haber mercado ni tienda abierta, puede asegurarse que, salvas poquísimas excepciones, todos son comerciantes, vendiendo unos lo que les sobra de sus pacotillas y ranchos, aprovechando la falta de otros.
<pb n="277"/></p><p>Respecto á industria, está resumida á algunos ensayos, que luchan con la indolencia del natural y la escasez del numerario.
</p><p>Alcoholes se destilan, pero tienen que limitarse al consumo de las islas, puesto que la exportación y todas las eventualidades que trae en pos de sí la fabricación al por menor, está fuera de la competencia con la que se adquiere en grande escala y en plazas comerciales.
</p><p>En la riqueza del suelo predomina, por su variedad y abundancia, el coco. Siempre hemos mirado este árbol como un gran recurso; pero, francamente, hasta que no hemos estudiado de cerca al salvaje, hasta que en nuestra estancia en Marianas no hemos vivido entre las primitivas costumbres del carolino, nunca pudimos comprender las varias y múltiples aplicaciones que tiene el coco, llamándosele, con toda propiedad, la riqueza de la floresta y la providencia del salvaje.
</p><p>Entre las distintas razas de carolinos que <pb n="278"/>en la actualidad habitan las islas Marianas en completo estado primitivo, nos hemos persuadido que el coco resume la satisfacción de lo necesario y de lo supérfluo, siempre en relación con el estado del que lo consume. En el hueco del fruto, encuentra alimento y bebida; en la cáscara que lo envuelve, herramientas, utensilios de todo uso y objetos de adorno; en la palma que lo embellece, cubiertas para sus casas, cuerdas y tejidos; en el pono que lo sostiene, batangas, pilares y empalizadas; en la savia que le da vida, medicinas, colores, resinas y bebidas espirituosas, y por último, en las materias fibrosas de su bonote, tejidos y cuerdas de gran consistencia.
</p><p>El coco podría ser la base de la riqueza de Marianas.
</p><p>Los rendimientos que producen al Estado las islas Marianas en todos sus conceptos ascienden á unas 17.000 pesetas.
</p><p>Los ingresos que se recaudan en las cajas <pb n="279"/>de propios y arbitrios para atender á las perentorias necesidades locales, ascienden á la suma de 10 á 10.500 pesetas.
</p><p>Los chamorros no conocen el impuesto del tributo, no sucediendo lo mismo con el servicio personal, que casi en su totalidad es redimible, siendo tal concepto la verdadera cantidad positiva que constituye las cajas comunales.
</p><p>El chamorro está obligado también á formar parte del batallón de Milicias urbanas al servicio de las islas, cubriendo plazas á medida que vacan. Hemos visto maniobrar dicho batallón, y nos ha llamado la atención lo preciso de sus movimientos, siendo cierta la fama que tienen sus individuos de hábiles tiradores; tanto es así, que con sus imperfectos y primitivos fusiles de chispa, salen al campo confiando tanto en su destreza, que generalmente no llevan más munición que el tiro que contiene el cañón del fusil, siendo muy rara la pieza que se escapa, pasando al <pb n="280"/>alcance del plomo; verdad es que el uso de la caza es constante, dándose un ejemplo de fecundidad asombrosa en los venados, de los cuales se mata al cabo del año una cantidad tan exorbitante que apenas se concibe.
</p><p>El mantenimiento de las islas Marianas cuesta al Erario <hi>doscientas mil ochenta y nueve pesetas,</hi> que son distribuídas entre personal y material, servicio de las dos expediciones del correo entre Manila y aquellas islas y demás atenciones. Entre los ingresos y los gastos hay una diferencia de <hi>ciento ochenta y tres mil ochenta y nueve pesetas</hi>,<note n="1" anchored="true">Hoy los gastos son muchísimo mayores.—<hi>(N. del A.)</hi></note> déficit que, á nuestro juicio, se podría, si no hacerlo desaparecer por completo, nivelando las atenciones con los ingresos, reducirlo considerablemente.
</p><p>El correo, que se hace por casas particulares <pb n="281"/>y que cuesta al Erario 25.000 pesetas al año, según tipo de contrata, es una cantidad que sería negativa tan luego se estudiaran las primeras necesidades de las islas, que son las comunicaciones. Bajo la garantía de los fondos locales y á plazos más ó menos largos, hay muchas compañías norte-americanas que venderían á las islas Marianas un modesto barco que podría ocuparse, no solamente en el servicio del correo, sino que también tener en comunicación Rota, Saipan y Guajan.
</p><p>El destino permanente de un barco para aquellas regiones, no solamente es una economía, sino que constituye una imprescindible necesidad, que á todos se les ocurre con decirles que las eventualidades y vicisitudes de aquel suelo, en relación con el resto del mundo, está circunscrito á los cuarenta días que forma en dos épocas del año las estadías del barco-correo, el cual al levar anclas echa la llave á aquella prisión, de la cual están <pb n="282"/>sus moradores incomunicados, cerca de once meses, de los doce del año <note n="1" anchored="true">Esta situación la han modificado la serie de sucesos que han ocurrido en el mar Pacífico, y que han motivado la ocupación real y efectiva de Palaos y Carolinas. Esto ha originado la creación de estaciones navales, estableciéndose frecuentes comunicaciones con aquellos Archipiélagos.</note>.
</p><p>Si este trabajo se limitara á un expediente justificativo sobre el asunto que nos ocupa, demostraríamos hasta la evidencia la posibilidad de realizarse la adquisición de la nave sin gravar al Erario, como su mantenimiento con solo emplear una mediana inteligencia en su ocupación y viajes.
</p><p>Para el pequeño movimiento de caudales que originan las islas, creemos se podrían borrar del presupuesto de gastos los sueldos de administrador é interventor de Hacienda, intervención ó administración que dada su poca entidad podían estar asumidas en una dependencia del Gobierno, el que, por estar <pb n="283"/>ocupado por un Coronel, cuando por su importancia debía ser lo más de Capitán, origina los consiguientes gastos de Ayudante mayor, y cuantas cargas traen en pos de sí Gobiernos que se conceptúan de primera clase.
</p><p>La ciudad de Agaña está clasificada como plaza fuerte, originándose con esto gastos de personal y material que podrían reducirse, sin quitar á aquella población las prerrogativas de corresponder á los saludos que las escasísimas banderas extranjeras pudieran hacer al ponerse á la vista de la que ondea en el pequeño fuerte de Agaña <note n="1" anchored="true">En atención á la verdadera fiebre que se ha apoderado de todas las naciones por poseer colonias, hoy creemos que en vez de disminuir la importancia de aquellas islas, hay que darles toda la que compatible sea con nuestros presupuestos.—(<hi>N. del A.</hi>)</note>.
</p><p>No siendo, como no lo es, plaza fuerte, por más que así se denomine, puesto que solo atestigua su arrogante calificativo débiles <pb n="284"/>muros que resguardan escasas máquinas de guerra, que la más perfecta no corresponde á la más imperfecta de las que marchan en la línea de los grandes adelantos, no creemos precisos los gastos y atenciones que tal nombre origina, y una dotación insignificante y una asignación de unas cuantas libras de pólvora por conceptos de salvas para el caso improbable de visitar aquellos mares un barco de guerra, harían lo mismo que acontece en la actualidad con parque, dotación y almacenes, con las ventajas de la reducción del presupuesto.
</p><p>Por algunos se nos dirá: todo lo que tienda á reducir personal y material de guerra, es una imprudencia en un siglo en que todos los pueblos tienden al aumento de hombres y perfeccionamiento de armas. Esto sería cierto, y el temor sería fundado, si la isla de Guajan constituyera por condiciones de situación un punto avanzado ó una atalaya estratégica, que en el bronce de sus cañones residiera el <pb n="285"/>comprimir deteniendo, y en las plataformas de sus fuertes el comprimir avisando, dando con su campana de rebato la señal de peligro, ó en el estruendo del cañón la voz de alarma, previsores alertas, cuyos ecos, dada la situación de Guajan no tendría otra contestación que el mugir de las olas que se deshacen en los senos madrepóricos de caliza y coral, y el rebramar de los duros Nordestes que reinan en aquellas regiones.
</p><p>Como cuestión de anclaje, por razón de avería, descanso ó punto avanzado, tampoco sería un obstáculo Guajan, puesto que al Norte y al Sur tienen escuadras enteras, puertos seguros pertenecientes á islas deshabitadas, en las cuales no solamente podrían descansar y aguardar consignas, sino que reponer averías, refrescar aguadas y hacer víveres en la gran abundancia de puercos de monte, cageles, venados, cocos y otros productos que hay en la cordillera de islas que corren al Norte de Guaján en un trayecto de <pb n="286"/>más de 10º y las que hay al Sur formando las Carolinas.
</p><p>En el presupuesto eclesiástico también cabe su reducción, pues si no estamos equivocados, son cinco los sacerdotes que hay solamente en la isla de Guaján, la cual á más de su poquísima extensión solo contiene, como ya dijimos, una población de 7.138 almas, contando rancherías de carolinos, que viven en sus costumbres, usos y religión.
</p><p>Con las economías que dejamos apuntadas, cuya realización demostraríamos más detalladamente, si necesario fuere, con la creación de un mercado público en que la pública licitación señalara las transacciones, y con ellas, los rendimientos de patentes que hoy apenas existen por el contrabandeo que envuelve toda mercancía que se expende no á puerta de calle, sino al sigilo del hogar y ventanas adentro; con la imposición del tributo, y sobre todo con facilitar de algún modo las comunicaciones, bien por un barco que se <pb n="287"/>adquiriera en las condiciones que dejarnos dicho, ó en otras, bien porque lo diera el Estado, ó bien porque se facultara á que se hiciera en las islas Marianas, puesto que elementos materiales y periciales hay en ellas, estamos seguros que si no desaparecían en todo, lo haría en gran parte el déficit que hoy resulta para nivelar los ingresos con los gastos; siendo estos los únicos medios de que las islas se contengan un poco en el grandísimo decaimiento en que hoy están sumidas, principalmente por la casi nulidad de comunicaciones, base de todo aumento, y principio necesario para el movimiento, riqueza y desenvolvimiento de los pueblos.
</p><p>El chamorro en su generalidad es indolente, cualidad predominante en todo pueblo en que las necesidades que le son conocidas son tan pocas como fáciles de cubrir. Con alargar la mano tienen la rima, y con socavar un poco la tierra con el <hi>fociño,</hi> raíces farináceas tan nutritivas como sanas. Con estos dos <pb n="288"/>agentes atienden á las primeras necesidades, completando aquellas otras que se rozan con el pudor ó la vanidad, con unas cuantas varas de pintadas telas que adquieren á un subido precio y con las cuales cubren y adornan sus <hi>cuerpos</hi>. El traje de la chamorra y del chamorro varía poco del que usan los indígenas en Filipinas, si embargo de que son menos lujosos, advirtiéndose la carencia del tapis en la mujer, que acostumbra á llevar saya suelta, sujetando la camisa y <hi>candonga</hi> en la cintura; la chinela también varía, pues que la llevan cerrada por el talón. Una especie de chambra de cortas y anchas mangas, el relicario, un rosario y el pañuelo completan el traje.
</p><p>La superfluidad en el vestir es muy parca en Marianas; allí el lujo y la moda son divinidades á las cuales ni se les rinde culto, ni se les queman inciensos, circunscribiéndose tanto el hombre como la mujer á usar prendas tan sencillas como escasas en número.
<pb n="289"/></p><p>El chamorro es de genio afable, predominando algo el recuerdo del orgullo de sus antepasados; es honrado como pocos pueblos, y tan sufrido en lo que cree justo, como díscolo en lo que no lo cree; es de tesón y poco olvidadizo.
</p><p>La ilustración en las islas Marianas, con relación á pueblos de sus mismas condiciones, está á una grandísima altura, pudiéndose asegurar que un 80 á 90 por 100 de población sabe leer y escribir.
</p><p>Esto merece una explicación.
</p><p>Ya hemos visto cómo el jesuíta Diego San Vítores, una vez instalado en las islas de los Ladrones, logró excitar el celo y caridad de Doña Mariana de Austria, bien por cartas, ó bien por elocuentes frases del Padre Nitarht; siendo lo cierto que consiguió de aquella reina el título de ciudad para el pueblo de Agaña, y una donación de 3.000 pesos anuales para al establecimiento de un colegio y escuelas que atendieran á la cultura de los <pb n="290"/>habitantes de aquellas islas, que hoy llevan su nombre, el cual le fué puesto por estos y otros beneficios que aquellas recibieron de la esposa de D. Felipe IV. Merced á tan piadosa institución que hoy tiene cuantiosos fondos y se la conoce por <hi>San Juan de Letrán,</hi> se ha construido un espacioso colegio en Agaña y escuelas en todos los barrios, cuidando los encargados de las cabecerías que ningún niño ó niña deje de concurrir á aquellos modestos templos de enseñanza.
</p><p>La instrucción en Marianas se puede conceptuar por lo tanto como obligatoria.
</p><p>Al llegar aquí seríamos poco imparciales, pecando de sobrado olvidadizos, si no nos detuviéramos un momento á consagrar un recuerdo á uno de esos infatigables soldados de la fe, á uno de esos seres que hacen abnegación de su vida, consagrándola á la de los demás, secando la lágrima del que arrastra su existencia por el frío arenal de la desgracia, remediando todo mal y proporcionando <pb n="291"/>todo bien; el sér á que nos referimos es el vicario foráneo, al par que director de la instrucción en Marianas, Fray Aniceto Ibáñez.
</p><p>Ningún elogio podemos hacer mejor de este Padre que decir lleva encerrado en aquella peña madrepórica veinte años. El que ha estado en Marianas es el único que puede comprender en toda su extensión lo que significa esa existencia de veinte años.
</p><p>Al celo infatigable del Padre Ibáñez y á la protección que siempre dispensó á la instrucción D. Felipe de la Corte, Gobernador que fué de aquellas islas, las cuales eternamente le recordarán con gratitud, se debe el que sin temor de equivocarnos digamos que hay un 90 por 100 de sus habitantes que están impuestos en los primeros elementos del saber.
</p><p>Aquí hacemos punto en este modesto trabajo que probablemente vendrá á ser el prólogo de otro más extenso que nos proponemos publicar. Mucho, muchísimo hay que <pb n="292"/>hacer en Filipinas y mucho falta por decir de aquella riquísima colonia susceptible á dar cuantiosos caudales. Haga Dios que este pobre trabajo despierte en otras inteligencias la afición á escribir. Mucho campo tiene para ello el Archipiélago bajo cualquier tema que se le mire. La leyenda, la historia y las costumbres son minas inagotables que constantemente se presentan en el camino del observador.

</p><trailer rend="align(center)">FIN</trailer><pb n="293"/></div1></body><back><div1 xml:id="toc1" type="Contents"><head>ÍNDICE DE CAPÍTULOS</head><p><ref target="#ch1.1">CAPÍTULO I.</ref>
</p><p>La <hi>banca</hi>.—El estero.—La chaqueta y el chaquet.—Nuevas costumbres.—¡Manila progresa!—El <hi>catapusan</hi>, el <hi>sarao y</hi> la <hi>soirée</hi>.—Colocación de nombres.—Meiisig.—El río de Binondo.—El Pasig.—La barra.—La <hi>María Rosario</hi>—El adiós á Manila.—Cavite.—Costumbres—Moysés y las doce tribus—La primera noche abordo.—El baldeo.—La laguna encantada.
</p><p><ref target="#ch1.2">CAPÍTULO II.</ref>
</p><p>Recuerdos de Silam.—Ordoñez y Oñate—El <hi>yo cuidado.</hi>—En marcha.—Sungay.—Talisay.—La Capitana Ramona. Tiempo viejo.—Los labios de un chico y la boca de una chocolatera.—Perlas y brillantes—Laguna encantada.—El cráter.—Volcán de Taal.—Grandiosidad del volcán—Erupciones notables.—Sueño del coloso.
</p><p><ref target="#ch1.3">CAPÍTULO III.</ref>
</p><p>Punta Matoco.—Calmas.—Isla Verde.—El sudeste.—Marinduque y Mindoro.—Razas salvajes.—Sus costumbres.—Los negritos netas.—Su manera de ser.—<hi>Inalug</hi> y <hi>Acubac</hi>.—De puerto Galera á punta Bunga.—Horizontes de Marinduque.—Isla Banton.—El Padre Pablo.
<pb n="294"/></p><p><ref target="#ch1.4">CAPÍTULO IV.</ref>
</p><p>El fraile en Filipinas.
</p><p><ref target="#ch1.5">CAPÍTULO V.</ref>
</p><p>El Estrecho de San Bernardino.—Cabeza Bondog.—Ruinas.—El volcán Mayon.—¡Ancla!—San Jacinto.—Su Iglesia.—La india Ignacia.—El toque de oración.—El <hi>atung-taqus</hi>.
</p><p><ref target="#ch1.6">CAPÍTULO VI.</ref>
</p><p>La mujer india.—Angué.—Pepay la sinamayera.—¡¡¡Una!!!
</p><p><ref target="#ch1.7">CAPÍTULO VII.</ref>
</p><p>España en Filipinas.—Colonización.—Política.—Tolerancia religiosa.—Juramento chínico.—Pascuas, festejos y Confucios.—El <hi>matandá.</hi>—El municipio dentro del municipio.—El empleado.—Patriótico aviso.—Desconocimiento de Filipinas.—Reformas y mejoras.
</p><p><ref target="#ch1.8">CAPÍTULO VIII.</ref>
</p><p>Islote de San Bernardino.—El Gran Pacífico.—Cielo y agua.—Nostalgia.—El secreto de las mareas.—Calma sospechosa.—Pesca del tiburón.—Los crepúsculos en la mar.
</p><p><ref target="#ch1.9">CAPÍTULO IX.</ref>
</p><p>¡Orza!—De vuelta y vuelta.—Tiempo duro.—Siniestros preparativos.—Falta de crepúsculo.—<hi>La piel de zapa</hi>.—El tifón!—Baja de barómetros—¡Pobre <hi>María Rosario!</hi>—Horas de agonía.—Las seis de la tarde del cinto de Agosto.—¡Una <pb n="295"/>pulgada de descenso!—Salida de la luna.—Esperanzas.—Fúnebres fechas.—El <hi>Malespina.</hi>—Cuatro días sin comer.
</p><p><ref target="#ch1.10">CAPÍTULO X.</ref>
</p><p>Veintitrés grados en treinta y tres días.—Inseguridad en la monzón del SE.—Calmas desesperantes.—Los viajes largos.—Los ranchos.—¡Tierra¡—Costas de Guajan.—Islote de las Cabras.—Puerto de San Luís de Apra.—Vegetación de Marianas.—La sanidad y la capitanía del puerto.—Desembarque.
</p><p><ref target="#ch1.11">CAPÍTULO XI.</ref>
</p><p>Historia de las Marianas.—La tradición.—Los chamorris.—Intolerancias.—El <hi>Pico de los amantes</hi>.—División de razas.—Tinian.—Sarcófagos antiguos.—La casa de <hi>Taga</hi>—Leyendas y supersticiones.—Cultos y creencias.—Los <hi>macambas</hi>.—El <hi>zazarraguan</hi> y el <hi>caifi</hi>—Los <hi>anitis</hi>.—La peña de <hi>Fuuña.</hi>
</p><p><ref target="#ch1.12">CAPÍTULO XII.</ref>
</p><p>El siglo XVI.—Hernando de Magallanes.—Capitulaciones.—La <hi>Capitana</hi>, el <hi>San Antonio</hi>, la <hi>Victoria</hi>, la <hi>Concepción</hi> y el <hi>Santiago</hi>.—Sebastián Elcano.—Llegada al Brasil.—Invernadas.—Rebelión abordo.—Comunicaciones de mares.—El paso del Sur.—Bula de Alejandro VI.—Las Velas latinas.—Islas de los Ladrones.—Navegación penosa.—Isla de Cebú.—Muerte de Magallanes.—La <hi>Victoria</hi>.—Vuelta al mundo.—Llegada á Sanlúcar.—Otras expediciones.—Legaspi.—El navío <hi>San Damián</hi>.—Luís de San Vítores.—Doña Mariana de Austria.—Primera misión.—Verdadera posesión.
<pb n="296"/></p><p><ref target="#ch1.13">CAPÍTULO XIII.</ref>
</p><p>Adelantos de la misión.—Oposición de los <hi>macambas</hi>.—Saipan y Rota.—Los <hi>urritaos</hi>.—Tradiciones, usos y costumbres.—Colegio de San Juan de Letrán.—Crónicas de los jesuítas—Hostilidades.—Asesinato de San Vítores.—Una modesta cruz.—Los Padres Solano y Ezguerra.—El almirante Coello.—Nuevos asesinatos.—Represalias.—D. Juan Santiago.—El Gobernador Irrisari.—Descubrimientos al Norte de Agaña.—Marianas en el siglo XVIII.
</p><p><ref target="#ch1.14">CAPÍTULO XIV.</ref>
</p><p>Archipiélago de las Marianas—Historia moderna—Guajan.—El pueblo de Agaña.—Puerto de Apra.—Punta Patí.—Flora y fauna.—La mujer de Marianas.—M. Arago.—Ingratitud.—Caridad española.
</p><p><ref target="#ch1.15">CAPÍTULO XV.</ref>
</p><p>La plaza de Agaña.—La iglesia.—El monte de Santa Rosa.—La atalaya.—El reloj de Agaña.—Faro original.—Vida en Marianas.—Casas, huertas, cultivos, ríos.—Vegetación de Oriente.—El árbol del pan, y el <hi>dug-dug</hi>.—Cageles.—La Isla de Pagan.—Riqueza perdida.—Desconocimiento del país.—Reputaciones usurpadas.—En tierra de ciegos....—Hormigas coloradas y ratas.—Los caballos y las <hi>auroras</hi>.
</p><p><ref target="#ch1.16">CAPÍTULO XVI.</ref>
</p><p>Reducción de vecindario en las Marianas.—Islas habitadas.—Rota.—Su población.—Promesa religiosa.—Comercio y agricultura.—Antiguas invernadas.

</p><p><ref target="#ch1.17">CAPÍTULO XVII.</ref>
</p><p>Población.—Razas.—La providencia del salvaje.—Los carolinos.—Gastos é ingresos.—Milicias urbanas.—El chamorro.—Sus inclinaciones, su moral, sus trajes y costumbres.—Ilustración.—El Padre Ibáñez y D. Felipe de la Corte.—Cuatro palabras por vía de epílogo.
</p></div1></back></text></TEI>
Viajes por Filipinas: De Manila á Marianas Juan Álvarez Guerra (1843–1905) Project Gutenberg Urbana, Illinois, USA. ##### ##### ##### ##### ##### ##### ##### urn:uuid:407f0d2b-1cc0-41d5-b102-1cd6a193c14f 12274 2004-05-01

Published in 1887, hence public domain in the US.

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Juan Álvarez Guerra Viajes por Filipinas: De Manila á Marianas Primera Edición Imprenta de Fortanet Madrid 1887
Spanish. French. English. Cebuano. Philippines -- Description and travel 19-MAR-2004 Added TEI Header.

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Viajes por Filipinas De Manila á Marianas Por Don Juan Álvarez Guerra (Primera Edición) Madrid Imprenta de Fortanet Calle de la Libertad, Núm. 29 1887

Al Excmo. Sr. D. Rafael Izquierdo

A usted, mi querido General, á quien tanto debe Filipinas, se debe también este libro. Usted me nombró para una misión científica en el Pacífico. El nombramiento originó un viaje, el viaje, el libro que tiene la honra de dedicarle su buen amigo,

El Autor

NOTA. Dedicatoria de la primera edición. El General ha tiempo murió, mas su memoria me es tan respetada, como cariñosa y leal fué mi amistad mientras vivió.

CAPÍTULO I.

La banca.—El estero.—La chaqueta y el chaquet.—Nuevas costumbres.—¡Manila progresa!—El catapusan, el sarao y la soirée.—Colocación de nombres.—Meiisig.—El río de Binondo.—El Pasig—La barra.—La María Rosario.—El adiós á Manila.—Cavite.—Costumbres.—Moysés y las doce tribus.—La primera noche abordo.—El baldeo.—La laguna encantada.

Los primeros albores del nacimiento del 10 de Julio de 1871, apenas se transparentaban por las conchas de mi alcoba, cuando fuí despertado por el criado, anunciándome que las bancas estaban listas en el estero para conducirnos abordo.

Una ligera escalinata une el río de Binondo con la casa, así que, previos todos los correspondientes requisitos de marcha, desde reconocer los bultos, hasta dirigir la última cariñosa mirada á los muros que han sido por largo tiempo confidentes de nuestras amarguras y testigos de nuestros placeres, muros que á nadie más que á mi romperán su mutismo, si algún día vuelvo á interrogar sus blancos lienzos con el lenguaje de los recuerdos, pasé de la casa al bote, al par que los aljofarados dedos de azul y nácar de los genios del Oriente abrían los espacios para dar paso al majestuoso gigante de la luz.

La corriente favorable á consecuencia de la alta marea y la desusada actividad de seis remeros aguijoneados con la esperanza de una propina, hacían que las batangas se deslizaran rápidamente por el estero.

Aquí, si nuestro trabajo no llevara el carácter de un viaje á la ligera, nos detendríamos en muchas páginas; mas, sin embargo, como la rapidez de una banca no es, ni la que da aliento una caldera de vapor, ni una ventolina de empopada, ni aun la pujanza de cuatro hijos de las verdes vegas de la Cartuja, tenemos tiempo de ver y apreciar en el largo espacio que media desde el Trozo hasta que se entra en el caudaloso Pasig.

Que Manila podía ser una segunda Venecia nadie lo ignora.

Tiene en lo que constituye sus arrabales, la vida y la actividad, donde refluyen las transacciones, la riqueza y casi casi nos permitiremos decir, que el buen tono.

Hoy Manila también tiene buen tono.

La moda lo mismo traspasa masas inmensas de granito, como grandiosos Océanos de agua salada.

De allende los mares vino un rumor que propalaba que en otras ciudades había palacios y parterres, con flores, pájaros y fuentes, y Manila quiso tenerlos. La piqueta abrió cimientos, el martillo golpeó la piedra, la paleta mezcló argamasas y ... las antiguas costumbres representadas por la clásica chaqueta blanca y el ligero sombrero de Burias, temblaron en los modestos aparadores de sus tradiciones y de su dilatada historia.

Los hoteles del Sena, las quintas suizas y los palacietes de Recoletos tuvieron un eco que contestaba á los rumores que trajo la moda.

Lo que fueron modestas barriadas, hoy se llaman calzadas por el vulgo, pues en el argot del gran mundo se llaman barrios aristocráticos.

Hemos dicho, creemos por dos veces, que Manila tiene su gran tono, que hace lo que en todas partes, esto es, nada: vive á la superfluidad del botón de la librea y la tersitura de la cabritilla; sus disgustos están compendiados en el aristin del caballo, en los milímetros del sombrero del cochero, en la estatura del lacayo, en la arruga del frac ó en la pureza de una piel que la Rusia ha hecho necesaria.

Los cimientos de los aristocráticos barrios relegaron á su fondo la clásica chaqueta, apareciendo prendas tan poco conocidas en el Archipiélago, como el chaleco, el sombrero de copa y el chaqué.

Esto era en los cimientos, pues antes de abrirse aquellas hijas legítimas del viejo mundo, en este1 Este libro se escribió en Manila en 1871, haciéndose su primera edición en 1872.—(N. del A.) andaban por connaturalizar apareciendo vergonzosas, mustias y deslucidas con alguna que otra caricia de los insectos del poco uso, cuando el repique de todas las campanas convocaba al Real Gobernador, al Real Acuerdo, al Real Consejo, al Real Cuerpo de Alabarderos del Real Sello, para oir de bocas reales in partibus decretos de la Real Majestad que gobernaba los dos mundos.

El imperio de la chaqueta era tan general como lo real; por entonces todos vestían chaqueta, como todos pertenecían á una corporación, municipio, archicofradía ó instituto real.

Todo era chaqueta y todo era real.

La majestad andaba en chaqueta.

Mas ... cesaron de venir las naos, se bendijo la aduana de Manila, la que decía un célebre rey llegaría á verla desde Madrid, calculando su altura según su coste; se establecieron los chinos, desaparecieron los velones de tres mecheros, dando plaza á las modestas virinas, que á su vez habían de dejar el campo á los dorados, los bronces y los cristales tallados.

El imperio de la hoja de lata, hermana gemela de la chaqueta tocaba á su fin.

El ruido de la piqueta que abría los cimientos de las nuevas costumbres era el memento de su existencia.

Tras las primeras piedras vinieron las escalinatas, más tarde los parterres, y por último, las verjas, apareciendo en estos progresos el frac, el aceite de bellotas, las libreas, los velocípedos, los polisones y los ataques de nervios.

Ya apenas existe el recuerdo de la chaqueta, verdad es que la vida de Manila en sus relaciones con el confort camina á pasos agigantados.

Aquí, donde el centígrado marca una temperatura que derrite, há meses que se expenden (!) pieles, y facturas de ... guantes de cabritilla (!).

Los guantes de cabritilla son coetáneos de la escarapela en los señores de los pescantes y el clat en los señores de los salones.

Antes en Manila se conocía al dueño de un coche por su cara, hoy se le conoce por su cochero, que viene á ser el alias ó seudónimo da su amo ...

¡Manila progresa!

Los alegres catapúsanes se llamaron saraos y hoy soarees con su buffet, sus emparedados, su ponche á la romana y hasta su Petit Journal ó su Correspondencia, que al día siguiente pregona que la bella señorita de tal estaba hecha una princesa, su mamá una reina y su papá un bajá de tres colas, que dando la majestuosa familia encantada de las letras, por más que saquen astillas del individuo que las escribe.

¿Sí eh? ¿con qué también hay eso?

Ya lo creo, como que Manila adelanta, y vaya V. á dar gusto en letras de molde á una sociedad que adelanta. Como al pobre infeliz que empuña la trompeta de la publicidad se le olvide un detalle, como deje de decir que una lámpara tenía seis luces ó que el niño pequeñito hizo la desgraciada gracia de verter sobre una falda ó un pantalón una bandeja de sorbetes, ó que en un guardapelo ó pulsera se leía la inscripción de Perico, de Luís, ó de Pepe, harto tiene el pobre gacetillero, y más de una vez oirá cosas que le harán renegar del incienso vertido y de las prodigadas alabanzas.

Pues no digo á ustedes nada en la cuestión de colocación de nombres; aquí el simple resentimiento, se convierte en un proceso compuesto de un sin número de cargos.

Si Fulanita tuvo tienda de sombreros, y la han puesto antes que á mi, que tengo un escudo más grande que el del Cid, con más barras que las de Aragon y más leopardos que en el San Gotardo; que Zutanita ha sido preferida cuando no há mucho que decía miste que Dios; que la de más allá esta encima de la de más acá, siendo aquella una empleada subalterna, y la mamá de la agraviada siete veces usía; que mi primo el ministro me da derechos; que mi posición, que mi marido, que mi modista me los dan á mí, estas y otras reflexiones in mente ó in lengua mezcladas con adjetivo más ó menos duros contra el pobre autor, constituye la comidilla, del día siguiente.

Por último, caballeros, que Manila progresa lo atestiguan los libros de caja de Roensch y Madama Sprin.

Sin querer hemos llegado á la caja, es decir hasta el dormitorio de la moda.

Hemos presentado el teatro.

Respetemos los bastidores....

Estas y otras observaciones iba haciendo á dos buenos amigos que me acompañaban: uno de ellos que viene interviniendo hace muchos años en los acontecimientos de mi vida y que alberga en su alma tanto cariño, como en su cabeza buenos pensamientos, me oía sin pestañear, no sé si por el asentimiento de la conformidad ó por el ensimismamiento producido por la idea de la separación: ambas á dos cosas podían ser, pues lo primero es verdad, como verdadero lo es el cariño que desde nuestros primeros años nos une.

Los remeros seguían bogando y yo charlaba comparando la vida de los arrabales por los cuales se deslizaba la banca, con la sombría y triste que se experimenta en el recinto amurallado.

Hemos dicho que Manila podía ser una segunda Venecia, pero ... no lo es.

Tiene canales, pero estos no reflejan obras de arte, sino en su mayoría ruinas y suciedad; sobre sus aguas no se pasean poéticas góndolas, templos del amor y del arte, sino sucias bancas tripuladas por no menos sucios remeros; no esponjan las plumas en sus orillas cisnes ni oropéndolas, mas en cambio invaden la corriente, que mentiríamos si dijéramos cristalina, sílfides chinas y bronceadas ondinas.

Volvemos á repetir que Manila, ó mejor dicho la nueva Manila, que la forma la inmensa población que se ha creado fuera de los fosos, podía ser una segunda Venecia, no lo es, no por falta de deseos, no por falta de conocerlo, sino porque se opone hoy por hoy la tradición de la costumbre, la indolencia que crea el suelo, la manera de ser de la localidad y los cuantiosos caudales que habían de gastarse en la limpieza, arreglo y conservación de los muchos esteros que serpentean por Binondo, Quiapo y Tondo.

La suciedad en que á pesar de la vigilancia que se ejerce están los esteros, principalmente se debe á la inmensa emigración de chinos, los cuales, en gran número habitan sus orillas, impregnándolas de la incuria y falta de limpieza que ellos observan. El chino es la entidad jornalera más perfecta que se conoce en Filipinas, pero también es la panacea más acabada de la hediondez, la cual únicamente se puede contrarestar con las continuas y eficaces requisas de la autoridad que vigila sus domicilios, verdaderos tugurios en que se hacinan cientos de ellos.

Contemplando los modestos bajais de caña y nipa entremezclados de alguna que otra construcción de piedra y tabla, llegamos al puente de Meiisig, variando á los pocos golpes de remo la diversidad del paisaje, puesto que á la desembocadura del estero desaparece la caña y la nipa por regulares construcciones de sólidos materiales.

Á medida que el río de Binondo camina á su desagüe, aumenta el movimiento en sus orillas y en sus corrientes. Cargadores chinos provistos de resistentes pingas, pesados cascos repletos de abacá; paraos, bancas y botes llenos de mercancías que la exportación de las provincias del Norte, de China y del Japón traen al mercado de Manila, es lo que compone el cuadro hasta los límites, en que el modesto Binondo confunde sus aguas en las caudalosas del que nace en la extensa Laguna de Bay, entre la salvaje poesía que despiertan los panoramas que presentan el Castillo de flores, el Pecho de Dalaga, los Tanques de Paquil y las bellezas del Talim.

Una vez dentro de las aguas del Pasig, el movimiento de la banca se hizo duro á consecuencia de la corriente y la marejada.

Dejamos por la popa el puente de Barcas, único paso gratuito que une el viejo mundo manileño con el moderno, y voltejeando por entre barcos de todas especies y dimensiones, pasaron ante nuestra vista los artesonados góticos de Santo Domingo, las columnatas (!!) de los camarines de la Aduana provisional (si no fuéramos de prisa, verían nuestros lectores que en Filipinas todo es provisional), los bonitos parterres de la Capitanía del Puerto, los sombríos muros de la Fuerza de Santiago, la actividad del Carenero y el extenso Malecón.

A medida que nos acercábamos á la barra, la boga se hacía más difícil.

Estábamos á medio cable de aquella. Cuatro golpes de remo, y la quilla de la banca entraría en los inmensos dominios de los mares.

Fijamos la última mirada en la blanca espuma que incesantemente nace y muere al gemir de las olas que rompen en las piedras del Fuerte del Sur, y ... ¿cuál es la María Rosario? pregunté al patrón.

—Aquella, señor,—dijo, señalando un barco armado de brick-barca.

Los detalles de la María Rosario, cada vez se iban delineando con más precisión. La extensión de su guinda, eslora y puntal era proporcionada, no así su manga que era mucha, lo que nos hizo presagiar que sus balances habían de ser muy sensibles.

La María Rosario estaba lista para darse á la vela con rumbo á las islas Marianas.

A las ocho de la mañana pisamos la meseta del portalón de babor, recibiéndonos los ladridos del perro más gordo que jamás hemos visto.

Posesionados de la cubierta después de arreglar el camarote, esperamos la visita de salida.

A las doce, listos en toda regla, dimos vela con todo aparejo largo en demanda del Corregidor, con viento flojo del N., mar tranquila, barómetros altos y horizontes celaginosos.

A las tres de la tarde el viento seguía muy flojo, en cambio el calor era insoportable.

Apenas andaríamos una milla por hora.

A la banda de babor teníamos las costas de Cavite.

¡Cuánto recuerdo tiene para nosotros Cavite!

Le queremos cual si fuera el pueblo que nos vió nacer; entre su alegre bullicio pasamos muchos meses encontrando cariño, consuelo y amistad.

El istmo de San Roque con su mar de Bacoor, incesantemente llena de empavesadas bancas que traen y llevan cigarreras; el seno de Cañacao donde encuentra un seguro anclaje la flotante población de nuestros alegres marinos; las populares fiestas de Porta Vaga con los pantalanes incesantemente llenos de alegres caras, que van y vienen en pequeños vapores engalanados y provistos de músicas; las decidoras sanroqueñas con su pequeño y airoso tapis, su jerga especial y su picaresca malicia; las poéticas bóvedas de entrelazadas cañas que dirigen á playa chica; los melancólicos cundiman del barrio de San Rafael y la Caridad; la misma arena de la playa en la cual un día y otro día hemos visto llegar la ola y borrar nombres que nuestro deseo escribía sobre la movediza materia; la franca y leal amistad con los valientes marinos, verdadero elemento que da vida á Cavite; las históricas mascaradas de Noche Buena en que sinnúmero de dalagas, suelto su hermoso pelo recorren las calles en medio de grotescos grupos en que un indio vestido de moro ostenta muy grave un cartel que dice es Moisés, en que las doce tribus van representadas por 12 individuos adornados con los deshechos de todas las guardarropías, y en que el precio de la progenitura no negamos podrá estar caracterizado por las prosaicas lentejas, pero que si van estas, lo son mezcladas con morisqueta en un inmenso bilao que lo suelen colocar debajo de la oliva del huerto, á cuya sombra no se apuran las heces de la amargura, sino sendos tragos de tuba mezclados con los jugos de la bonga y la cal del buyo; todo, todo pasaba ante la vista y ante la imaginación.

El barco aceleró su marcha confundiendo en una cinta verde los dilatados campos de la Estanzuela.

¡Adiós risueñas playas! ¡Adiós, gratos recuerdos!

Naig, Marigondon, Santa Cruz ... fueron quedando tras de la estela de la María Rosario.

Los límites de la provincia que constituye la Andalucía de Filipinas desaparecieron.

Los horizontes del primer cuadrante se mostraron aturbonados á la caída de la tarde.

Los primeros destellos de la farola del Corregidor alumbraron, al par que rebasábamos Pulo Caballo, saliendo de la inmensa bahía de Manila por Boca grande.

Después cada cual procuró resguardarse lo mejor posible de las miles de cucarachas que invadían la cámara, y después ... el sueño, el sudor y los insectos imperaban en la parte animada é inanimada de nuestro individuo.

La faena del baldeo, el monótono y acompasado canto de la marinería, el ruido de la maniobra y los desesperados ladridos del perro, me despertaron en la madrugada del 11.

Durante la noche habíamos rebasado el Puerto Limbones, alumbrando los primeros rayos del día la pequeña isleta de Fortun por la proa, confundiéndose en los lejanos horizontes los elevados picos del Sungay, límites de la provincia de Cavite.

Ciñendo aparejo y aprovechando vela, algo fuera de rumbo, pudimos ganar Punta Santiago, entrando por efecto de los continuos cambios de viento y las corrientes en el Seno de Balayan, pudiendo notar en las tierras de la provincia de Batangas, las pintorescas casas de Taal, hermoso pueblo que se eleva en las cercanías de la laguna llamada por algunos Encantada, sobre la cual se levanta el célebre volcán de Taal, del que no podemos pasar sin decir algo á nuestros lectores.

CAPÍTULO II.

Recuerdos de Silam—Ordoñez y Oñate—El yo cuidado.—En marcha—Sungay—Talisay—La Capitana Ramona.—Tiempo viejo—Los labios de un chico y la boca de una chocolatera.—Perlas y brillantes—Laguna encantada.—El cráter.—Volcán de Taal—Grandiosidad del volcán—Erupciones notables—Sueño del coloso.

El año 1869 recorriendo la provincia de Cavite tuvimos ocasión de pernoctar en el pueblo de Silam, célebre entre otras cosas por criarse un café que, fin género de duda, puede competir con el mejor de Moka.

En la caída del convento y ya entrada en horas la noche, charlábamos sobre la madre patria, el cura del pueblo, excelente padre de la Orden de Recoletos, un oficial de partidas y mis queridos y buenos amigos de expedición, Melchor Ordoñez y Ciriaco Oñate, ayudante el primero del General de Marina y médico militar el segundo.

Después de haber rodado la conversación por todos los tonos y de haber evocado nuestra memoria los queridos recuerdos de España, nos ocupamos de la localidad. Explicándonos el Padre los productos, se habló de las vecinas cordilleras del Sungay, á cuya falda se extiende la laguna llamada por unos de Bombon, por los más de Taal y por algunos Encantada, nombres todos justificados y que tienen su origen, el primero por haber existido en aquellas inmediaciones un pueblo llamado Bombon, el cual fué sumido en los horrores de una erupción; el segundo lo justifica la hermosa y extensa población que se asienta á las orillas de la laguna, y por último, el tercero lo ha encontrado la imaginación oriental en la salvaje y bella perspectiva que presenta aquella inmensa masa de agua sobre la que se levanta el sombrío monte del volcán.

Mis compañeros de viaje, que tiempo hacia tenían, no la curiosidad de ver el volcán, sino el legítimo deseo de estudiar en cuanto cabe sus misterios, recogiendo sobre el terreno su historia, interrogaron al Padre sobre la manera de hacer el viaje, formulando todos la resolución de ir al volcán costara lo que costara. Hecha la decisión, se llamó á un guía, y este, que era un viejo tulisan de los más conocedores del bosque, oyó con toda la imperturbable indiferencia india nuestros deseos, contestando con un sacramental y lacónico yo cuidado.

El yo cuidado, en el lenguaje filipino, es la síntesis de la filosofía, es el extracto del refinamiento del yo y el no yo de Hegel y Krausse aplicado á la India. Yo cuidado lo dice todo unas veces, y otras no dice nada; ora es un consuelo, ora una amenaza, ora un asentimiento, ora una esperanza, ora un recuerdo, ora una súplica, en fin, es todo, lo encierra todo, lo expresa todo en el vocabulario del indio siempre parco en el decir. Increpad á un indio sobre el no cumplimiento de sus deberes, y si á la última frase de la filípica os contesta con un yo cuidado, aquella frase es la atrición completa de la enmienda. Despertadle los celos, hacedle entrever que su babay escucha amoroso cundiman, alza el cogon ó descorre las conchas á significativas enfrentadas, y si le oís murmurar yo cuidado, veréis en aquellas palabras estereotipado el paroxismo de los celos. Llevad á su inteligencia el hilo de una aventurilla y el yo cuidado en este caso envuelve toda la argucia buscona de la histórica época de capa y espada. Que una mestiza de corto y airoso tapis, pintarrajeada saya y sombreada camisa de piña, entrelace su hermoso pelo con sampaguitas en el característico pusod, que lleve á sus ojos esa dulce languidez llamada matang-mapungay, propia solo de las hijas del Oriente, que formule un deseo á su ñol y el yo cuidado en este caso es la realización completa del mas exigente capricho.

El yo cuidado tiene tanta latitud, dice tanto, es aplicable á tantas cosas, afirma y niega tantas otras, que es imposible darle su verdadero valor. Es una frase propia de Filipinas imposible de traducir en su práctica significación en ninguno otro país.

Yo cuidado, nos había dicho el matandá; así que ya no tuvimos que hacer nada en la seguridad de encontrarlo todo hecho. El guía sabía queríamos ir al volcán; la sola concepción de este deseo y el yo cuidado, bastan para comprender que lo dispondría todo, yéndonos en tal confianza á acostar, al tiempo que la hermosa y clara luna nos anunciaba que aun cuando tuviéramos que caminar de noche su plateado disco nos enviaría luz y alegría.

Escaso fué el reposo, pues aún no alumbraba la aurora cuando fuimos despertados. El despertar para madrugar siempre modifica en el ánimo los proyectos del día anterior. Una noche de insomnio robustece las ideas, las penas ó las alegrías, como por el contrario, las horas en que las sombras baten su beleño sobre nosotros entregándonos al reposo, modifican, alientan, consuelan el espíritu.

El bueno de Oñate, que hay que despertarlo á tiro de fusil, se volvió del otro lado, pidiendo le dejaran de volcán, de Sungay y de expediciones; Ordóñez, acostumbrado á desechar la pereza en la ruda campaña del marino, puso los huesos en punta, y yo le grité á Oñate en todos los tonos:—¡Vamos! ¡arriba! la laguna nos espera!—dando por resultado el que el interpelado tras un largo bostezo se incorporara en la cama.

Listos y provistos de todo, dimos un cariñoso adiós al Padre, y montados en los ligeros caballos del país, tomamos el camino del vecino Sungay, á la hora en que los primeros ecos de la campana del convento despertaban al pueblo de Silam, llamando á los indios á la oración de la mañana. Confiados al guía y al notable instinto de los caballos, tras algunos dilatados campos de palay y varios grupos de calumpang, desapareció todo camino ante la compacta barrera de cogonales que se extendía á nuestra vista. Con harta dificultad y no menos precauciones por el temor de encontrar algún carabao cimarrón, caminamos por espacio de una hora valiéndonos de la voz para no perdernos, puesto que nos tapaban completamente los penachos del cogon. Tras un trayecto que nos fué sumamente difícil de correr, se aclaró la maleza dejando el habla al ponernos á la vista; pocos pasos más y los cascos de nuestros pequeños caballos pisarían las faldas del Sungay, cuyas crestas las envolvía las densas brumas de la mañana.

Dimos unos momentos de descanso á los caballos, arreglando lo mejor posible nuestro equipo, empapado en el agua que nos había regalado el rocío que la humedad de la noche depositó en las hojas del cogon.

Trabajosamente y confiados en un todo al instinto de los caballos, principiamos la ascensión del famoso monte. Las afiladas hojas de la fresa silvestre y las entrelazadas ramas de las guayabas, obligaron más de una vez á que se hiciera uso de la cuchilla para dejarnos paso en aquellos estrechos desfiladeros apenas hollados por humana planta.

El Sungay, con sus innumerables precipicios, sus estrechas cortadas revestidas de musgos y helechos, su vegetación virgen, los panoramas que se admiran desde sus pintorescas mesetas, el rumor de arroyos y cascadas que lo salpican, los indescriptibles y misteriosos ruidos que produce el bosque en la hoja que oscila, el ave que cruza, el agua que gime, la guija que rueda, el insecto que zumba y los miles de millones de seres que componen el impenetrable mundo de lo infinitamente pequeño, con sus cantos, su lenguaje y su idioma, tan impenetrable como lo son los profundos misterios de los océanos de luz donde giran las creaciones de lo infinitamente grande, compendian uno de los sitios más bellísimos de la perla del Oriente.

Un amanecer contemplado desde una de las alturas de Sungay es indescriptible. Las tintas que proyecta el sol naciente en las nubes y los cambiantes que se suceden en los horizontes de verdura, poseen una riqueza de luz y una fuerza de colores tan potente, que á ser posible trasladarlas al lienzo se creería el sueño de un artista.

De hondonada en hondonada; y de precipicio en precipicio, dieron las cabalgaduras con nuestros huesos en el término de la ascensión. Nos encontrábamos en la línea que divide las provincias de Cavite y Batangas. La división de estas provincias la deciden la dirección de las corrientes que se deslizan por las pendientes del Sungay.

A la vista teníamos la laguna, viendo elevarse perezosamente del cráter del volcán columnas de espeso y blanco humo.

A la falda del Sungay se extendían diseminadas las casas de Talisay, adonde llegamos á cosa de las diez de la mañana.

Talisay es un pintoresco pueblo de poco vecindario, este es sumamente dulce y cariñoso; hay una pequeña iglesia de cogon y una casa parroquial habitada por un cura indígena. Tan luego supo el cura nuestra llegada, nos hizo ir á su casa, en donde nos sirvió un almuerzo bastante bueno, dadas las condiciones del pueblo; no tuvimos pan, pero al que lleva algún tiempo en Filipinas esto no es obstáculo, pues cual el hijo del país, sabe sustituirlo con el arroz cocido llamado morisqueta.

Desde las conchas de la casa del Padre se veían perfectamente los menores detalles de la laguna y del volcán.

El día estaba bastante entoldado, y el calor no mortificaba como de ordinario.

A los postres se nos presentó la capitana Ramona, viuda de un Gobernadorcillo.

La capitana Ramona es un verdadero personaje en la provincia de Batangas, tiene fama de ser sumamente afecta á los españoles y posee toda la melosidad y cariño de la raza del Oriente. Sabe tocar el arpa y canta con voz gangosa y pausada alguna que otra canción de moros y cristianos, de aquellas que la tradición ha venido conservando desde las gargantas de los que acompañaron á Legaspi.

La capitana Ramona quiere al castila como á los misterios y encantos de que están impregnados sus bosques. El cariño al español alguna que otra vez (pues frágiles somos), se ha convertido en pasión más ó menos intensa, según cuentan crónicas de pasados tiempos.

Sea de esto lo que quiera, es lo cierto que la capitana ya es vieja y vive solo de recuerdos. Muchos conserva gratos, mas uno, según me contó muy bajito el Padre, viene de cuando en cuando á nublar todo el hermoso panorama de su juventud. Cuéntase, por más que cuento no sea, que años ya muy pasados, un alto funcionario, animado de nuestros mismos deseos de ver el volcán, llegó al pueblo de Talisay. Por aquel entonces, la hoy vieja Ramona era una hermosa dalaga, de ojos de fuego, lustroso y largo pelo, y dulce y meloso hablar. Joven y hermosa, había amado casi niña, y casi niña fué madre. El visitante, que no por tener curiosidad dejaba de tener necesidades, sintió la de comer á las pocas horas de llegar á Talisay; le formuló su deseo á la bella capitana, no dice la crónica si en pocas palabras, aunque sí asegura que la vergonzosa mirada de ella fué sostenida con larga insistencia y picaresca intención. El personaje pidió se le sirviera chocolate con leche, y chocolate con leche, en efecto, tomó; pero grande fué su sorpresa y no menos sus ascos cuando supo que el chocolate había participado del producto de los pechos de la dalaga. La incomodidad que esto originó y el malestar que produjo, diz que ocasionaron el que la dalaga no volviera á bajar los ojos, ni el caballero á mirar con insistente significación. Las mujeres son en todas partes lo mismo; un desprecio y una herida en el amor propio, constituyen en el sexo femenil las verdaderas heces del cáliz de la vida.

Hoy que han pasado muchos años, recuerda la vieja con pena aquel incidente de joven, que después de todo, conociendo el carácter indio no tiene nada de extraño.

La raza india, cuanto más pura y más lejos está de las grandes capitales, mira al español con una especie de adoración. Sus palabras son órdenes que jamás comenta, de aquí el sucedido de dar á un sastre un pantalón de modelo con un remiendo y hacer siete que se le habían encargado con siete remiendos iguales.

A la capitana Ramona se la pidió chocolate con leche y en el fanatismo de la obediencia creyó de muy buena fe que lo más corto era sustituir los labios del chico por la boca de la chocolatera.

Ejemplos parecidos al de los pantalones y el chocolate se cuentan por todas las islas. El indio jamás comenta, obedece siempre al pié de la letra las palabras del castila.

La revelación del Padre me hizo fijar la atención en la capitana y me persuadí de que si había perdido con los años su hermosura, en cambio había acaudalado con la experiencia cierta discrecional filosofía que descubría un talento nada común, y una amabilidad y deseo de servir tan natural como verdadero.

Se nos había olvidado decir que la capitana era rica. Esto aunque no nos lo dijeron, ya lo habíamos nosotros traducido en la pureza de un riquísimo terno de brillantes que la adornaban.

El que no haya estado en Filipinas, quizás creerá exagerado esto de los brillantes en una india habitante poco menos que de la selva; el que haya estado y recuerde las procesiones y catapúsanes de los pueblos y evoque en su memoria los trajes de las dalagas, sabrá que no tiene nada de extraño el hallar en bajais de caña y cogon riquísimos brillantes y preciadas perlas de Joló.

La antigua capitana de Talisay no solamente tenía buenas alhajas, sino que también era dueña de un gran bote que con sus correspondientes remeros puso á nuestra disposición.

Listo el bote y listos nosotros, ayudados de la lona y de los remos, dimos rumbo en demanda del monte de Taal, gigantesca y sombría masa que se destaca en medio de las aguas.

Los contornos del monte no presentan ninguna regularidad, revelando su situación, conjunto y configuración, las huellas de un gran cataclismo.

En las primeras capas que lamen las aguas, difícilmente crecen algunos raquíticos arbustos sin verdura, frutos ni flores. Más arriba piedras calcinadas y residuos volcánicos son los componentes de aquel coloso que revela en la espesa columna de humo que se eleva de su cráter que en sus entrañas de granito duermen los genios de las ruinas y de los estragos.

¡Desgraciados pueblos los de Taal y Talisay si en el libro de las lágrimas está escrita una nueva erupción!

Las aguas de la laguna tienen una inmovilidad tan constante, un color plomizo tan pronunciado y una superficie tan siniestra, que su conjunto parece reflejar la maldición que pesa sobre las dormidas aguas del mar Muerto.

A cosa de las cuatro de la tarde, bajo un cielo cubierto de negruzcos nubarrones y una temperatura sofocante, atracamos el bote á la falda de la montaña. La ascensión es difícil por ser en algunos puntos la pendiente muy pronunciada. El calor nos ahogaba; las materias volcánicas rechinaban bajo nuestros piés y experimentábamos los efectos de la fuerte irradiación que lo avanzado de la tarde y la falta de sol operaban en las masas calizas impregnadas de los ardientes rayos tropicales. La monotonía del camino, de cuándo en cuándo era interrumpida por precipicios, siniestros testigos que vienen á enseñar al viajero antiguos cáuces por los cuales ha corrido la lava y el fuego.

De trecho en trecho, el ruido producido por nuestras pisadas nos indicaba pasábamos sobre bóvedas. ¿Qué guardarán estas? ¿Dónde terminará su fondo? ¡Profundos misterios de la divina ciencia impenetrables á la humana materia!

Varias veces tuvimos que pararnos á fin de cobrar aliento.

Unas cuantas varas más y estaríamos en la línea del vértice.

Las nubes del poniente confusamente coloreaban el paso del sol; su luminoso disco se aproximaba á su ocaso, cuando un grito se escapó de todos los labios y una fuerte palpitación se experimentó en todos los pechos.

Estábamos en el vértice. Teníamos la profunda sima del volcán bajo nuestros piés. La percepción del panorama es tan instantánea y la grandiosidad del conjunto tan colosal, que el espíritu se sobrecoge ante aquella maravilla, no dando por largo tiempo cabida más que á una muda al par que profunda admiración.

Las proporciones del cráter son colosales. Lo forma en su conjunto la cavidad que deja el monte, el cual constituye en su configuración un cono, cuya base mide de bojeo unas 9 millas.

En el fondo del cráter se ven desigualdades, alternando las prominencias con lagunas de más ó menos extensión, impregnadas de materias azufradas según revelan el color de sus aguas.

Por intervalos y con más ó menos intensidad, se elevan columnas de humo de las distintas prominencias, que vienen á ser cual si el fondo estuviera salpicado de pequeños hornillos.

Aunque con trabajo y peligros puede bajarse al cráter, contándose en Talisay de un viajero, que no solamente descendió, sino que permaneció en el fondo muchas horas.

La mayor ó menor cantidad de humo que espele el volcán, la intensidad de calórico que irradia, la actividad en que mantiene sus hornillos, y las altas temperaturas y emanación de gases que constantemente se observa en las pequeñas lagunas, son indicios ciertos de que la lava y el fuego germinan en su seno.

Muchos archivos, y no menos crónicas hemos consultado referentes á Filipinas, y tanto en los unos como en las otras, las noticias que hemos hallado respecto al volcán son muy escasas, remontándose las más antiguas á últimos del siglo XVII; después, y con referencia á los años 1745 y 1749, se vuelven á encontrar algunos datos, confusos unas veces y exagerados otras, cual lo son la mayor parte de los que guardan las escasas y antiguas historias del Archipiélago.

El cuándo y el cómo se formó el volcán, ni la historia lo dice, ni la tradición lo relata; solo la configuración del monte, la relación que en sí guarda con las vertientes del Sungay y el estudio del suelo, pueden conducirnos á la hipótesis más ó menos aproximada de suponer haber corrido por lo que hoy es laguna, una cordillera, que comprendería desde las faldas del Sungay, á las riberas de la laguna de Bay, y quién sabe si llegaría más allá, encadenando sus ásperas lomas con los picos de la isla del Talin, yendo á perderse entre la fragosidad de Morong y Nueva Ecija.

Suposiciones son estas que no tienen comprobante alguno en narración escrita.

La última erupción del volcán acaeció há más de un siglo, pereciendo entre la ceniza y el fuego, entre otros muchos, la mayor parte de los habitantes del pueblo de Sala. El fraile que administraba su parroquia, describe el fenómeno en las siguientes líneas que literalmente copiamos:

«Por el mes de Diciembre de 1754 reventó el volcán más furiosamente que nunca, porque el ruido era como de una batalla muy grande, los terremotos espantosísimos y la oscuridad de la atmósfera tal, que puesta la mano delante de los ojos no se veía: la ceniza y arena que arrojaba era tanta, que cubrió todos los tejados y casas de Manila, la que dista unas 20 leguas y aun llegó hasta Bulacan y la Pampanga. Hervía á borbollones el agua de la laguna con los ríos de azufre y betún derretidos que bajaban del volcán, quedando cocido todo el pescado de ella, el cual fué arrojado después á la playa por la resaca é inficionó el aire. Los truenos subterráneos y atmosféricos se oyeron en todas las provincias circunvecinas. En Manila se comía con candelas encendidas al medio día. Duró esta calamidad ocho días cabales, quedando enteramente arruinados y aniquilados por las piedras y lodo del volcán, todos los pueblos que estaban á orillas de la laguna, á saber: Taal, que era entonces la cabecera de provincia, Tanauan, Sala y Lipá, viéndose obligados sus habitantes á buscar otros sitios más distantes del volcán donde establecerse, como de hecho se establecieron en los sitios que actualmente ocupan. El pueblo de Bauan, aunque al principio había estado también á orillas de la laguna se había trasladado al interior antes de esta catástrofe. Bayalan y los pueblos de aquel rumbo también padecieron bastante. Hubo muchas muertes de personas á quienes alcanzaron las piedras del volcán y los desplomes de los edificios. Perecieron también por la misma causa muchísimos animales y todo el arbolado y siembras de los contornos, pues la abundancia de piedra, ceniza y lodo, que vino del volcán lo soterró todo. El río grande, que comunica la laguna con la ensenada de Taal, quedó cegado casi del todo, y rotos y enterrados los champanes y demás bajeles fondeados en el río y la laguna. El mal olor de todas las materias extrañas vomitadas por el volcán, duró por espacio de más de seis meses y desarrollóse en su consecuencia una peste cruelísima de calenturas pútridas y malignas que acabó con la mitad de la provincia, pues de 18.000 atributos que tenían antes solo quedaron 9.000.»

Más de un siglo hace que el coloso duerme sobre las inmóviles aguas, envuelto entre el humo y las brumas. ¡Dios haga que sus impenetrables misterios no rompan algún día sus grandiosas cárceles de piedra!

CAPÍTULO III.

Punta Matoco.—Calmas.—Isla Verde.—El sudeste.—Marinduque y Mindoro.—Razas salvajes.—Sus costumbres.—Los negritos aetas.—Su manera de ser.—Inalug y Acubac.—De puerto Galera á punta Bunga.—Horizontes de Marinduque.—Isla Banton.—El Padre Pablo.

Á la vista de punta Matoco, límite de la provincia de Batangas, navegábamos en la mañana del día quince.

El capitán, la tripulación y el escaso pasaje experimentaba el malestar de la calma y el calor tropical, tanto más sensible, cuanto que nos encontrábamos bajo la influencia de uno de los puntos más angostos del estrecho.

La maniobra se hacía cada vez más difícil por el poco espacio de que se podía disponer, y sobre todo, por la fuerza de las corrientes que ora nos llevaban á las playas de Batangas, ora á las peligrosas costas de Mindoro, entre cuyas dos provincias se destacan los perfiles de la isla verde, atalaya que domina la entrada del estrecho que va á morir en San Bernardino, peñón que azotan las aguas del Pacífico.

Sin adelantar un cable y sin poder ganar una buena y segura vuelta, cruzando constantemente vela para evitar las corrientes, estuvimos no sé cuántos días á la vista de la pintoresca isla Verde, retrocediendo unas veces y avanzando otras por las bandas, siendo empujados á la tranquila ensenada de Batangas ó á las arenas de puerto Galera.

No hay nada en el mundo tan aburrido, como las horas que se suceden en un barco que se duerme bajo la influencia de las calmas.

Un amanecer y otro vimos al despertar la exuberante vegetación de la isla Verde, y cuando nuestro deseo creía desconocer aquella tierra, venía la voz del capitán con su sempiterno ¡levanta muras! y ¡cambia en medio! á recordarnos continuábamos de vuelta y vuelta, ó mejor dicho, que nos manteníamos sobre bordos en demanda del centinela del estrecho.

Cuando no reinaba calma, la ventolina soplaba por la misma proa. ¡Parecía cual si el islote se resistiera á dejarnos libre aquel difícil paso en medio del cual se levanta!

A la caída de la tarde del diez y nueve, las densas nubes que perezosamente descansaban sobre los lejanos picachos de Mindoro oscilaron en el firmamento, rodando á los pocos momentos compactas por la celeste bóveda, al empuje del tan deseado SE. Nuestro horizonte poco á poco fué cubriéndose de los blancos copos desprendidos de la región de las puras brumas, destacándose entre aquellos algún siniestro nubarrón, arrancado por el viento del seno donde se engendra el rayo.

El catavientos y las velas altas dieron señales de haber percibido las primeras caricias del viento que tanto deseábamos, despertando la María Rosario del letargo en que há tiempo estaba sumida.

El viento se entabló por completo, reinando con bastante fuerza el marcado en las monzones de Julio y Agosto.

Una vez que quedó la isla Verde entre la espumosa estela que dejaba en las aguas una marcha de nueve millas, el estrecho se ensancha y la navegación se hace más franca y menos peligrosa.

Con buen tiempo, SE. fijo, mar limpia de escollos, navegando en largo, demoramos por la proa la isla de Marinduque, teniendo á la banda de estribor las extensas tierras de Mindoro. Esta isla que tiene más de cuatrocientas millas de costa, es casi desconocida, cual sucede en el Archipiélago con otras muchas y dilatadas comarcas. Los habitantes del interior de la isla de Mindoro, han sido poco estudiados. El viajero, el curioso ó el que por su cargo inspecciona la isla, recorre las costas, siéndole muchas veces imposible internarse por oponerse la fragosidad del terreno, lo inhospitalario de sus pampas y bosques, la falta de caminos, la carencia de recursos y el estado de algunas tribus que se asemejan á las que habitan las montañas de Mariveles y algunas provincias del Norte.

Respecto á estas razas, apenas conocidas, dice una notable publicación que vió la luz en Manila, lo que sigue:

«En el terreno que ocupa la provincia de Ilocos Sur, habitan algunas rancherías, cuyo principal número se halla en las altas montañas que están en la parte Este. Entre ellas se hallan las de los tinguianes, busaos, igorrotes quinanos y negritos, las cuales se extienden por la gran cordillera, compartiendo su posesión con las de los itetapanes, quinanos, mayoyaos, silipanes y otras que se hallan en terrenos de otras provincias del Norte de la Isla de Luzón. Daremos una ligera descripción de las razas que habitan en parte de la provincia de que nos ocupamos, ó más próximas, que viven en rancherías y que tienen alguna comunicación y comercio con los pueblos civilizados de ella. Los igorrotes habitan las montañas de la parte más al Sur, confinantes ya con la provincia de la Unión; los que se hallan en los sitios más apartados de ellas, no tienen comunicación alguna con los indios cristianos, pero los que ocupan los primeros montes tienen algún trato con las poblaciones, y aunque su comercio es en cortísima escala y muy lento, se ejecuta por lo regular en cambio ó trueque, más bien que con numerario, pues de este solo se sirven para la compra del oro que traen en pequeñas partículas. Los igorrotes infieles admiten en cambio de sus efectos toda especie de animales, aunque sean inútiles y despreciables, como el perro y el gato.

«No conocen otra ley que la más completa libertad, sin subordinación á autoridad alguna, y son inclinados á toda clase de vicios. No usan otro vestido que una especie de faja de lienzo ó de corteza de árbol, según pueden, que se llama bajaque, y ellos la denominan baac, y una manta por lo regular de las que se fabrican en Ilocos, y se conocen con el nombre de bandalas, ó bien un pedazo de tela cualquiera que colocan sobre los hombros plegada ó suelta. Las mujeres usan una especie de camisilla ó chaleco, abierto por delante, que atan con unos cordones, y una manta ceñida á la cintura que las cubre hasta las rodillas. Los principales llevan la manta y el baac negro y con bordados; en sus lutos usan telas blancas. Los igorrotes son de buena estatura, su color es cobrizo amarilloso; los ojos grandes, rasgados y negros, y con el ángulo exterior muy agudo y más alto que el interior. Los carrillos anchos y juanetudos; el pelo es largo, muy negro, y áspero; el cuerpo robusto y bien formado; suelen pintarse de colores, y en la mano se hacen una figura parecida á un sol. Fabrican sus casas ó chozas de caña, cubriéndolas con cogon, formando la figura de un triángulo como una especie de tienda de campaña, y no tienen más luz que la que entra por el pequeño agujero que sirve de puerta; generalmente las tienen muy desaseadas. En el centro de la cordillera tienen casas mayores, de tabla de pino, que labran toscamente con una especie de cuchillo de dos cortes que llaman talivong y bujías, el cual les sirve de arma. Usan también como ofensivas la lanza, que arrojan con gran acierto, y las flechas, en cuyo manejo son poco diestros y no alcanzan en esto á los negritos. Se alimentan con arroz, frutas silvestres, raíces alimenticias, carne de búfalo, puerco y ciervo, que cazan y preparan para su conservación: según se dice hay entre ellos algunos que comen la carne humana, son muy asquerosos y padecen muchas enfermedades cutáneas. Las mujeres para los partos se van á la orilla de un río donde lavan la criatura así que ve la luz; se baña también la madre, y concluída esta operación, coloca el recién nacido en una especie de cestillo á la espalda y se vuelve á su choza. Su idioma es muy distinto del de los pueblos cristianos confinantes. La observación de las lunas les sirve de calendario, y aun para formar sus pronósticos; los hay llamados bravos y mansos, siendo los primeros los que no quieren comunicación alguna con los pueblos reducidos.

Los tinguianes es otra raza que se extiende por las montañas del Este de Ilocos hasta la provincia de Abra: son mucho más civilizados que los igorrotes, y casi no merecen la denominación de salvajes. Los hombres usan calzones anchos y una chaqueta ó chupa cerrada por delante, como la de los chinos: se arrollan una tela ó especie de toalla á la cabeza, cuyas puntas con flecos caen con gracia sobre la espalda. Las mujeres usan el mismo traje que las igorrotas, con la única diferencia de ser de color blanco, así como el de los hombres, muy aseado, y bordadas las orillas de colores cuando están de gala; desde la muñeca al codo se atan unos anchos brazaletes de abalorios de colores, tan apretados, que les suele producir inflamación en el brazo y la mano. Del mismo adorno usan algunas en los piés y hasta en la cabeza, ciñéndose también un turbante, y otras se ponen una especie de banda cuyo traje en conjunto es vistoso y bonito. El cutis de esta raza es blanco, y con corta diferencia como el de los chinos; su vida es frugal y aislada; comercian con los pueblos de cristianos; pagan reconocimiento en frutos ó en dinero; compran tabaco en los estancos de los pueblos reducidos, pero en una cantidad dada, que reparten con equidad entre todos los vecinos de una ranchería, son limpios y observan entre sí cierta etiqueta, viven tranquilos en sus pueblecillos, y su carácter pacífico pero suspicaz, los aproxima mucho á los indios civilizados. Hay algunos pueblos de ellos reducidos al cristianismo y cultivan extensos campos de arroz, teniendo piaras de carabaos, caballos y bueyes: se ejercitan en la caza de venados y son enemigos de los igorrotes. Esta raza por su color, facciones y traje, se cree sea descendiente de los chinos, que según tradición, se internaron por estos montes desde la provincia de Pangasinan cuando el pirata Limahon fué batido y obligado á reembarcarse; pero la historia de aquellos tiempos nada dice de que quedasen estos restos del ejército, antes bien asegura, que todos se embarcaron; pero ello es que esta raza de infieles es distinta enteramente de las demás que pueblan los montes del Norte de la isla de Luzón. Hay otra raza llamada de guinanos que habitan la parte interior del país y á la falda Este de la gran cordillera, que separa al Abra de Cagayan; son de carácter feroz, y en los meses de Febrero y Marzo suelen hacer sus correrías al Abra con solo el objeto de cortar cabezas, sean de cristianos, sean de tinguianes ó igorrotes: para ello se aprovechan de algún descuido; en teniendo alguna cabeza humana se retiran á sus pueblos con gran algazara, donde celebran una gran fiesta que dura muchos días. Concluída la fiesta, el matón guarda cuidadosamente el cráneo como prueba de su valentía, y es tanto más estimado por sus compoblanos, cuantas más cabezas ó cráneos adornan sus casas; suelen también estar en continua guerra unos pueblos con otros; siempre acometen á traición, y con grandes alaridos al echarse encima de la víctima. Aun no ha sido posible hacer que penetrara hasta ellos la luz evangélica.

Aunque bastante apartadas de la provincia de Ilocos por la parte del Este, ocupa también esta cordillera la raza de los busaos que confina con la de los tinguianes; sus tribus son de carácter dulce y hábitos más propensos á la civilización, se pintan el brazo imitando varias flores, llevan grandes anillos en las orejas y otros se cuelgan en ellas un gran pedazo de madera, lo que les alarga mucho la ternilla. El traje de los busaos es parecido al de los igorrotes, solo se diferencian en que llevan en la cabeza una especie de casquete ó solideo de bejuco ó de madera, cilíndrico y abierto por los lados que algunas veces adornan con plumas; en lugar del talibon usan una arma llamada ligua de la que usan también los tinguianes, que es como una hacha de hierro casi cuadrada, con una punta por detrás y mango corto, la que fabrican ellos mismos con hierro que extraen junto á Benang; cultivan arroz con muy buen sistema de riego.

Los negritos que ocupan las montañas de Ilocos más bien se extienden hacia la parte de Ilocos Norte que hacia el Sur; se diferencian poco de los demás negros de los otros montes de las islas; su escaso vestido suele ser de cáscara ó corteza de árboles ó alguna manta tosca; pagan reconocimiento cuando se les puede hallar, reconocen por reyezuelo al más viejo entre ellos, y entierran sus difuntos en el monte, poniendo junto al cadáver eslabón, piedra, yesca, un arma y un pedazo de carne de venado, y todo el que de ellos pasa próximo, ha de dejar algo de lo que cogió en la caza ó le dieron los cristianos.»

En otro lugar leemos:

«En las escabrosidades de las altas montañas de todas las islas Filipinas, y en las espinosas de sus impenetrables bosques, habitan numerosas razas ó tribus de infieles, hasta cuyos desgraciados individuos no ha penetrado aún, por desgracia, la luz del cristianismo y de la civilización. Las cordilleras de la isla de Luzón están habitadas por los igorrotes, tinguianes, ifugaos y otras razas de costumbres más ó menos feroces; pero la más generalmente extendida por todos los montes de las islas es la de negritos aetas, que por sus caracteres genéricos, su pelo crespo, sus labios prominentes y su ángulo facial, se cree por algunos, sean los primitivos habitantes de este suelo, pues concuerdan dichos caracteres con los de otros que residen en la misma zona tórrida de África y varios puntos de la Oceanía.

Los de estas islas viven errantes en la fragosidad de las selvas, y aunque los hay de ellos que bajan á comerciar y se comunican con los pueblos cristianos, se encuentran muchos que huyen de todo trato con los hombres de distinta raza, manteniendo una continua guerra con otros habitantes de los bosques. Se cree que los desmayas, malancos, manabos y tagabotes de la isla de Mindanao, así como los negros feroces de Nueva Ecija y otras tribus menos conocidas, sean pertenecientes á la gran familia de estos primitivos moradores de las islas.

Los negritos son en general pequeños, delgados y ágiles; pero no mal formados. Tienen la nariz gruesa y aplastada, el cabello crespo como lana enredada; el labio superior grueso y caído sobre el inferior; su color es más claro y menos feo que el de los negros de la costa de África, sin duda porque los de estas islas tienen más frondosos bosques donde resguardarse de la acción del sol y porque se comunican más con pueblos civilizados. Van completamente desnudos y se cubren con un taparrabos de cortezas de árbol; los que tienen trato más frecuente lo usan de tela, y llevan además un pedazo de coquillo de colores ó de manta echado sobre los hombros y se suelen poner un pañuelo en la cabeza. Los que comercian con dichos pueblos civilizados dan varios productos de los montes, como miel, cera y bejucos, á cambio de telas y de moneda: las mujeres de estos visten una ligera camisilla y un tapis; las de los más feroces van desnudas: las primeras colocan en su pelo un peine de caña, en el que ejecutan finas labores, y por sus orejas taladradas atraviesan un pedacito de rama en flor, que además de su erizada cabellera les da un aspecto extraño. Los hombres solteros suelen usar también el peine de caña, como distintivo de su estado. Todos ellos llevan siempre en su mano el arco y las flechas que acostumbran á envenenar con jugo de plantas que ellos conocen, en las cuales frotan é impregnan el hierro ó punta de ellas; algunos usan un carcax de caña bambú para colocarlas; en la cintura llevan un cuchillo ó bolo muy afilado.

Se casan muy jóvenes y aunque no se reúnen con sus mujeres, se les ve tomar estado á los ocho ó nueve años. Les gusta mucho estar junto el fuego; encienden grandes hogueras, y por la noche se acuestan sobre la ceniza caliente; para mayor abrigo suelen poner entre dos árboles una especie de techado de hoja de palma, y por la mañana levantan el campo para volver á dormir donde les coge la noche.

Las mujeres paren también sobre la ceniza: concluído el parto se bañan y vuelven á acostarse sobre ella y á cuidar de su hijo, el que cuando marchan lo llevan pendiente del cuello ó á la espalda, sostenido por un lienzo atado, ó por una corteza de árbol apoyada en la nuca.

No se les conoce religión alguna. Comen puercos de monte, venados y raíces alimenticias; pero nunca lo verifica uno solo. Tienen castigos de pena de la vida para sí y para sus hijos por varios delitos; uno de ellos es el de robar una mujer ajena; pena conmutable, entregando flechas y armas.

Nombran sus jefes á los más ancianos. Entre los que frecuentan para su comercio los pueblos cristianos, se suele investir á uno de ellos del carácter de justicia, el cual impuesto de su cargo, los reune y presenta cuando se les llama para el trabajo.

Sus distracciones consisten en el canto, en el baile y en ejercitarse en el manejo de sus armas. Ejecutan un baile llamado acubac que se reduce á poner á las mujeres en el centro, y los hombres agarrándose uno á otro por la cintura van marchando en círculo alrededor de ellas, levantando la pierna dando una fuerte patada en el suelo al compás de una canción muy lúgubre y pausada que con voz casi imperceptible entonan las negras, y á la que ellos contestan con una especie de terminaciones consonantes; á este triste canto le llaman inalug.

Por más esfuerzos que se han hecho por los PP. Misioneros y por las autoridades de las islas para civilizar á los negros aetas, y hacerlos vivir en sociedad, todo ha sido infructuoso. Aman su vida errante y salvaje, y tarde ó temprano se vuelven á ella; ha sucedido ya estar un negro enteramente civilizado y aun haber seguido estudios, y ha desaparecido para volverse al monte á vivir desnudo y salvaje entre sus compañeros. Estos desgraciados se niegan siempre á la luz de la verdad y de la razón.»

Las anteriores líneas son la prueba más concluyente de lo mucho que falta por hacer en Filipinas. A la vista de Manila, en su misma bahía, en la provincia de Bataan, se destaca la sierra de Mariveles; pues bien, en sus bosques hay razas errantes sin más dominio ni ley, que las que Dios les dicta, ni la potente voz de los elementos que se desarrollan sobre la inmensa copa de los árboles que les dan sombra, alimento y guarida, y las que impone en la punta de sus flechas el que impera por la ley del más fuerte.

Todas estas razas respetan instintivamente al español, sobre todo si no los hostiga y maltrata. El europeo que se pierde en los laberintos de bejucos y verduras de Mariveles, no tiene que temer por su vida aun cuando se encuentre con alguna ranchería de aetas; estos lo acogerán con mirada recelosa, mas bien pronto si ven que no les hacen daño, se tornan dulces y serviciales.

El estado pacífico en que viven las razas de Mariveles, es sin duda la causa del por qué no se las ha reducido, á pesar de habitar á las puertas de Manila.

¡Cuántos misterios desconocidos, cuánta riqueza oculta y cuántas cosas ignoradas contendrá la gran extensión de tierra que comprende la isla de Mindoro, desde puerto Galera á punta Bunga!

Las montañas de Mindoro poco á poco fueron ocultándose en los horizontes que dejábamos á la proa, aclarándose los de Marinduque por los círculos que abría en el espacio el bauprés de la María Rosario.

Las pequeñas Dos hermanas, formando el vértice del triángulo que cierran Banton, Bantoncillo, Simarra y Maestre de Campo, se destacaban perfectamente ante nuestra vista, como asimismo los pequeños islotes llamados Tres Reyes y el Diamante, azotados constantemente por las encontradas olas, efectos de las corrientes y las notables resacas que refluyen su influencia desde las costas de Marinduque.

La pequeña isla de Banton, nos trajo á la memoria un sin número de recuerdos y un gran caudal de observaciones. En sus estrechos límites habitaba nuestro querido amigo el Padre Pablo, fraile recoleto de gran iniciativa, ciencia y decisión, que después de haber desempeñado en Filipinas la supremacía del poder en la Orden, había dejado el peso y responsabilidad del Provincialato, por el recogimiento, la quietud y el aislamiento de la parroquia de Banton, islote casi desierto, inhospitalario y desprovisto de cuanto constituye lo más necesario de la vida.

Ya que la isla de Banton nos ha traído á la memoria á un antiguo amigo fraile, y ya que tanto se ha dicho de estos, añadamos nosotros en el siguiente capítulo una página más.

CAPÍTULO IV.

El fraile en Filipinas.

Al hablar de Filipinas es imposible dejar de ocuparse de las órdenes monásticas: van tan íntimamente unidas con la historia y vicisitudes por que ha pasado el Archipiélago, que donde quiera se relate un suceso, donde quiera se evoque un recuerdo, donde quiera se contemple una obra, allí está la mano, la inteligencia ó la actividad del fraile.

Para comprender lo que vale en el Oriente, para apreciarlo en todo su valor, es preciso vivir algún tiempo en el país.

El fraile es el ser cosmopolita de la India; en su historia lo mismo se le ve con el santo lábaro predicar la fe del Gólgota, que dar al aire la enseña de Castilla y voltear el bronce llamando á los buenos en el rebato de sus torreones, siempre que algún peligro ha amenazado patria ó religión: alentados por estas dos palabras han puesto repetidas veces sus pechos ante el enemigo de la raza, ó el cuello ante el cuchillo del martirio. Los campos de China durante más de dos siglos, la invasión de Manila por los piratas que hacían temblar al Celeste Imperio, y más tarde la gran bahía llena de naves inglesas, son imperecederas epopeyas en que las órdenes monásticas han vertido su sangre, su persuasión y sus caudales.

El cosmopolitismo del bien, volvemos á decir, está sintetizado en el convento.

A semejanza de la Edad Media, en que el Dios de las batallas con el ruido de sus armas adormecía la inteligencia; cual aquella época del arnés y de la lanza, se ocultaba en lo más recóndito de los cláustros la ciencia en el libro y el experimento en las primitivas máquinas; á imitación de entonces en que el fraile mantenía vivo el estudio y el saber, así en el día el cláustro en el Oriente cual templo de vestales, alienta la vívida luz de los humanos adelantos. Las bibliotecas de los Dominicos, llenas de preciosos códices; los gabinetes de física y química, con cuantos aparatos han inventado las nuevas conquistas de la inteligencia; las magníficas colecciones de la naturaleza tropical en todas sus manifestaciones; los góticos capiteles de Santo Domingo; las sólidas construcciones de Agustinos y Franciscanos; el golpear de las máquinas de vapor de los Recoletos; enseñan que la ciencia, el arte y la industria, tienen su asiento bajo la esfera de acción de las órdenes monásticas.

El convento no solamente sintetiza en Filipinas, la ciencia y el arte, sino que también el laboratorio, la enfermería y la granja-modelo.

Sabido es cuan escaso es el personal de médicos y cuántas provincias están entregadas á la virtud de sus plantas, á la tradición de sus remedios y á los ungüentos y recetas del convento. Tanto el indio como el castila que se siente aquejado de una enfermedad, llama al fraile á la cabecera de su lecho, ó va á buscarlo en sus hospitalarias casas-haciendas, en la seguridad de encontrar ciencia para la materia y consuelo para el espíritu.

La hacienda de Imus es una verdadera enfermería del castila, allí el que llega tiene cuidados, cama y mesa.

Desde el jefe superior de las islas al último desgraciado, tienen en Imus un cariñoso techo con solo llamar á aquellas puertas, abiertas siempre para el bien y la caridad. No es solamente lugar de convalecencia por sus condiciones naturales, sino que estas se aunan con el perfeccionamiento y con el arte. Los baños de impresión que tiene la casa son, sin duda por sus aguas y por la manera de distribuirlas, unos de los mejores de las islas.

Cuantos requisitos constituye la granja-modelo, se encuentran en la hacienda que nos ocupa. Espaciosos y bien preparados tambobos, magníficas plantaciones de caña dulce, buenas máquinas, extensas roturaciones, puentes, presas, encauces, sementeras y un perfecto reglamento de colonos se ven en aquella. El colono que experimenta una desgracia en el hogar, percibe cuantos auxilios le son necesarios; si la desgracia proviene del campo, si una avenida asola sus cosechas, si el tallo de la caña se agosta ante el destructor hálito de un tifón, el fraile remedia el mal sin que el colono vea amenazado su porvenir ante los sombríos colores de la usura. Cuando hay calamidades se perdonan las rentas, y el tambobo abre sus puertas, convirtiéndose en piadoso pósito, seguro remedio de la propiedad y del labrador.

El viajero tiene no menos ventajas que el colono y el enfermo. El que durante todo un día ha sufrido por bosques y caminos el sol tropical, el que el aguacero ha mojado su cuerpo, el que se ve rendido por el cansancio: alienta, se vivifica y cobra ánimos al oir los consoladores ecos de la esquila del monasterio, del convento ó de la casa-hacienda; bajo aquel bronce sabe hay españoles, hay patria, hay hermanos. Es preciso haber pasado un día en la India y sentir las fatigas del cansancio y la sed, para comprender en todo su valor lo que significan los ecos de la campana del convento.

El fraile del Oriente difiere completamente del que vulgarmente se conoce; por esa misma razón lo juzgan algunos mal. El que crea ver en aquellos el reflejo de los antiguos y silenciosos moradores de la celda ó los revoltosos señores de abadías, se equivoca soberanamente; ni tienen la maliciosa reserva y maquiavélica intención del claustro de la Edad Media, ni la turbulencia y fueros de los guerreros-frailes de la Reconquista, feudales señores de almena y mesnada, de cuchillo y caldera.

El ser que nos ocupa es franco, decidor, leal, caballero; participa de las buenas cualidades del mundo y el recogimiento ascético de la celda. Es, y esta es su principal cualidad, español por excelencia, y todas sus tendencias, lo mismo las que desarrolla en la plática, como en el púlpito, como en el hogar, tienden á la consolidación y bienestar de la colonia. En las veces que en Filipinas se han sentido los rumores de la rebelión, el fraile siempre ha estado al lado de su raza. No hay ejemplo alguno en la historia de las islas en que haya aparecido ni remotamente complicado contra los suyos. Si Filipinas tuviera una verdadera historia, se vería hasta qué punto fueron los frailes españoles en las memorables jornadas en que el invicto Simón de Anda dejó la toga por el talabardo, oponiendo la fuerza á la fuerza, la espada á la dominación, la argucia á la mayoría y el heroismo á la desigual lucha. En aquella campaña, un puñado de frailes contuvieron la dominación inglesa, teniendo en continua alarma á las centuplicadas fuerzas de los enemigos.

La influencia que entonces y ahora tiene el fraile de Filipinas, es preciso ser loco para no apreciarla y comprenderla. Como ejemplo de su influencia y de su poder citaremos un episodio acaecido en la insurrección de Cavite.

En la fuerza de la plaza se encontraba al sonar la señal el lego español de San Juan de Dios. Dado el grito, la rebelión desarrolló en su destructor círculo cuantos horrores caben en el saqueo y la matanza. La embriaguez y la sangre habían corrido desde el rastrillo á la plataforma, cuando aquellas hordas que gritaban muerte y exterminio, que no habían perdonado sexos ni edades, se prosternaron de rodillas ante el lego pidiendo les absolviera de todas sus culpas. Si el lego hubiera sido fraile, y si su falta de conocimientos hubieran estado representados por la elocuencia, confianza y prestigio del sacerdote, es posible que las palabras no hubieran sido obras, y la acción no hubiera pasado de proyecto.

El lego fué respetado, considerado y atendido por los que pedían la cabeza de los españoles, por el solo hecho de vestir un hábito y una correa.

El ascendiente que el Padre ejerce sobre el indio está fuera de duda, es indiscutible. Esta influencia es tan positiva que no titubeamos en asegurar, es el primer elemento de colonización que tenemos en Filipinas.

Al hacer las anteriores manifestaciones cumplimos con un deber de españoles: en este libro nos hemos propuesto decir la verdad en todo y por todo, y aunque las ideas y opiniones del autor difieran de las del fraile, está en el deber de hacerles la justicia de que son acreedores. ¡Ojalá que todos los españoles que vengan á Filipinas se conduzcan cual lo hacen aquellos! Si esto sucediera ni daríamos el alerta, ni abrigaríamos temores.

El fraile en Filipinas no solamente es un bien, sino que constituye una verdadera necesidad.

CAPÍTULO V.

El estrecho de San Bernardino.—Cabeza Bondog.—Ruinas.—El volcán Mayon.—¡Ancla!—San Jacinto.—Su Iglesia.—La india Ignacia.—El toque de oración.—El atung-taqui.

La navegación del estrecho de San Bernardino, constituye uno de los derroteros más bellos y variados que se conocen. Desde la bahía de Manila á las aguas del Pacífico, hay unas trescientas millas en las que se admiran toda la riqueza del suelo filipino. En el derrotero que nos ocupamos no se pierde ni un solo momento la vista de tierra, pasando tan cerca de ella en muchas ocasiones, que se hace precisa gran precaución.

No bien doblamos cabeza Bondog y ganamos las aguas que separan á la rica provincia Camarines Sur, de la isla de Burías, se principian á dibujar en los horizontes de Albay, el famoso volcán que se admira en medio de aquella provincia.

El volcán de Albay, llamado por algunos el Mayon, lo forma un cono perfectamente regular. Se encuentra en actividad y es difícil verlo despejado de nubes, las cuales lo ocultan casi constantemente, efecto de su gran altura, proximidad á los focos de grandes emanaciones y atracción que ejerce sobre los frecuentes chubascos que vierten sobre la provincia de Albay.

Las erupciones del Mayon son muy frecuentes, mas desde la acaecida á principios del siglo, de la cual se describen tales horrores, que causan verdadero espanto, son poco intensas, estando habituados los pueblos que se asientan á la falda del monte, á las convulsiones del gigante que en un solo momento podrá sepultarlos entre sus candentes materias. La ascensión al volcán es sumamente difícil y arriesgada, no teniendo noticias de que viajero alguno haya hollado con su planta el vértice del cráter.

El día que la María Rosario nos puso á la vista del Mayon, hubo algunos momentos en que por efecto del fuerte SE. pudimos admirar completamente despejado todo el espacio que cierra el magnífico cuadro que llena el volcán.

La provincia de Albay es, sin género de duda una de las más ricas del Archipiélago. El filamento llamado abacá, es una inagotable mina de los campos que comprenden aquella provincia.

Aquel producto ha llevado el bienestar y la riqueza á sus habitantes, los cuales á su vez, son la base de las cuantiosas fortunas que se han cimentado sobre el abacá: este es de tan buena calidad en los campos de Albay, que las cabullerías que con él se fabrican se confunden con las más sólidas de cáñamo, producto que en los usos de la marina se ha reducido notablemente, desde que se explota aquel filamento, el cual no solamente se consume en el Archipiélago, sino que cuidadosamente es almacenado y prensado para ser expendido en lejanos centros comerciales.

Las calmas que veníamos experimentando nos agotaron casi todo el fresco de que podíamos disponer, así que, aprovechando el seguro y resguardado puerto de San Jacinto, anclamos en él á fin de refrescar víveres.

San Jacinto es un pintoresco pueblecito situado en la isla de Ticao. Lo constituye aquel una extensa loma sobre la cual se asienta diseminado un corto caserío, en su generalidad de palma, destacándose por su construcción un antiguo baluarte, la iglesia, la escuela y la casa-tribunal. El cura que cuida de su parroquia se encontraba fuera del pueblo y nos dijeron era mestizo chino.

El baluarte de San Jacinto es sólido, de buena fábrica y perfectamente situado; se extiende por lo más alto de la loma dominando el pueblo y el puerto. En el ángulo que corresponde á su entrada y sobre una plataforma medio arruinada, se ve un cañón, que según sus dimensiones, pudimos calcular sería su calibre de 20 á 24.

La época en que se edificó el baluarte no la hemos podido precisar, revelando el estado de los muros su vejez, con la que lucha la consistencia y solidez de la construcción.

En el espacioso patio que cierra el perímetro amurallado, se encuentra la iglesia, y á medio concluir la casa parroquial; obra que según pudimos ver, pronto había de brindar toda clase de comodidades á su morador. La sólida fábrica de aquella espaciosa casa, á cuya sombra se alza la campana del templo; las aspilladas murallas que la resguardan; las plataformas y el bronce que la defienden; la estratégica situación que ocupa, y la bandera que flamea en lo alto del torreón, la asemejan más que á la casa del recogimiento y la oración, al antiguo baluarte de la Edad Media.

Aquellos muros carcomidos por el tiempo evocaron en nuestra mente todo el grandioso pasado de los caballerescos siglos feudales.

La raza que habita San Jacinto, es la india pura; hablan el visaya y sus moradores poseen todos los rasgos que caracterizan aquella. Son afables, fuertes y de facciones bastante buenas. Vimos una india llamada Ignacia, de un conjunto altamente simpático y agradable, sobresaliendo en ella un larguísimo y negro pelo, rasgo peculiar y distintivo de Filipinas, en donde los hemos visto como en parte alguna; consecuencia, sin duda, de no mortificar las raíces, pues generalmente lo llevan suelto, y sobre todo, por la fortaleza y consistencia que prestan los jugos del coco, aceite, cuyas propiedades es de todos reconocida.

A más del uso del aceite de coco, contribuye en gran manera á la conservación del pelo, el gogo, raíz parecida á la de la mora. Aquel se lava perfectamente y después se exprimen sus jugos. El jugo del gogo levanta en la batea donde se prepara, una blanca é hirviente espuma; su uso es muy frecuente y, general en Filipinas, y sin duda alguna que la frescura que presta á la cabeza y la limpieza que origina, son causa, en gran parte, de que sea sumamente raro encontrar calvos en el Archipiélago.

La población de San Jacinto la forman 1.800 almas, de las cuales tributan unas 500, calculando en 250 los niños de ambos sexos que asisten á la escuela, según nos dijo el Gobernadorcillo.

Los productos son: el abacá, el tabaco, la caña dulce, el añil y el coco; de este nos sirvieron por vía de refresco una suculenta ensalada hecha de palmito. El palmito del coco, es sin género de duda, el más sustancial y delicado de cuantos dan toda la diversidad de palmas.

Al toque de oración en Filipinas se le rinde culto.

Todo indio á la muerte del día, recoge su espíritu y pronuncia una oración mirando al Oriente.

La campana de la iglesia anunciando la oración, se mezcló con los redobles del tambor del tribunal, y los huecos y broncos sonidos del atung-taqui, que sirve para dar los alertas en las avanzadas ó bantayanes de algunos pueblos de Visayas.

El atung-taqui filipina, es el árbol hueco, descrito por los primeros exploradores de la India, y que todavía se conserva entre los moradores que habitan las orillas del Amazonas, y las dilatadas faldas del Chimborazo, según pudimos ver entre los objetos que los individuos de la expedición científica del Pacífico, exhibieron en los jardines del Botánico de Madrid.2 Dicha exposición se verificó el año 1866 y de ella publicó el autor de este libro una extensa Memoria.

Al toque de oración de San Jacinto se cierran todas las puertas y ventanas, y se apagan las luces, entonándose por los que se encuentran dentro de las casas el Ángelus; concluído este, cada cual vuelve á su conversación, su ocupación ó su paseo.

Nosotros hicimos una frugal cena, y después de interrogar sobre la localidad al Gobernadorcillo, buscamos el reposo en las mallas de una hamaca de abacá.

Ya que estamos descansados en tierra, y ya que hemos bosquejado á la ligera á una india, veamos en las páginas que siguen, lo que es la mujer en el Oriente.

CAPÍTULO VI.

La mujer india.—Angué—Pepay la sinamayera.—¡¡¡Una!!!

Desde los tristes monólogos de Adán (pues es de suponer no tuviera ganas de conversación con su ex-costilla, después de lo de marras) hasta los Apuntes de Catalina, y desde las lágrimas de Ovidio, á los ataques de nervios de Julieta, cuánto se ha dicho, y sobre todo cuánto se ha calumniado, es decir, menos cuando no se ha calumniado, á esas sensibles palomas sin hiel, á esas infelices y desgraciadas inocentes, á esas pobrecitas cofrades del sexo débil.

A lo mucho que se ha dicho, vamos á añadir un poco más.

No vamos á tratar á la mujer á la sombra de un patrón de la moda elegante, ni á la semiluz de una bambalina, ni á las tinieblas de un coche con cortinillas, ni á los truenos y relámpagos de un can-can; no, vamos á ocuparnos de la primitiva hija del Oriente, raza hoy poco conocida, que después de haber perecido casi por completo en las Américas, va siguiendo la misma suerte en los inmensos dominios que comprende la India inglesa.

La raza pura la encontramos en cerca de seis millones de seres, en el vasto Archipiélago filipino.

Descorramos las conchas, alcemos el tapanco ó descansemos un momento bajo el carang, y al tornasolado de las primeras, veremos á la india rica; bajo la palma del segundo, podremos estudiar la india industrial, ó sea la clase media, y al abrigo del tercero se nos presentarán perfectos modelos de las hijas desheredadas de todos aquellos dones que no sean el mojarse cuando llueve, admirar el sol cuando sale y limpiarse el sudor si tiene con qué cuando calienta, dones todos que la naturaleza prodiga de tal forma en el Oriente, que cuando llueve lo hace tres ó cuatro meses seguidos, con una fuerza, un viento y unos truenos, que ni hay más que dar, ni más que pedir.

Ya tenemos prólogo. Exhibamos los tipos.

Supongamos que son las diez de la mañana en Manila, y por consiguiente, la misma hora en cualquiera de los pueblos que forman Binondo; supongamos á más que es la fiesta de la Patrona y que estamos cerca de la casa del hermano mayor.

El hermano mayor es un sér exclusivo de Filipinas, es en las fiestas como si dijéramos, el caballo blanco de nuestros espectáculos, ó el editor responsable sin sueldo de un periódico demagógico en tiempo de los moderados.

Decíamos que estábamos cerca de la casa del hermano mayor, y esto bien fácil nos es conocerlo, porque distintamente llegan á nuestros oídos los ecos de la marcha de Pan y Toros, tocata ahora en boga en Filipinas, cual lo será Dios mediante, dentro de ocho ó diez años, la jota del Molinero de Subiza, ó la polka de Flama.

Ya estamos á la vista de la casa.

Banderolas de todos colores, pañuelos de todos ribetes, y trapos de todos tamaños, ondean ó no ondean (pues esto no depende del hermano mayor), suspendidos, no digamos de ventanas y balcones, sino de agujeros más ó menos grandes, abiertos en el cogon y algunos en la tabla.

La música la seguiremos oyendo, pues asisten las de los dos gremios, y mientras la una toca, la otra come ó fuma, y esto de amanecer á amanecer.

Alguna que otra dalaga, adornada con cuantos objetos relucientes ha podido encontrar, pasa por delante de nosotros con dirección á la iglesia ó á la casa del hermano, que de seguro es lo menos capitán pasado ó cabeza, de Barangay, sociales jerarquías que le dan opción al vos en el trato, á un asiento en la principalía y á un trozo de banco que procurará esté cerca, ó del canuto donde coloca el Gobernadorcillo el bastón, ó del tallado del respaldo que representa todo lo representable, pues en cuestión de dibujo y de talla los indios no atascan, y llevan su despreocupación hasta un punto que hemos visto el retrato de un General muy conocido, sustituído su nombre por el del bienaventurado Santiago, y todo porque el general está retratado á caballo y tiene algunos moros á sus piés.

Ejemplo del General convertido en Santo por la gracia de un cortaplumas, que ha borrado un excelentísimo señor, sustituyéndolo con un San Antonio ó San Andrés, es muy común, y menos mal que al pobre General lo hicieron Santo, pues si hubiera hecho falta una Santa, conforme rasparon el nombre, lo hubieran hecho con el bigote y la barba. Todo esto no se crea se hace riendo ni mucho menos, pues el indio posee una formalidad y una fuerza de convicción en ciertos actos, que se cree las cosas más raras y estupendas. De un frasco de cristal con tapón esmerilado, nos decía muy grave un criado al preguntarle por los bizcochos que guardaba, que se los había visto comer á las lagartijas.

El hermano mayor tiene, á más de las prerrogativas marcadas, el non plus de los honores; el más preciado y característico distintivo. Puede llevar dentro y fuera de su casa, lo mismo ante Rey que Roque, cual antiguo mesnadero, no crean ustedes que el sombrero puesto ó las manos en los bolsillos, sino muchísimo más; puede llevar una camisa de faldones bastante largos fuera del pantalón, y una chaqueta muy corta encima de la camisa. Esto no será muy bonito, pero es tan noble y distintivo que guay del plebeyo que sin haber sido siquiera directorcillo ó juez de sementeras, osara profanar aquella parodia de frac, que tiene por faldones faldamentos.

No queremos se nos olvide decir que la camisa oficial es blanca y la chaqueta negra.

Andando con dirección al ruido, hemos visto más de un camisa por fuera, ostentando un bejuquillo con puño de plata. Sus poseedores ejercen jurisdicción, tienen poder, son tenientes de justicia, funcionarios públicos que pueden llegar hasta el solio del superior munícipe, el día que su jerárquica persona se vea atacada de un fuerte romadizo.

Ya estamos frente á la casa del mayor cofrade; es de buen aspecto, su construcción llega hasta el despilfarro de ser la cubierta de tejas y estar rodeada de una espaciosa cerca de cañas, á cuya sombra, y atados á un arigue, gruñen uno ó dos babuis, huéspedes indispensables en toda casa india.

Un toldo que da sombra á parte del patio, bajo el cual toca la música; vistosas colgaduras en todos los bastidores de la casa; sinnúmero de faroles de todas formas, caprichos y tamaños, colgados, atados ó sostenidos donde quiera hay un clavo, un agujero, una rama ó un pequeño espacio, completan el adorno de aquella casa, que por su alegría y aglomeración de cosas y objetos, revela que sus amos están dispuestos á echarla por la ventana.

Si tenemos la suerte de ir acompañados del Jefe de la provincia ó Alcalde mayor, nuestra presencia será saludada con la marcha Real; si el bastón desciende de aquellas categorías, entonces nos tocarán el Mambrú ó las habas verdes.

Ya estamos dentro de la casa; ya están á nuestra presencia cabezang-Gogo; ñora Putin y la hija de ambos, la chichirica dalaga Angué; que es como si dijéramos en Europa el ex-diputado Sr. D. Gregorio, la respetable Sra. Prudencia y la elegantísima Srta. María.

Putin y Angué, ó sean Prudencia y María, son los tipos de la india rica. Observadlos y habremos llenado nuestro cometido.

Madre é hija en el momento que hemos pasado de la escala á la caída, dan la última mano á una de las mesas de viandas y dulces.

En las fiestas que describimos no hay sala de buffet ni una sola mesa. Todos los sitios de la casa son comedores. En la cerca comen los músicos; en la antecocina, el lancape se convierte en mesa para los batas y demás gente menuda. En la caída el lujo mejora notablemente. La caída es la destinada á los pretendientes á hombres de justicia, mediquillos sin parroquia, cuadrilleros en activo, tulisanes arrepentidos, jueces de ganados, aprendices á directorcillos y demás gente del bronce. Como la mesa de la caída está á la vista de los que suben, procura Putin que esté vistosa y arreglada, en tanto que Angué recorre los papeles de colores, inspecciona los tinsines y pone rodajitas de limón á los cochinillos fritos, manjar indispensable, sin el cual no hay convite posible en la India.

Arreglada la caída, las dueñas de la casa se dirigen á la sala. Aquella es el tabernáculo, es el arca santa donde se ha puesto todo el esmero y cuidado.

Andemos despacio no nos escurramos sobre las lucientes tablas del pavimiento recién frotadas con hojas de coco, impregnadas de aceite.

El conjunto que presenta la sala es de lo más abigarrado y churrigueresco que imaginarse puede. Al lado de un fanal cuyos cristales enseñan el Cristo de Antípolo vestido de general, lucen sus contornos dos figuras de barro de China, sobre las cuales se apoyan bombones de caña, llenos de tabacos, bandejitas de cristal con fósforos y buyos; y si las figuras conservan las manos, un pico en el sombrero, ó cualquier punto saliente, se ven colgados rosarios, candelas, parches milagrosos y relicarios.

Las paredes están cuajadas de pabellones de coquillo colorado, bombas, farolillos, vasos, y guirnaldas de ramaje ó flores de papel.

En un rincón se ostenta una lujosa arpa; esto ya quiere decir algo.

El centro de la sala lo ocupan dos mesas: en la una están los platos, botellas y repuestos de todas clases. La otra, ¡ah! la otra merece mucha atención. ¡Es la mesa oficial! Es como si dijéramos, la sepultura de la mitad de la fortuna de cabezang-Goyo.

La mesa oficial se sabe tiene mantel por las caídas, pues lo que cubre la tabla está completamente lleno de cuanto produce la India y los establecimientos de Europa. Donde no hay sitio para una fuente, se coloca un candelabro; donde no halla lugar un plato, se acomoda una taza; si no hay asiento para una jícara, se reprieta una copa; y por último, los huecos que quedan se rellenan con penachos de palillos de dientes, ó tiras bordadas de papel de colores.

Todo se ha inspeccionado por las amas de la casa, todo se ha visto y todo se ha manoseado.

El gusto estético de la india rica ya lo han visto ustedes.

Ñora Putin descansa en una mecedora; su hija da vueltas á un collar de olorosas sampaguitas, entrelazadas en una fina hebra de abacá. Las dos callan. Examinémoslas, y si es posible sepamos qué piensan.

Angué es una muchacha de 15 á 17 años; su padre no recuerda el año que nació, pero sabe el nombre del cura que la bautizó, y el del Capitán general que mandaba entonces las islas.

Para un práctico del país, Angué es guapa; es más, es muy hermosa.

Esto merece una explicación.

El tipo indio difiere poco: así que para hallar diferencias es preciso la práctica y el tiempo. En corroboración de esto, puedo decir que tardé más de dos años en distinguir la fea de la guapa; hoy ¡ah! hoy ya es otra cosa; he comido mucho plátano, y he estado trimestres enteros sin ver siquiera un cuarto de cara de las de allá, así que puedo asegurar que Angué es muy guapa.

Fotografiémosla.

Angué es alta, fuerte, de abultadas y exuberantes formas; ha dejado de jugar con las sampaguitas, y apoya indolentemente su cuerpo en las conchas. Todo su sér respira dulzura y melancolía. Sus ojos, ligeramente entornados, están fijos, están en uno de esos momentos en que no ven; tiene la falta de vida que constituye en la inteligencia esas profundas abstracciones en que nada pensamos. Los ojos de Angué son negros, cual negras son sus largas pestañas y su hermoso pelo, que esparcido en hebras le cubre la espalda y los hombros, haciendo resaltar el color cobrizo de su cara, rasgo característico de la india, en cuyos cutis jamás encontraréis otro color. La nariz es menos chata que las de su raza. Su boca es pequeña, aunque de labios un tanto gruesos; sus pómulos pronunciados; la frente deprimida; los dientes pequeños y ligeramente coloreados por los jugos del buyo, y mórbidas y correctas sus formas, según podemos ver bajo la transparencia de su rica camisa de piña.

Angué viste un costoso traje. Cual en Madrid en tiempos, el día del Corpus, daba los patrones á la moda, así en Filipinas los da el de la fiesta de Binondo. Con arreglo á lo tácitamente convenido en aquella, nuestra dalaga ostenta camisa de piña sombreada, corto y airoso tapis de glasé, vistosa saya de gró á rayas verdes y blancas, chinela bordada en plata, escapulario de finos relieves y terno completo de corales.

El traje de la india rica, que hoy se confunde con el de la mestiza, es sumamente gracioso. No siendo una mujer verdaderamente fea, parece bonita con el pintoresco atavío de las hijas del Oriente. Ahora sí, lo que debemos manifestar es que el aire para llevar ese traje es preciso tomarlo desde el vientre de la madre. Con el tapis sucede lo que con la mantilla; ni se puede falsificar ni se puede parodiar. Para llevar tapis hay que nacer á las orillas del Pasig, como para terciarse una mantilla no hay más remedio que comer las papillas acariciado por las brisas de Sierra-Nevada, dormir arrullado por las palmas y el polo gitano, despertar con el alegre volteo de la campana de la Vela, saber beber manzanilla, y en fin, y ¡viva mi tierra! haber nacido en aquel pedazo de cielo que se llama Andalucía.

La mirada de Angué sigue inmóvil.

¿En qué pensará?

¿Abrigará temores? No. El sol alumbra en el horizonte sin nubes, los canarios de China cantan sus amores, las bomgas y las palmas baten sus hojas ante la fresca brisa del mar. Con cantos, flores y luz no puede haber temores. El Asuang y todos los malos espíritus, ya sabe la dalaga que buscan las sombras.

¡Inmóviles siguen los ojos de Angué! ¿Dormirán ante el temor de algún remordimiento, ó ante el éxtasis del placer de una satisfecha venganza? No. Angué no tiene remordimientos, como no los tiene ninguna india. Todo lo que hacen creen lo pueden hacer.

El deber y el honor tiene en la india una interpretación muy diferente que en el viejo mundo. Entre la raza pura, no habría necesidad de escrituras ni protocolos. Jamás una india del interior ha negado una deuda, como jamás ha llegado á ocultar un momento de pasión en el sangriento drama del infanticidio, ó en el misterioso torno del expósito.

Lo que hace, si no lo pregona, tampoco lo oculta. Sufre con resignación cuanto le proporciona su culpa, y ni se queja, ni se lamenta, ni se arrepiente.

¿Amará Angué? ¿Obedecerá su languidez á uno de esos tiernos sentimientos que llenan el alma? No. Las pasiones de Angué, como todas las de su raza son momentáneas; aman hasta el delirio, pero olvidan hasta la absoluta indiferencia. Es cierto que las horas que aman las rodean de cuantas ternezas caben en el humano corazón, y de cuantos cariños y locuras puede soñar un sér amante. Ella vela el sueño—ella aletarga dulcemente nuestro espíritu con el cadencioso susurro del cundiman ó el mimoso mata-mata; ella refresca nuestro ardoroso cuerpo con el paypay ó el pancag; ella nos rodea de una perfumada atmósfera con las hojas del ilang-ilang ó las blancas sampaguitas; ella, si nos ve tristes, dice en su sencillo y poético lenguaje que el cielo tiene nubes; ella, paloma del Oriente, arrulla á su amante con sus palabras, sus caricias, sus canciones, mas ... en estos momentos de abandono, sin saber por qué, sin causa ni motivo alguno, cesan sus caricias y callan sus pasiones. El genio de la inconstancia sustituye al dios de los amores; y la que momentos antes era la esclava, torna á ser señora y deja el nido y al amante sin amor, sin pena y sin recuerdos.

La india posee el indiferentismo en un grado tal, que todo le importa poco. El amor propio suele adormecerla alguna vez, pero el despertar es momentáneo. Pruebas del indiferentismo indio se ven inmediatamente que se ancla en un puerto de Filipinas. Asistid á un entierro y las lágrimas que allí veréis, son cual el de las antiguas plañideras: estas desempeñaban su papel por el dinero: la india rinde un tributo á la costumbre; vió que lloró su madre cuando murió su abuela, y ella llora cuando se muere su madre, sin que esto sea obstáculo para reir ó bailar á las dos horas de verificarse el entierro. Entrar en una casa de juego, pasión culminante de la india, y allí la veréis sin contraérsele un músculo de su cara, y sin pronunciar una palabra mal sonante su lengua, perder su último dinero, y pasar de la riqueza á la indigencia como si tal cosa. Colmarla de favores y de beneficios y os dará si lo pedía cuanto tiene; más no esperéis una palabra de consuelo en el dolor, ni una lágrima, ni un significativo apretón de manos en un momento solemne.

En la indiferencia ni nacen venganzas, ni anidan amores, ni se evocan recuerdos.

Angué es indiferente.

Angué sigue inmóvil. Ni piensa, ni siente, odia, ni ama.

Angué duerme.

* * * * *

Esta es la india rica, este es su tipo. Llegará la tarde y disfrutará un momento de vanidad al contemplarse rica y hermosa: se comparará con las demás y se verá la dalaga mejor ataviada de la procesión. Esta pasará por delante de su casa cuyas conchas atestadas de castilas le mantendrán la vanidad, Concluída la procesión hará los honores de la casa, dará doscientas vueltas alrededor de la sala, ofrecerá sin cesar en bandejitas de cristal, pequeños bullos y secos tabacos, bailará y hasta hará vibrar en el arpa los recuerdos de alguna canción morisca ó evocará la triste historia de Atala, desfigurada por la sangrienta mano de algún joven filósofo.

Después ... después la música dará su último trompetonazo, los tinsines su postrimer chisporroteo, y Angué despojada de sus galas ni aun soñará con el triste Chartras.

Descorramos los bastidores.

Veamos otro tipo.

Entre la iglesia de Binondo á la capitanía del Puerto, hay una calle llamada de San Fernando: en la parte izquierda un trozo tiene portales.

A los portales de la calle de San Fernando vamos á llevar á nuestros lectores.

En una de las tiendas, mejor dicho cajones, está nuestro tipo.

Pepay, sentada en el pequeño mostrador, observa á los transeúntes al par que con una mano acaricia un fardo de diversas y pintarrajeadas telas, y con la otra perezosamente da vueltas á un pequeño listón de narra que le sirve de medida.

Parémonos ante aquella tienda.

Estamos frente á frente á Pepay la Sinamayera.

La sinamayera, ó sea vendedora de telas, representa la clase industrial, la clase trabajadora.

Nosotros ya la conocemos de antiguo, así que de antiguo sabemos su historia. La hemos visto crecer y no ignoramos todas las fases por que ha pasado para llegar á ser tendera.

Contemos su historia.

Pepay no conoce á sus padres. Huérfana y niña recuerda haber dado sus primeros pasos, en la caída de una casa grande. Pertenece á lo que se llama la dudosa clase de crianza.

El nacimiento de las crianzas en su generalidad envuelve más de un misterio. La primera bola de morisqueta la hacen en casa respetable, y dan el título de tía á la dueña de ella.

En Filipinas también hay sobrinas.

Nadie recuerda cuando nació Pepay ni quién la bautizo, pero todos saben es sobrina de su tía.

Tan luego empezó á balbucear en la Cuaresma las dos mil mangas que empiezan con manga Pilatos, y concluyen con manga celestial, Pepay pasó del bullicio de la casa al recogimiento del beaterio. Allí aprendió á leer y escribir, y en estos progresos murió la tía.

La pensión dejo de pagarse. Los herederos de aquella no estuvieron todo lo propicios al reconocimiento del parentesco, y Pepay se encontró en el mundo á los quince años, con una regular figura, unos cuantos conocimientos, un buen deseo y un tanto de malicia, fruta que sazona en todas las corporaciones de gente joven.

Pepay, como todo ser racional de la India, tenía su compadre. Este mantenía un pequeño tráfico naval. Era dueño de unos cuantos cascos; proveía de leña las tahonas de Joló y Gunao; hacía comercio de aceite y palay; contrataba carga y descarga, intervenía en alguna pequeña contrata en el arsenal, y por último, daba dinero á módico precio. Tan heterogéneo comercio encontró una especie de tenedora de libros en la crianza.

En su nueva profesión aprendió Pepay toda la ciencia bursátil: profundizó los productivos misterios que puede encerrar el lamcape de la bullera, el lusong de la pilandera, y las telas de las sinamayeras, oprimidos seres, sujetos en su mayoría á la usura, terrible enemigo del capital.

Con una mediana usura, un cuaderno de cuenta y una regular disposición, en poco tiempo puede hacerse de un peso tres, multiplicación que acabó de comprender Pepay en las complicadas listas de una vecina, cabecilla de mesa de la fábrica de tabacos de Fortín, personaje que, Dios mediante, encontraremos más adelante.

Teniendo Pepay alas propias, principió á volar fuera del círculo de las operaciones ajenas.

Explotó zacatales, y unas veces teniendo aparceros y otras casamas, recorrió en pequeña escala todos los negocios.

En las relaciones de su tráfico tuvo ocasión de tratar con un guapo mestizo, y con él y algunos cuartos dió fondo en los soportales de San Fernando, abriendo al público y á sus muchos amigos una tienda de sinamais y otras telas.

La india industrial difiere de la rica en que aquella tiene actividad por días mientras que á esta constantemente la domina la pereza.

La primera gestiona sus negocios, piensa y observa, va y viene con un pañuelo lleno de cuentas, reclamos y papeles; la segunda, comparte la vida entre el baño, el petate, las fiestas y los paseos á la luz de la luna.

Pepay, no por ser industrial deja de ser india; así que su actividad á lo mejor se convierte en pereza, y sus ahorros, planes y cálculos se pierden en la inercia, en una apuesta de un gallo ó un entrés contra una sota.

Pepay difiere poco de Angué; es preciso fijarse mucho para distinguir la india que compone la aristocracia del dinero, á la que caracteriza la del trabajo. La verdadera diferencia está entre la clase pobre y las demás, según podremos ver en el boceto del siguiente cuadro.

En la caída de una elegante casa de uno de los aristocráticos barrios de Manila, vese sentado sobre un petate un ser que con solo mirarlo se comprende arrastra su existencia por el triste arenal de las penas y amarguras. Aquel sér es una mujer, mejor dicho, una niña. Sus facciones están demacradas, y son miserables sus escasas ropas. Entre sus descarnados y largos dedos, esponja y prepara una batea de gogo que servirá para refrescar y limpiar la cabeza del soberano de aquella casa.

El soberano no es soberano, sino soberana. Es la casa de una rica y guapa mestiza.

La pobre niña mira la hirviente espuma que forman los jugos del gogo con la infantil complacencia de la que eleva blancas burbujas de jabón. En su sonrisa hay, sin embargo, un no sé qué difícil de explicar. Aquella unas veces parece reflejar una completa idiotez, al par que otras transparenta una melancolía, una pena y un sentimiento, cual si aquella sonrisa la alentara el genio que guarda los misteriosos secretos del alma.

¡Pobre niña! ¿Cuál será tu porvenir? ¿Cuál tu pasado?

¡Tu presente es negro, cual las alas del panique de la noche! ¡Tu existencia triste, cual tristes son esas melancólicas flores que crecen en todos los cementerios de la India ! . ¡Ha tiempo eres esclava! ¡Ha tiempo fuiste llevada al mostrador de la usura y quedaste empeñada!

Tu madre era cigarrera; un día necesitó pagar una deuda, y no teniendo dinero se lo pidió á la cabecilla de su mesa: esta se lo dió ¡pero á qué costa! Tú fuiste la hipoteca de aquel contrato; tu sangre, y un trabajo sin tregua ni descanso, los réditos; y la absoluta pérdida de tu libertad, la cláusula de aquel monstruoso pacto. Desde aquel momento tuviste una despótica señora. El dinero dado era poco, más los réditos eran muchos; tu sudor era el pago. Tres años de continuos trabajos, no solo no bastaron para amortizar el capital, sino que acumularon los réditos.

La madre de la pobre niña murió.

La hipoteca que aquella contrajo, estaba existente.

Un día la mestiza, á quien sirve la niña, necesitó un ser de sus condiciones; habló con la cabecilla, y previos justos y legítimos pagos, le transmitió la propiedad, sin que para nada interviniera la voluntad de la enajenada.

Se dirá: pero la esclavitud ¿existe en Filipinas? ¿no hay leyes? ¿no velan justos tribunales?

Los hay; pero ¿qué sabe la pobre niña de leyes, de jueces, ni de derechos? Desde los pechos de su madre solo aprendió deberes. ¡Su ciencia se reduce & obedecer y llorar!

Aquel desgraciado ser que prepara el gogo, es posible que muera sin haber podido pagar con una vida de trabajos el rédito de ocho ó diez pesos dados á su madre. La ropa que usará mientras esté bajo el dominio de su señora serán los últimos harapos de la casa, dados por supuesto, con su cuenta y razón.

No decimos el nombre de la niña, porque no lo sabemos; es más, no lo sabe nadie. Su ama cuando la llama, dice solamente ¡una! y esa una es la desgraciada hija de la cigarrera.

Es cierto que estos abusos van desapareciendo ante la asidua vigilancia de la autoridad; más sin embargo, tipos como el anterior se encuentran todavía en Filipinas.

Hemos descrito la individualidad; volvamos hoja, y aunque ligeramente y á grandes rasgos, veremos la colonia en general.

CAPÍTULO VII.

España en Filipinas.—Colonización.—Política.—Tolerancia religiosa.—Juramento chínico.—Pascuas, festejos y Confucios.—El matandá.—El municipio dentro del municipio.—El empleado.—Patriótico aviso.—Desconocimiento de Filipinas.—Reformas y mejoras.

Todas las colonias del mundo obedecen á un sistema fijo, á un fin dado, beneficioso al dominador, al par que al dominado. La colonización inglesa, la holandesa y hasta la misma francesa, bien se estudie bajo el cosmopolitismo comercial de Singapore; bien en las primitivas costumbres del malabar que lleva sus dedos á la frente en señal de acatamiento ante una civilización de que se utiliza, por más que no comprende; bien se aquilate en las colosales obras de la cisterna de Aden; bien en las riquezas de los mercados de Calcuta y Bombay; bien en la transigencia de la pagoda; bien en las sagradas corrientes que baten la druídica peña ó dan vida al muérdago del sacrificio; bien que esa colonización se levante á la sombra del peñasco de Hong-Kong, atalaya que vigila al Celeste Imperio; bien que se extienda por las abrasadas arenas de la Arabia, bíblicos recuerdos que evocan las civilizaciones faraónicas; bien que respete antiguos usos, contemporizando con las grotescas fórmulas del ritual cipayo; bien viva bajo el protectorado yankee en las ondas del Pacífico; bien á la sombra de la tricolor bandera de Saigón; bien que se extienda desde los modestos establecimientos de Macao, á las opulentas factorías de la India y de Java, donde el indígena percibe los efectos del telégrafo y del vapor, sin que jamás llegue al conocimiento científico de las causas que obran bajo el émbolo de la caldera que desarrolla la fuerza ó la confusión de los elementos de la pila que arrancan el rayo; bien que la metrópoli explote, ora el sensualismo malabar, ora el embrutecimiento en que reduce al chino las perniciosas emanaciones del anfión, siempre vemos su razón de ser, su principio vital de conservación, extremo al cual debe llevar la raza dominante todo su estudio, toda su ciencia y todos sus cuidados.

En Filipinas, en ese riquísimo Archipiélago que constituye por la feracidad de su suelo la colonia mas rica del mundo, en lo único que puede decirse se asemeja á las demás en cuanto á la constitución que las gobierna, es en la tolerancia, tanto religiosa como político-administrativa.

En un país como Filipinas que viene anatematizado poco menos que como una sucursal de los antiguos y terroríficos tribunales del Santo Oficio. En Filipinas, nido de frailes, de procesiones y de jesuítas ¡cosa rara! puede decirse hay libertad de cultos. ¿Se creerá esto de aquellas comarcas simbolizadas por el que no las conoce bajo la intransigencia del exorcismo, de la intolerancia y de la presión del púlpito y del confesonario? La libertad de cultos existe de hecho y de derecho; tanto es así, que se ha legislado y está, vigente en los Reales autos de las Islas las complicadas fórmulas de los juramentos chínicos; de modo que no solo el chino practica su ritual, sino que hace partícipe de él á católicos rancios, pues no otra cosa sucede ante el sacerdocio de la ley, tan luego acude en juicio un chino y pide la solemnidad del juramento. Esta petición es legítima, la ampara la ley, y el juez se ve precisado á presenciar, autorizar y respetar el que el santuario de la justicia se vea ahumado ante el fuego de las invocaciones, y los profundos textos del Rey Sabio interrumpidos por el cacarear de los gallos blancos que han de ser degollados en el ara, que no es, ni más ni menos que el pavimento de los estrados del juzgado.

La pascua chínica se celebra en Filipinas por los sectarios de Confucio, frente á frente de la autoridad y de las Ordenes monásticas, sin que la una ni las otras les pongan el más ligero veto. La quema de las candelas, los altares que se ven en la mayor parte de las casas de los chinos, la práctica de su ritual, y la exhibición de sus genios y Confucios son bastantes pruebas de la tolerancia, ó mejor dicho, de la protección en materia religiosa.

Esta transigencia que vemos en el terreno de las conciencias, la vemos quizá más amplia en el régimen y gobierno.

En Filipinas casi casi puede decirse impera tácitamente una Constitución, que se aproxima á las más avanzadas. Esto parecerá una paradoja. ¡Encontrar la libertad en lo que se cree el absolutismo! ¡Hallar la fórmula federal al pie de los sombríos muros del convento! ¿Es esto posible? Recorred los dilatados campos de Filipinas, y al encontrar el modesto bajay del indio, descansar un rato á la sombra del cogon ó la palma; estudiar la familia que guarece y veréis una pequeña colonia sujeta á la voz patriarcal del matandá, ó sea el más viejo. Donde éste pone su veto no hay réplica ni discusión, sino obediencia. Este jefe de familia en unión de algunos de su gremio, nunca de otro, se sujeta en sus relaciones con el Estado al cabeza de Barangay, autoridad electiva que vela al par que vigila por las familias encomendadas á su cabecería, la cual rinde homenaje ante el Alcalde pedáneo ó sea Gobernadorcillo, funcionario que ha de salir del mismo gremio que sus gobernados. Bajo este sistema que nace en el patriarcal, y que constituye el Municipio dentro del Municipio, puesto que cada uno cuida de las propias necesidades y de las circunscripciones en que habita, vive el indio bajo sus primitivas costumbres con una libertad no interrumpida por la confusión de razas, puesto que lo mismo aquel que el mestizo y el sangley, saben que su Municipio ha de componerlo, tanto en la Principalía como en los Barangais, individuos de su misma raza. Dígase si esto no es la vida del Municipio dentro del Municipio y si esta es una odiosa esclavitud ó una benéfica dominación.

A ser posible que el indígena pudiera comparar viendo lo que pasa en las demás colonias, de seguro bendeciría día y noche el patriarcal dominio que por ellos vela.

Desgraciadamente, nuestro sistema de colonización pierde su semejanza con el de las demás, en otras muchas cosas, haciendo llegar no pocas veces la metrópoli á sus posesiones un hálito que si en Europa vivifica en el Asia envenena.

En Oriente el español no puede ni debe ser más que español, ajeno de pasiones políticas y exento de miserias cortesanas. La clave de este principio fundamental de colonización está en los gabinetes de Madrid. La elección del empleado, su mayor saber, las garantías para el porvenir y la verdadera estabilidad son las bases en que se asienta en otras colonias la gran obra de su dominación.

La Inglaterra en la India, la Holanda en Java, y hasta el Portugal en China, sus empleados son escogidos entre los buenos, son vigilados y templados en el yunque de una constante inspección. El que sale de la prueba, el que con su ciencia y merecimientos es declarado como bueno, su porvenir en Colonias es seguro, cual seguro es el bienestar de sus deudos si alguna de las enfermedades le hacen dormir el sueño eterno lejos de su patria y de la fosa donde descansan los suyos.

Bajo este principio nace la emulación y el perfeccionamiento en la esfera del deber. La práctica facilita el trabajo, al par que las virtudes del bien y de la moralidad se aunan bajo la morada en que se podrán llorar ausencias, mas no temer la venida del correo y la cesantía, y con ella quizás el mendigar el pan ó volver á su nativo suelo enervadas las fuerzas por una laboriosa aclimatación, ó muerta la fe ante una larga serie de sacrificios olvidados.

Estabilidad y suficiencia en el empleado. He aquí la clave de todas las mejoras.

Filipinas es dócil y ama al español. La suerte de Filipinas reside en Madrid.

Con tiempo damos el alerta desde sus tranquilas tiendas.

Mucho se habla de nuestras colonias del Asia y no menos se escribe, ¿pero en qué tonos? ¿por quién? y sobre todo ¿con qué grados de conocimientos? Unos, porque absolutamente no conocen la localidad; otros, porque alientan ideas rutinarias ó quizás lo que es peor, por querer vengar rencillas y miserias, y los más, porque toda su experiencia y saber se reduce á haber ido cuarenta días en un camarote, instalarse en Manila, cobrar una nómina conociendo al habilitado, aunque no siempre al jefe, extender sus correrías por el país á la Calzada, los fosos de Santa Lucía, el campo de Bagumbayang y lo más lo más llegar á las aguas de Malinta, ó á las provistas despensas de los frailes de Imus; y con semejante extensión de tierra y el solo hecho de haber desembarcado en Manila y vivido unos cuantos meses ó años dentro de su murado recinto, arreglan el país y escriben furibundos artículos que no tienen de Filipinas más que las gotas de sudor que caen de la frente á la cuartilla.

Es preciso comprender y acabar de persuadirse que Manila ni personifica ni representa más que un pueblo grande, que en vez de reflejar las costumbres de la India lo hace más bien de las de Europa.

¿Qué español que no haya salido de Manila conoce las costumbres de los siete millones de habitantes de las Islas, ó los rudimentos de cualquiera de los treinta y tantos idiomas que se hablan? Ninguno.

Filipinas donde hay que estudiarlo, es en sus dilatadas pampas, en sus bosques vírgenes, en sus campos de impenetrables cogonales; allí bajo la palma ó la bonga vive y muere el indio en su primitivo estado, con su dulce carácter, su notable indiferentismo y su felicidad no perturbada por las exigencias que aumentan al par que la civilización crece.

El elemento español, volvemos á repetirlo, porque mucho importa, es lo primero en que debe fijar el Gobierno todo su cuidado. La ignorancia por una parte, antiguos hábitos por otra y confusas ideas que no concluyen de conocer las cabezas en que bullen el daño que hacen, es lo que, salvo honrosísimas excepciones, constantemente están llegando á las ricas y fértiles comarcas del Oriente. Hasta el día en que el funcionario se persuada que al llegar al Corregidor debe ser otra cosa distinta de lo que hasta entonces fué; hasta que comprenda que ciertas ideas debe guardarlas cuidadosamente en el secreto santuario de los recuerdos sin que jamás salgan á la lengua; hasta que la inamovilidad del empleado sea una verdad al par que verdad sea su suficiencia; hasta que la confianza y las garantías alienten el comercio y con él la acumulación de capitales; hasta que el español descentralice el producto de manos extranjeras; hasta que una buena inteligencia secundada con un buen deseo, haga de las provincias tabacaleras lo que deben ser; hasta que la ilustración universitaria llegue solamente al conocimiento de la virtud y no al comentario histórico de los pueblos y de los derechos de los hombres; hasta que ingenuamente y con los datos á la mano confesemos que el fraile podrá ser, habrá sido y será en Europa lo que se quiera, pero que en Filipinas es una necesidad personificadora de dominación y de ahorro, lo primero, porque fueron siempre españoles, porque ejercen una influencia positiva y porque conocen el país; y lo segundo, porque son los soldados avanzados que menos cuestan al Estado; hasta que el conocimiento del fraile origine las garantías para el porvenir que tiemblan al par que preveen; hasta que en ellos renazca la antigua confianza, no del poder omnímodo que ejercieron, sino de la estabilidad porque temen, ante cuyo temor nace el indiferentismo, que previene, al par que aleja á las procuraciones, acumula en las misiones ú oculta en lo más recóndito de los claustros, capitales que estarían en circulación; hasta que la conciencia no salga de la persuasión del misionero español; hasta que al Gobernador superior se le den facultades propias, creando una verdadera situación de confianza en los actos del que manda, como confianza debe tener en él quien le nombra; hasta que los centros gubernativos ejerzan alguna policía llevando su mirada inspectora á un poco más allá de los cortos renglones de un pasaporte; hasta que el ministerio de la ley corra parejas con el sacerdocio de la conciencia; hasta que el hálito revolucionario que se asienta en el viejo mundo ante los humeantes escombros de la Commune y las teorías de la Internacional, quede dentro de la Administración de Correos de Manila, no llegando jamás á despertar inteligencias, que ni alientan ambiciones porque no conocen necesidades, ni abrigan miserias, porque sus odios son francos y se dirimen con el talibón ó la flecha y no con sonrisas hipócritas que encubren la farsa y la mentira; hasta que esto poco á poco no vaya corrigiéndose, el extenso Archipiélago filipino no llegará á la meta de felicidad, de bienestar y de riqueza á que es acreedor.

Demasiado comprendemos que el remedio á lo anterior no cabe en las bases de un proyecto ni en la sola concepción de un buen deseo; buenísimos los han tenido algunos de los ministros que se han venido sucediendo en la cartera de las Colonias, pero el mal es antiquísimo y el remedio necesariamente ha de ser paulatino. Esto prácticamente lo ven los gobernantes á los primeros pasos que dan en el terreno de las mejoras. La imposibilidad por una parte, falta de tiempo por otra, y circunstancias gravísimas y difíciles en la metrópoli las más, son los principales escollos que tenazmente se oponen á los mejores deseos que á más de lo anterior y de estar abstraídos por tanto y tanto acontecimiento por que está pasando nuestra querida España, luchan con la distancia, la falta de datos, la adulteración de los hechos, la imposible inspección y el tardío remedio.

Gran patriotismo, tiempo, inteligencia y buenos deseos, y todo se andará.3

Repetimos que la primera edición de este libro se hizo el año 1873. No pocas cosas de lo propuesto en este capítulo se han puesto en práctica en Filipinas de entonces acá.

Nos hemos decidido á publicar esta segunda edición sin correcciones ni enmiendas, por la circunstancia de que esta obra es casi desconocida en España, en el hecho de que la primera edición se agotó completamente en Filipinas á poco de publicarse. Lo mismo sucedió con la de Manila á Tayabas, recientemente reimpresa.—N. del A.

CAPÍTULO VIII.

Islote de San Bernardino.—El Gran Pacífico.—Cielo y agua.—Nostalgia.—El secreto de las mareas.—Calma sospechosa.—Pesca del tiburón—Los crepúsculos en la mar.

Poca fué la estancia en San Jacinto y pocos fueron los víveres con que pudimos reforzar las cantinas de la María Rosario. Unas cuantas cabras, un centenar de aves y algunas verduras, fué todo lo que pudimos conseguir.

Aprovechando la brisa matinal, salimos del pequeño puerto de San Jacinto poniendo proa al cercano islote de San Bernardino, el cual no tardamos mucho en doblar, merced á la empopada en redondo que nos favorecía.

El pequeño islote poco á poco fué ocultándose en los espacios, siendo sus difusos contornos el adiós que nos daban las playas filipinas.

La María Rosario navegaba en ancha mar. Las revueltas ondas del Gran Pacífico nos mostraban por doquier los inmensos dominios donde viven, sin percibir por ninguno de los horizontes, la arena donde mueren.

El gran número de islas que dejamos tras la estela, la diversidad de panoramas que habíamos admirado, la riqueza del suelo, la patriarcal y primitiva vida que reflejaban en sus toscas construcciones, el sin número de casas de nipa y palma enclavadas en el monte y en la playa; todo, todo desapareció.

¡Solo cielo y agua! ¡Solo inmensidad!

El Océano tiene para mí tantos recuerdos, nos conocemos tanto, y me son tan familiares sus manifestaciones, que siempre que tras algún tiempo contemplo su grandiosidad, experimento un indescriptible placer.

El Océano constituye una verdadera necesidad de mi vida.

Lo mismo que para apreciar la salud es preciso haber estado enfermo, así para comprender ciertos problemas de la vida, hay que ir á leerlos á los azules desiertos, misteriosos y dilatados dominios que no se sujetan á más ley que á la de Dios, ni reconocen más soberanos que al gigante del día que deshace en perlas sus brumas, y á la tímida sultana de la noche, que muestra su influencia en esos misteriosos besos en que las ondas elevan hacia el á su espuma, cual si fueran los brazos del amante, que buscan á su amada.

El misterio de las mareas está basado en la simpatía que tiene el Océano con la luna. Mientras esta alumbra con su pálida luz, los genios de la mansión de los corales alzan hacia ella la superficie de su líquida cárcel; cuando se retira, cuando apaga su último destello, los genios duermen, quedando las ondas en su natural estado.

La esclava del sol puede estar orgullosa de su señor, que la presta la majestad bastante, para que reine durante la noche.

El que no conoce el Océano; el que no ha vivido algunos días en sus dominios, es un sér imperfecto.

Los árabes se conceptúan desgraciados hasta que no visitan la Meca; yo en cambio creo que la verdadera desgracia es la de morirse sin haber recorrido el Océano.

El Océano es el único maestro que en la vida enseña á amar y á perdonar!

* * * * *

La María Rosario navegaba por el Pacífico con una marcha de ocho nudos, cuando de pronto en la noche del día primero de Agosto fué aflojando el viento, cesando á las pocas horas por completo.

En calma amaneció el día dos, pero en una de esas calmas que indican ser precursoras de borrascas en la pesadez de su influencia, en el sudor pegajoso y poco franco que origina, y en los tintes plomizos que toman las aguas, las cuales adquieren una completa inmovilidad; una de esas calmas en que ni el timón rige, ni la vela flamea, ni el catavientos oscila, ni el mar muestra en la superficie de su insondable abismo, ni el más ligero ampo de espuma, ni el más imperceptible de sus movimientos.

Por las portas y batallolas de popa, de cuándo en cuándo se divisaban las ondulaciones proyectadas á flor de agua por el inseparable compañero de los barcos en las regiones de calma, por el más carnicero y terrible habitante de las ondas, por el temido tiburón.

Uno de grandes proporciones pagó con la vida su persistencia.

A cosa de la una de la tarde, después de darnos la observación la situación de 14° 2′ latitud N. y 141° 13′ long. E., se armó el aparejo de pescar; varias veces el tiburón se acercó á la carnaza que envolvía el hierro; varias veces había mostrado á nuestra vista, transparentando en el azul espejo su blanco vientre al revolverse perezosamente sobre su plomizo lomo para morder, y varias veces se había frustrado el que los corbos dientes del anzuelo hicieran presa, hasta que excitado el voraz apetito del monstruo, se colocó de dos fuertes aletazos al alcance de cebo, el cual vimos sumergirse en la informe masa que presentaba su descomunal boca. La fuerza de la embestida y la violenta contracción de sus poderosas mandíbulas armadas de triple hilera de dientes, fueron bastante á sepultarle en la cabeza las afiladas barras.

Herido el tiburón trató de apelar á la huida buscando en los profundos abismos su salvación; mas todos sus esfuerzos se estrellaron en lo bien templado del hierro que lo aprisionaba, y en la consistencia del aparejo que lo sostenía.

Sujeto el cabo é izada la cabeza del tiburón fuera del agua, se le echó un doble aparejo oprimiendo en el círculo de un nudo corredizo las aletas. En tal estado la muerte del tiburón es segura; hasta que el círculo del nudo corredizo no se entierra entre la blanda carnosidad, y las aletas no presentan un fuerte apoyo, todavía puede librarse de la muerte, bien safándose del hierro por desgararse la piel á los supremos esfuerzos del animal, bien y debido á aquellos el romperse el cabo ó el mismo hierro, lo que no sucede cuando queda suspendido por el anzuelo y por la doble cuerda.

Al alcance del brazo de la tripulación permaneció el tiburón más de media hora, recibiendo en la cabeza en ese espacio de tiempo un sinnúmero de golpes con hachas y espeques.

El que no haya presenciado la muerte de un tiburón, no puede comprender el gran principio de irritabilidad y fuerza vital que posee su organismo. Mucho tiempo después de estar separadas sus grandes vísceras, producen las masas informes del tiburón terribles contracciones que algunas veces han sido bien funestas, pues el poco conocimiento ó la imprudencia han sido causa de que algunos pasajeros hayan perdido un pie ó una mano, entre mandíbulas que creían desprovistas de fuerza vital.

En la comida de la tarde se nos sirvió un plato de tiburón, del cual podemos decir sucede con él lo que con otros muchos animales, que no se comen porque la tradición, sin consultar con el paladar, ha puesto su veto, veto que nosotros hasta cierto punto podemos desmentir respecto al tiburón, el cual tiene gastronómicamente considerado, mucha semejanza con el llamado cason.

Agotados los comentarios y depurado bajo todas sus fases el acontecimiento del día, pues acontecimiento es á bordo cuando se lleva una larga navegación cualquier incidente, volvimos nuevamente á la desesperante calma que tenía al barco cual si estuviera enclavado en aquel dilatado desierto de agua.

Ni el catavientos, ni las nubes, ni el barómetro, ni el cariz del cielo nos presagiaban señales de viento, reinando absoluta inmovilidad en las ondas y en las lonas.

En tal estado, vino el crepúsculo vespertino.

El que no ha contemplado un crepúsculo vespertino en las zonas intertropicales, no ha visto la celeste bóveda en toda su belleza.

En el crepúsculo á que nos referimos, parecía que el Creador había depurado todas las divinas tintas celestiales para esparcirlas en la inmensa bóveda, en la cual poco á poco fueron confundiéndose á medida que el gigante de la luz hundía su lumbre en los horizontes del Poniente.

En aquellos momentos todos estábamos sobre cubierta; todos admirábamos, y todos callábamos, porque nuestro espíritu, en alas del deseo, se posaba en otras regiones.

¡Todo era sentimiento! ¡Todo poesía!

¡El día iba á morir!

Una ligera brisa del Sudeste hinchó las velas, murmurando triste entre jarcias y obenques, y compactos y plomizos celajes aparecieron por los horizontes de la aurora, trayendo en su seno la inmensa mortaja que bien pronto cubriría todo el espacio, abriendo una hoja en la historia del ayer, y borrando una página en el libro del mañana.

Lo que el alma experimenta en esos momentos no se puede explicar; el mortal se aproxima á Dios, y el hombre es demasiado pequeño para remontar su vuelo al conocimiento del Creador.

La muerte del día se asemeja al último suspiro del moribundo. El último aliento del enfermo es una palabra de perdón; la última mirada al sol que desaparece es una oración.

El crepúsculo matutino es la actividad, la vida. El vespertino es el sentimiento, la poesía. Aquel, la juventud, la primavera; este, el otoño, la melancolía. El primero es el alegre trino del ruiseñor, la exuberancia de vida de la verde hoja, el vivificador grito de ¡tierra! del náufrago marino; el segundo, el clamor de la solitaria tórtola que gime entre la floresta, la mustia hoja arrastrada por el cierzo, la blanca lona, que cual las alas de la gaviota, se cierne en los poéticos lagos.

La corta duración del crepúsculo matutino crea la admiración, la del vespertino, los recuerdos. Estos, para una madre alejada de su hijo, representa una lágrima; para el amante, un suspiro; para el poeta, una inspiración.

Todas las ideas que nuestra mente forja ante el sol que desaparece, son otros tantos pensamientos de amor.

El espíritu siente una extraña armonía ante el mudo estertor del día que muere, como igualmente al percibir las primeras caricias del que nace; en aquel, las vibraciones que dan las sensibles cuerdas del alma, originan acordes tan dulces como la mirada de la tierna madre que vela el tranquilo sueño de su hijo; en el último, los acordes son alegres y ligeros, cual las modulaciones del jilguero. Los primeros son el nocturno sublime de la muerte; los segundos, el bullicioso allegro de la vida.

El crepúsculo vespertino, visto desde un mirador, es sumamente bello; contemplado en regiones intertropicales desde el puente de un buque, es altamente conmovedor.

Ningún espectáculo produce tanta admiración como ver por primera vez la caída de la tarde en medio de las inmensas soledades del Océano.

No hay nada que hable tanto al corazón como los cambiantes que ese espectáculo desarrolla en su gigantesco panorama. Rizadas olas por doquier, reflejando en su seno colores indefinibles que salpican el firmamento, bulliente estela revolviendo entre su espuma tintes oscuros, graznidos lúgubres de pájaros marinos, y parduscos horizontes que se estrechan, forman el imponente y majestuoso cuadro.

El círculo inmenso que á la vista se presenta por momentos se reduce. El marino entonces, cual el autor de los Tristes encomendaba al Noto, murmurase una súplica al oído de Augusto, deposita en el céfiro que acaricia la lona de su ligero buque un pensamiento que generalmente dice ¡para ella! Este ¡ella! sintetiza toda una poética historia.

Con la puesta del sol, la muerte se presenta ante la imaginación del navegante, y recuerda el humilde techo del hogar doméstico, el apacible calor de la casa, el ángel de sus amores. Ensimismado en esos tiernos recuerdos contempla la última luz del moribundo día, llevándole su fantasía á los sitios que sueña.

En esos momentos una sonrisa se dibuja en sus labios, y una silenciosa lágrima rueda por sus facciones, valientes, cual los fieros elementos que las rodean, rudas, como el aquilón que sobre ellas se estrella, y vivas, cual los tropicales rayos que las alumbran.

La lágrima del hijo del mar compendia toda una existencia de recuerdos. Aquella lágrima es la carta que dirige al sér por quien sueña, desde los salados desiertos del Océano, ora envuelto en la inamovilidad de la calma, ora en medio de la terrible lucha de gigante que continuamente tiene que sostener con las embravecidas olas que mugen á sus pies, y con las compactas nubes que ruedan sobre su cabeza.

La anterior misiva se diferencia de todas las demás, en que aquella al ser oreada por el último rayo del sol se eleva á Dios y Él es el encargado de llevarla al corazón del sér por quien se vierte, bien en el perdido rumor de la medrosa noche, bien en el espejo de la pálida sultana de los harenes de los céfiros, bien en los misterios de los sueños, ó bien en el incomprensible arcano de los presentimientos.

¡Cuántas veces el aroma de la flor, ó el murmurio de la fuente, son los medios de que el Hacedor se vale para susurrar en el alma querida, esas mudas y misteriosas palabras que se escriben en el grandioso libro de la naturaleza!

Una de las sublimes páginas de ese gran libro que abraza toda la creación, y que solo á su Autor le es dado hojear, la compone el crepúsculo vespertino.

¡La síntesis del Gólgota la representa el vespertino crepúsculo!

¡A los cansados rayos de la tarde se puso la última letra del sublime epílogo de la redención!

¡El Dios-hombre elevó á su Padre el último aliento entre el sentimiento de la naturaleza!

¡La agonía del Hijo de María se confundió con la agonía del día!...

* * * * *

El día muere, el velamen muge, las olas crecen, la humedad entumece los miembros y las dulces ilusiones se convierten en tristes realidades, al ver solo inmensidad en nuestra alma, inmensidad bajo nuestros piés é inmensidad sobre nuestras cabezas.

CAPÍTULO IX.

¡Orza!—De vuelta y vuelta.—Tiempo duro.—Siniestros preparativos.—Falta de crepúsculo—La piel de zapa.—¡El tifón!—Baja de barómetros.—Pobre María Rosario!—Horas de agonía.—Las seis de la tarde del cinco de Agosto.—¡Una pulgada de descenso!—Salida de la luna.—Esperanzas—Fúnebres fechas.—El Malespina.—Cuatro días sin comer.

La voz de ¡orza! fué la salutación que recibió mi despertar el día 4.

—Parece que orzamos, ¡eh!—le dije con tono malicioso al Padre Recoleto, compañero de camarote.

—Toda la noche hemos estado de vuelta y vuelta; la ventolina se cambió en viento duro, y ya le tenemos de mal cuadrante.

La voz del capitán interrumpió la conversación.

¡Lista maniobra virar! ¡Levanta muras! ¡Cambia en medio!

Estas concisas palabras fueron perfectamente interpretadas por la tripulación, y á nosotros nos pusieron en conocimiento de que navegábamos de vuelta y vuelta.

El tiempo principió á arreciar.

Se pudo hacer observación, y nos situamos á los 12° 39′ lat. N., y 139° 38′ long. E. del meridiano de Greenwich.

A las dos de la tarde todos los síntomas eran de aproximarse uno de esos terribles fenómenos llamados tifones, propios de los mares de China y del Pacífico en latitudes determinadas.

Mares vivas tendidas y gruesas del Nordeste, vientos duros de aquel cuadrante, intermitencias huracanadas, cielo y horizontes cerrados, barómetros bajos, completa movilidad en la aguja del aneróide; esto agregado al color plomizo de las aguas, á la pesadez de la atmósfera, que por momentos se achicaba cerrándonos los espacios, y á la menuda llovizna que constituyen la garua intertropical, nos pusieron en verdadera alarma, alarma que se justificó con las voces de mando del capitán, que desde el puente gritó: ¡listas todas las guardias! ¡aclarar aparejos! ¡listos gavieros!

Cada uno ocupó su puesto, reinando un momento de silencio.

Después ... después nos persuadimos de que el barco se preparaba á recibir un tifón.

Rodaron motones y cuadernas, se sacaron de la bodega cabos y cadenas, se aprestaron aparejos de respeto, se calaron masteleros, se trincaron lanchas y maderas de reserva, se revisaron bombas y escotillas, se apilaron cadenas, se afianzaron las maniobras de serviolas, se clavaron lumbreras, escotilla y escobenes, se guarnieron burdas, se tendieron cabos de cabilla á cabilla, se puso doble cadena al timón, colocando dos rebenques para atar al timonel, y en fin, se tomaron por el entendido capitán cuantas determinaciones surgieron en su imaginación la lucha que presentía habíamos de sostener bien pronto con la furia desencadenada de los elementos.

A la caída de la tarde la María Rosario, desprendida de todas sus galas, presentaba un aspecto sombrío y aterrador. Aquella no era la velera nave que, largo todo su blanco trapo, aprovechando vela y rechinando los guarda-cabos de su bolina, paseaba su ligera quilla por el azulado manto, bordando de encajes de espuma la plateada estela; aquella no era la coqueta de los mares que se balanceaba á los besos de la aurora en las matinales marejadas, hundiendo en las cristalinas ondas sus ligeros tajamares: aquella no era la orgullosa señora de las saladas regiones. La sultana que imponía leyes al adormecido Océano en la caña de su timón, era la humilde esclava del potente monstruo de los mares, que despertaba de su letárgico sueño revolviendo en sus convulsiones inmensas montañas de hirviente espuma, atronando el espacio con sus potentes mugidos.

¡El día cuatro no tuvo crepúsculo!

El paso de la claridad del día á las tinieblas de la noche fué momentáneo.

¡Qué triste es un día sin sol! ¡Qué amargura se experimenta al presentir la muerte sin que nos rodeen seres queridos, flores, pájaros y transparentes cielos!

A las cinco, la oscuridad era completa.

Todos comprendíamos el peligro, mas ninguno lo expresaba.

El barómetro era el único que en aquellos momentos de angustia tenía elocuencia: esta, aunque muda, poseía la más fuerte de las razones. ¡La convicción de la realidad!

El descenso de la columna barométrica vertía en nuestra alma las mismas amarguras que tan magistralmente describe el gran fisiólogo del corazón humano en la reducción de su piel de zapa.

Las nueve era la hora señalada para la salida de la luna, la cual nos marcó su influencia con fuertes chubascos del Nordeste.

El barómetro señalaba 29,35. En pocas horas había bajado 65 centésimas. La observación del barómetro, la dirección de los chubascos y el cariz en general, nos patentizaban que el destructor tifón pronto nos envolvería en alguno de los anillos de sus espirales zonas.

Ciñendo mura babor nos manteníamos, sujetando al barco las gavias bajas, mayor cangreja y trinquetilla; todas las demás velas iban aferradas en sus vergas con dobles tomadores.

El barco cada vez trabajaba más, por efecto del fuerte viento y grandes mares que por su dirección nos indicaban que el huracán corría del Nordeste.

Sabido es que estos fenómenos llevan en su vertiginosa carrera los movimientos de rotación y traslación, originando poderosas comentes en espiral más ó menos fuertes, á medida que las zonas de aquellas se alejan del punto céntrico de donde se desarrollan.

El círculo del tifón es lo que se llama vórtice; aquel círculo es el que comunica sus estragos á los demás que lo envuelven, siendo los movimientos de rotación y traslación tanto más vivos cuanto más reducida es la primera vuelta que forma la espiral.

¡Desgraciado del barco que lo envuelva el vórtice! ¡Infeliz del pueblo que haga experimentar sus estragos!

¡El tifón se acercaba! ¿Nos cogería el vórtice? Es decir, ¿moriríamos? Solo Dios, solo Él, á quien en esos momentos todos claman y todos creen sabía nuestro destino.

En la mayor de las agonías, en la de la incertidumbre, nos cogió la escasa claridad de un día que presagiábamos sería el último de nuestra vida.

La observación de las seis de la mañana aumentó la agonía.

¡El barómetro marcaba 29,30! La impresión atmosférica cada vez mayor, el enrarecimiento del aire más sensible, y la influencia del fenómeno perfectamente indicada nos señalaba su proximidad. Apenas teníamos horizontes, y estos de un color plomizo muy pronunciado; el viento completamente huracanado traía su furia del Nordeste; las mares se precipitaban unas á otras en inmensas trombas, las cuales al romper rebasaban la obra muerta, siendo infructuosas las bombas que no se dejaban de la mano; la impetuosidad de los vientos arrancaba montañas de espuma que en menuda lluvia nos azotaba; cerrando tan angustioso cuadro mares encontradas que hacían retemblar á la pobre María Rosario, que unas veces hundía en el abismo la perilla del bauprés, para luego verla levantarse trabajosamente y rozar con la espuma las batallolas de popa.

¡Un esfuerzo infructuoso en uno de esos momentos, un golpe de mar combinado con una ráfaga del huracán y....

* * * * *

y una línea que se abre en los abismos cerrándose inmediatamente hubiera guardado en el misterio existencias que alentaban vida, salud, amores, esperanzas, ilusiones!

¡Venid, ateos, amarráos á un palo; contemplad uno de estos fenómenos y veréis cuál distinto es el sofisma que se fragua al calor del gabinete, á la potente al par que salvaje y majestuosa realidad que os enseña un Dios que renegáis por un mal entendido orgullo, no porque no le creáis! ¡Sabed que hay Océanos sin fondo, y que una sola línea que inmediatamente se cierra, puede sepultar todos vuestros falsos templos y todas vuestras ciudades, que por grandes y populosas que sean, comparadas con la inmensidad del Océano, son muchísimo menos que palacios de cartón que desaparecen al capricho del niño que momentáneamente recrean.

A las seis de la tarde el huracán era deshecho. Su descripción es imposible. La pluma jamás puede llegar á estas manifestaciones de la naturaleza.

El que escribe estas líneas ha recorrido muchos mares; le son conocidos los fenómenos marítimos, pero en verdad, ni en su memoria, ni en su imaginación, pudo nunca comprender el espectáculo que en los cielos y en los mares desarrolla un tifón.

La mayor parte de las velas, á pesar de ir perfectamente aferradas, se rifaron; el viento producía entre jarcias y obenques sonidos metálicos imposibles de imitar y los mares engrosaban más y más destruyendo la obra muerta.

La María Rosario no gobernaba. La caña de su timón era impotente.

¡El barómetro marcó 29,16!

¡¡¡Cerca de una pulgada de descenso!!!

El vórtice debía estar próximo á las muras.

Eran las nueve de la noche al notar la anterior bajada, enormísima al tener en cuenta las latitudes en que se verificaba.

La luna salía á las diez menos cuarto.

Tal situación no podía prolongarse.

El estado en que se encontraba el barco admitía pocas horas de esperanza.

La influencia de la luna había de resolver la situación.

Aquí no era ya la agonía de la Piel de zapa de Balzac, sino la magistralmente descrita en el Frollo de Víctor Hugo, con la diferencia de que en aquella había blasfemias, y en la nuestra recuerdos y oraciones.

La aguja del reloj marcó las nueve y media.... Las diez menos veinte.

La vista no se separaba de la columna barométrica cayendo fatídicamente en el alma, cada uno de los acompasados golpes del péndulo.

¡Cuántos pensamientos en aquellos supremos instantes! ¡Qué de recuerdos! ¡Qué de zozobras! ¡Qué de esperanzas!

¡Debe ser tan terrible morir ahogado dentro de las cuatro tablas del camarote! Esta idea me asaltó en aquellos instantes y resuelto á morir á la vista del cielo fuera de aquel ataúd, me puse de pie para salir de la cámara. En aquel instante la campana dió los tres cuartos.

La luna debía estar en su carrera visible.

La percepción de la campanada se confundió con la visual al barómetro.

¡¡¡Principiaba á subir!!!

¡¡¡Nos habíamos salvado!!!

* * * * *

Las grandes mares que el tifón había dejado á su paso fueron poco á poco aplacándose, cesando la furia del viento á medida que la influencia del fenómeno iba disminuyendo al alejarse de nosotros, siguiendo su destructor derrotero, en el cual había de sembrar ruinas y espantos.

Tan funestos se han considerado siempre los tifones y tan frecuente su desarrollo en los mares de China y parte del Pacífico en los meses de Agosto, Setiembre y Octubre, que constituyen el trimestre del cambio de los equinoccios que antiguamente no se admitía por las casas aseguradoras ningún riesgo, marítimo en expediciones para dichos mares y en tales meses.

Terribles y misteriosos naufragios registra la historia de la equinoccial de Setiembre. Los puertos de China, del Japón y de Filipinas guardan escritos en informes restos, imperecederas memorias de fenómenos pasados que nos hacen temer por los venideros.

Hace cinco años á la fecha en que escribimos, el 21 de Setiembre de 1867, si mal no recordamos, salió del puerto de Hong-Kong con rumbo á Manila el vapor español Malespina.

En el Malespina venía un numeroso pasaje.

El vijía del Corregidor esperó en vano un día y otro día tenerlo á la vista.

¡El Malespina no se descubría!

Pasaron más días y la intranquilidad creció de punto.

Cada cual explicaba la tardanza del vapor á su manera, suponiéndose estaría al seguro abrigo de algún puerto al cual hiciera arribada.

Se siguió esperando.

¡El Malespina no llegaba!

Las suposiciones tranquilizadoras se convirtieron en una alarmante impaciencia.

Cada cual anhelaba algo.

Era conductor de pasaje y de correo; por lo tanto, el que no esperaba abrazar á un ser querido, aguardaba los consoladores lenitivos que latentemente sostienen en las ausencias pedazos de papel á los cuales se les da vida al correr la pluma, de cuyos puntos se van desprendiendo consuelos y esperanzas.

En vista de la tardanza salió otro correo. Este volvió, más ... nada sabía del Malespina.

Cinco años largos han transcurrido desde entonces y nada sigue sabiéndose de aquel barco.

Ni una tabla, ni un pedazo de lona, ni el más ligero vestigio ha venido á atestiguar la catástrofe.

Las olas y las nubes fueron los únicos testigos.

Las nubes y las olas empujadas por el destructor hálito del tifón, guardan en sus insondables misterios una historia más.

Si el voraz diente de los monstruos marinos ha respetado las osamentas humanas, en el profundo abismo, sobre un lecho de algas y corales habrá entrelazados restos de dos seres.

Entre los pasajeros venían dos jóvenes que hacía pocos días se habían jurado fe eterna al pie de los altares.

El bramido del viento confundiría la última palabra de amor de aquellas dos almas, el rugir de las olas su último suspiro, y quién sabe si algún rayo de la poética luna su última mirada.

¡Cuántas historias semejantes á esta no guardarán los mares!

Las desconsoladoras descripciones de tifones que frecuentemente leemos, nos patentizan más y más que la María Rosario estuvo en inminente peligro de haber seguido la misma suerte que el Malespina.

Dios, sin embargo, no tenía contados nuestros días, y con la calma de los vientos y de los mares se tranquilizaron los espíritus, armonizándose las costumbres y la manera de ser de á bordo.

Cuatro días habíamos estado sin poder encender los fogones; cuatro días que atendidas las provisiones, puede decirse, estuvimos sin comer.

CAPÍTULO X.

Veintitrés grados en treinta y tres días.—Inseguridad en la monzón del SE.—Calmas desesperantes.—Los viajes largos.—Los ranchos.—¡Tierra!—Costas de Guaján.—Islote de las Cabras.—Puerto de San Luís de Apra.—Vegetación de Marianas.—La sanidad y la capitanía del puerto.—Desembarque.

Con vientos variables y navegando bien en popa, bien en largo, pudimos contrarrestar la gran corriente ecuatorial, que muchas veces desvaneció nuestros cálculos.

Día hubo que el barco parecía iba dejando muchas millas por la popa, y al creer encontrarnos con una buena singladura, nos situaba la observación más atrás que estábamos el día anterior.

¡Llevábamos treinta y tres días de navegación, y escasamente habíamos andado 23°.

Para estar á la vista de Guaján, nos restaba unas 120 millas.

Los víveres iban escaseando, y el agua había que refrescarla constantemente con la que se recogía de los aguaceros, tan comunes en aquellas latitudes.

Á pesar de ser el mes de Septiembre, y por consiguiente estar en plena monzón del SE., puede decirse tuvimos vientos de todos los cuadrantes menos de aquel. Esto demuestra una vez más lo insegura que es dicha monzón, lo que no sucede en la del NE., por lo menos en el derrotero que seguíamos.

El que ha participado una sola vez de las comodidades de un barco de vapor, apenas concibe exista uno solo de vela. Eso de pasar un día y otro día, y otro, y otro, sin adelantar un cable, sin que haya cálculo posible, ni conjetura racional respecto á la llegada y á la marcha, es insufrible.

Los calmazos de los equinoccios constituyen la mayor de las contrariedades de los barcos de vela. Nace el aburrimiento de la monotonía, y con él la desesperación y el agriarse el carácter, hasta el punto que se hace vidrioso y estalla por cualquier cosa, produciendo ese sinnúmero de desagradables escenas que sin cesar se suceden en largas navegaciones.

El que era simpático se hace indiferente, concluyendo por ser antipático, y en tal estado, una mirada, una palabra, una reticencia, un cambio de servilleta ó de asiento y ... adiós educación y miramientos sociales. Esto con el que fué simpático, pues con el que no lo fué, los disgustos son inevitables. Verdad es que es terrible eso de no haber medio de huir de una persona y tenerla constantemente á una cuarta de las narices.

Dicen que para conocer la educación nada hay como la mesa y el juego; quien tal dijo no había hecho seguramente un viaje largo por mar. Téngase presente que todo es relativo, y que al decir largo, no se vaya á creer hablamos de un viaje de Santoña á San Sebastián, ni de Valencia á Marsella, ni aun de Alicante á la Habana, sino de Cádiz á Manila, por supuesto por el Cabo de Buena Esperanza, en barco de vela y con 80 ó 100 pasajeros entre mujeres, hombres y chicos, nacidos ó por nacer, pues rara es la barcada que hace su viaje por el Cabo que no aumenta el personal del rol.

El que hace uno de esos viajes que dura de cuatro á seis meses, es el que puede decir dónde se conoce mejor la humanidad.

Á los primeros días se cruzan ofrecimientos, á los siguientes palabras, y en los restantes ... ¡ah! en los restantes ya no se cruza más que alguna que otra bofetada entre hombres, y más que algún chisme entre el bello sexo, que en una larga navegación ni aun es bello, pues el pobre sexo toma un color, un genial, y aun cuando tiene excepciones, un lenguaje que les digo á ustedes, que más de una vez hemos recordado el Avapiés y la calle de Toledo. En fin, para acabar, conozco á una dama que tuvo que arrestarla el capitán. ¡Si sería brava!

Las delicias de los viajes por el Cabo se concluyeron. El Istmo de Suez y la competencia cerraron aquella inolvidable vía, que para el que la ha hecho, forma una verdadera etapa en su vida.

Hoy hemos dicho que apenas se concibe un barco de vela; sin embargo, nuestro convencimiento en contrario era tan perfecto, como que el día diez y seis sólo habíamos andado doce millas.

¡Y nos faltaban ciento veinte!

Indudablemente los barcos de vela quedarán relegados únicamente para el uso de los pescadores de caña y los jugadores al dominó.

A más de todas las contrariedades en cuanto á la marcha que tienen los barcos de vela, hay otras, mucho, muchísimo mayores.

Da la pícara casualidad que los barcos de vela en que hemos hecho viajes largos, pertenecen á armadores amigos y ... qué demonios, la amistad ha de ser un poco indulgente, dejando quieto el pico de la manta.

Bastante decimos, sin embargo, que como dice el gran Príncipe de los Ingenios, al buen entendedor ... y aquí el buen entendedor no es el de la ínsula Barataria, si no el público y casi casi la autoridad. Verdad es que como las pícaras latas van soldadas, y ... luego como la duración de los viajes no obedece á cálculo y ... la hoja de lata no tiene agujeros, hay cada rancho por esas bodegas que lleva el germen, no digamos de un cólico, si no de un par de gruesas de disenterías. Cierto es que hay un consuelo y es ... el de sufrir ó reventar hasta que se llegue á puerto.

Al de Guajan, punto al que llevábamos la proa, es adonde nosotros deseábamos llegar, pero ... faltaban ciento veinte millas.

Por último, como todo tiene su fin, y sin más accidente que sea de contar, llegaron las primeras horas de la tarde del diez y siete en que la voz de ¡tierra! se oyó del castillo de proa. Tierra, en efecto, teníamos por el bauprés; al principio se divisó confusamente por perderse entre las brumas, luego lo que apareció como una ligera nube tomó contornos, luego se detallaron perfiles, y luego ... todo volvió á confundirse en las sombras de la noche. Estábamos á unas veinte millas de Guajan, la mayor de las islas Marianas.

Al amanecer del diez y ocho nos encontrábamos muy cerca de los peligrosos arrecifes que rodean la pequeña isla de las Cabras, la que separa á la de Guajan un estrecho canal de fondo madrepórico.

La vegetación de la isla se presentaba con toda la potente exuberancia de vida de los trópicos.

Bosques inmensos de altísimos cocos, pendientes lomas cubiertas de entrelazadas rimas, dilatados campos salpicados de algodoneros, cageles y limoneros admirábamos por doquier.

El barco acortó vela manteniéndonos fuera de fondo esperando práctico, mas esperamos una hora y otra, y ni el práctico ni el pequeño fuerte que domina la entrada del canal daban señales de vida.

El pueblo, ó mejor dicho, la ciudad de Agaña, pues ciudad es por la gracia del Rey, que gloria haya, nuestro Sr. D. Felipe IV, no podía vernos, pues á más de tener entre ella y nosotros la isla de las Cabras, hay cerca de dos leguas del fondeadero, que lleva el nombre de San Luís de Apra, próximos al cual estábamos y en el que habíamos de anclar.

En las salvas de dos pequeños cañones que monta la María Rosario, mandamos una cortés salutación á los dormidos habitantes de Marianas, los cuales nos correspondieron izando bandera en el fuerte y armando botes en el puerto.

A todo remo y en buena vela apareció por la desembocadura del canal un bote ballenero. Bandera flotaba en la popa y galones relucían en las bordas. La sanidad y la capitanía del puerto tuvimos á bordo.

Después de enterarse el médico no había nadie de menos ni de más, y el capitán del puerto de que no llevábamos gato encerrado, previas las formalidades de declinarse la responsabilidad del anclaje en la experiencia del práctico, y tras algunas maniobras, se dió la voz de ¡fondo! y fondo encontraron las uñas del ancla que rodó de las serviolas á la región de los corales.

Treinta y cinco días nos había costado llegar. Ya estábamos en Marianas. ¡El puerto todo lo borra!

CAPÍTULO XI.

Historia de las Marianas.—La tradición.—Los chamorris.—Intolerancias.—El Pico de los amantes.—División de razas.—Tinian.—Sarcófagos antiguos.—La casa de Taga.—Leyendas y supersticiones.—Cultos y creencias.—Los macambas.—El zazarraguan y el caifi.—Los anitis.—La peña de Fuuña.

El estudio de las islas Marianas lo dividiremos en dos partes; en la primera, y aunque ligeramente, trataremos de lo que fueron antes de pertenecer á España; en la segunda, desde que la bandera de Castilla ondeó en sus playas.

Respecto á su primer período ó sea antes de la conquista, los datos son poco luminosos. No existiendo aquellos, se puede venir á deducciones más ó menos acabadas, analizando la tradición y la leyenda, únicas claves para el estudio analítico de todo pueblo que lo cubren las sombras del ayer, cada vez más compactas al no legarle al hoy más que las supersticiones que han venido perpetuándose en la mente de padres á hijos, y que al llegar á nosotros remotamente nos aproximan á darnos una idea de lo que fueron las antiguas razas aborígenes de las actuales.

Fundados en la tradición y ayudados de significativos vestigios, podemos señalar á los primitivos habitantes de las hoy llamadas islas Marianas, como procedentes de las razas japonesa y malaya.

En cuanto á la manera de ser de aquellos habitantes, á los primeros pasos que se dan en el origen de algunas leyendas que aún relata el país, encontramos los comprobantes que señalan un pueblo que ha tenido dentro de su constitución el feudalismo absoluto, y por consiguiente, una marcada división de clases. Entre estas se conocían los llamados chamorris ó antiguos magnates, que si no tenían la almenada torre y el rollo de sus inmunidades, con los atributos de mesnaderos de horca y cuchilla de nuestros antepasados, poseían en toda su desnudez cuantos abusivos derechos se irroga el fuerte contra el débil, en todo pueblo en que ni el cristianismo ha suavizado los sentimientos, ni la civilización las costumbres. La división de razas y poder del chamorri, se presenta á los ojos del viajero que recorre las islas á poco que las estudie bajo el prisma de la investigación y de la ciencia.

En uno de los límites de la isla de Guajan en su extremo Norte, existe enclavada en un seno madrepórico de coral una peña, á cuya granítica masa tajada á pico, constantemente azotan las ondas del gran Pacífico; el conjunto de panoramas que se desarrollan ante la vista del que contempla aquellos desiertos lugares, desde luego le predisponen á la meditación, queriendo descubrir alguna huella á quien interrogar sobre aquel coloso calizo que se eleva en medio de las embravecidas ondas, y del cual se separa el natural con el supersticioso temor de un testigo que ha presenciado sangrientos episodios, que ni la mano destructora del tiempo ha podido borrar de la mente que lo trasmite, ni el mudo, pero elocuente lenguaje de la peña que lo atestigua. Aquella masa de granito se llama el Pico de los amantes. En la meseta que forma la superficie de aquella roca está escrita la intransigencia, principal atributo del feudalismo.

De aquella meseta, se cuenta una tradición semejante en su origen á la que guarda bajo el hermoso cielo de Andalucía, no lejos de Archidona, la llamada Peña de los enamorados. En ambos peñascos, el amor llegó al sacrificio; en ambos se confundieron en un postrer suspiro dos almas, con la única diferencia de que en el primero las causas eran originarias de la diversidad de clases y en la segunda partían del fanatismo y superstición mora.

Al Pico de los amantes condujo la desesperación á un plebeyo y á la hija de un chamorri. La áspera loma de la Pena de los enamorados, por última vez la treparon un cristiano y una mora, haciendo el fanatismo en este último caso lo que verificó en el primero la intransigencia.

La separación de razas que revela el Pico de los amantes, la vemos reproducida en los mismos monumentos, cuyos restos aún conservan las islas.

En la de Tinian y otras, existen unas columnatas en cuyos frisos se asientan sarcófagos cinerarios de forma esférica, en los cuales, y según verídicos testimonios que obran en el archivo del Gobierno de aquellas islas, se han encontrado en distintas épocas, osamentas humanas más ó menos completas, que vienen á revelar por el sitio especial en que se encontraron, una distinción bien marcada.

El número y situación de aquellas columnatas indican no pertenecieron á una sola familia, ni tampoco á todas las que compusieran la isla. Dichas columnatas, que se encuentran más ó menos deterioradas en casi todas las islas que fueron habitadas, debieron ser, al par que recuerdos cinerarios, apoyos de las casas de los magnates, tanto es así, que á cada uno de los grupos que componen aquellas, llaman los indígenas casas de los antiguos. En Tinian se conservan bastante bien 12 pirámides, que en conjunto formaron, según la tradición, la casa de Taga, personaje que por su carácter turbulento figura en la historia de las islas. De dicho Taga se cuenta tenía una hija muy hermosa, la cual, después de muerta, fué cubierta entre harina de arroz y enterrada en una de aquellas columnatas.

Entrando en el terreno fabuloso y supersticioso podríamos llenar muchas cuartillas con las narraciones que se relatan de la hermosa hija de Taga, á la cual atribuye la tradición el perfeccionamiento en la lira. Se cuenta en las islas, haberla visto aparecerse encima de su sarcófago en los malos tiempos, ahuyentando los huracanes con los sonoros ecos de su lira de oro.

Sea lo que quiera, respecto á la desgraciada hija de Taga, es lo cierto que restos de columnatas se ven con bastante frecuencia recorriendo las islas, siendo aquellas intachables testigos que vienen á corroborar la creencia de haber existido alguna raza privilegiada que sobresaldría de las demás en ilustración y en poder. No otra cosa demuestran las construcciones de que nos ocupamos, las cuales se destacarían notablemente entre la salvaje perspectiva de las casas de hojas de coco, de que nos hablan las historias de las primeras misiones.

A más de los anteriores antecedentes, existen otros en los anales de aquellas, en los cuales vemos admitir como cierto el feudalismo de que nos venimos ocupando. Aquellos anales dicen que los habitantes de las islas manifestaban gran soberbia y vanidad en la nobleza, de tal modo, que no se casaba por nada del mundo el hijo del noble con la plebeya. En otro lugar añade, que los chamorris tenían mayorazgos de cocales, plátanos y otros árboles.

Las creencias religiosas que observaban aquellos primitivos pueblos, estaban resumidas al culto supersticioso de los cadáveres, teniendo cada familia un altar en el hogar y un ídolo en las calaveras de sus mayores, que cuidadosamente conservaban cual lo hacían en sus lares, los descendientes de Rómulo con sus pequeños dioses penates.

El ritual de sus supersticiosas creencias estaba circunscrito á pesadas salmodias en que relataban las virtudes y hazañas del que adoraban, repartiéndose en sus rezos, cual en sus fiestas, tortas hechas de arroz, pescado y frutas, las que comían con el atole, bebida espirituosa confeccionada con los jugos del coco.

Sus escasas creencias religiosas las completaban admitiendo un sér llamado Puntan, el cual decían, había existido muchísimos siglos antes de la creación del cielo y la tierra. Puntan, según la tradición, tenía una hermana, y esta, al morir aquel, creó de sus espaldas la tierra, de su pecho el cielo, de sus ojos el sol y la luna, y de sus cejas el arco-iris. Reconocían la inmortalidad de las almas, las cuales habían de gozar en el mundo de los espíritus, ó sufrir en Zazarraguan ó casa de Caifí, con cuyos nombres conocían el infierno y el demonio.

Sus sacerdotes, que se llamaban Macambas, invocaban á las calaveras, teniendo mucho temor á las almas de sus abuelos que llamaban Anitis.

Hacían grandes demostraciones de dolor en las muertes de sus parientes, y celebraban con bailes sus bodas y regocijos, constituyendo el principal adorno de sus galas, conchas y caracoles, engarzados en plumas y pequeños insectos de colores. El signo mayor de cariño consistía en pasar la mano por el pecho del que querían agasajar.

El orgullo del chamorri era tal, que suponía procedían todos los males de otros pueblos, creyendo que la humanidad tenía el origen en sus islas, y que las virtudes habían nacido de la peña de Fuuña, la cual llevaba ese nombre por encontrarse en el fondeadero de un pequeño puerto así llamado.

Como consecuencia inmediata del feudalismo, el que constantemente se localizasen las contiendas de cacique á cacique, manteniendo los campos en continua alarma, viniendo muy á menudo á las armas, que consistían en piedras, flechas y lanzas, que arrojaban con suma destreza.

Las demás fases, tanto materiales como morales, en que se encontraban los primeros habitantes de las islas, como el origen de su instalación en aquellas regiones, se pierde en las tinieblas de la impenetrable noche de los tiempos.

En tal estado de inseguridad histórica del pueblo que baña el gran Pacífico, corría el primer tercio del siglo XVI, en que ya empieza á delinearse la verdadera historia dé las hoy llamadas islas Marianas.

CAPÍTULO XII.

El siglo XVI.—Hernando de Magallanes.—Capitulaciones.—La Capitana, el San Antonio, la Victoria, la Concepción y el Santiago.—Sebastián Elcano.—Llegada al Brasil.—Invernadas.—Rebelión abordo.—Comunicaciones de mares.—El paso del Sur.—Bula de Alejandro VI.—Las Velas latinas.—Islas de los Ladrones.—Navegación penosa.—Isla de Cebú.—Muerte de Magallanes.—La Victoria—Vuelta al mundo.—Llegada á Sanlúcar.—Otras expediciones.—Legaspi.—El navío San Damián.— Luís de San Vítores.—Doña Mariana de Austria.—Primera misión.—Verdadera posesión.

Al siglo XVI, á ese siglo en que ni el sol dejaba de alumbrar dominios españoles, ni su bandera de ondear doquiera hubiera una peña donde sustentar su grandiosa insignia; al siglo XVI, epopeya ante la cual, todo español vuelve los ojos engrandeciéndose con su grandeza; al siglo XVI, que veía pasar ante los misteriosos dientes de su grandiosa rueda, hazaña tras hazaña, conquista tras conquista; á ese siglo que parecía no acabaría de registrar en sus doradas páginas triunfos y victorias: á ese siglo, en que veneros de oro arrojaba el Nuevo Mundo, mundo del cual dice un célebre poeta invocando la gran figura de Isabel, que había en bancos de coral, rocas de perlas; á ese siglo que tiene un prólogo tan grandioso como el que dejó escrito con la punta de su espada, el invencible Gonzalo de Córdoba, siendo una de las letras de su epílogo el postrimer suspiro del que moría entre los sombríos y artísticos muros del Escorial, después de haber hecho temblar al mundo de Oriente á Occidente; á ese siglo en que, á imitación de los antiguos rituales, hacían renacer los aragoneses y catalanes la memoria de Rodrigo de Vivar, reproduciendo las solemnes fórmulas del juramento que hizo temblar á Sancho el Bravo; á ese siglo que compendia la edad de oro de nuestra literatura, á cuyo frente figuran genios como Lope de Vega y Cervantes; á ese siglo, en que un Carlos I recogía del suelo los pinceles del Ticiano; á ese siglo en que se incubaban en la mente de Blasco de Garay los primeros gérmenes que habían de crear esos gigantescos pulmones de hierro que en sus potentes transpiraciones de vapor horadan la roca, dividen las ondas y acortan el espacio; á ese siglo, en fin, le cupo la gloria de ver descubiertas á la nueva civilización las hoy llamadas islas Marianas, con todo el Archipiélago Filipino.

A poco de ver el nieto de los Reyes Católicos reunidas en su sien las coronas de España y Alemania, la primera, por muerte de su padre Don Felipe el Hermoso y locura de Doña Juana, y la segunda, por muerte de su abuelo Maximiliano, apareció uno de esos genios que dejan de tarde en tarde por su valor, por su talento, ó por sus virtudes, una estela luminosa en el prosaico laberinto de intrigas y miserias que se agitan y revuelven en todas las etapas de los siglos. Esa estela la abrió en el Océano de la historia el intrépido marino Hernando de Magallanes.

La presencia de Hernando de Magallanes y la oferta hecha á Castilla de descubrir por ella y para ella nuevas y ricas tierras al Occidente, siguiendo un nuevo rumbo hasta el entonces conocido por los navegantes, originó oposición por parte de la corte de Portugal, procurando el entonces embajador de dicho reino, D. Alvaro de Acosta, entorpecer la empresa que ya se proyectaba.

Los manejos de Portugal y las excitaciones tardías de D. Manuel, su Soberano, se estrellaron en la firme decisión tomada por el Monarca español, el cual otorgó solemnemente en Zaragoza, las regias capitulaciones con arreglo á las cuales había de hacerse la expedición á Occidente.

Listas las naves y nombrados los capitanes, recibió Magallanes con toda la pompa regia de manos del Asistente de Sevilla, D. Martín de Leiva, el Real estandarte, celebrándose esta ceremonia con gran concurrencia en la iglesia de Santa María de la Victoria, en Triana en donde el Almirante juró pleito-homenaje con arreglo al fuero y costumbre de Castilla, prometiendo conducirse en la empresa como fiel y leal vasallo de su Majestad Católica, juramento que fué repetido por los capitanes y pilotos.

Componía la expedicionaria flota, á más de la nave Capitana, las llamadas San Antonio, Victoria, Concepción y Santiago; yendo á las órdenes de Hernando de Magallanes entre otros marinos célebres, el maestre Juan Sebastián Elcano, Juan Ginovés, Luís de Mendoza, Juan de Cartagena, Gaspar Quesada y Rodríguez Serrano. Montando las naves y completando sus dotaciones doscientos treinta hombres entre soldados y marineros.

Con tales elementos y un regular repuesto de vituallas, se hicieron á la mar el 10 de Agosto de 1519, tomando rumbo en demanda de las islas Canarias.

El 15 de Octubre dejó la escuadra la vista de Tenerife, poniendo proa á la Costa de Guinea.

Después de varios contratiempos, de sufrir la presión de altas temperaturas y terribles tormentas, llegaron el 13 de Diciembre á las costas del Brasil; rebasaron el Cabo de Santa María; recorrieron el misterioso río de Solís, y siguiendo la costa del Sur encontraron una pequeña bahía, á la cual por la gran abundancia de aves acuáticas llamaron de los Patos; en dicha bahía les sorprendió un fuerte temporal, aguantando en fondeadero hasta que aplacados los elementos, pudieron continuar su empresa.

Poco habían navegado, cuando la invernada se presentó altamente fría y desapacible.

Las anteriores y recientes luchas, el frío, la nieve, la soledad de aquellos inhospitalarios lugares y todas las privaciones que ya se dejaban sentir, levantaron descontestos que quisieron poner proa á Castilla; esto originó más de un tumulto, que el fuerte carácter de Magallanes reprimió, condenando á muerte á un capitán y algunos soldados. Cerca del Estrecho se verificó la invernada, permaneciendo sobre anclas á la embocadura del río que les había de abrir paso al Pacífico.

A primeros de Noviembre se descubrió un canal que corría de Oriente á Poniente, y sospechando fuese el paso que comunicaba el Atlántico con el mar del Sur, mandó el Almirante fuese de exploradora la San Antonio, cuya nave volvió con la fausta nueva, de que el canal que acababa de recorrer vertía sus aguas en las saladas ondas de los mares que buscaban.

Esta noticia produjo grandísimo aliento en los desfallecidos ánimos, internándose la escuadra por el canal, el cual debiendo ser nuevamente reconocido por haber llegado á puntos difíciles, salió en nueva exploración la San Antonio, la que se esperó en vano, sabiéndose después, que habiéndose perdido en el intrincado laberinto de aquel peligroso paso, y no encontrando á la Capitana, tomó rumbo á España.

La falta de la San Antonio y la pérdida del gran número de provisiones que llevaba, no hicieron vacilar la voluntad de hierro del navegante portugués, el cual siguió el peligroso y misterioso derrotero.

Muchos peligros arrostró la flota en el canal; hasta que por último, el 27 de Noviembre de 1520, desembocaron en los extensos dominios del mar del Sur, el cual fué descubierto por el valiente Balboa, el 25 de Setiembre de 1513, en las exploraciones que hizo por el Istmo de Panamá, pequeña lengüeta que divide las dos Américas. El grandioso Océano del Sur, ¿se comunicaría con los ya descubiertos? Esta pregunta se hicieron los navegantes, viniendo Magallanes á resolver el problema, enseñando en su Estrecho la unión de los mares y el paso para dar la vuelta al mundo.

Este glorioso descubrimiento sin duda alguna hubiera sido para Portugal, á no ser por las muchas ingratitudes que en recompensa de los servicios prestados á aquella Corona en las Indias Orientales, no hubieran puesto á Magallanes en el caso de ofrecer sus servicios al Monarca español, al cual cumplió como bueno, no sólo con el descubrimiento del paso del Sur, Tierra del Fuego, Continente de los Patagones, Archipiélago de Marianas y Filipinas, sino que planteó ventajosamente para Castilla, la cuestión que originaron las islas Molucas por razón de su falsa situación geográfica. Magallanes, que al par que intrépido marino y valiente soldado, era profundo astrólogo; Magallanes, que seguía con los ojos de la ciencia la rotación de los astros, la dirección de los vientos y el movimiento de las corrientes; que sondaba los abismos en el mundo de su inteligencia al par que interrogaba las misteriosas é incompletas cartas marítimas del gran Behen, y recogía cuantas observaciones constantemente le presentaba en su camino su aventurera existencia; demarcó la verdadera situación de aquellas islas, colocándolas dentro de los meridianos que á España señalaban las cláusulas de la Bula de Alejandro VI, reproduciendo en un todo al servicio de la corte castellana, sus pasadas hazañas prestadas al soberano de Portugal, en la aventurada empresa del sitio de Malaca y en tantas otras á cual más arriesgadas en que tomó parte al servicio de Alburquerque en las comarcas orientales.

El paso que une los dos grandes Océanos, aún hoy en que la navegación parece ha puesto su última letra en el libro de los adelantos, es uno de los más peligrosos derroteros que pueden emprender los navegantes, y que Magallanes llevó á cabo, falto de víveres, con imperfectos instrumentos, y con una tripulación descontenta y tumultuosa.

No contento el gran navegante con haber encontrado el paso que lleva su nombre y de hollar con su planta la tierra del Fuego, puso rumbo por el ancho mar en busca de nuevas empresas.

Largo todo el capo, la quilla de la Capitana, levantó hirviente espuma en el Océano Pacífico, dirigiendo Magallanes el timón aun más allá que veía en su atrevida imaginación.

El más allá que comprendía la fe de un hombre que sueña hazañas, encontró un eco en la voz de tierra que se escapó de todos los labios al descubrir por los horizontes donde se oculta la luz, una informe masa confundida con las espesas y revueltas nubes.

Tierra era en efecto, y abordando á ella se tomó fondo, siendo el 6 de Marzo de 1521.

La tierra que los intrépidos navegantes tenían á la vista, les ofrecía hospitalidad y recursos. Falta les hacía la una y los otros, pues al descubrirla, la desesperación, la impaciencia y las necesidades todas habían llegado á su término. Desde que entraron en las aguas del Sur, fueron poco á poco acortándose las raciones hasta el punto de hacer las comidas con agua del mar, no habiendo encontrado en el derrotero que traían, más tierra que las islas Desventuradas, así llamadas por Magallanes, en vista de su situación, inhospitalario abrigo y falta de recursos.

Tan luego Magallanes dió fondo, rodearon á la Capitana sinnúmero de pequeñas embarcaciones movidas por paletas que servían de remos, y por unas velas de tejido de palma. Por el gran número de embarcaciones y por la figura de sus velas, llamaron á aquellas islas de las Velas Latinas.

Aquel grupo de islas hay quien cree son las Celebes de la antigüedad. Los naturales las llamaban á la llegada de Magallanes, Laguas.

El día 7 del mismo mes, desapareció un bote de la Capitana, por lo que y por otros robos que hicieron los naturales en los demás barcos, cambió Magallanes el nombre de las Velas Latinas por el de los Ladrones, que es como todavía las llaman los extranjeros en la mayor parte de sus cartas. Con algunos arcabuceros y no pocas amenazas, consiguió el Almirante recuperar su bote, y no satisfaciendo á su carácter emprendedor la pequeñez y pobreza de la nueva tierra, nuevamente levó anclas el 9 del mismo mes, en demanda de las ricas y fértiles comarcas Filipinas. Después de una penosa navegación tomó puerto en la isla de Cebú, donde consiguió captarse el cariño y los servicios del Reyezuelo que imperaba en aquella, el cual estando en guerra con su vecino el de la isla de Maetan impetró de Magallanes su auxilio, que le fué otorgado por el intrépido marino, yendo él mismo con parte de su gente á una expedición contra los enemigos de los cebuanos; aquellos en gran número y con gran destreza resistieron el ataque, muriendo Magallanes. Esta sensible pérdida acaeció el 26 de Abril de 1521.

El vencido Rey de Cebú, bien por temor, bien por haber entrado en las prescripciones impuestas por el vencedor, ó bien por la inconstancia propia del natural, es lo cierto que so pretexto de un convite preparó una emboscada, en la cual perecieron villanamente asesinados hasta 30 soldados. Los pocos que habían quedado en las naves, impotentes por su número para tomar venganza, resolvieron salvar sus vidas y regresar á Castilla con las nuevas del descubrimiento.

Los pocos expedicionarios que habían logrado salvar la vida, emprendieron el viaje por el antiguo derrotero de las Molucas, en la Victoria y la Trinidad. Esta última nave quedó en la mar, aguantando únicamente la Victoria que mandaba Sebastián Elcano, los mares del Cabo de Buena Esperanza el cual consiguió doblar, no sin falta de ímprobos trabajos, arribando al puerto de Sanlúcar el 6 de Setiembre; sobreviviendo á aquella colosal empresa en que la Victoria había dado la vuelta al mundo, solamente 18 hombres.

Las nuevas que Elcano trasmitió á Carlos V, y la seguridad del descubrimiento, originaron nuevas expediciones.

La ocupación de las Filipinas y las Molucas hicieron sin duda por su poca importancia, el que no se atendiera á las islas de los Ladrones, limitándose por entonces su ocupación á la toma de posesión que de ellas hizo el año 1528 D. Alvaro de Saavedra, y más tarde, en 25 de Enero de 1565, en que el intrépido Legaspi á su paso para Filipinas desembarcó en Guajan, en donde mandó celebrar una misa y levantó acta de posesión. Esta fué solamente nominal, pues ni dejó hombres, ni hizo nada de lo que constituye la material posesión; continuando los naturales en sus usos, costumbres y religión, si bien es verdad existen verídicos testimonios en que se acredita que las naos que recorrían el Pacífico, refrescaban aguada y se hacían de algunos víveres en las islas de los Ladrones.

En tal estado, llegó el año de 1662, en que tocó en la principal de las islas llamada, como ya dijimos, Guajan, el navío San Damián, que procedente de Acapulco se dirigía á Manila. En dicho navío, y como presidente de una misión de Jesuítas, venía el devoto Padre Diego Luís de San Vítores, el cual, viendo el estado de los naturales, resolvió trabajar para establecer una misión en aquellas apartadas regiones.

No bien llegó San Vítores á Manila, principió á gestionar la realización de su pensamiento, el cual no solamente no fué secundado sino que encontró acérrimos enemigos; esto no obstante el Padre San Vítores abrigaba en su alma la más fuerte de las perseverancias; la perseverancia que emana de principios del mismo Dios, «bautizarás al idólatra» dijo, y el infatigable jesuíta firme en su propósito se dirigió al Padre Nitarht, confesor de Doña Mariana de Austria, esposa del Soberano reinante por aquella época en Castilla, Don Felipe IV, del cual consiguió aquella una Real cédula satisfaciendo ampliamente los deseos del jesuíta.

En la expresada Real cédula se prevenía al desgraciado Gobernador de Filipinas, D. Diego Salcedo, facilitara á San Vítores toda clase de recursos para establecer una misión en las islas de los Ladrones, y en efecto, y al cumplimiento de lo mandado, se construyó en el puerto de Cavite, el navío San Diego, en el cual se embarcó la misión, á la que le surgió nuevos contratiempos al ir primero á Méjico en donde el Virey interpuso nuevas dificultades, que la constancia y excitaciones del jesuíta pudieron vencer; logrando por último, gracias á su invencible tesón, arribar á la isla de Guajan el 15 de Julio de 1668, desde cuya fecha se puede conceptuar la verdadera posesión de las islas de los Ladrones á los dominios españoles, puesto que hasta entonces no hay noticias se hiciera ocupación alguna.

CAPÍTULO XIII.

Adelantos de la misión.—Oposición de los macambas.—Saipan y Rota.—Los urritaos.—Tradiciones usos y costumbres.—Colegio de San Juan de Lotrán.—Crónicas de los jesuítas—Hostilidades.—Asesinato de San Vítores.—Una modesta cruz.—Los Padres Solano y Ezguerra.—El almirante Coello.—Nuevos asesinatos. Represalias.—D. Juan Santiago.—El Gobernador Irrisari.—Descubrimientos al Norte de Agaña.—Marianas en el siglo XVIII.

La misión dirigida por el Padre San Vítores desembarcó en la isla de Guajan, estableciéndose en el pueblo de Agaña, en donde inmediatamente principió su obra de conversión.

La misión al principio fué recibida con grandes muestras de cariño, sometiéndose gustosos los naturales al bautismo y á oir la voz de los que predicaban una religión para ellos desconocida; mas bien pronto aquellos afectos se convirtieron en una tenaz y terrible oposición en la que perdieron la vida varios misioneros y soldados.

En los primeros meses los agasajos y la dulzura que emplea todo el que trata de persuadir, hicieron su efecto, predisponiendo los ánimos á la protección de que fué objeto la misión.

Más tarde surgieron varios conflictos, creados primeramente por la intemperancia del magnate, el cual, oyendo un día y otro las excelencias del bautismo, quiso fuese patrimonio exclusivo de ellos y sus hijos. Esto, como es consiguiente, creó luchas y excitó los ánimos, no por la idea del bautismo, sino por la división que surgía su aplicación. La dulzura del Padre San Vítores y la fuerza de sus convincentes argumentos pudieron desvanecer este primer conflicto, viendo en ello dar al cristianismo el primer paso á la unión de clases.

La herida que abría lo anterior en las antiguas costumbres, fué comprendida por algunos que se propusieron crear nuevos conflictos en defensa de sus odiosos privilegios.

Los magnates descontentos por una parte, la superstición por otra ayudada de falsas tradiciones, y robustecida con las intransigencias de los sacerdotes ó macambas que concitaban los ánimos, despertando antiguas costumbres, y unido á esto el estratégico é infame rumor de que el bautismo originaba la muerte de los niños, fueron los elementos que pusieron en juego los enemigos de los ministros de la fe.

Los anteriores males fueron venciéndose, contrarrestándose unas veces la fuerza con la fuerza, é interponiendo otras la convicción en medio de las supersticiosas creencias.

No contentos los jesuítas con la aparente sumisión de la isla de Guajan, se extendieron al Norte, en donde descubrieron nuevas islas siendo las principales las nombradas Saipan y Zarpana, ó sea Rota. En estas se reflejaron bien pronto los mismos males por que estaba pasando Guajan, haciéndose los trabajos con grandísimo riesgo.

Las costumbres fueron siempre los principales elementos que los macambas trataron de explotar en defensa del predominio é influencia que venían poseyendo en aquellos pueblos, sujetos al capricho de su voluntad, por medio de las acomodaticias invocaciones, originarias de supersticiosos manejos.

La poligamia con toda la asquerosa desnudez venía sucediéndose en las costumbres de aquellos isleños, y la poligamia que necesariamente había de ser combatida en los ascéticos principios de San Vítores produjo sus consecuencias. Los urritaos, ó sean los jóvenes, levantaron una cruzada que fué á engrosar las filas de los que combatían la idea por el orgullo, viniendo á ser las pasiones sensuales y las tradiciones aristocráticas, las piedras de apoyo que sustentaban la discordia y la oposición.

La lucha entre la argucia del macamba y la persuasión del misionero, era tanto más tenaz cuanto que tenía por palenque la condición del natural, el cual admitía cuantas ideas llegaban á su escasa comprensión.

Su imaginación voluble está comprobada en sus tradiciones, que atestiguan eran muy dados á las fantásticas leyendas, las cuales relataban en coro formando dos círculos, uno de hombres y otro de mujeres, que giraban en inverso sentido. Para estas fiestas, en las cuales cantaban las excelencias y las antigüedades de sus Anitis, se adornaban las mujeres tiñéndose de negro los dientes y blanqueándose el pelo, completando el adorno conchas, caracoles, plumas, insectos de colores y hojas de plátano. Los hombres se rapaban el pelo, yendo completamente desnudos. Restos de estas antiguas costumbres y reminiscencias de aquellas fiestas todavía se conservan en Marianas. El autor de estas líneas ha presenciado algunas escenas entre los carolinos residentes en Agaña, en las cuales se refleja las primitivas tradiciones.

Los elementos turbulentos cada vez tomaban más fuerza, al par que la adquiría la evangélica persistencia de los misioneros, en tanto que el corto número de soldados mantenían en los cañones de sus mosquetes el desbordamiento que ha tiempo se venía presintiendo.

En 1669 se bendijo una iglesia, creándose poco después un colegio con el nombre, que aún hoy lleva, de San Juan de Letrán, para el cual consiguió San Vítores se expidiera en 1663 Real cédula de perpetuidad, con la dotación anual de 3.000 pesos, los cuales se habían de pagar por las cajas de Méjico.

En contestación á esta merced, otorgada por Doña Mariana de Austria, escribió el jesuíta una sentida carta al Padre Nitarht, haciéndole presente participara á su Reina que en él espacio de pocos meses y debido á su protección, había en las islas entre bautizados y catecúmenos 34.000.

Este dato no lo hemos podido comprobar en documentos oficiales, y como quiera que nos parece un tanto exagerado, debemos hacer presente lo hemos tomado de las mismas Crónicas de los Jesuítas, de cuya institución dependían todos los Padres que compusieron las misiones de Marianas, cuya dotación eclesiástica corrió á su cargo hasta que fueron expulsados de los dominios españoles.

Las expresadas crónicas hacen subir la población de las islas á 100.000 almas, cifra que asimismo nos parece inexacta, no comprendiendo que ni la extensión, ni los productos del suelo pudieran alimentar tal exceso de población, y sobre todo y más que la falta de proporción entre los habitantes y el suelo, en que aquellos, según las mismas crónicas, se redujeron en muy pocos años á más de la quinta parte; disminución incomprensible en tan poco tiempo, teniendo en cuenta la razón de situación de las islas y la casi absoluta incomunicación en que estaban con los demás pueblos.

La emigración sin los medios de comunicación es imposible, y la enormidad de la baja sin aquella, por razón de mortandad también lo es, atendiendo á la salubridad que en todo tiempo se experimenta en las islas.

El casi imposible se opone á la creencia de que hubiera 100.000 almas, en donde escasamente solo restan en el día unas 7.000.

De estos y otros datos se prevale un escritor francés para mezclar entre el gran caudal de poesía que respiran sus obras, un sinnúmero de vulgaridades, por no calificarlas de otra manera, al ocuparse de Marianas.

Los pocos narradores de aquellas islas habrán podido equivocarse, es más, de hecho se han equivocado en algunas cosas; en cambio M. Arago, escritor á quien aludimos, es muy posible no haya dicho una sola verdad en las páginas que consagra á las Marianas.

Mas continuemos su historia.

Las hostilidades de que fueron objeto los sacerdotes y soldados, la alevosa muerte que dieron los isleños á más de uno, y las dificultades que oponían, ora en la resistencia pasiva, ora en el éxito de las armas, motivaron el que poco á poco, y á medida que llegaban las naos se fuera aumentando el personal de guerra, y que el inofensivo y modesto establecimiento que se levantó en un principio, se perfeccionara tomando el carácter que distingue la conquista, y la persuasión, las armas y la fe, la suavidad de los principios del cristianismo, y los mortíferos estragos de la metralla; participando bien pronto el establecimiento de la abadía y del fuerte; del campanario y de la atalaya; de la cruz y de la espada.

En tal estado llegó el 2 de Abril de 1672, en que Diego San Vítores desoyendo prudentes consejos, salió del recinto de Agaña acompañado únicamente de un filipino, dirigiéndose al pueblo de Tumhun á seguir su evangélica obra. No bien había caminado una legua, cuando oyó llorar á una niña en una casa de palma; quiso bautizarla, mas fué muerto á lanzadas por su padre llamado Matapang y por Hirao, vecino de aquel. Después de muerto fué arrastrado hasta la playa, arrojando su cuerpo en los arrecifes de la costa del Pico de los Amantes.

Pocas existencias humanas habrán recorrido su peregrinación sobre la tierra con más fe, con más abnegación, y con más valor que la que alentaba Diego Luís de San Vítores.

Cuatro años permaneció en las islas Marianas, cuya reducción casi puede asegurarse se le debe á él, y en ese tiempo predicando la caridad y la virtud fué consuelo de propios y extraños.

En el sitio en que fué muerto se conserva en el día una modesta cruz; á la sombra de su tosca madera consagramos una oración como cristianos y un recuerdo como españoles. En sus descarnados brazos, habrá marchitado el hálito de los fuertes Nortes, una corona de flores silvestres que hizo una decidora chamorra que nos acompañó en la expedición.

Ni la religión, ni las nuevas costumbres, ni los escasos rayos de civilización que se abren paso hasta aquellas lejanas tierras, han podido destruir antiguos gérmenes de pasadas generaciones. La superstición y la fábula son innatas en el chamorro, así que la muerte del Padre San Vítores, como su martirio y su vida, la envuelve en sinnúmero de fantásticas relaciones. Decir á un chamorro, y sobre todo á una chamorra, que las aguas donde arrojaron al jesuíta no tienen el color de sangre, y os mirará con la lástima de creer trata con un loco.

Al Padre Diego sucedió en la dirección de la misión, el jesuíta Fray Francisco Solano, el cual continuó la obra de su antecesor con fe y perseverancia.

La dirección del Padre Solano fué bien corta, pues la falta de alimentos, la naturaleza de estos, las fatigas causadas por las incesantes luchas y la tristeza que le ocasionó el martirio de su compañero, rindieron aquella existencia, ocasionando su muerte una aguda enfermedad.

Á la muerte de Solano, acaecida en Junio de 1672, sucedió el Padre Francisco Ezguerra. Por este tiempo y acostumbrados los naturales á los azares de la guerra, y ora generalizándola y dirigiendo sus ataques al establecimiento, ora localizándola de ranchería á ranchería y de caudillo á caudillo, tenían á los pocos españoles en una continua zozobra, la cual se aplacó un tanto con la llegada de los navíos Santiago y San Antonio, los cuales sucesivamente tomaron puerto en Agaña, el año 1672 y 1673.

El almirante Coello, que mandaba el navío Santiago, enterado del estado en que se encontraban los españoles los atendió con toda clase de recursos, haciendo quedase al mando de la fuerza que se organizó, el capitán de los antiguos tercios D. Juan Santiago; este, como buen soldado, de genio aventurero, de pronta y decisiva acción, de resistente naturaleza y de un valor y tesón á toda prueba, comprendió que las contemplaciones eran el verdadero foco donde se incubaban las hostilidades y la guerra, así que, dejando correr sus instintos en armonía con sus antiguos hábitos de campaña, reforzó el fuerte, levantó empalizadas, acumuló materiales y vituallas, y una vez asegurada la retirada, principió su obra de conquista talando cuantos campos se le oponían y quemando las rancherías que mostraban resistencia.

El miedo cundió por las islas, el cual bien pronto fué acompañado del supersticioso terror que produjo en los naturales la vista de un caballo que se había desembarcado del navío San Antonio, por disposición de su Almirante Monfort, el cual prestó hombres y recursos á la obra de la conquista.

Los isleños comprendieron que su ruina era cierta de continuar en actitud de guerra, y aparentemente desistieron, enviando emisarios á los españoles, con presentes de conchas y tortugas como símbolos de paz, pidiendo perdón por los hechos pasados, y prometiendo ciega obediencia para lo sucesivo. Esto acaeció á 13 de Noviembre de 1673.

Las anteriores paces se concertaron con los elementos de la confianza y la hidalguía por una parte, y el terror y la necesidad por otra, convenciéndose bien pronto los españoles de lo mentido de las promesas y la falsía de la sumisión.

A 1° de Febrero de 1674, dirigiéndose el Superior Padre Ezguerra con cinco soldados por el camino de Fuuña, fué asaltado por sinnúmero de hombres armados, los cuales, con grandes gritos pedían su muerte. Las palabras se hicieron obras, y el Padre Ezguerra y sus compañeros perecieron taladrados de flechas y arrastrados sus restos hasta el mar, en donde los arrojaron.

Este hecho inaudito, propio solo de una raza salvaje é indómita, produjo el efecto consiguiente en el ánimo del capitán y de los pocos soldados que tenía á sus órdenes. Siendo rotas las treguas y ávidos de venganza, no hubo perdón ni misericordia. Donde quiera había oposición, había incendio; donde quiera había resistencia, había metralla; se talaron campos, se destruyeron estacadas, y por último, se pisotearon los falsos ídolos personificados en las calaveras, acompañando á este sangriento cuadro la ejecución que con toda publicidad se llevó á cabo, ahorcando á todos los que pudo justificarse participación directa en los asesinatos.

La destrucción de las calaveras y el haber entre los ahorcados dos macambas de los más influyentes, fueron causa de que se apoderara de los isleños un grandísimo terror, alejádose del terreno de las hostilidades, buscando amparo en los extremos de las islas y en lo más oculto de los bosques, convencidos de que toda resistencia era imposible en vista de la actitud de los españoles y filipinos, los cuales habían perfeccionado las obras del establecimiento, proveyendo de dos pequeños cañones el torreón que dominaba las trincheras y estacadas, doblemente resguardadas con sinnúmero de púas de cañas y palma brava.

Con la conducta observada por D. Juan Santiago y por su sucesor D. Damián de Esplana, que con decisivo tesón continuó en la obra de reducción, se pudo ir asegurando la tranquilidad en las islas, en las cuales fueron construyéndose iglesias y casas de instrucción, habiéndolas en gran número de pueblos, cuando llegó á Agaña en Junio de 1676 el navío San Antonio, conduciendo á su bordo al capitán D. Francisco de Irrisari, primer Gobernador de Real nombramiento de las islas Marianas.

Azarosos fueron en extremo los dos años que gobernó Irrisari; el odio estaba oculto, la venganza por un lado, y por otro la cautela aprendida por los chamorros á consecuencia de los continuos descalabros que habían sufrido siempre que frente á frente y en ancho campo presentaron contienda, los hicieron astutos y precavidos. Las asechanzas y emboscadas eran cada vez más frecuentes, y las muertes y asesinatos parciales sustituyeron á los ataques francos y en masas.

Los macambas, á pesar de ver que la numerosa población que en otro tiempo habían subyugado, merced á la evocación de supersticiosas fábulas estaba casi aniquilada, que las cábalas mágicas de los anitis eran impotentes ante el fuego de los mosquetes y la metralla de los cañones, que los castigos eran públicos y ejemplares, que de día en día se perfeccionaban las obras, se levantaban otras aumentaban hombres y vituallas, que se talaban y se incendiaban las rebeldes rancherías, no desmayaban en sus predicaciones y en sus pérfidas gestiones. En un principio explotaron el orgullo y privilegios de raza; más tarde, excitaron la maternidad; después, echaron mano del desenfrenado sensualismo, y por último, y en los años que nos ocupa, aprovecharon como arma de excisión el hecho primero en aquellas islas, de casarse una mariana con un español. Esto dió origen á que los macambas predicaran el odio contra aquellos, recrudeciendo los ánimos al presentar el matrimonio como un robo simulado, ante el cual los conquistadores principiaban á apoderarse de sus hijas y mujeres.

Esta falsa doctrina hizo su efecto y volvieron á las antiguas hostilidades, las cuales fueron estrellándose en la constancia y valor de Irrisari y los suyos.

Al llegar á Marianas en el año 1678 D. Juan Antonio de Salas, su segundo Gobernador, se hicieron exploraciones en el puerto, se situaron lugares seguros de anclaje, y se desembarcaron refuerzos; con estos y con la inteligencia, tanto de Salas como de su sucesor D. José Quiroga, se logró reducir, no solo la isla de Guajan, sino las que aún quedaban revueltas al Norte.

En completa reducción, y estando las islas al mando de Madrazo, llegó el siglo XVIII, á cuyos principios se aumentaron escuelas, se perfeccionaron las obras de las iglesias, se levantaron almacenes, se abrieron caminos y se ultimaron cuantas construcciones habían estado abandonadas por efecto de la guerra. Las rancherías esparcidas por los montes se refluyeron al llano, desapareciendo la vida nómada y errante del natural, con la aparición de los pueblos de Merizo, Pago, Agat é Inarajan.

En el año 1701 no había habitadas en todo el Archipiélago de Marianas más que las islas de Guajan, Rota y Saipan, y estas últimas, era tan poca su importancia y tanta su miseria, que al despoblar los españoles años después la isla de Rota, dice una crónica de aquel tiempo, literalmente lo que sigue: «La tierra es estéril, el cielo melancólico, el viento y el mar á temporadas furioso, horrible y formidable. Solo en ciertas monzones se ve un aspecto apacible, la gente es poca, bárbara y bozal. Nadie sale de allí, nadie pasa por allí, no hay noticias, ni del resto del mundo, ni aun de aquel pequeño rincón del mundo. No hay desierto ni yermo en la Nitria, ni la Thebaida, que sea comparable á esta soledad. Ovidio, no acaba de ponderar las miserias de Tomis; pero si hubiera visto á Rota dijera, que era el Tomis del mismo Tomis.»

La situación de Rota desde que con tan vivos colores se describió, realmente poco ha mejorado, participando del sensible descenso que se observa en todo aquel pequeño Archipiélago, descenso más sensible en Rota por la casi absoluta carencia de comunicaciones, por la nulidad en las transacciones, por la consiguiente miseria del natural, y por lo inhospitalario de sus puertos.

La reducción de las islas como hemos dicho, quedó ultimada en absoluto á principios del siglo XVIII. Pero, ¿qué quedó de aquella reducción? Una docena de peñascos deshabitados en su mayor parte, y un pequeño pueblo al cual había que atender con cuantiosas sumas, á fin de darle vida al par que actividad y movimiento. Los sacrificios pecuniarios de la nación y los deseos de los gobernantes, se estrellaron como era consiguiente, con la falta de inspección que no podían ejercer en razón á la distancia que separa Marianas de Manila.

Se estudiaron todos los medios al par que iban creciendo las exigencias, y aumentando por consiguiente el personal y con este el presupuesto. Se ensayó centralizar el comercio en sentido oficial, y á este propósito el Real Erario en vez de remitir caudales, lo hacía de géneros de más ó menos fácil realización.

El Estado se convirtió en tendero; la Hacienda absorbió el cambio, la venta y la permuta y los gobernantes constituyeron la Real Hacienda en muestrario de las transacciones. El gobernado se convirtió en comprador, y el Estado en razón social mercantil.

Semejante manera de arbitrar fondos, produjo como consiguiente era, un sinnúmero de abusos, que denunciaron otras tantas fortunas improvisadas y caudales adquiridos á la sombra de un mostrador, en que la mercancía venía gravada con el impuesto de considerables primas, en que los comerciantes eran meros factores, y en que los dueños eran puramente nominales.

La acumulación del capital por razón de la venta; la ventaja de la retención, á causa de la escasez; el aumento del pedido en proporción á la demanda, y el acopio y almacenaje ante el cálculo racional del expendio y la necesidad, fuentes de todo comercio, no las negamos en el muestrario oficial, pero lo que desde luego aseguramos, es que dichas fuentes no vertían sus caudales en las cajas de la entidad jurídica llamada Estado, sino en la positiva de los administradores al par que administrados. Ellos se compraban y se vendían facturas, y este continuo agiotaje y más que todo la triste realidad, que aunque tarde se iba observando en los centros inspectores, dieron origen á que se abandonara el sistema anterior y á que se ensayara el hacer los pagos por medio de situados. Estos y aprovechando las naves de Méjico, dejaban en Marianas el total del importe del presupuesto.

Mas adelante, y pasados bastantes años de ser evacuadas las Américas, y cerrado por consiguiente el paso de las naves por Marianas, se redujeron en las cláusulas de un reglamento los gastos de las islas, quedando estos en la suma de unos doce mil pesos.

El reglamento no podemos negar se publicó, pero el presupuesto por ningún concepto refleja en el día los beneficios de su observación y con ella su reducción.

Hemos visto lo que fueron ayer las islas de los Ladrones; veamos lo que son hoy las islas Marianas.

CAPÍTULO XIV.

Archipiélago de las Marianas.—Historia moderna.—Guajan.—El pueblo de Agaña.—Puerto de Apra.—Punta Pití.—Flora y fauna.—La mujer de Marianas.—M. Arago.—Ingratitud.—Caridad española.

El Archipiélago de Marianas lo compone una cordillera de islas, enclavadas en el gran Océano Pacfico. Corren de Sur á Norte, desde la principal llamada Guajan, residencia del Gobernador y demás autoridades.

A más de Guajan y en una extensión como de dos grados y medio, se encuentran Rota, Aguiguan, Tinian, Saipan, Farallon de Medinilla, Anatajan, Sariguan, Farallon de Torres, Guguan, Alamagan, Pagan, Agrigan, Asunción, Urracas y Farallon de Pájaros.

De las anteriores islas, solamente están habitadas, según ya dijimos, Guajan, Rota y Saipan, siendo estas dos últimas, miserables asilos en que difícilmente se refleja la escasa vida que disfruta la primera.

La isla de Guajan la encuentra el navegante á los 13° 26′ lat. N. y 150° 52′ long. E. del meridiano de San Fernando; mide unas 32 millas de longitud en su mayor extensión de Sudoeste á Nordeste, variando en razón á su configuración la latitud entre cuatro á nueve, y componiendo su total bojeo de 190 á 200.

En el término medio del panorama que presenta la isla de Guajan hay un istmo, el cual divide la isla en dos penínsulas. En la lengüeta que une los dos ensanches que forman aquellas, se eleva la ciudad de Agaña, capital del Archipiélago de Marianas.

Las costas de Guajan en su general perímetro, las constituyen, multiplicados arrecifes y bancos madrepóricos que se internan mar adentro desde rocas escarpadas donde nacen. En los centros calizos suelen formarse canales, por los cuales los ligeros botes balleneros, son las únicas embarcaciones que sin grave peligro pueden recorrerlos, y esto en algunos sitios, pues en otros, la mar es tan brava, y la costa tan inhospitalaria, que hace de sumo riesgo el aventurarse en aquel laberinto de arrecifes calizos, terminados por masas acantiladas, azotadas incesantemente por mares peligrosas y revueltas.

El ruido del romper la ola, no es el gemir monótono y acompasado que produce en la generalidad de las playas. El ruido que paulatinamente se va disipando á medida que la ola va rodando sobre un lecho de menuda arena, en Guajan es desconocido; allí el ruido es atronador é imponente; allí, las masas de agua empujadas por las grandes marejadas llegan compactas, no á una superficie igual, sino á cordilleras inmensas de arrecifes, que presentan en las sinuosidades y desigualdades de sus configuraciones, otros tantos obstáculos, que dividen la ola en infinidad de partes, originando los huecos que presentan las múltiples ramificaciones madrepóricas, imponentes ruidos que repite el eco de cavidad en cavidad.

Las primeras noches que se duerme en Agaña, es imposible conciliar un sueño tranquilo y sostenido.

Sin embargo de los múltiples y peligrosos bajos de que están sembradas las mares de Guajan, la experiencia y la práctica pueden conducir al navegante á encontrar abrigo y seguro anclaje en varios puntos de la isla; debiendo citar como el principal y más seguro de sus puertos, el que se encuentra en la parte Oeste, entre la península de Orote y la pequeña isla de las Cabras, llamada de San Luís de Apra. A pesar de lo espacioso del puerto de Apra, desde luego aconsejamos al navegante, no se aventure en sus aguas sin llevar práctico, pues la situación del anclaje por razón de los abrigos que preserven en lo que cabe los fuertes temporales de Oeste á Noroeste, á cuyos cuadrantes tiene pocos resguardos el puerto, y el sinnúmero de escollos que se extienden desde el sitio denominado la Caldera, á la playa, son innumerables. Si á esto se agrega las varias y encontradas corrientes que los canales de coral producen, se comprenderá fácilmente lo necesario de poner la nave á la dirección de un hábil conocedor de aquellos lugares.

San Luís de Apra es el puerto en que anclan todos los barcos que llegan á Guajan.

Se conocen á mas del anterior, los de Agaña, Tepungan, Daví, Jatí, Merizo, Sajayan, Actayan, Inarajan Tarofofo y Pago, los cuales por sus escasas proporciones y por las revueltas que á ellos llegan las mares, los tiene de antiguo completamente abandonados el uso.

Una vez anclada la nave en el puerto de Apra, hay que recorrer una larga extensión hasta llegar á la playa. La travesía entre esta y el barco se hace en botes balleneros, únicos que por su escaso calado pueden utilizarse en el canal que forma Guajan y la isla de las Cabras, el cual es sumamente pintoresco. Luego que se toma tierra, quedan unas cinco millas que andar hasta llegar á la ciudad de Agaña, trayecto que generalmente se hace en pequeñas carromatas de ruedas de una sola pieza, tiradas por novillos, los que también se emplean para silla, prestando toda clase de servicios de carga y arrastre.

Pocos paisajes habrá en el mundo tan hermosos como el que presenta el cuadro que se desarrolla desde Punta Patí, hasta las primeras casas de Agaña: unas cinco millas, las separan del puerto como ya dijimos; cinco millas, en que la vista se recrea con todas las maravillas de que el Creador dotó el suelo. La palma, la bonga, y la variedad de cocos con sus frondosos penachos, que al acariciarlos el viento cimbrean sus esbeltos y elevados troncos; la rima, el cajel, el naranjo y el limonero, con su exuberante vegetación, sus múltiples y verdes hojas, y sus olorosas emanaciones de azahar y nardo; el poético limoncito de China con sus abundantes frutos; el corpulento ifil, el tortuoso abgao verdadero sáuce de la India, el agoho, con sus pequeñas piñas armadas de afiladas púas, el productivo daog ó palo maría, el goya, la guayava y el ate, entrelazan sus hojas, sus frutos, sus flores, y su potente vida, con las olorosas y variadas enredaderas, con los intrincados laberintos de bacauam, con los desiguales y trepadores tallos de la silvestre pámpana, y con las esbeltas y flexibles ramas del jazmín blanco.

Sobre la inmensa capa de verdura que presenta la prodigiosa vegetación que se extiende por un terreno desigual y accidentado, se contempla un cielo puro y trasparente, bajo cuya diáfana bóveda baten sus alas y cantan sus amores, la pintada garza, la veloz dulili y la amorosa tórtola, cuyos cantos son interrumpidos por el agorero chillido del mamoy y el estridente graznido del fanifi. Las palomas blancas, las aves marinas en su diversidad de clases, las agachonas, el tordo, y los carpinteros completan el viviente mundo de la región de las nubes.

Cuanto define y compone la belleza, tiene allí su rasgo característico, su estigma que la distingue y señala. La escarpada peña cría verdura, el cielo presta tibios ambientes, los pájaros alegres cantos, las flores deliciosas emanaciones, el arroyo tiernos murmurios y cristalinas aguas, los árboles sabrosos frutos, y el cielo claridad y hermosura.

De Guajan se ha dicho es un país privilegiado y es muy cierto. Aquel cielo y aquel suelo en el Grao de Valencia, ó las orillas del Guadalquivir, sería una dulcísima parodia de los jardines del Profeta; mas un paraíso, anclado en medio del revuelto Pacífico, lejos del universal concurso y sin tener por lo menos una Eva, es un paraíso que al principio encanta, después, aburre, y por último desespera.

No se crea por lo anterior que en Marianas no hay mujeres, que las hay y muchas, pero ... pero francamente, y con perdón sea dicho de la Mariquita y la Ángela de M. Arago, entre todas no componen ni una caricatura de las de allá, ni un octavo de cuartilla de las que tan mal empleó el escritor francés al ocuparse de Marianas. Al principiar este trabajo dijimos, y si no lo hacemos ahora, que si algún mérito tiene, es, que lo en él escrito, es producto de la verdad, y no emanación de ridículas fábulas, propias de una novela mas no de un viaje.

Sentimos no poder describir aquellos ojos de fuego, aquella exuberancia de formas, aquella corrección de líneas, que completan los acabados modelos del universal viajero en sus dadivosas y enamoradas concepciones chamorras y carolinas, prontas, por supuesto, eso sí, y dicho también por supuesto por el escritor francés, á consagrarle sus amorosas primicias y hasta su existencia, y vean ustedes cómo el ilustre viajero casi casi introduce en las pacíficas chamorras el uso de los fósforos de Cascante, y la entidad acabada del Don Juan, con sus irresistibles filtros sus tiernas pláticas y sus incendiarios conceptos, con la diferencia que al Don Juan europeo le abrían las puertas dueñas y rodrigones, y al Don Juan trasatlántico pañuelos y relicarios.

Léanse detenidamente las páginas que Arago consagra á Marianas, y se verá que todo se reduce á decir que no hubo chamorra ni carolina, que primero por su linda cara, y después por un relicario, no le ofreciera sus caricias. Esto, y ver por doquier restos humanos consumidos por la lepra, enterrar á todo el que buenamente le parece á consecuencia de dicha enfermedad, crear tipos á su capricho, y acusar de no sé cuántas cosas á los poseedores de aquellas islas, hasta el punto de conceptuarlos como un mal para la humanidad, completan las páginas de M. Arago, salpicadas de cuando en cuando con bravatas que son fáciles de escribir ya que no de realizar.

¡Se atreve M. Arago á hablar de humanidad!

¡Válgame Dios, y cómo se escribe la historia!

En la infinidad de naufragios, en el sinnúmero de siniestros que por su situación ha presenciado Guajan, jamás han dejado sus habitantes y sus Gobernadores, de hacer muchísimo más de lo que dicta la caridad oficial y la reciprocidad del derecho de gentes. Lea M. Arago el naufragio de su compatriota Mme. Wisio, interróguela y la verá llorar al solo recuerdo de los beneficios recibidos de los españoles. Crónicas de Nueva-York, de California y del Japón son buenos testigos á quienes preguntar sobre la caridad española. Las columnas de sus periódicos de cuándo en cuándo, se llenan con la relación de conmovedoras escenas en que la abnegación y el desinterés juegan en primer término.

No solo encuentran en Marianas recursos y consuelos los náufragos que logran tras miles de riesgos y privaciones, ganar las hospitalarias costas, sino que también cuantos llegan á ellas empujados por cualquier otra desgracia.

Jamás, jamás en Marianas se ha cerrado la puerta al dolor, ni el consuelo al sufrimiento.

Esto podemos contestar á las páginas de Arago respecto á humanidad; en cuanto á los dicharachos puestos en boca de Petit, le recordaremos, que si hay islas de Saipan, también hay Geronas y Bailenes, y que si creía fácil tomarse la justicia, frente las playas de Marianas, no la encontraron tan fácil sus compatriotas frente los pechos de los zaragozanos.

Mucho, muchísimo más podríamos decir respecto á M. Arago, el cual nos consta por fidedignas autoridades, que en el tiempo que residió en las islas, fué objeto de cuantas deferencias y atenciones se le pudieron ofrecer, á pesar de los escasos recursos de la localidad.

¡La ingratitud siempre frente al beneficio!

Cerremos el libro de Los viajes por su página de Marianas, y si no hemos llegado á convencer de que en Guajan, hay siempre un consuelo y un remedio á toda necesidad, pregunten á los que allí hayan sufrido y ellos contestarán.

Confundamos las páginas del viajero de la Urania, con las de otros compatriotas suyos, y continuemos en la descripción de la isla de Guajan.

CAPÍTULO XV.

La plaza de Agaña.—La iglesia.—El monte de Santa Rosa.—La atalaya.—El reloj de Agaña.—Faro original.—Vida en Marianas.—Casas, huertas, cultivos, ríos.—Vegetación de Oriente.—El árbol del pan, y el dug-dug.—Cageles.—La isla de Pagan.—Riqueza perdida.—Desconocimiento del país.—Reputaciones usurpadas.—En tierra de ciegos..—Hormigas coloradas y ratas.—Los caballos y las auroras.

A poco de pasar el viajero el pequeño puente de madera de Asang, y dejar á su espalda la tajada roca, por cuyo granítico plano vierten los vecinos montes cristalinas aguas, que la previsión del natural detiene en tanques de piedra, se divisan las primeras casas de la ciudad de Agaña, presentando su entrada una espaciosa calle formada en su mayoría de pequeños edificios de tabla y teja, entre los cuales sobresalen algunos de piedra y otros de cogon y palma.

El conjunto de la ciudad que se encuentra enclavada entre los arrecifes de la playa, y el extenso monte de verdura que corre de Norte á Sur, á cuya falda termina la línea de construcción es limpio y alegre.

Siguiendo la igual y espaciosa calle que tiene por continuidad el camino del puerto, se llega á la plaza, en la cual, y tomando á la derecha se encuentran en línea, la casa-administración, el presidio, el llamado palacio, ó sea morada del Gobernador, el parque y los almacenes de la plaza; todos estos edificios son espaciosos y de sólidos materiales. La banda de la izquierda la componen pequeñas casas y edificios en construcción, que según supimos se destinan para Tribunal y Escuela.

El frente de la plaza, siguiendo la dirección que hemos tomado, lo ocupa en primer término la iglesia, el cementerio y la casa parroquial; cerrando el perímetro, el Colegio de San Juan de Letrán, con las escuelas y dependencias.

La plaza de Agaña, compendia la vida de Marianas; el dolor tiene su morada, como lo tiene el poder, la religión y el saber. Allí, la cruz que se alza entre la revuelta maleza que crece en el misterioso mundo de los muertos, recuerda la memoria de pasadas generaciones; las sombrías rejas del presidio, señalan en sus dobles hierros, la satisfacción que da á la tranquilidad individual, la pública vindicta; la campana que á la oración de la tarde, pesadamente dobla sus bronceados ecos, indica en la religión, el más allá que enseña el santo suelo sobre el que se eleva el pardusco torreón, á cuyos cimientos se aquilata la pequeñez de la vida, en la amarga verdad de una tumba que carcome el tiempo, y una cruz que pudren las aguas, únicos y miserables girones de los recuerdos, que cual el sér que cubrieron, bien pronto pasarán al polvo y al olvido.

La iglesia que está contigua al cementerio, es tan modesta como poco espaciosa, la compone tres pequeñas naves, el coro y una tribuna cerrada de reciente construcción. Lo que constituye la dotación del culto externo, mas que pobre, es escaso; la ornamentación es churrigueresca, y el busto estatuario, tanto en líneas, como en expresión y detalles, es detestable.

Contigua á la iglesia, y comunicando con el altar mayor, está la sacristía, en la cual hay un retrato del Padre San Vítores, y otro del lego Bustillos.

Como edificios, no recordamos ningún otro de los enunciados, que merezca la pena de ser citado, pues si bien hay en el cerro de Santa Rosa, y en la entrada del canal, pequeños fuertes, estos, ni por su fábrica, ni por las máquinas que resguardan tienen nada de particular, á no ser el pintoresco y bellísimo paisaje que desde ellos se domina.

En lo que se llama la Atalaya, vigilan cuatro hombres de la dotación el desierto mar, al par que son los encargados de comunicar al pueblo la hora en que vive.

La falta de máquinas supliendo la abundancia de brazos.

El engranaje del reloj de Agaña lo constituye un complicadísimo servicio, y una vigilancia á prueba de segundos.

Analicemos la máquina.

El Gobernador de Marianas tiene, es decir, es de presumir tenga reloj, pues si no lo tuviera no hay caso, en la época que estuvimos allí lo había porque lo tenía: dicho reloj daba sus campanadas regulares, llegando difícilmente al oído de un centinela que perennemente está bajo el bronce de la esquila, para que otro minutero viviente, que incesantemente escucha desde la Atalaya, diga al pueblo de Agaña en el bronce de una campana, mayor que la que le da el aviso. Caballeros, según me acaba de decir mi compañero de abajo, son las ocho en el reloj del Gobernador.

Excusamos manifestar los conflictos que pueden originar el día en que el ama de llaves, deje de usar la destinada á la alimentación del reloj municipal.

El Gobierno, no solamente da la hora, sino que también la dirección á las bancas y botes.

Y aquí necesitamos dar otra explicación.

Una tarde en que paseaba con mi buen amigo el Padre Ibáñez, por delante de la línea de verdura que se extiende desde el colegio á la administración, observé que el Padre, siempre que pasábamos frente al Gobierno, miraba con detención el hueco del balcón que media el edificio. En una de las vueltas, la impaciencia fué mayor; se paró, y enfadado hasta donde se puede enfadar el buen Padre, exclamó:—¡Caramba con D. Luís, que se empeña en no encender el faro!—Gracias á Dios—exclamé,—que ya he oído algo que corresponda al pomposo título de ciudad que lleva Agaña;—mas al observar que por ningún lado veía torre ni torreón, no pude menos de interrogar al Padre, á fin de que me mostrara dónde estaba situado el aparato.—El aparato—me replicó con tono amargo mi compañero de paseo,—que no es ninguna vulgaridad, está allí;—y me señaló el hueco de la ventana.—No veo nada,—repliqué.—Pues porque no ve V. nada, es por lo que dije que D. Luís no encendía el faro, y el faro, hijo mío, no es más ni menos que un farol que se cuelga en aquella ventana, que como V. ve corresponde con el puerto.

El cigarro que fumaba se me cayó de la mano, y yo no sé cómo no me caí de espaldas. ¡Un faro de cuatro tinsines que viven muriendo tras las telarañas que adornan los vidrios de un farol!

Lo del faro de Agaña y lo del reloj es preciso ponerse serio para que lo crean; pero qué quieren ustedes, la verdad nunca puede ser más que una, y aunque las verdades respecto á Marianas, las que se saben lo son de seis á seis meses en Manila y en Madrid quizás nunca, de aquí la incredulidad que á nuestros lectores despertarán nuestras líneas.

Sigamos describiendo la isla de Guajan.

La población de Agaña ya hemos dicho es espaciosa y limpia; el estar enclavada en terreno arenisco y gozar de las vertientes del monte á cuya falda se asienta, constituyen una de las condiciones que determinan el aseo que en ella predomina; el monte suministra en las aguas que vierte cantidad bastante para ahogar el polvo, no originando sucios charcos el suelo por su esencia arenisca al par que la compacta superficie que lo forma.

En uno de los extremos de la ciudad, pasado el Colegio, hay unos terrenos pantanosos llamados Cienaga, de donde nace un pequeño arroyo que serpentea por la misma playa y del cual se sirven los naturales. Sobre este arroyo hay un sólido puente de piedra que pone en comunicación la playa con el pueblo. Todas las casas de este tienen entre sí una proporcional separación dividida por empalizadas de caña.

Estas empalizadas resguardan árboles arbustos y malezas, y en algunas que el dueño es cuidadoso se ven verdaderos huertos, en que al lado del rústico cenador crece la parra, á cuyo tronco trepan los tallos de las sandías con las que se mezclan las doradas hojas de la piña y las mazorcas del maíz.

La horticultura, tanto en Marianas como en todo el Archipiélago filipino, podría ser mucho más completa de lo que es. Una buena inteligencia combinada con un suelo virgen y una atmósfera impregnada periódicamente y por horas de humedad y calor, no es posible dejara de encontrar en raros productos verdaderas fuentes de riqueza.

En pequeño hemos tenido ocasión de ver más de una vez realizada la verdad que las anteriores líneas encierran, contemplando algunos cuadros convenientemente abonados y preparados, dar resultado gran variedad de semillas de Europa; es verdad que para esto se necesita cuidado y conocimiento; pues es probado que la primera semilla es la que fructifica con todos los caracteres que distinguen sus frutos, los cuales desmerecen visiblemente á medida que las semillas son de frutos ya criados en el país. La sucesión de cosechas y el uso de sus semillas si no se reemplazan, concluyen por matar el producto nativo, sustituyéndolo por otro que ni en sabor, formas, ni dimensiones se le asemeja.

En los cercos de Agaña y en los pueblos limítrofes, como en sus barrios de Anigua, Asang y Tepungang, hemos visto cultivarse algunas hortalizas con buenos resultados. El éxito de la fructificación, sobre todo en pequeñas plantas, es debido sin duda alguna á las magníficas condiciones de su cielo, combinadas con la manera de ser de su suelo. Las alturas de la isla de Guajan, por su aislamiento en medio del Océano, son un punto de atracción al cual afluyen las nubes vertiendo sus aguas los frecuentes chubascos que se forman en aquellas latitudes. La constante al par que pasajera caída de aguas, mezclada con la fuerza de calórico, originan en el suelo un flujo y reflujo de absorciones y emanaciones acuosas, altamente convenientes para la semilla y el tallo. La latente humedad que originan las intermitencias de calórico y agua es sumamente sensible dando las observaciones higrométricas un resultado apenas concebible; humedad que parece imposible no quebrante la salud, lo que se explica únicamente recordando las brisas que refrescan la isla de playa á playa y que moderan la percepción del calórico que marcan los termómetros. La columna del centígrado fluctúa entre los 14 á los 33°, siendo la ordinaria situación la de 22 á 28.

La frecuente caída de aguas tienen en curso una porción de riachuelos que salpican la isla, sobre todo en su parte Sur, que es la más baja. Pueden citarse entre aquellos por la bondad de las aguas que encauzan en un lecho de menuda arena, los nombrados Asang, Margüe, Mazo, Agat, Finili, Talasfac, Bili, Paparguan, Dandan y otros muchos, sobresaliendo entre todos, tanto por la cantidad de agua como por sus permanentes corrientes, los nombrados Tarafofo, Ilic y Pago, los cuales y principalmente el primero merece el nombre de río, pues los demás, atendiendo á su nacimiento y al caudal de sus corrientes, más que ríos son verdaderas vertientes de las cordilleras que accidentan la isla.

De las muchas corrientes de aguas dulces filtradas por las masas de caliza, arena y piedra pomez, elementos que con la greda constituyen el componente del suelo de Guajan, se proveen las necesidades de sus habitantes, los cuales se precaven de las sequías con pozos de estanque, á los cuales se baja por rampas ó escaleras abiertas en la misma materia caliza que forma la base de la isla, según se ve á los pocos golpes de piqueta.

Las hojas que constantemente caen de los árboles forman al mezclarse con la arcilla y la greda el humus, excelente abono, semejante en sus fuertes materias fructificantes al guano de ciertas regiones americanas.

Todo cuanto digamos de la vegetación intertropical será pálido, es preciso verla para comprender su belleza en todo su valor; apropósito de esto, recordaremos lo que ha tiempo decíamos á un amigo querido de la Península. En la vegetación de estas regiones, decíamos, es donde se verifica la alegoría pagana del terrible castigo de Prometeo, ó mejor dicho, donde se admira la magnífica realización de la mitológica fuente Canatos, donde Juno recobraba la virginidad; aquí, añadíamos, la hoja del árbol no cae seca y marchita; aquí se rinde por el tiempo, mas no por falta de lozanía, dejando en su caída, no un tallo seco y mustio, sino una hermosa gemela, heredera de su juventud, de sus brillantes colores, de su pureza y de su jugo.

Esta es la vegetación en el Oriente.

Las masas de hojas que incesantemente arremolinan á su pie la diversidad de árboles, plantas y arbustos, forman en muchos parajes de la isla gran abundancia de humus que se aprovecha convenientemente, por más que se preste á una explotación más viva y positiva que la que se le da en la actualidad.

Sin embargo de las excelencias de la vegetación de Marianas, es de notar la escasez de árboles de grandes proporciones, pudiéndose citar como los únicos susceptibles de dar regulares piezas, el ifil y el palo-maría, figurando en segunda escala el yoga el yagunlago, el fago, el chopag, el puting, el pengua, el balinago y algunos otros, los cuales producen resinas, materias colorantes, cuerdas, aceites, tejidos y hasta mortíferos jugos, que emplean los carolinos para envenenar sus armas.

Los verdaderos árboles de importancia positiva en el día, son la rima y el dug-dug; ambos son de grandes dimensiones, criándose con una prodigalidad y abundancia asombrosa; no requieren gran cuidado, elevándose lo mismo en las grietas de la peña que en los abonados campos del llano.

La fruta de la rima se asemeja al melón, es sana, nutritiva, agradable al paladar y susceptible de larga conservación con solo cocerla y guardarla en lugar seco. A la rima se la conoce con el nombre del árbol del pan, y no se puede dar un calificativo más adecuado y preciso. El fruto del dug-dug es un variante del de la rima, diferenciándose en el tamaño, que es más chico, y en el sabor, en que sobresale el mucho dulce que contienen sus jugos, razón por la que, y por tener la rima materias farináceas mucho más nutritivas que las de aquel, la hacen preferible. Ambos árboles suministran en sus troncos piezas para toda clase de construcciones.

Para completar los productos del suelo, no podemos menos de recordar la variedad de cageles, de los cuales los hay de unas proporciones exorbitantes, siendo dignos de citarse asimismo los algodoneros. De estos últimos se va generalizando su plantación: hemos visto muestras de algodones de Guajan y nos han parecido inmejorables. En la fecha en que escribimos, se espera el resultado de una pequeña exportación de aquel artículo que como prueba se remitió á Barcelona y al Japón. Según datos que hemos podido reunir de colonos del país, pasan de millón y medio de troncos los que hoy existen de algodón, procedentes en su generalidad de semillas importadas de las islas Sandwich; notándose en la plantación de este artículo un aumento notable, puesto que según los estados de la riqueza agrícola de Marianas, hechos el año 1843, por su Gobernador D. Gregorio Santa María, solo había unos 60.000 troncos.

Maíz,palay, mongos, añil, plátanos, piñas, sibucao, abacá, tabaco, resinas, materias colorantes y caña dulce, completan el cuadro de la riqueza de aquellas islas, riqueza que como ya hemos dicho, ni tiene estímulo en su fomento ni en su cultivo, por luchar con los inconvenientes de la distancia, la falta de transacciones y la casi nula exportación, por causa de lo caro del flete y escasez de comunicaciones.

El suelo de Guajan mineralógicamente considerado, presenta poquísima importancia: sin embargo, algunos pozos se han abierto ante la presencia de capas carboníferas de mineral bastante bueno. La explotación minera, aunque desde luego podemos asegurar, sin temor de equivocarnos, teniendo en cuenta la constitución de su suelo que sería casi nula, está circunscrita como todo lo que se refiere á Marianas á ligerísimos ensayos.

Entre la diversidad de animales que se crían en las islas, figura en primer término el venado; el número que de estos se matan al cabo del año, es verdaderamente fabuloso; su carne se aprovecha no solamente en fresco, sino que también, en preparadas salazones, llamadas tapas, de las que se hace mucho consumo.

La vaca, el carabao, la cabra, el jabalí de monte, el casero y el llamado mantequero, abundan bastante en aquellas regiones; habiendo asimismo jabalíes y venados en grandísimo número, en las islas del Norte, principalmente en Agrigan y Saipan, en donde se comprende perfectamente su fomento, teniendo en cuenta lo escaso de la persecución, y los millones de cocos que la falta de beneficio deja en abandono, cayendo de la palma al empuje de otra cosecha, que á su vez caerá como la primera en fuerza de la madurez ó de los fuertes vientos, para servir de alimento á los animales ó para pudrirse con el tiempo y las aguas.

La isla de Pagan creemos podría sujetarse á una productiva especulación, pues son tantísimos los cocales sin beneficio que se crían, que toda la isla es un bosque de aquella palma.

Dicha isla está deshabitada, como todas las demás que se extienden hasta el peñón de las Urracas, y no nos extraña dejen de aprovecharse las magníficas salazones que podrían sacarse de los venados y jabalíes de Saipan, como las miles de pipas de aceite que podrían cosecharse en la de Pagan y el sinnúmero de limones que suministran los bosques de Tinian, puesto que, habrá muy poquísimos mortales que conozcan, no los nombres de aquellas islas, sino siquiera el que existan los expresados centros de riqueza.

Las islas Marianas han sido muy poco visitadas; tanto es así, que un individuo de los más conocedores del Archipiélago, no ha mucho nos aseguraba con gran formalidad, que las formaban tres pequeños islotes. Cuando dicho individuo que se cree una eminencia, y que lleva en el país veinte años, no conoce ni aun el nombre de una de aquellas islas, los demás no están en el caso de saber que hay limones en Tinian, cocos en Pagan, y venados en Saipan.

Cuando hacemos ciertas reflexiones y consideramos algunas eminencias, no podemos menos de recordar una célebre frase de un chispeante escritor: decía este, refiriéndose á un amigo suyo, que el mejor negocio que podía hacerse, sería comprarlo por lo que valía, y luego venderlo por lo que él se creía valer; á ser posible semejante transacción mercantil, la pondríamos en planta en Filipinas, en donde mejor que en parte alguna se habían de encontrar productivas facturas.

Sirva de modelo y aunque de escaleras abajo, la siguiente anécdota:

No há muchas noches que mi espíritu observador me llevó á la puerta de un establecimiento de refrescos; tomé asiento, y no bien había saboreado los primeros sorbos de una limonada, escuché el siguiente diálogo que salía de un grupo próximo adonde yo estaba.

—Vamos, D. Juan, ¿cómo van esos ensayos?

—Así, así; quise hacer el Sí de las niñas, pero razones especiales me lo han impedido; después he principiado los ensayos del Don Simón y otras zarzuelitas, para las cuales tengo encargada una caviteña que da la hora.

—Sí, ¿eh? con que una caviteña, dijo uno, y ¿quién es? replicó otro, y por supuesto, que será maestra, añadió un tercero.

—Ya lo creo, dijo el D. Juan ahuecando la voz y haciendo un gesto muy pronunciado, como que gasta botitas, canta villancicos y sabe algún que otro cundiman; verdad es que no es bonita, que no tiene accionado, que no sé si ha trabajado en toda su vida, y que habla muy incorrectamente el español; pero ¡qué demonio! tengo dama, y sobre todo, caballeros, no me lleva como la que se ha ido, cincuenta pesos por función, contentándose solo con veinticinco.

No quise oir más, dí una moneda y ni aun esperé el cambio, ¡¡¡Veinticinco pesos por gastar botitas y no hablar español!!! ¡¡¡Veinticinco pesos por noche!!! Lo que no ganaba ese gran genio de la escena, esa colosal figura de las tablas, esa encarnación del pensamiento de Shakespeare y Ventura de la Vega, joya del arte que con su muerte se llevó á la tumba el Sullivan y El hombre de mundo, obras que jamás volverán á interpretarse cual lo hacía Julián Romea.

A la turquesa á que se adaptan las anteriores reflexiones, se relacionan la generalidad de las vivientes hechuras que andan por esas calles de Dios respirando ciencia y saber.

La pícara afición á las digresiones, más de una vez nos lleva fuera de Marianas, bien es cierto que aquellas islas son parte integrante de Filipinas y escribimos á la sombra de las conchas de su capital.

Volvamos á las Marianas.

El suelo de Guajan en relación con el mundo animal, tiene una verdadera especialidad digna de llamar la atención, cual es no ser conocida ninguna clase de culebras; esto da al natural una gran seguridad en la vida de campo, como asimismo hace innecesarias en los que recorren las islas ciertas precauciones propias de los países en que se crían aquellos reptiles. La hormiga colorada y las ratas, en cambio son muy abundantes, siendo verdaderos enemigos de los productos del suelo; á pesar de esto no se crean las extravagancias y exageraciones que respecto á las ratas de Marianas se cuentan, pues la abundancia á que aludimos podrá ser un mal, mas no una calamidad de las proporciones dadas por algunos.

Aquí hemos de hacer una pequeña parada, pues en lo de las ratas sucede lo mismo que con otras muchas cosas de aquellas islas. A nuestra salida para Marianas, gran número de amigos y algunos que no lo son, pues en eso de encargar no hay peligro, por más que uno se reserve la filosofía del tú pitarás del cuento, me pidieron les trajera caballos y auroras; llegue á Guajan, y francamente, creía que los caballos andarían precio de ramal y las auroras á coste de paseo, pero ... ¡que si quieres! en toda la isla había solamente dos caballos de los que pedían, y estos traídos á alto precio de América; en cuanto á auroras me dijeron que si esperaba al mes de Julio, es posible, aunque no respondían, que por unos doscientos pesos se podría comprar algún par.

Esto me decían en Marianas; en cambio en Manila se cree todo lo contrario, no solamente respecto á la adquisición de esos bonitos ejemplares de la conchología, llamados en el lenguaje vulgar por su color rosado, auroras4 Los cuatro ejemplares que el autor de este libro presenta en la Exposición de Filipinas, los adquirió á fuerza de mucho tiempo, dinero y paciencia. La rareza de estos ejemplares está comprobada con la escasez que de ellos hay. Proceden de las islas Carolinas. Un magalaje ó Jefe carolino que conocí en Marianas, por ningún precio quería venderme dos auroras que poseía, y si las llegué á adquirir fué merced de la gran curiosidad que despertó al Jefe carolino, mi reloj remontoir que tuve que darle en cambio.—(N del A.) sino que también refiriéndose á un sinnúmero de costumbres, cosas y objetos que luego resultan completamente inexactas.

CAPÍTULO XVI.

Reducción de vecindario en las Marianas.—Islas habitadas.—Rota.—Su población.—Promesa religiosa.—Comercio y agricultura.—Antiguas invernadas.

Entre los que no conocen las islas Marianas corren una porción de versiones, que si en otro tiempo fueron apreciables, hoy no lo son bajo ningún aspecto, ni material, ni moral, ni político.

Nosotros, que sin descanso hemos recorrido el pequeño territorio que comprende la isla de Guajan, única que hoy tiene alguna vida, por más que esta sea bien raquítica y efímera; nosotros, que hemos contemplado lo mismo las escasas ondas del Asang, que los panoramas que se desarrollan desde las mesetas de Santa Agueda; nosotros, que los recuerdos de las islas no son tan intensos que nos empujen, ni á la parcialidad exagerando lo que no hay, ni vituperando lo que existe; nosotros, en fin, que la única norma que guía nuestra pluma es la absoluta verdad, vamos á emitir nuestra opinión, opinión que no es hija del capricho, sino legítima conclusión de muchas horas de estudio interrogando cartas, libros y manuscritos. La opinión nuestra, por lo tanto, no es el más ó menos juicioso raciocinio de la apreciación, sino la síntesis de la historia de aquellas regiones.

Al establecimiento de la primera misión nos encontramos con una población que hacen subir á 100.000 almas; hoy, según los últimos datos estadísticos que tenemos á la vista tanto civiles como eclesiásticos, dan el siguiente resultado: Islas habitadas, Guajan, la cual tiene 5.914 almas; Rota, con 352, y Saipan, con 872; advirtiendo, que los habitantes de Rota están haciendo gestiones para trasladarse á Guajan, y los de Saipan en su mayoría son carolinos que los azares de sus guerras y la penuria y miseria los han arrojado de sus islas. Saipan quedará deshabitada tan luego puedan regresar los carolinos al suelo nativo.

Como dato curioso, que habla muy alto acerca de la pobreza en que están sumidos los pocos habitantes de Rota, viniendo á explicar el por qué proyectan, como por último sucederá, el ir á Guajan, podemos citar el siguiente. En el siglo pasado, fué la isla de Rota testigo de una grandísima calamidad, que sumió á todos los habitantes en una profunda consternación. En los libros canónicos de la isla de Rota y garantida por la firma de un virtuoso recoleto, se registra un acta en que se consigna que sobre la isla se desarrolló un horroroso fenómeno marítimo. Los efectos de este fenómeno duraron mucho tiempo, ofreciendo durante el peligro los habitantes de Rota, que constantemente habían de alumbrar á la Virgen cinco luces, promesa que religiosa y puntualmente se ha venido cumpliendo hasta estos últimos años, en que la furia de un tifón redujo á escombros casi todos los edificios, sumiendo en tal miseria á sus habitantes que ni aun la promesa se cumple en el día, viviendo aquellos en su generalidad, gracias á la prodigalidad de un suelo en que se crían árboles como el del pan y raíces farináceas de gran alimento.

La pobreza y aislamiento en que se encuentran Saipan y Rota, serán causa de que en época no muy remota, se unan sus habitantes con los de la capital.

Apenas se concibe cómo islas que contaban 100.000 almas, hayan venido decreciendo hasta hoy, que en un todo, dan el resultado de 7.138.

Respecto á la riqueza de su suelo, ya hemos visto es fértil cual lo es en su generalidad todo aquel que se encuentra situado en zonas intertropicales; mas la riqueza del suelo de Marianas so pena de una transformación radical, imposible de llevar á cabo sin cuantiosos caudales, no es productivo, puesto que atendida la situación de las islas y las distancias que las separan de continentes comerciales, el rendimiento del producto no compensa el gravamen que le impone el gasto de transporte, aparte de las eventualidades de carga y descarga y las consiguientes averías que traen en pos de sí la generalidad de los productos agrícolas; buen ejemplo de esto tenemos en la actualidad, en que una sociedad fomentadora del suelo se constituyó en Agaña, con cuantos elementos son precisos para el desarrollo de una idea mercantil; en ella contaban con dinero, protección, brazos, herramientas, y un suelo virgen como palenque de sus trabajos. Las acciones á precio de 500 pesos se tomaron, la sociedad principió á funcionar y á pesar de la abundancia del producto terruño, el producto metálico en los balances de inspección debió ser negativo, pues á ciencia cierta sabemos solo se han repartido dividendos pasivos entre los accionistas, llegando el desaliento en estos, hasta el punto que hoy no tienen precio las acciones por falta de cotización y por consiguiente de demanda.

Se nos dirá. El suelo es susceptible de dar inmejorables productos. Bien, es cierto, pero no lo es menos, que más cerca, en donde existen comunicaciones y adonde por lo tanto, tan luego se presentara el producto se establecerían transacciones, y en donde la oferta se uniría á la demanda, se ven dilatados terrenos incultos, con los mismos gérmenes de riqueza y de las mismas condiciones productoras que los de Marianas.

El que viene de esas mismas islas y entra en el Estrecho de San Bernardino, verá desde la pequeña peña que le da nombre, hasta el fondeadero de Manila, extensas y dilatadas islas que tienen un suelo tan fértil como el de Marianas y por consiguiente de preferente atención, puesto que la riqueza agrícola es igual y el producto líquido por razón de situación, y siguiendo la comparación ha de ser exorbitante.

La riqueza del suelo de Marianas no la negamos, y la admitiríamos como positiva, si por ejemplo, sus magníficos y abundantes cageles, sus campos de maíz y sus bosques de cocotales estuvieran á pocas leguas de un mercado á que abastecer, lo que no sucede dada la situación del suelo en que aquellos productos fructifican.

Esto respecto al suelo materialmente considerado.

Dicen algunos. ¡Ah! ¡las islas Marianas, magníficas posesiones, de grandísima importancia por las célebres invernadas de los balleneros! A estos, les diremos únicamente que abran el registro del puerto de Guajan y se encontrarán, que en efecto, es cierto tuvieron las islas su apogeo como descanso de esos valientes hijos del mar, y que hubo año que hicieron recalada en los puertos de Guajan, 80 y hasta 100 barcos mayores; pero al volver algunas hojas del registro, progresivamente irán viendo el descenso que desgraciadamente ha sufrido, tanto que el año 1870, solo anclaron ¡cuatro! barcos balleneros, y esos más valía no lo hubieran hecho, pues hoy el ballenero que toma el puerto de San Luís de Apra, participa de pirata y corsario, no yendo á dejar dinero, ni á importar efectos de verdadera riqueza positiva, y sí á extraer el poco numerario en circulación, vendiendo un par de centenares de latas de comestibles y algunas varas de toscas telas.

Se dirá ¿y en qué consiste lo expuesto? Pues es muy sencillo, con una buena carta á la vista del Océano Pacífico que comprenda desde las costas de China hasta el estrecho de Malaca, se deducen las consecuencias de aquella real al par que triste verdad.

Las fabulosas riquezas que esparcieron en los Estados-Unidos, los veneros de oro de los, placeres de California, hicieron que lo que al principio fueron chozas, fueran luego casas, convirtiéndose estas más tarde, en verdaderas calles de palacios, emporios de riqueza y de tráfico, acariciando bien pronto las brisas del Océano Pacífico, ciudades tan ricas y populosas como lo es San Francisco.

Abiertos que fueron en el Pacífico los puertos de las costas de América y del Japón, y estando enclavados aquellos en resguardadas y bien situadas bahías, habiendo en ellos magníficos y bien surtidos almacenes de efectos navales, con que reponer las frecuentes averías que se experimentan en las regiones polares, y sobre todo, representando aquellos puertos fáciles y frecuentes comunicaciones, al par que económicos expendios en las faenas de carga, descarga y almacenaje, claro es, que á ellos habían de ir las naves, abandonando las Marianas, en donde no encontraban las anteriores ventajas. El puerto de Guajan á más de encontrarse á siete millas de la ciudad, es poco seguro por los numerosos bancos madrepóricos que lo salpican por do quier, haciendo peligroso el anclaje y estadías. Encontrándose San Luís de Apra, que es el nombre del puerto, á una distancia tan considerable de la población, y estando el único camino que la pone en comunicación con aquel, constantemente interrumpido por estrechas lengüetas, los tránsitos son difíciles y pesados. Agregado á esto, que no se comprendió á su tiempo el negocio que reportaban las invernadas balleneras, instalando almacenes bien provistos, y que la carencia absoluta de estos originaba la falta de competencia, siendo por lo tanto la consecuencia necesaria que los poquísimos productos se vendieran á precios subidos, puesto que la necesidad por parte del comprador y la escasez por la del tenedor, eran los elementos de aquellas transacciones, que poco á poco habían de dejar de operarse, á medida que fueron abriéndose otros puertos en que al par del abrigo, se encontraban almacenes, tráfico y comunicaciones.

Hoy en Marianas no toca más que algún que otro barco, que lo lleva hasta allí la persecución de la ballena blanca ó sea jorobada, que en sus excursiones de las regiones glaciales suele llevar ese rumbo. De tarde en tarde, toma puerto algún barco que en la travesía de América á China hace arribada, por efecto de avería ó falta de víveres.

Respecto á la importancia de las islas como cuestión política5 Téngase en cuenta la fecha en que se hizo la primera edición de este libro. Entonces no se había concebido el gigantesco proyecto del canal de Panamá. Una vez que este se abra, la importancia de las Marianas, Carolinas y Palaos, será grande si se sabe aprovechar la situación que aquellas islas ocupan en el Gran Pacífico.—(N. del A.) nos extenderemos poco, pues solo con decir que encontrándose situadas lejos de estrechos, cualquier barco puede establecer su demora fuera de sus horizontes, y aun hacer aguadas y tomar puerto, puesto que los tienen en muchas de las islas del Norte que están deshabitadas y en el numeroso grupo que al Sur forma el Archipiélago carolino, en el cual no solamente se encuentran buenos y seguros lugares para el anclaje, sino que también puede recorrerse las islas sin ningún género de temor, pues el carolino á más de ser completamente inofensivo, es muy servicial y brinda al que llega hasta su tosca choza con cuantos recursos dan sus bosques y cuantos servicios están á su alcance.

CAPÍTULO XVII.

Población.—Razas.—La providencia del salvaje.—Los carolinos.—Gastos é ingresos.—Milicias urbanas.—El chamorro.—Sus inclinaciones, su moral, sus trajes y costumbres.—Ilustración.—El Padre Ibáñez y D. Felipe de la Corte.—Cuatro palabras por vía de epílogo.

La actual población de las islas Marianas que como ya hemos dicho se compone de 7.138 almas, distribuídas en Guajan, Rota y Saipan, forman un conjunto de castas y razas dignas de estudio. El indio, propiamente dicho, puede decirse es desconocido, predominando la raza mezclada de chamorro y americano y de español y chamorro, viéndose muy frecuentemente fisonomías muy acentuadas que recuerdan las invernadas de los norte-americanos, los cuales, no solamente plantaron su raza, sino que también sus usos, costumbres y lengua, tanto que el inglés lo entienden casi todos los chamorros.6 Buena prueba de esto se encuentra en el personal filipino que habita en el recinto de la Exposición.—(N. del A.) A más de mestizos ingleses, hay algunos de estos últimos casados y establecidos en el país, como también hay portugueses, españoles, filipinos, franceses, japoneses y carolinos.

Esta población tan heterogénea, á decir verdad, no sabríamos cómo vive, á no recordar la prodigalidad del suelo y la abundancia de carne que suministra el sinnúmero de venados que recorren sus bosques; venados, cuya carne, como todo lo demás que representa una necesidad ó una superfluidad, hay que buscarlo en la vecindad, pues allí, á pesar de no haber mercado ni tienda abierta, puede asegurarse que, salvas poquísimas excepciones, todos son comerciantes, vendiendo unos lo que les sobra de sus pacotillas y ranchos, aprovechando la falta de otros.

Respecto á industria, está resumida á algunos ensayos, que luchan con la indolencia del natural y la escasez del numerario.

Alcoholes se destilan, pero tienen que limitarse al consumo de las islas, puesto que la exportación y todas las eventualidades que trae en pos de sí la fabricación al por menor, está fuera de la competencia con la que se adquiere en grande escala y en plazas comerciales.

En la riqueza del suelo predomina, por su variedad y abundancia, el coco. Siempre hemos mirado este árbol como un gran recurso; pero, francamente, hasta que no hemos estudiado de cerca al salvaje, hasta que en nuestra estancia en Marianas no hemos vivido entre las primitivas costumbres del carolino, nunca pudimos comprender las varias y múltiples aplicaciones que tiene el coco, llamándosele, con toda propiedad, la riqueza de la floresta y la providencia del salvaje.

Entre las distintas razas de carolinos que en la actualidad habitan las islas Marianas en completo estado primitivo, nos hemos persuadido que el coco resume la satisfacción de lo necesario y de lo supérfluo, siempre en relación con el estado del que lo consume. En el hueco del fruto, encuentra alimento y bebida; en la cáscara que lo envuelve, herramientas, utensilios de todo uso y objetos de adorno; en la palma que lo embellece, cubiertas para sus casas, cuerdas y tejidos; en el pono que lo sostiene, batangas, pilares y empalizadas; en la savia que le da vida, medicinas, colores, resinas y bebidas espirituosas, y por último, en las materias fibrosas de su bonote, tejidos y cuerdas de gran consistencia.

El coco podría ser la base de la riqueza de Marianas.

Los rendimientos que producen al Estado las islas Marianas en todos sus conceptos ascienden á unas 17.000 pesetas.

Los ingresos que se recaudan en las cajas de propios y arbitrios para atender á las perentorias necesidades locales, ascienden á la suma de 10 á 10.500 pesetas.

Los chamorros no conocen el impuesto del tributo, no sucediendo lo mismo con el servicio personal, que casi en su totalidad es redimible, siendo tal concepto la verdadera cantidad positiva que constituye las cajas comunales.

El chamorro está obligado también á formar parte del batallón de Milicias urbanas al servicio de las islas, cubriendo plazas á medida que vacan. Hemos visto maniobrar dicho batallón, y nos ha llamado la atención lo preciso de sus movimientos, siendo cierta la fama que tienen sus individuos de hábiles tiradores; tanto es así, que con sus imperfectos y primitivos fusiles de chispa, salen al campo confiando tanto en su destreza, que generalmente no llevan más munición que el tiro que contiene el cañón del fusil, siendo muy rara la pieza que se escapa, pasando al alcance del plomo; verdad es que el uso de la caza es constante, dándose un ejemplo de fecundidad asombrosa en los venados, de los cuales se mata al cabo del año una cantidad tan exorbitante que apenas se concibe.

El mantenimiento de las islas Marianas cuesta al Erario doscientas mil ochenta y nueve pesetas, que son distribuídas entre personal y material, servicio de las dos expediciones del correo entre Manila y aquellas islas y demás atenciones. Entre los ingresos y los gastos hay una diferencia de ciento ochenta y tres mil ochenta y nueve pesetas,7 Hoy los gastos son muchísimo mayores.—(N. del A.) déficit que, á nuestro juicio, se podría, si no hacerlo desaparecer por completo, nivelando las atenciones con los ingresos, reducirlo considerablemente.

El correo, que se hace por casas particulares y que cuesta al Erario 25.000 pesetas al año, según tipo de contrata, es una cantidad que sería negativa tan luego se estudiaran las primeras necesidades de las islas, que son las comunicaciones. Bajo la garantía de los fondos locales y á plazos más ó menos largos, hay muchas compañías norte-americanas que venderían á las islas Marianas un modesto barco que podría ocuparse, no solamente en el servicio del correo, sino que también tener en comunicación Rota, Saipan y Guajan.

El destino permanente de un barco para aquellas regiones, no solamente es una economía, sino que constituye una imprescindible necesidad, que á todos se les ocurre con decirles que las eventualidades y vicisitudes de aquel suelo, en relación con el resto del mundo, está circunscrito á los cuarenta días que forma en dos épocas del año las estadías del barco-correo, el cual al levar anclas echa la llave á aquella prisión, de la cual están sus moradores incomunicados, cerca de once meses, de los doce del año 8 Esta situación la han modificado la serie de sucesos que han ocurrido en el mar Pacífico, y que han motivado la ocupación real y efectiva de Palaos y Carolinas. Esto ha originado la creación de estaciones navales, estableciéndose frecuentes comunicaciones con aquellos Archipiélagos..

Si este trabajo se limitara á un expediente justificativo sobre el asunto que nos ocupa, demostraríamos hasta la evidencia la posibilidad de realizarse la adquisición de la nave sin gravar al Erario, como su mantenimiento con solo emplear una mediana inteligencia en su ocupación y viajes.

Para el pequeño movimiento de caudales que originan las islas, creemos se podrían borrar del presupuesto de gastos los sueldos de administrador é interventor de Hacienda, intervención ó administración que dada su poca entidad podían estar asumidas en una dependencia del Gobierno, el que, por estar ocupado por un Coronel, cuando por su importancia debía ser lo más de Capitán, origina los consiguientes gastos de Ayudante mayor, y cuantas cargas traen en pos de sí Gobiernos que se conceptúan de primera clase.

La ciudad de Agaña está clasificada como plaza fuerte, originándose con esto gastos de personal y material que podrían reducirse, sin quitar á aquella población las prerrogativas de corresponder á los saludos que las escasísimas banderas extranjeras pudieran hacer al ponerse á la vista de la que ondea en el pequeño fuerte de Agaña 9 En atención á la verdadera fiebre que se ha apoderado de todas las naciones por poseer colonias, hoy creemos que en vez de disminuir la importancia de aquellas islas, hay que darles toda la que compatible sea con nuestros presupuestos.—(N. del A.).

No siendo, como no lo es, plaza fuerte, por más que así se denomine, puesto que solo atestigua su arrogante calificativo débiles muros que resguardan escasas máquinas de guerra, que la más perfecta no corresponde á la más imperfecta de las que marchan en la línea de los grandes adelantos, no creemos precisos los gastos y atenciones que tal nombre origina, y una dotación insignificante y una asignación de unas cuantas libras de pólvora por conceptos de salvas para el caso improbable de visitar aquellos mares un barco de guerra, harían lo mismo que acontece en la actualidad con parque, dotación y almacenes, con las ventajas de la reducción del presupuesto.

Por algunos se nos dirá: todo lo que tienda á reducir personal y material de guerra, es una imprudencia en un siglo en que todos los pueblos tienden al aumento de hombres y perfeccionamiento de armas. Esto sería cierto, y el temor sería fundado, si la isla de Guajan constituyera por condiciones de situación un punto avanzado ó una atalaya estratégica, que en el bronce de sus cañones residiera el comprimir deteniendo, y en las plataformas de sus fuertes el comprimir avisando, dando con su campana de rebato la señal de peligro, ó en el estruendo del cañón la voz de alarma, previsores alertas, cuyos ecos, dada la situación de Guajan no tendría otra contestación que el mugir de las olas que se deshacen en los senos madrepóricos de caliza y coral, y el rebramar de los duros Nordestes que reinan en aquellas regiones.

Como cuestión de anclaje, por razón de avería, descanso ó punto avanzado, tampoco sería un obstáculo Guajan, puesto que al Norte y al Sur tienen escuadras enteras, puertos seguros pertenecientes á islas deshabitadas, en las cuales no solamente podrían descansar y aguardar consignas, sino que reponer averías, refrescar aguadas y hacer víveres en la gran abundancia de puercos de monte, cageles, venados, cocos y otros productos que hay en la cordillera de islas que corren al Norte de Guaján en un trayecto de más de 10º y las que hay al Sur formando las Carolinas.

En el presupuesto eclesiástico también cabe su reducción, pues si no estamos equivocados, son cinco los sacerdotes que hay solamente en la isla de Guaján, la cual á más de su poquísima extensión solo contiene, como ya dijimos, una población de 7.138 almas, contando rancherías de carolinos, que viven en sus costumbres, usos y religión.

Con las economías que dejamos apuntadas, cuya realización demostraríamos más detalladamente, si necesario fuere, con la creación de un mercado público en que la pública licitación señalara las transacciones, y con ellas, los rendimientos de patentes que hoy apenas existen por el contrabandeo que envuelve toda mercancía que se expende no á puerta de calle, sino al sigilo del hogar y ventanas adentro; con la imposición del tributo, y sobre todo con facilitar de algún modo las comunicaciones, bien por un barco que se adquiriera en las condiciones que dejarnos dicho, ó en otras, bien porque lo diera el Estado, ó bien porque se facultara á que se hiciera en las islas Marianas, puesto que elementos materiales y periciales hay en ellas, estamos seguros que si no desaparecían en todo, lo haría en gran parte el déficit que hoy resulta para nivelar los ingresos con los gastos; siendo estos los únicos medios de que las islas se contengan un poco en el grandísimo decaimiento en que hoy están sumidas, principalmente por la casi nulidad de comunicaciones, base de todo aumento, y principio necesario para el movimiento, riqueza y desenvolvimiento de los pueblos.

El chamorro en su generalidad es indolente, cualidad predominante en todo pueblo en que las necesidades que le son conocidas son tan pocas como fáciles de cubrir. Con alargar la mano tienen la rima, y con socavar un poco la tierra con el fociño, raíces farináceas tan nutritivas como sanas. Con estos dos agentes atienden á las primeras necesidades, completando aquellas otras que se rozan con el pudor ó la vanidad, con unas cuantas varas de pintadas telas que adquieren á un subido precio y con las cuales cubren y adornan sus cuerpos. El traje de la chamorra y del chamorro varía poco del que usan los indígenas en Filipinas, si embargo de que son menos lujosos, advirtiéndose la carencia del tapis en la mujer, que acostumbra á llevar saya suelta, sujetando la camisa y candonga en la cintura; la chinela también varía, pues que la llevan cerrada por el talón. Una especie de chambra de cortas y anchas mangas, el relicario, un rosario y el pañuelo completan el traje.

La superfluidad en el vestir es muy parca en Marianas; allí el lujo y la moda son divinidades á las cuales ni se les rinde culto, ni se les queman inciensos, circunscribiéndose tanto el hombre como la mujer á usar prendas tan sencillas como escasas en número.

El chamorro es de genio afable, predominando algo el recuerdo del orgullo de sus antepasados; es honrado como pocos pueblos, y tan sufrido en lo que cree justo, como díscolo en lo que no lo cree; es de tesón y poco olvidadizo.

La ilustración en las islas Marianas, con relación á pueblos de sus mismas condiciones, está á una grandísima altura, pudiéndose asegurar que un 80 á 90 por 100 de población sabe leer y escribir.

Esto merece una explicación.

Ya hemos visto cómo el jesuíta Diego San Vítores, una vez instalado en las islas de los Ladrones, logró excitar el celo y caridad de Doña Mariana de Austria, bien por cartas, ó bien por elocuentes frases del Padre Nitarht; siendo lo cierto que consiguió de aquella reina el título de ciudad para el pueblo de Agaña, y una donación de 3.000 pesos anuales para al establecimiento de un colegio y escuelas que atendieran á la cultura de los habitantes de aquellas islas, que hoy llevan su nombre, el cual le fué puesto por estos y otros beneficios que aquellas recibieron de la esposa de D. Felipe IV. Merced á tan piadosa institución que hoy tiene cuantiosos fondos y se la conoce por San Juan de Letrán, se ha construido un espacioso colegio en Agaña y escuelas en todos los barrios, cuidando los encargados de las cabecerías que ningún niño ó niña deje de concurrir á aquellos modestos templos de enseñanza.

La instrucción en Marianas se puede conceptuar por lo tanto como obligatoria.

Al llegar aquí seríamos poco imparciales, pecando de sobrado olvidadizos, si no nos detuviéramos un momento á consagrar un recuerdo á uno de esos infatigables soldados de la fe, á uno de esos seres que hacen abnegación de su vida, consagrándola á la de los demás, secando la lágrima del que arrastra su existencia por el frío arenal de la desgracia, remediando todo mal y proporcionando todo bien; el sér á que nos referimos es el vicario foráneo, al par que director de la instrucción en Marianas, Fray Aniceto Ibáñez.

Ningún elogio podemos hacer mejor de este Padre que decir lleva encerrado en aquella peña madrepórica veinte años. El que ha estado en Marianas es el único que puede comprender en toda su extensión lo que significa esa existencia de veinte años.

Al celo infatigable del Padre Ibáñez y á la protección que siempre dispensó á la instrucción D. Felipe de la Corte, Gobernador que fué de aquellas islas, las cuales eternamente le recordarán con gratitud, se debe el que sin temor de equivocarnos digamos que hay un 90 por 100 de sus habitantes que están impuestos en los primeros elementos del saber.

Aquí hacemos punto en este modesto trabajo que probablemente vendrá á ser el prólogo de otro más extenso que nos proponemos publicar. Mucho, muchísimo hay que hacer en Filipinas y mucho falta por decir de aquella riquísima colonia susceptible á dar cuantiosos caudales. Haga Dios que este pobre trabajo despierte en otras inteligencias la afición á escribir. Mucho campo tiene para ello el Archipiélago bajo cualquier tema que se le mire. La leyenda, la historia y las costumbres son minas inagotables que constantemente se presentan en el camino del observador.

FIN
ÍNDICE DE CAPÍTULOS

CAPÍTULO I.

La banca.—El estero.—La chaqueta y el chaquet.—Nuevas costumbres.—¡Manila progresa!—El catapusan, el sarao y la soirée.—Colocación de nombres.—Meiisig.—El río de Binondo.—El Pasig.—La barra.—La María Rosario—El adiós á Manila.—Cavite.—Costumbres—Moysés y las doce tribus—La primera noche abordo.—El baldeo.—La laguna encantada.

CAPÍTULO II.

Recuerdos de Silam.—Ordoñez y Oñate—El yo cuidado.—En marcha.—Sungay.—Talisay.—La Capitana Ramona. Tiempo viejo.—Los labios de un chico y la boca de una chocolatera.—Perlas y brillantes—Laguna encantada.—El cráter.—Volcán de Taal.—Grandiosidad del volcán—Erupciones notables.—Sueño del coloso.

CAPÍTULO III.

Punta Matoco.—Calmas.—Isla Verde.—El sudeste.—Marinduque y Mindoro.—Razas salvajes.—Sus costumbres.—Los negritos netas.—Su manera de ser.—Inalug y Acubac.—De puerto Galera á punta Bunga.—Horizontes de Marinduque.—Isla Banton.—El Padre Pablo.

CAPÍTULO IV.

El fraile en Filipinas.

CAPÍTULO V.

El Estrecho de San Bernardino.—Cabeza Bondog.—Ruinas.—El volcán Mayon.—¡Ancla!—San Jacinto.—Su Iglesia.—La india Ignacia.—El toque de oración.—El atung-taqus.

CAPÍTULO VI.

La mujer india.—Angué.—Pepay la sinamayera.—¡¡¡Una!!!

CAPÍTULO VII.

España en Filipinas.—Colonización.—Política.—Tolerancia religiosa.—Juramento chínico.—Pascuas, festejos y Confucios.—El matandá.—El municipio dentro del municipio.—El empleado.—Patriótico aviso.—Desconocimiento de Filipinas.—Reformas y mejoras.

CAPÍTULO VIII.

Islote de San Bernardino.—El Gran Pacífico.—Cielo y agua.—Nostalgia.—El secreto de las mareas.—Calma sospechosa.—Pesca del tiburón.—Los crepúsculos en la mar.

CAPÍTULO IX.

¡Orza!—De vuelta y vuelta.—Tiempo duro.—Siniestros preparativos.—Falta de crepúsculo.—La piel de zapa.—El tifón!—Baja de barómetros—¡Pobre María Rosario!—Horas de agonía.—Las seis de la tarde del cinto de Agosto.—¡Una pulgada de descenso!—Salida de la luna.—Esperanzas.—Fúnebres fechas.—El Malespina.—Cuatro días sin comer.

CAPÍTULO X.

Veintitrés grados en treinta y tres días.—Inseguridad en la monzón del SE.—Calmas desesperantes.—Los viajes largos.—Los ranchos.—¡Tierra¡—Costas de Guajan.—Islote de las Cabras.—Puerto de San Luís de Apra.—Vegetación de Marianas.—La sanidad y la capitanía del puerto.—Desembarque.

CAPÍTULO XI.

Historia de las Marianas.—La tradición.—Los chamorris.—Intolerancias.—El Pico de los amantes.—División de razas.—Tinian.—Sarcófagos antiguos.—La casa de Taga—Leyendas y supersticiones.—Cultos y creencias.—Los macambas.—El zazarraguan y el caifi—Los anitis.—La peña de Fuuña.

CAPÍTULO XII.

El siglo XVI.—Hernando de Magallanes.—Capitulaciones.—La Capitana, el San Antonio, la Victoria, la Concepción y el Santiago.—Sebastián Elcano.—Llegada al Brasil.—Invernadas.—Rebelión abordo.—Comunicaciones de mares.—El paso del Sur.—Bula de Alejandro VI.—Las Velas latinas.—Islas de los Ladrones.—Navegación penosa.—Isla de Cebú.—Muerte de Magallanes.—La Victoria.—Vuelta al mundo.—Llegada á Sanlúcar.—Otras expediciones.—Legaspi.—El navío San Damián.—Luís de San Vítores.—Doña Mariana de Austria.—Primera misión.—Verdadera posesión.

CAPÍTULO XIII.

Adelantos de la misión.—Oposición de los macambas.—Saipan y Rota.—Los urritaos.—Tradiciones, usos y costumbres.—Colegio de San Juan de Letrán.—Crónicas de los jesuítas—Hostilidades.—Asesinato de San Vítores.—Una modesta cruz.—Los Padres Solano y Ezguerra.—El almirante Coello.—Nuevos asesinatos.—Represalias.—D. Juan Santiago.—El Gobernador Irrisari.—Descubrimientos al Norte de Agaña.—Marianas en el siglo XVIII.

CAPÍTULO XIV.

Archipiélago de las Marianas—Historia moderna—Guajan.—El pueblo de Agaña.—Puerto de Apra.—Punta Patí.—Flora y fauna.—La mujer de Marianas.—M. Arago.—Ingratitud.—Caridad española.

CAPÍTULO XV.

La plaza de Agaña.—La iglesia.—El monte de Santa Rosa.—La atalaya.—El reloj de Agaña.—Faro original.—Vida en Marianas.—Casas, huertas, cultivos, ríos.—Vegetación de Oriente.—El árbol del pan, y el dug-dug.—Cageles.—La Isla de Pagan.—Riqueza perdida.—Desconocimiento del país.—Reputaciones usurpadas.—En tierra de ciegos....—Hormigas coloradas y ratas.—Los caballos y las auroras.

CAPÍTULO XVI.

Reducción de vecindario en las Marianas.—Islas habitadas.—Rota.—Su población.—Promesa religiosa.—Comercio y agricultura.—Antiguas invernadas.

CAPÍTULO XVII.

Población.—Razas.—La providencia del salvaje.—Los carolinos.—Gastos é ingresos.—Milicias urbanas.—El chamorro.—Sus inclinaciones, su moral, sus trajes y costumbres.—Ilustración.—El Padre Ibáñez y D. Felipe de la Corte.—Cuatro palabras por vía de epílogo.

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Viajes por Filipinas: De Manila á Marianas Juan Álvarez Guerra (1843–1905) Project Gutenberg Urbana, Illinois, USA. ##### ##### ##### ##### ##### ##### ##### urn:uuid:407f0d2b-1cc0-41d5-b102-1cd6a193c14f 12274 2004-05-01

Published in 1887, hence public domain in the US.

The author dates in worldcat are obviously wrong, as they refer to a namesake who died before this work could have been written. However, it is reasonably safe to assume PD in the EU.

Juan Álvarez Guerra Viajes por Filipinas: De Manila á Marianas Primera Edición Imprenta de Fortanet Madrid 1887
Spanish. French. English. Cebuano. Philippines -- Description and travel 19-MAR-2004 Added TEI Header.

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Viajes por Filipinas De Manila á Marianas Por Don Juan Álvarez Guerra (Primera Edición) Madrid Imprenta de Fortanet Calle de la Libertad, Núm. 29 1887

Al Excmo. Sr. D. Rafael Izquierdo

A usted, mi querido General, á quien tanto debe Filipinas, se debe también este libro. Usted me nombró para una misión científica en el Pacífico. El nombramiento originó un viaje, el viaje, el libro que tiene la honra de dedicarle su buen amigo,

El Autor

NOTA. Dedicatoria de la primera edición. El General ha tiempo murió, mas su memoria me es tan respetada, como cariñosa y leal fué mi amistad mientras vivió.

CAPÍTULO I.

La banca.—El estero.—La chaqueta y el chaquet.—Nuevas costumbres.—¡Manila progresa!—El catapusan, el sarao y la soirée.—Colocación de nombres.—Meiisig.—El río de Binondo.—El Pasig—La barra.—La María Rosario.—El adiós á Manila.—Cavite.—Costumbres.—Moysés y las doce tribus.—La primera noche abordo.—El baldeo.—La laguna encantada.

Los primeros albores del nacimiento del 10 de Julio de 1871, apenas se transparentaban por las conchas de mi alcoba, cuando fuí despertado por el criado, anunciándome que las bancas estaban listas en el estero para conducirnos abordo.

Una ligera escalinata une el río de Binondo con la casa, así que, previos todos los correspondientes requisitos de marcha, desde reconocer los bultos, hasta dirigir la última cariñosa mirada á los muros que han sido por largo tiempo confidentes de nuestras amarguras y testigos de nuestros placeres, muros que á nadie más que á mi romperán su mutismo, si algún día vuelvo á interrogar sus blancos lienzos con el lenguaje de los recuerdos, pasé de la casa al bote, al par que los aljofarados dedos de azul y nácar de los genios del Oriente abrían los espacios para dar paso al majestuoso gigante de la luz.

La corriente favorable á consecuencia de la alta marea y la desusada actividad de seis remeros aguijoneados con la esperanza de una propina, hacían que las batangas se deslizaran rápidamente por el estero.

Aquí, si nuestro trabajo no llevara el carácter de un viaje á la ligera, nos detendríamos en muchas páginas; mas, sin embargo, como la rapidez de una banca no es, ni la que da aliento una caldera de vapor, ni una ventolina de empopada, ni aun la pujanza de cuatro hijos de las verdes vegas de la Cartuja, tenemos tiempo de ver y apreciar en el largo espacio que media desde el Trozo hasta que se entra en el caudaloso Pasig.

Que Manila podía ser una segunda Venecia nadie lo ignora.

Tiene en lo que constituye sus arrabales, la vida y la actividad, donde refluyen las transacciones, la riqueza y casi casi nos permitiremos decir, que el buen tono.

Hoy Manila también tiene buen tono.

La moda lo mismo traspasa masas inmensas de granito, como grandiosos Océanos de agua salada.

De allende los mares vino un rumor que propalaba que en otras ciudades había palacios y parterres, con flores, pájaros y fuentes, y Manila quiso tenerlos. La piqueta abrió cimientos, el martillo golpeó la piedra, la paleta mezcló argamasas y ... las antiguas costumbres representadas por la clásica chaqueta blanca y el ligero sombrero de Burias, temblaron en los modestos aparadores de sus tradiciones y de su dilatada historia.

Los hoteles del Sena, las quintas suizas y los palacietes de Recoletos tuvieron un eco que contestaba á los rumores que trajo la moda.

Lo que fueron modestas barriadas, hoy se llaman calzadas por el vulgo, pues en el argot del gran mundo se llaman barrios aristocráticos.

Hemos dicho, creemos por dos veces, que Manila tiene su gran tono, que hace lo que en todas partes, esto es, nada: vive á la superfluidad del botón de la librea y la tersitura de la cabritilla; sus disgustos están compendiados en el aristin del caballo, en los milímetros del sombrero del cochero, en la estatura del lacayo, en la arruga del frac ó en la pureza de una piel que la Rusia ha hecho necesaria.

Los cimientos de los aristocráticos barrios relegaron á su fondo la clásica chaqueta, apareciendo prendas tan poco conocidas en el Archipiélago, como el chaleco, el sombrero de copa y el chaqué.

Esto era en los cimientos, pues antes de abrirse aquellas hijas legítimas del viejo mundo, en esteEste libro se escribió en Manila en 1871, haciéndose su primera edición en 1872.—(N. del A.) andaban por connaturalizar apareciendo vergonzosas, mustias y deslucidas con alguna que otra caricia de los insectos del poco uso, cuando el repique de todas las campanas convocaba al Real Gobernador, al Real Acuerdo, al Real Consejo, al Real Cuerpo de Alabarderos del Real Sello, para oir de bocas reales in partibus decretos de la Real Majestad que gobernaba los dos mundos.

El imperio de la chaqueta era tan general como lo real; por entonces todos vestían chaqueta, como todos pertenecían á una corporación, municipio, archicofradía ó instituto real.

Todo era chaqueta y todo era real.

La majestad andaba en chaqueta.

Mas ... cesaron de venir las naos, se bendijo la aduana de Manila, la que decía un célebre rey llegaría á verla desde Madrid, calculando su altura según su coste; se establecieron los chinos, desaparecieron los velones de tres mecheros, dando plaza á las modestas virinas, que á su vez habían de dejar el campo á los dorados, los bronces y los cristales tallados.

El imperio de la hoja de lata, hermana gemela de la chaqueta tocaba á su fin.

El ruido de la piqueta que abría los cimientos de las nuevas costumbres era el memento de su existencia.

Tras las primeras piedras vinieron las escalinatas, más tarde los parterres, y por último, las verjas, apareciendo en estos progresos el frac, el aceite de bellotas, las libreas, los velocípedos, los polisones y los ataques de nervios.

Ya apenas existe el recuerdo de la chaqueta, verdad es que la vida de Manila en sus relaciones con el confort camina á pasos agigantados.

Aquí, donde el centígrado marca una temperatura que derrite, há meses que se expenden (!) pieles, y facturas de ... guantes de cabritilla (!).

Los guantes de cabritilla son coetáneos de la escarapela en los señores de los pescantes y el clat en los señores de los salones.

Antes en Manila se conocía al dueño de un coche por su cara, hoy se le conoce por su cochero, que viene á ser el alias ó seudónimo da su amo ...

¡Manila progresa!

Los alegres catapúsanes se llamaron saraos y hoy soarees con su buffet, sus emparedados, su ponche á la romana y hasta su Petit Journal ó su Correspondencia, que al día siguiente pregona que la bella señorita de tal estaba hecha una princesa, su mamá una reina y su papá un bajá de tres colas, que dando la majestuosa familia encantada de las letras, por más que saquen astillas del individuo que las escribe.

¿Sí eh? ¿con qué también hay eso?

Ya lo creo, como que Manila adelanta, y vaya V. á dar gusto en letras de molde á una sociedad que adelanta. Como al pobre infeliz que empuña la trompeta de la publicidad se le olvide un detalle, como deje de decir que una lámpara tenía seis luces ó que el niño pequeñito hizo la desgraciada gracia de verter sobre una falda ó un pantalón una bandeja de sorbetes, ó que en un guardapelo ó pulsera se leía la inscripción de Perico, de Luís, ó de Pepe, harto tiene el pobre gacetillero, y más de una vez oirá cosas que le harán renegar del incienso vertido y de las prodigadas alabanzas.

Pues no digo á ustedes nada en la cuestión de colocación de nombres; aquí el simple resentimiento, se convierte en un proceso compuesto de un sin número de cargos.

Si Fulanita tuvo tienda de sombreros, y la han puesto antes que á mi, que tengo un escudo más grande que el del Cid, con más barras que las de Aragon y más leopardos que en el San Gotardo; que Zutanita ha sido preferida cuando no há mucho que decía miste que Dios; que la de más allá esta encima de la de más acá, siendo aquella una empleada subalterna, y la mamá de la agraviada siete veces usía; que mi primo el ministro me da derechos; que mi posición, que mi marido, que mi modista me los dan á mí, estas y otras reflexiones in mente ó in lengua mezcladas con adjetivo más ó menos duros contra el pobre autor, constituye la comidilla, del día siguiente.

Por último, caballeros, que Manila progresa lo atestiguan los libros de caja de Roensch y Madama Sprin.

Sin querer hemos llegado á la caja, es decir hasta el dormitorio de la moda.

Hemos presentado el teatro.

Respetemos los bastidores....

Estas y otras observaciones iba haciendo á dos buenos amigos que me acompañaban: uno de ellos que viene interviniendo hace muchos años en los acontecimientos de mi vida y que alberga en su alma tanto cariño, como en su cabeza buenos pensamientos, me oía sin pestañear, no sé si por el asentimiento de la conformidad ó por el ensimismamiento producido por la idea de la separación: ambas á dos cosas podían ser, pues lo primero es verdad, como verdadero lo es el cariño que desde nuestros primeros años nos une.

Los remeros seguían bogando y yo charlaba comparando la vida de los arrabales por los cuales se deslizaba la banca, con la sombría y triste que se experimenta en el recinto amurallado.

Hemos dicho que Manila podía ser una segunda Venecia, pero ... no lo es.

Tiene canales, pero estos no reflejan obras de arte, sino en su mayoría ruinas y suciedad; sobre sus aguas no se pasean poéticas góndolas, templos del amor y del arte, sino sucias bancas tripuladas por no menos sucios remeros; no esponjan las plumas en sus orillas cisnes ni oropéndolas, mas en cambio invaden la corriente, que mentiríamos si dijéramos cristalina, sílfides chinas y bronceadas ondinas.

Volvemos á repetir que Manila, ó mejor dicho la nueva Manila, que la forma la inmensa población que se ha creado fuera de los fosos, podía ser una segunda Venecia, no lo es, no por falta de deseos, no por falta de conocerlo, sino porque se opone hoy por hoy la tradición de la costumbre, la indolencia que crea el suelo, la manera de ser de la localidad y los cuantiosos caudales que habían de gastarse en la limpieza, arreglo y conservación de los muchos esteros que serpentean por Binondo, Quiapo y Tondo.

La suciedad en que á pesar de la vigilancia que se ejerce están los esteros, principalmente se debe á la inmensa emigración de chinos, los cuales, en gran número habitan sus orillas, impregnándolas de la incuria y falta de limpieza que ellos observan. El chino es la entidad jornalera más perfecta que se conoce en Filipinas, pero también es la panacea más acabada de la hediondez, la cual únicamente se puede contrarestar con las continuas y eficaces requisas de la autoridad que vigila sus domicilios, verdaderos tugurios en que se hacinan cientos de ellos.

Contemplando los modestos bajais de caña y nipa entremezclados de alguna que otra construcción de piedra y tabla, llegamos al puente de Meiisig, variando á los pocos golpes de remo la diversidad del paisaje, puesto que á la desembocadura del estero desaparece la caña y la nipa por regulares construcciones de sólidos materiales.

Á medida que el río de Binondo camina á su desagüe, aumenta el movimiento en sus orillas y en sus corrientes. Cargadores chinos provistos de resistentes pingas, pesados cascos repletos de abacá; paraos, bancas y botes llenos de mercancías que la exportación de las provincias del Norte, de China y del Japón traen al mercado de Manila, es lo que compone el cuadro hasta los límites, en que el modesto Binondo confunde sus aguas en las caudalosas del que nace en la extensa Laguna de Bay, entre la salvaje poesía que despiertan los panoramas que presentan el Castillo de flores, el Pecho de Dalaga, los Tanques de Paquil y las bellezas del Talim.

Una vez dentro de las aguas del Pasig, el movimiento de la banca se hizo duro á consecuencia de la corriente y la marejada.

Dejamos por la popa el puente de Barcas, único paso gratuito que une el viejo mundo manileño con el moderno, y voltejeando por entre barcos de todas especies y dimensiones, pasaron ante nuestra vista los artesonados góticos de Santo Domingo, las columnatas (!!) de los camarines de la Aduana provisional (si no fuéramos de prisa, verían nuestros lectores que en Filipinas todo es provisional), los bonitos parterres de la Capitanía del Puerto, los sombríos muros de la Fuerza de Santiago, la actividad del Carenero y el extenso Malecón.

A medida que nos acercábamos á la barra, la boga se hacía más difícil.

Estábamos á medio cable de aquella. Cuatro golpes de remo, y la quilla de la banca entraría en los inmensos dominios de los mares.

Fijamos la última mirada en la blanca espuma que incesantemente nace y muere al gemir de las olas que rompen en las piedras del Fuerte del Sur, y ... ¿cuál es la María Rosario? pregunté al patrón.

—Aquella, señor,—dijo, señalando un barco armado de brick-barca.

Los detalles de la María Rosario, cada vez se iban delineando con más precisión. La extensión de su guinda, eslora y puntal era proporcionada, no así su manga que era mucha, lo que nos hizo presagiar que sus balances habían de ser muy sensibles.

La María Rosario estaba lista para darse á la vela con rumbo á las islas Marianas.

A las ocho de la mañana pisamos la meseta del portalón de babor, recibiéndonos los ladridos del perro más gordo que jamás hemos visto.

Posesionados de la cubierta después de arreglar el camarote, esperamos la visita de salida.

A las doce, listos en toda regla, dimos vela con todo aparejo largo en demanda del Corregidor, con viento flojo del N., mar tranquila, barómetros altos y horizontes celaginosos.

A las tres de la tarde el viento seguía muy flojo, en cambio el calor era insoportable.

Apenas andaríamos una milla por hora.

A la banda de babor teníamos las costas de Cavite.

¡Cuánto recuerdo tiene para nosotros Cavite!

Le queremos cual si fuera el pueblo que nos vió nacer; entre su alegre bullicio pasamos muchos meses encontrando cariño, consuelo y amistad.

El istmo de San Roque con su mar de Bacoor, incesantemente llena de empavesadas bancas que traen y llevan cigarreras; el seno de Cañacao donde encuentra un seguro anclaje la flotante población de nuestros alegres marinos; las populares fiestas de Porta Vaga con los pantalanes incesantemente llenos de alegres caras, que van y vienen en pequeños vapores engalanados y provistos de músicas; las decidoras sanroqueñas con su pequeño y airoso tapis, su jerga especial y su picaresca malicia; las poéticas bóvedas de entrelazadas cañas que dirigen á playa chica; los melancólicos cundiman del barrio de San Rafael y la Caridad; la misma arena de la playa en la cual un día y otro día hemos visto llegar la ola y borrar nombres que nuestro deseo escribía sobre la movediza materia; la franca y leal amistad con los valientes marinos, verdadero elemento que da vida á Cavite; las históricas mascaradas de Noche Buena en que sinnúmero de dalagas, suelto su hermoso pelo recorren las calles en medio de grotescos grupos en que un indio vestido de moro ostenta muy grave un cartel que dice es Moisés, en que las doce tribus van representadas por 12 individuos adornados con los deshechos de todas las guardarropías, y en que el precio de la progenitura no negamos podrá estar caracterizado por las prosaicas lentejas, pero que si van estas, lo son mezcladas con morisqueta en un inmenso bilao que lo suelen colocar debajo de la oliva del huerto, á cuya sombra no se apuran las heces de la amargura, sino sendos tragos de tuba mezclados con los jugos de la bonga y la cal del buyo; todo, todo pasaba ante la vista y ante la imaginación.

El barco aceleró su marcha confundiendo en una cinta verde los dilatados campos de la Estanzuela.

¡Adiós risueñas playas! ¡Adiós, gratos recuerdos!

Naig, Marigondon, Santa Cruz ... fueron quedando tras de la estela de la María Rosario.

Los límites de la provincia que constituye la Andalucía de Filipinas desaparecieron.

Los horizontes del primer cuadrante se mostraron aturbonados á la caída de la tarde.

Los primeros destellos de la farola del Corregidor alumbraron, al par que rebasábamos Pulo Caballo, saliendo de la inmensa bahía de Manila por Boca grande.

Después cada cual procuró resguardarse lo mejor posible de las miles de cucarachas que invadían la cámara, y después ... el sueño, el sudor y los insectos imperaban en la parte animada é inanimada de nuestro individuo.

La faena del baldeo, el monótono y acompasado canto de la marinería, el ruido de la maniobra y los desesperados ladridos del perro, me despertaron en la madrugada del 11.

Durante la noche habíamos rebasado el Puerto Limbones, alumbrando los primeros rayos del día la pequeña isleta de Fortun por la proa, confundiéndose en los lejanos horizontes los elevados picos del Sungay, límites de la provincia de Cavite.

Ciñendo aparejo y aprovechando vela, algo fuera de rumbo, pudimos ganar Punta Santiago, entrando por efecto de los continuos cambios de viento y las corrientes en el Seno de Balayan, pudiendo notar en las tierras de la provincia de Batangas, las pintorescas casas de Taal, hermoso pueblo que se eleva en las cercanías de la laguna llamada por algunos Encantada, sobre la cual se levanta el célebre volcán de Taal, del que no podemos pasar sin decir algo á nuestros lectores.

CAPÍTULO II.

Recuerdos de Silam—Ordoñez y Oñate—El yo cuidado.—En marcha—Sungay—Talisay—La Capitana Ramona.—Tiempo viejo—Los labios de un chico y la boca de una chocolatera.—Perlas y brillantes—Laguna encantada.—El cráter.—Volcán de Taal—Grandiosidad del volcán—Erupciones notables—Sueño del coloso.

El año 1869 recorriendo la provincia de Cavite tuvimos ocasión de pernoctar en el pueblo de Silam, célebre entre otras cosas por criarse un café que, fin género de duda, puede competir con el mejor de Moka.

En la caída del convento y ya entrada en horas la noche, charlábamos sobre la madre patria, el cura del pueblo, excelente padre de la Orden de Recoletos, un oficial de partidas y mis queridos y buenos amigos de expedición, Melchor Ordoñez y Ciriaco Oñate, ayudante el primero del General de Marina y médico militar el segundo.

Después de haber rodado la conversación por todos los tonos y de haber evocado nuestra memoria los queridos recuerdos de España, nos ocupamos de la localidad. Explicándonos el Padre los productos, se habló de las vecinas cordilleras del Sungay, á cuya falda se extiende la laguna llamada por unos de Bombon, por los más de Taal y por algunos Encantada, nombres todos justificados y que tienen su origen, el primero por haber existido en aquellas inmediaciones un pueblo llamado Bombon, el cual fué sumido en los horrores de una erupción; el segundo lo justifica la hermosa y extensa población que se asienta á las orillas de la laguna, y por último, el tercero lo ha encontrado la imaginación oriental en la salvaje y bella perspectiva que presenta aquella inmensa masa de agua sobre la que se levanta el sombrío monte del volcán.

Mis compañeros de viaje, que tiempo hacia tenían, no la curiosidad de ver el volcán, sino el legítimo deseo de estudiar en cuanto cabe sus misterios, recogiendo sobre el terreno su historia, interrogaron al Padre sobre la manera de hacer el viaje, formulando todos la resolución de ir al volcán costara lo que costara. Hecha la decisión, se llamó á un guía, y este, que era un viejo tulisan de los más conocedores del bosque, oyó con toda la imperturbable indiferencia india nuestros deseos, contestando con un sacramental y lacónico yo cuidado.

El yo cuidado, en el lenguaje filipino, es la síntesis de la filosofía, es el extracto del refinamiento del yo y el no yo de Hegel y Krausse aplicado á la India. Yo cuidado lo dice todo unas veces, y otras no dice nada; ora es un consuelo, ora una amenaza, ora un asentimiento, ora una esperanza, ora un recuerdo, ora una súplica, en fin, es todo, lo encierra todo, lo expresa todo en el vocabulario del indio siempre parco en el decir. Increpad á un indio sobre el no cumplimiento de sus deberes, y si á la última frase de la filípica os contesta con un yo cuidado, aquella frase es la atrición completa de la enmienda. Despertadle los celos, hacedle entrever que su babay escucha amoroso cundiman, alza el cogon ó descorre las conchas á significativas enfrentadas, y si le oís murmurar yo cuidado, veréis en aquellas palabras estereotipado el paroxismo de los celos. Llevad á su inteligencia el hilo de una aventurilla y el yo cuidado en este caso envuelve toda la argucia buscona de la histórica época de capa y espada. Que una mestiza de corto y airoso tapis, pintarrajeada saya y sombreada camisa de piña, entrelace su hermoso pelo con sampaguitas en el característico pusod, que lleve á sus ojos esa dulce languidez llamada matang-mapungay, propia solo de las hijas del Oriente, que formule un deseo á su ñol y el yo cuidado en este caso es la realización completa del mas exigente capricho.

El yo cuidado tiene tanta latitud, dice tanto, es aplicable á tantas cosas, afirma y niega tantas otras, que es imposible darle su verdadero valor. Es una frase propia de Filipinas imposible de traducir en su práctica significación en ninguno otro país.

Yo cuidado, nos había dicho el matandá; así que ya no tuvimos que hacer nada en la seguridad de encontrarlo todo hecho. El guía sabía queríamos ir al volcán; la sola concepción de este deseo y el yo cuidado, bastan para comprender que lo dispondría todo, yéndonos en tal confianza á acostar, al tiempo que la hermosa y clara luna nos anunciaba que aun cuando tuviéramos que caminar de noche su plateado disco nos enviaría luz y alegría.

Escaso fué el reposo, pues aún no alumbraba la aurora cuando fuimos despertados. El despertar para madrugar siempre modifica en el ánimo los proyectos del día anterior. Una noche de insomnio robustece las ideas, las penas ó las alegrías, como por el contrario, las horas en que las sombras baten su beleño sobre nosotros entregándonos al reposo, modifican, alientan, consuelan el espíritu.

El bueno de Oñate, que hay que despertarlo á tiro de fusil, se volvió del otro lado, pidiendo le dejaran de volcán, de Sungay y de expediciones; Ordóñez, acostumbrado á desechar la pereza en la ruda campaña del marino, puso los huesos en punta, y yo le grité á Oñate en todos los tonos:—¡Vamos! ¡arriba! la laguna nos espera!—dando por resultado el que el interpelado tras un largo bostezo se incorporara en la cama.

Listos y provistos de todo, dimos un cariñoso adiós al Padre, y montados en los ligeros caballos del país, tomamos el camino del vecino Sungay, á la hora en que los primeros ecos de la campana del convento despertaban al pueblo de Silam, llamando á los indios á la oración de la mañana. Confiados al guía y al notable instinto de los caballos, tras algunos dilatados campos de palay y varios grupos de calumpang, desapareció todo camino ante la compacta barrera de cogonales que se extendía á nuestra vista. Con harta dificultad y no menos precauciones por el temor de encontrar algún carabao cimarrón, caminamos por espacio de una hora valiéndonos de la voz para no perdernos, puesto que nos tapaban completamente los penachos del cogon. Tras un trayecto que nos fué sumamente difícil de correr, se aclaró la maleza dejando el habla al ponernos á la vista; pocos pasos más y los cascos de nuestros pequeños caballos pisarían las faldas del Sungay, cuyas crestas las envolvía las densas brumas de la mañana.

Dimos unos momentos de descanso á los caballos, arreglando lo mejor posible nuestro equipo, empapado en el agua que nos había regalado el rocío que la humedad de la noche depositó en las hojas del cogon.

Trabajosamente y confiados en un todo al instinto de los caballos, principiamos la ascensión del famoso monte. Las afiladas hojas de la fresa silvestre y las entrelazadas ramas de las guayabas, obligaron más de una vez á que se hiciera uso de la cuchilla para dejarnos paso en aquellos estrechos desfiladeros apenas hollados por humana planta.

El Sungay, con sus innumerables precipicios, sus estrechas cortadas revestidas de musgos y helechos, su vegetación virgen, los panoramas que se admiran desde sus pintorescas mesetas, el rumor de arroyos y cascadas que lo salpican, los indescriptibles y misteriosos ruidos que produce el bosque en la hoja que oscila, el ave que cruza, el agua que gime, la guija que rueda, el insecto que zumba y los miles de millones de seres que componen el impenetrable mundo de lo infinitamente pequeño, con sus cantos, su lenguaje y su idioma, tan impenetrable como lo son los profundos misterios de los océanos de luz donde giran las creaciones de lo infinitamente grande, compendian uno de los sitios más bellísimos de la perla del Oriente.

Un amanecer contemplado desde una de las alturas de Sungay es indescriptible. Las tintas que proyecta el sol naciente en las nubes y los cambiantes que se suceden en los horizontes de verdura, poseen una riqueza de luz y una fuerza de colores tan potente, que á ser posible trasladarlas al lienzo se creería el sueño de un artista.

De hondonada en hondonada; y de precipicio en precipicio, dieron las cabalgaduras con nuestros huesos en el término de la ascensión. Nos encontrábamos en la línea que divide las provincias de Cavite y Batangas. La división de estas provincias la deciden la dirección de las corrientes que se deslizan por las pendientes del Sungay.

A la vista teníamos la laguna, viendo elevarse perezosamente del cráter del volcán columnas de espeso y blanco humo.

A la falda del Sungay se extendían diseminadas las casas de Talisay, adonde llegamos á cosa de las diez de la mañana.

Talisay es un pintoresco pueblo de poco vecindario, este es sumamente dulce y cariñoso; hay una pequeña iglesia de cogon y una casa parroquial habitada por un cura indígena. Tan luego supo el cura nuestra llegada, nos hizo ir á su casa, en donde nos sirvió un almuerzo bastante bueno, dadas las condiciones del pueblo; no tuvimos pan, pero al que lleva algún tiempo en Filipinas esto no es obstáculo, pues cual el hijo del país, sabe sustituirlo con el arroz cocido llamado morisqueta.

Desde las conchas de la casa del Padre se veían perfectamente los menores detalles de la laguna y del volcán.

El día estaba bastante entoldado, y el calor no mortificaba como de ordinario.

A los postres se nos presentó la capitana Ramona, viuda de un Gobernadorcillo.

La capitana Ramona es un verdadero personaje en la provincia de Batangas, tiene fama de ser sumamente afecta á los españoles y posee toda la melosidad y cariño de la raza del Oriente. Sabe tocar el arpa y canta con voz gangosa y pausada alguna que otra canción de moros y cristianos, de aquellas que la tradición ha venido conservando desde las gargantas de los que acompañaron á Legaspi.

La capitana Ramona quiere al castila como á los misterios y encantos de que están impregnados sus bosques. El cariño al español alguna que otra vez (pues frágiles somos), se ha convertido en pasión más ó menos intensa, según cuentan crónicas de pasados tiempos.

Sea de esto lo que quiera, es lo cierto que la capitana ya es vieja y vive solo de recuerdos. Muchos conserva gratos, mas uno, según me contó muy bajito el Padre, viene de cuando en cuando á nublar todo el hermoso panorama de su juventud. Cuéntase, por más que cuento no sea, que años ya muy pasados, un alto funcionario, animado de nuestros mismos deseos de ver el volcán, llegó al pueblo de Talisay. Por aquel entonces, la hoy vieja Ramona era una hermosa dalaga, de ojos de fuego, lustroso y largo pelo, y dulce y meloso hablar. Joven y hermosa, había amado casi niña, y casi niña fué madre. El visitante, que no por tener curiosidad dejaba de tener necesidades, sintió la de comer á las pocas horas de llegar á Talisay; le formuló su deseo á la bella capitana, no dice la crónica si en pocas palabras, aunque sí asegura que la vergonzosa mirada de ella fué sostenida con larga insistencia y picaresca intención. El personaje pidió se le sirviera chocolate con leche, y chocolate con leche, en efecto, tomó; pero grande fué su sorpresa y no menos sus ascos cuando supo que el chocolate había participado del producto de los pechos de la dalaga. La incomodidad que esto originó y el malestar que produjo, diz que ocasionaron el que la dalaga no volviera á bajar los ojos, ni el caballero á mirar con insistente significación. Las mujeres son en todas partes lo mismo; un desprecio y una herida en el amor propio, constituyen en el sexo femenil las verdaderas heces del cáliz de la vida.

Hoy que han pasado muchos años, recuerda la vieja con pena aquel incidente de joven, que después de todo, conociendo el carácter indio no tiene nada de extraño.

La raza india, cuanto más pura y más lejos está de las grandes capitales, mira al español con una especie de adoración. Sus palabras son órdenes que jamás comenta, de aquí el sucedido de dar á un sastre un pantalón de modelo con un remiendo y hacer siete que se le habían encargado con siete remiendos iguales.

A la capitana Ramona se la pidió chocolate con leche y en el fanatismo de la obediencia creyó de muy buena fe que lo más corto era sustituir los labios del chico por la boca de la chocolatera.

Ejemplos parecidos al de los pantalones y el chocolate se cuentan por todas las islas. El indio jamás comenta, obedece siempre al pié de la letra las palabras del castila.

La revelación del Padre me hizo fijar la atención en la capitana y me persuadí de que si había perdido con los años su hermosura, en cambio había acaudalado con la experiencia cierta discrecional filosofía que descubría un talento nada común, y una amabilidad y deseo de servir tan natural como verdadero.

Se nos había olvidado decir que la capitana era rica. Esto aunque no nos lo dijeron, ya lo habíamos nosotros traducido en la pureza de un riquísimo terno de brillantes que la adornaban.

El que no haya estado en Filipinas, quizás creerá exagerado esto de los brillantes en una india habitante poco menos que de la selva; el que haya estado y recuerde las procesiones y catapúsanes de los pueblos y evoque en su memoria los trajes de las dalagas, sabrá que no tiene nada de extraño el hallar en bajais de caña y cogon riquísimos brillantes y preciadas perlas de Joló.

La antigua capitana de Talisay no solamente tenía buenas alhajas, sino que también era dueña de un gran bote que con sus correspondientes remeros puso á nuestra disposición.

Listo el bote y listos nosotros, ayudados de la lona y de los remos, dimos rumbo en demanda del monte de Taal, gigantesca y sombría masa que se destaca en medio de las aguas.

Los contornos del monte no presentan ninguna regularidad, revelando su situación, conjunto y configuración, las huellas de un gran cataclismo.

En las primeras capas que lamen las aguas, difícilmente crecen algunos raquíticos arbustos sin verdura, frutos ni flores. Más arriba piedras calcinadas y residuos volcánicos son los componentes de aquel coloso que revela en la espesa columna de humo que se eleva de su cráter que en sus entrañas de granito duermen los genios de las ruinas y de los estragos.

¡Desgraciados pueblos los de Taal y Talisay si en el libro de las lágrimas está escrita una nueva erupción!

Las aguas de la laguna tienen una inmovilidad tan constante, un color plomizo tan pronunciado y una superficie tan siniestra, que su conjunto parece reflejar la maldición que pesa sobre las dormidas aguas del mar Muerto.

A cosa de las cuatro de la tarde, bajo un cielo cubierto de negruzcos nubarrones y una temperatura sofocante, atracamos el bote á la falda de la montaña. La ascensión es difícil por ser en algunos puntos la pendiente muy pronunciada. El calor nos ahogaba; las materias volcánicas rechinaban bajo nuestros piés y experimentábamos los efectos de la fuerte irradiación que lo avanzado de la tarde y la falta de sol operaban en las masas calizas impregnadas de los ardientes rayos tropicales. La monotonía del camino, de cuándo en cuándo era interrumpida por precipicios, siniestros testigos que vienen á enseñar al viajero antiguos cáuces por los cuales ha corrido la lava y el fuego.

De trecho en trecho, el ruido producido por nuestras pisadas nos indicaba pasábamos sobre bóvedas. ¿Qué guardarán estas? ¿Dónde terminará su fondo? ¡Profundos misterios de la divina ciencia impenetrables á la humana materia!

Varias veces tuvimos que pararnos á fin de cobrar aliento.

Unas cuantas varas más y estaríamos en la línea del vértice.

Las nubes del poniente confusamente coloreaban el paso del sol; su luminoso disco se aproximaba á su ocaso, cuando un grito se escapó de todos los labios y una fuerte palpitación se experimentó en todos los pechos.

Estábamos en el vértice. Teníamos la profunda sima del volcán bajo nuestros piés. La percepción del panorama es tan instantánea y la grandiosidad del conjunto tan colosal, que el espíritu se sobrecoge ante aquella maravilla, no dando por largo tiempo cabida más que á una muda al par que profunda admiración.

Las proporciones del cráter son colosales. Lo forma en su conjunto la cavidad que deja el monte, el cual constituye en su configuración un cono, cuya base mide de bojeo unas 9 millas.

En el fondo del cráter se ven desigualdades, alternando las prominencias con lagunas de más ó menos extensión, impregnadas de materias azufradas según revelan el color de sus aguas.

Por intervalos y con más ó menos intensidad, se elevan columnas de humo de las distintas prominencias, que vienen á ser cual si el fondo estuviera salpicado de pequeños hornillos.

Aunque con trabajo y peligros puede bajarse al cráter, contándose en Talisay de un viajero, que no solamente descendió, sino que permaneció en el fondo muchas horas.

La mayor ó menor cantidad de humo que espele el volcán, la intensidad de calórico que irradia, la actividad en que mantiene sus hornillos, y las altas temperaturas y emanación de gases que constantemente se observa en las pequeñas lagunas, son indicios ciertos de que la lava y el fuego germinan en su seno.

Muchos archivos, y no menos crónicas hemos consultado referentes á Filipinas, y tanto en los unos como en las otras, las noticias que hemos hallado respecto al volcán son muy escasas, remontándose las más antiguas á últimos del siglo XVII; después, y con referencia á los años 1745 y 1749, se vuelven á encontrar algunos datos, confusos unas veces y exagerados otras, cual lo son la mayor parte de los que guardan las escasas y antiguas historias del Archipiélago.

El cuándo y el cómo se formó el volcán, ni la historia lo dice, ni la tradición lo relata; solo la configuración del monte, la relación que en sí guarda con las vertientes del Sungay y el estudio del suelo, pueden conducirnos á la hipótesis más ó menos aproximada de suponer haber corrido por lo que hoy es laguna, una cordillera, que comprendería desde las faldas del Sungay, á las riberas de la laguna de Bay, y quién sabe si llegaría más allá, encadenando sus ásperas lomas con los picos de la isla del Talin, yendo á perderse entre la fragosidad de Morong y Nueva Ecija.

Suposiciones son estas que no tienen comprobante alguno en narración escrita.

La última erupción del volcán acaeció há más de un siglo, pereciendo entre la ceniza y el fuego, entre otros muchos, la mayor parte de los habitantes del pueblo de Sala. El fraile que administraba su parroquia, describe el fenómeno en las siguientes líneas que literalmente copiamos:

«Por el mes de Diciembre de 1754 reventó el volcán más furiosamente que nunca, porque el ruido era como de una batalla muy grande, los terremotos espantosísimos y la oscuridad de la atmósfera tal, que puesta la mano delante de los ojos no se veía: la ceniza y arena que arrojaba era tanta, que cubrió todos los tejados y casas de Manila, la que dista unas 20 leguas y aun llegó hasta Bulacan y la Pampanga. Hervía á borbollones el agua de la laguna con los ríos de azufre y betún derretidos que bajaban del volcán, quedando cocido todo el pescado de ella, el cual fué arrojado después á la playa por la resaca é inficionó el aire. Los truenos subterráneos y atmosféricos se oyeron en todas las provincias circunvecinas. En Manila se comía con candelas encendidas al medio día. Duró esta calamidad ocho días cabales, quedando enteramente arruinados y aniquilados por las piedras y lodo del volcán, todos los pueblos que estaban á orillas de la laguna, á saber: Taal, que era entonces la cabecera de provincia, Tanauan, Sala y Lipá, viéndose obligados sus habitantes á buscar otros sitios más distantes del volcán donde establecerse, como de hecho se establecieron en los sitios que actualmente ocupan. El pueblo de Bauan, aunque al principio había estado también á orillas de la laguna se había trasladado al interior antes de esta catástrofe. Bayalan y los pueblos de aquel rumbo también padecieron bastante. Hubo muchas muertes de personas á quienes alcanzaron las piedras del volcán y los desplomes de los edificios. Perecieron también por la misma causa muchísimos animales y todo el arbolado y siembras de los contornos, pues la abundancia de piedra, ceniza y lodo, que vino del volcán lo soterró todo. El río grande, que comunica la laguna con la ensenada de Taal, quedó cegado casi del todo, y rotos y enterrados los champanes y demás bajeles fondeados en el río y la laguna. El mal olor de todas las materias extrañas vomitadas por el volcán, duró por espacio de más de seis meses y desarrollóse en su consecuencia una peste cruelísima de calenturas pútridas y malignas que acabó con la mitad de la provincia, pues de 18.000 atributos que tenían antes solo quedaron 9.000.»

Más de un siglo hace que el coloso duerme sobre las inmóviles aguas, envuelto entre el humo y las brumas. ¡Dios haga que sus impenetrables misterios no rompan algún día sus grandiosas cárceles de piedra!

CAPÍTULO III.

Punta Matoco.—Calmas.—Isla Verde.—El sudeste.—Marinduque y Mindoro.—Razas salvajes.—Sus costumbres.—Los negritos aetas.—Su manera de ser.—Inalug y Acubac.—De puerto Galera á punta Bunga.—Horizontes de Marinduque.—Isla Banton.—El Padre Pablo.

Á la vista de punta Matoco, límite de la provincia de Batangas, navegábamos en la mañana del día quince.

El capitán, la tripulación y el escaso pasaje experimentaba el malestar de la calma y el calor tropical, tanto más sensible, cuanto que nos encontrábamos bajo la influencia de uno de los puntos más angostos del estrecho.

La maniobra se hacía cada vez más difícil por el poco espacio de que se podía disponer, y sobre todo, por la fuerza de las corrientes que ora nos llevaban á las playas de Batangas, ora á las peligrosas costas de Mindoro, entre cuyas dos provincias se destacan los perfiles de la isla verde, atalaya que domina la entrada del estrecho que va á morir en San Bernardino, peñón que azotan las aguas del Pacífico.

Sin adelantar un cable y sin poder ganar una buena y segura vuelta, cruzando constantemente vela para evitar las corrientes, estuvimos no sé cuántos días á la vista de la pintoresca isla Verde, retrocediendo unas veces y avanzando otras por las bandas, siendo empujados á la tranquila ensenada de Batangas ó á las arenas de puerto Galera.

No hay nada en el mundo tan aburrido, como las horas que se suceden en un barco que se duerme bajo la influencia de las calmas.

Un amanecer y otro vimos al despertar la exuberante vegetación de la isla Verde, y cuando nuestro deseo creía desconocer aquella tierra, venía la voz del capitán con su sempiterno ¡levanta muras! y ¡cambia en medio! á recordarnos continuábamos de vuelta y vuelta, ó mejor dicho, que nos manteníamos sobre bordos en demanda del centinela del estrecho.

Cuando no reinaba calma, la ventolina soplaba por la misma proa. ¡Parecía cual si el islote se resistiera á dejarnos libre aquel difícil paso en medio del cual se levanta!

A la caída de la tarde del diez y nueve, las densas nubes que perezosamente descansaban sobre los lejanos picachos de Mindoro oscilaron en el firmamento, rodando á los pocos momentos compactas por la celeste bóveda, al empuje del tan deseado SE. Nuestro horizonte poco á poco fué cubriéndose de los blancos copos desprendidos de la región de las puras brumas, destacándose entre aquellos algún siniestro nubarrón, arrancado por el viento del seno donde se engendra el rayo.

El catavientos y las velas altas dieron señales de haber percibido las primeras caricias del viento que tanto deseábamos, despertando la María Rosario del letargo en que há tiempo estaba sumida.

El viento se entabló por completo, reinando con bastante fuerza el marcado en las monzones de Julio y Agosto.

Una vez que quedó la isla Verde entre la espumosa estela que dejaba en las aguas una marcha de nueve millas, el estrecho se ensancha y la navegación se hace más franca y menos peligrosa.

Con buen tiempo, SE. fijo, mar limpia de escollos, navegando en largo, demoramos por la proa la isla de Marinduque, teniendo á la banda de estribor las extensas tierras de Mindoro. Esta isla que tiene más de cuatrocientas millas de costa, es casi desconocida, cual sucede en el Archipiélago con otras muchas y dilatadas comarcas. Los habitantes del interior de la isla de Mindoro, han sido poco estudiados. El viajero, el curioso ó el que por su cargo inspecciona la isla, recorre las costas, siéndole muchas veces imposible internarse por oponerse la fragosidad del terreno, lo inhospitalario de sus pampas y bosques, la falta de caminos, la carencia de recursos y el estado de algunas tribus que se asemejan á las que habitan las montañas de Mariveles y algunas provincias del Norte.

Respecto á estas razas, apenas conocidas, dice una notable publicación que vió la luz en Manila, lo que sigue:

«En el terreno que ocupa la provincia de Ilocos Sur, habitan algunas rancherías, cuyo principal número se halla en las altas montañas que están en la parte Este. Entre ellas se hallan las de los tinguianes, busaos, igorrotes quinanos y negritos, las cuales se extienden por la gran cordillera, compartiendo su posesión con las de los itetapanes, quinanos, mayoyaos, silipanes y otras que se hallan en terrenos de otras provincias del Norte de la Isla de Luzón. Daremos una ligera descripción de las razas que habitan en parte de la provincia de que nos ocupamos, ó más próximas, que viven en rancherías y que tienen alguna comunicación y comercio con los pueblos civilizados de ella. Los igorrotes habitan las montañas de la parte más al Sur, confinantes ya con la provincia de la Unión; los que se hallan en los sitios más apartados de ellas, no tienen comunicación alguna con los indios cristianos, pero los que ocupan los primeros montes tienen algún trato con las poblaciones, y aunque su comercio es en cortísima escala y muy lento, se ejecuta por lo regular en cambio ó trueque, más bien que con numerario, pues de este solo se sirven para la compra del oro que traen en pequeñas partículas. Los igorrotes infieles admiten en cambio de sus efectos toda especie de animales, aunque sean inútiles y despreciables, como el perro y el gato.

«No conocen otra ley que la más completa libertad, sin subordinación á autoridad alguna, y son inclinados á toda clase de vicios. No usan otro vestido que una especie de faja de lienzo ó de corteza de árbol, según pueden, que se llama bajaque, y ellos la denominan baac, y una manta por lo regular de las que se fabrican en Ilocos, y se conocen con el nombre de bandalas, ó bien un pedazo de tela cualquiera que colocan sobre los hombros plegada ó suelta. Las mujeres usan una especie de camisilla ó chaleco, abierto por delante, que atan con unos cordones, y una manta ceñida á la cintura que las cubre hasta las rodillas. Los principales llevan la manta y el baac negro y con bordados; en sus lutos usan telas blancas. Los igorrotes son de buena estatura, su color es cobrizo amarilloso; los ojos grandes, rasgados y negros, y con el ángulo exterior muy agudo y más alto que el interior. Los carrillos anchos y juanetudos; el pelo es largo, muy negro, y áspero; el cuerpo robusto y bien formado; suelen pintarse de colores, y en la mano se hacen una figura parecida á un sol. Fabrican sus casas ó chozas de caña, cubriéndolas con cogon, formando la figura de un triángulo como una especie de tienda de campaña, y no tienen más luz que la que entra por el pequeño agujero que sirve de puerta; generalmente las tienen muy desaseadas. En el centro de la cordillera tienen casas mayores, de tabla de pino, que labran toscamente con una especie de cuchillo de dos cortes que llaman talivong y bujías, el cual les sirve de arma. Usan también como ofensivas la lanza, que arrojan con gran acierto, y las flechas, en cuyo manejo son poco diestros y no alcanzan en esto á los negritos. Se alimentan con arroz, frutas silvestres, raíces alimenticias, carne de búfalo, puerco y ciervo, que cazan y preparan para su conservación: según se dice hay entre ellos algunos que comen la carne humana, son muy asquerosos y padecen muchas enfermedades cutáneas. Las mujeres para los partos se van á la orilla de un río donde lavan la criatura así que ve la luz; se baña también la madre, y concluída esta operación, coloca el recién nacido en una especie de cestillo á la espalda y se vuelve á su choza. Su idioma es muy distinto del de los pueblos cristianos confinantes. La observación de las lunas les sirve de calendario, y aun para formar sus pronósticos; los hay llamados bravos y mansos, siendo los primeros los que no quieren comunicación alguna con los pueblos reducidos.

Los tinguianes es otra raza que se extiende por las montañas del Este de Ilocos hasta la provincia de Abra: son mucho más civilizados que los igorrotes, y casi no merecen la denominación de salvajes. Los hombres usan calzones anchos y una chaqueta ó chupa cerrada por delante, como la de los chinos: se arrollan una tela ó especie de toalla á la cabeza, cuyas puntas con flecos caen con gracia sobre la espalda. Las mujeres usan el mismo traje que las igorrotas, con la única diferencia de ser de color blanco, así como el de los hombres, muy aseado, y bordadas las orillas de colores cuando están de gala; desde la muñeca al codo se atan unos anchos brazaletes de abalorios de colores, tan apretados, que les suele producir inflamación en el brazo y la mano. Del mismo adorno usan algunas en los piés y hasta en la cabeza, ciñéndose también un turbante, y otras se ponen una especie de banda cuyo traje en conjunto es vistoso y bonito. El cutis de esta raza es blanco, y con corta diferencia como el de los chinos; su vida es frugal y aislada; comercian con los pueblos de cristianos; pagan reconocimiento en frutos ó en dinero; compran tabaco en los estancos de los pueblos reducidos, pero en una cantidad dada, que reparten con equidad entre todos los vecinos de una ranchería, son limpios y observan entre sí cierta etiqueta, viven tranquilos en sus pueblecillos, y su carácter pacífico pero suspicaz, los aproxima mucho á los indios civilizados. Hay algunos pueblos de ellos reducidos al cristianismo y cultivan extensos campos de arroz, teniendo piaras de carabaos, caballos y bueyes: se ejercitan en la caza de venados y son enemigos de los igorrotes. Esta raza por su color, facciones y traje, se cree sea descendiente de los chinos, que según tradición, se internaron por estos montes desde la provincia de Pangasinan cuando el pirata Limahon fué batido y obligado á reembarcarse; pero la historia de aquellos tiempos nada dice de que quedasen estos restos del ejército, antes bien asegura, que todos se embarcaron; pero ello es que esta raza de infieles es distinta enteramente de las demás que pueblan los montes del Norte de la isla de Luzón. Hay otra raza llamada de guinanos que habitan la parte interior del país y á la falda Este de la gran cordillera, que separa al Abra de Cagayan; son de carácter feroz, y en los meses de Febrero y Marzo suelen hacer sus correrías al Abra con solo el objeto de cortar cabezas, sean de cristianos, sean de tinguianes ó igorrotes: para ello se aprovechan de algún descuido; en teniendo alguna cabeza humana se retiran á sus pueblos con gran algazara, donde celebran una gran fiesta que dura muchos días. Concluída la fiesta, el matón guarda cuidadosamente el cráneo como prueba de su valentía, y es tanto más estimado por sus compoblanos, cuantas más cabezas ó cráneos adornan sus casas; suelen también estar en continua guerra unos pueblos con otros; siempre acometen á traición, y con grandes alaridos al echarse encima de la víctima. Aun no ha sido posible hacer que penetrara hasta ellos la luz evangélica.

Aunque bastante apartadas de la provincia de Ilocos por la parte del Este, ocupa también esta cordillera la raza de los busaos que confina con la de los tinguianes; sus tribus son de carácter dulce y hábitos más propensos á la civilización, se pintan el brazo imitando varias flores, llevan grandes anillos en las orejas y otros se cuelgan en ellas un gran pedazo de madera, lo que les alarga mucho la ternilla. El traje de los busaos es parecido al de los igorrotes, solo se diferencian en que llevan en la cabeza una especie de casquete ó solideo de bejuco ó de madera, cilíndrico y abierto por los lados que algunas veces adornan con plumas; en lugar del talibon usan una arma llamada ligua de la que usan también los tinguianes, que es como una hacha de hierro casi cuadrada, con una punta por detrás y mango corto, la que fabrican ellos mismos con hierro que extraen junto á Benang; cultivan arroz con muy buen sistema de riego.

Los negritos que ocupan las montañas de Ilocos más bien se extienden hacia la parte de Ilocos Norte que hacia el Sur; se diferencian poco de los demás negros de los otros montes de las islas; su escaso vestido suele ser de cáscara ó corteza de árboles ó alguna manta tosca; pagan reconocimiento cuando se les puede hallar, reconocen por reyezuelo al más viejo entre ellos, y entierran sus difuntos en el monte, poniendo junto al cadáver eslabón, piedra, yesca, un arma y un pedazo de carne de venado, y todo el que de ellos pasa próximo, ha de dejar algo de lo que cogió en la caza ó le dieron los cristianos.»

En otro lugar leemos:

«En las escabrosidades de las altas montañas de todas las islas Filipinas, y en las espinosas de sus impenetrables bosques, habitan numerosas razas ó tribus de infieles, hasta cuyos desgraciados individuos no ha penetrado aún, por desgracia, la luz del cristianismo y de la civilización. Las cordilleras de la isla de Luzón están habitadas por los igorrotes, tinguianes, ifugaos y otras razas de costumbres más ó menos feroces; pero la más generalmente extendida por todos los montes de las islas es la de negritos aetas, que por sus caracteres genéricos, su pelo crespo, sus labios prominentes y su ángulo facial, se cree por algunos, sean los primitivos habitantes de este suelo, pues concuerdan dichos caracteres con los de otros que residen en la misma zona tórrida de África y varios puntos de la Oceanía.

Los de estas islas viven errantes en la fragosidad de las selvas, y aunque los hay de ellos que bajan á comerciar y se comunican con los pueblos cristianos, se encuentran muchos que huyen de todo trato con los hombres de distinta raza, manteniendo una continua guerra con otros habitantes de los bosques. Se cree que los desmayas, malancos, manabos y tagabotes de la isla de Mindanao, así como los negros feroces de Nueva Ecija y otras tribus menos conocidas, sean pertenecientes á la gran familia de estos primitivos moradores de las islas.

Los negritos son en general pequeños, delgados y ágiles; pero no mal formados. Tienen la nariz gruesa y aplastada, el cabello crespo como lana enredada; el labio superior grueso y caído sobre el inferior; su color es más claro y menos feo que el de los negros de la costa de África, sin duda porque los de estas islas tienen más frondosos bosques donde resguardarse de la acción del sol y porque se comunican más con pueblos civilizados. Van completamente desnudos y se cubren con un taparrabos de cortezas de árbol; los que tienen trato más frecuente lo usan de tela, y llevan además un pedazo de coquillo de colores ó de manta echado sobre los hombros y se suelen poner un pañuelo en la cabeza. Los que comercian con dichos pueblos civilizados dan varios productos de los montes, como miel, cera y bejucos, á cambio de telas y de moneda: las mujeres de estos visten una ligera camisilla y un tapis; las de los más feroces van desnudas: las primeras colocan en su pelo un peine de caña, en el que ejecutan finas labores, y por sus orejas taladradas atraviesan un pedacito de rama en flor, que además de su erizada cabellera les da un aspecto extraño. Los hombres solteros suelen usar también el peine de caña, como distintivo de su estado. Todos ellos llevan siempre en su mano el arco y las flechas que acostumbran á envenenar con jugo de plantas que ellos conocen, en las cuales frotan é impregnan el hierro ó punta de ellas; algunos usan un carcax de caña bambú para colocarlas; en la cintura llevan un cuchillo ó bolo muy afilado.

Se casan muy jóvenes y aunque no se reúnen con sus mujeres, se les ve tomar estado á los ocho ó nueve años. Les gusta mucho estar junto el fuego; encienden grandes hogueras, y por la noche se acuestan sobre la ceniza caliente; para mayor abrigo suelen poner entre dos árboles una especie de techado de hoja de palma, y por la mañana levantan el campo para volver á dormir donde les coge la noche.

Las mujeres paren también sobre la ceniza: concluído el parto se bañan y vuelven á acostarse sobre ella y á cuidar de su hijo, el que cuando marchan lo llevan pendiente del cuello ó á la espalda, sostenido por un lienzo atado, ó por una corteza de árbol apoyada en la nuca.

No se les conoce religión alguna. Comen puercos de monte, venados y raíces alimenticias; pero nunca lo verifica uno solo. Tienen castigos de pena de la vida para sí y para sus hijos por varios delitos; uno de ellos es el de robar una mujer ajena; pena conmutable, entregando flechas y armas.

Nombran sus jefes á los más ancianos. Entre los que frecuentan para su comercio los pueblos cristianos, se suele investir á uno de ellos del carácter de justicia, el cual impuesto de su cargo, los reune y presenta cuando se les llama para el trabajo.

Sus distracciones consisten en el canto, en el baile y en ejercitarse en el manejo de sus armas. Ejecutan un baile llamado acubac que se reduce á poner á las mujeres en el centro, y los hombres agarrándose uno á otro por la cintura van marchando en círculo alrededor de ellas, levantando la pierna dando una fuerte patada en el suelo al compás de una canción muy lúgubre y pausada que con voz casi imperceptible entonan las negras, y á la que ellos contestan con una especie de terminaciones consonantes; á este triste canto le llaman inalug.

Por más esfuerzos que se han hecho por los PP. Misioneros y por las autoridades de las islas para civilizar á los negros aetas, y hacerlos vivir en sociedad, todo ha sido infructuoso. Aman su vida errante y salvaje, y tarde ó temprano se vuelven á ella; ha sucedido ya estar un negro enteramente civilizado y aun haber seguido estudios, y ha desaparecido para volverse al monte á vivir desnudo y salvaje entre sus compañeros. Estos desgraciados se niegan siempre á la luz de la verdad y de la razón.»

Las anteriores líneas son la prueba más concluyente de lo mucho que falta por hacer en Filipinas. A la vista de Manila, en su misma bahía, en la provincia de Bataan, se destaca la sierra de Mariveles; pues bien, en sus bosques hay razas errantes sin más dominio ni ley, que las que Dios les dicta, ni la potente voz de los elementos que se desarrollan sobre la inmensa copa de los árboles que les dan sombra, alimento y guarida, y las que impone en la punta de sus flechas el que impera por la ley del más fuerte.

Todas estas razas respetan instintivamente al español, sobre todo si no los hostiga y maltrata. El europeo que se pierde en los laberintos de bejucos y verduras de Mariveles, no tiene que temer por su vida aun cuando se encuentre con alguna ranchería de aetas; estos lo acogerán con mirada recelosa, mas bien pronto si ven que no les hacen daño, se tornan dulces y serviciales.

El estado pacífico en que viven las razas de Mariveles, es sin duda la causa del por qué no se las ha reducido, á pesar de habitar á las puertas de Manila.

¡Cuántos misterios desconocidos, cuánta riqueza oculta y cuántas cosas ignoradas contendrá la gran extensión de tierra que comprende la isla de Mindoro, desde puerto Galera á punta Bunga!

Las montañas de Mindoro poco á poco fueron ocultándose en los horizontes que dejábamos á la proa, aclarándose los de Marinduque por los círculos que abría en el espacio el bauprés de la María Rosario.

Las pequeñas Dos hermanas, formando el vértice del triángulo que cierran Banton, Bantoncillo, Simarra y Maestre de Campo, se destacaban perfectamente ante nuestra vista, como asimismo los pequeños islotes llamados Tres Reyes y el Diamante, azotados constantemente por las encontradas olas, efectos de las corrientes y las notables resacas que refluyen su influencia desde las costas de Marinduque.

La pequeña isla de Banton, nos trajo á la memoria un sin número de recuerdos y un gran caudal de observaciones. En sus estrechos límites habitaba nuestro querido amigo el Padre Pablo, fraile recoleto de gran iniciativa, ciencia y decisión, que después de haber desempeñado en Filipinas la supremacía del poder en la Orden, había dejado el peso y responsabilidad del Provincialato, por el recogimiento, la quietud y el aislamiento de la parroquia de Banton, islote casi desierto, inhospitalario y desprovisto de cuanto constituye lo más necesario de la vida.

Ya que la isla de Banton nos ha traído á la memoria á un antiguo amigo fraile, y ya que tanto se ha dicho de estos, añadamos nosotros en el siguiente capítulo una página más.

CAPÍTULO IV.

El fraile en Filipinas.

Al hablar de Filipinas es imposible dejar de ocuparse de las órdenes monásticas: van tan íntimamente unidas con la historia y vicisitudes por que ha pasado el Archipiélago, que donde quiera se relate un suceso, donde quiera se evoque un recuerdo, donde quiera se contemple una obra, allí está la mano, la inteligencia ó la actividad del fraile.

Para comprender lo que vale en el Oriente, para apreciarlo en todo su valor, es preciso vivir algún tiempo en el país.

El fraile es el ser cosmopolita de la India; en su historia lo mismo se le ve con el santo lábaro predicar la fe del Gólgota, que dar al aire la enseña de Castilla y voltear el bronce llamando á los buenos en el rebato de sus torreones, siempre que algún peligro ha amenazado patria ó religión: alentados por estas dos palabras han puesto repetidas veces sus pechos ante el enemigo de la raza, ó el cuello ante el cuchillo del martirio. Los campos de China durante más de dos siglos, la invasión de Manila por los piratas que hacían temblar al Celeste Imperio, y más tarde la gran bahía llena de naves inglesas, son imperecederas epopeyas en que las órdenes monásticas han vertido su sangre, su persuasión y sus caudales.

El cosmopolitismo del bien, volvemos á decir, está sintetizado en el convento.

A semejanza de la Edad Media, en que el Dios de las batallas con el ruido de sus armas adormecía la inteligencia; cual aquella época del arnés y de la lanza, se ocultaba en lo más recóndito de los cláustros la ciencia en el libro y el experimento en las primitivas máquinas; á imitación de entonces en que el fraile mantenía vivo el estudio y el saber, así en el día el cláustro en el Oriente cual templo de vestales, alienta la vívida luz de los humanos adelantos. Las bibliotecas de los Dominicos, llenas de preciosos códices; los gabinetes de física y química, con cuantos aparatos han inventado las nuevas conquistas de la inteligencia; las magníficas colecciones de la naturaleza tropical en todas sus manifestaciones; los góticos capiteles de Santo Domingo; las sólidas construcciones de Agustinos y Franciscanos; el golpear de las máquinas de vapor de los Recoletos; enseñan que la ciencia, el arte y la industria, tienen su asiento bajo la esfera de acción de las órdenes monásticas.

El convento no solamente sintetiza en Filipinas, la ciencia y el arte, sino que también el laboratorio, la enfermería y la granja-modelo.

Sabido es cuan escaso es el personal de médicos y cuántas provincias están entregadas á la virtud de sus plantas, á la tradición de sus remedios y á los ungüentos y recetas del convento. Tanto el indio como el castila que se siente aquejado de una enfermedad, llama al fraile á la cabecera de su lecho, ó va á buscarlo en sus hospitalarias casas-haciendas, en la seguridad de encontrar ciencia para la materia y consuelo para el espíritu.

La hacienda de Imus es una verdadera enfermería del castila, allí el que llega tiene cuidados, cama y mesa.

Desde el jefe superior de las islas al último desgraciado, tienen en Imus un cariñoso techo con solo llamar á aquellas puertas, abiertas siempre para el bien y la caridad. No es solamente lugar de convalecencia por sus condiciones naturales, sino que estas se aunan con el perfeccionamiento y con el arte. Los baños de impresión que tiene la casa son, sin duda por sus aguas y por la manera de distribuirlas, unos de los mejores de las islas.

Cuantos requisitos constituye la granja-modelo, se encuentran en la hacienda que nos ocupa. Espaciosos y bien preparados tambobos, magníficas plantaciones de caña dulce, buenas máquinas, extensas roturaciones, puentes, presas, encauces, sementeras y un perfecto reglamento de colonos se ven en aquella. El colono que experimenta una desgracia en el hogar, percibe cuantos auxilios le son necesarios; si la desgracia proviene del campo, si una avenida asola sus cosechas, si el tallo de la caña se agosta ante el destructor hálito de un tifón, el fraile remedia el mal sin que el colono vea amenazado su porvenir ante los sombríos colores de la usura. Cuando hay calamidades se perdonan las rentas, y el tambobo abre sus puertas, convirtiéndose en piadoso pósito, seguro remedio de la propiedad y del labrador.

El viajero tiene no menos ventajas que el colono y el enfermo. El que durante todo un día ha sufrido por bosques y caminos el sol tropical, el que el aguacero ha mojado su cuerpo, el que se ve rendido por el cansancio: alienta, se vivifica y cobra ánimos al oir los consoladores ecos de la esquila del monasterio, del convento ó de la casa-hacienda; bajo aquel bronce sabe hay españoles, hay patria, hay hermanos. Es preciso haber pasado un día en la India y sentir las fatigas del cansancio y la sed, para comprender en todo su valor lo que significan los ecos de la campana del convento.

El fraile del Oriente difiere completamente del que vulgarmente se conoce; por esa misma razón lo juzgan algunos mal. El que crea ver en aquellos el reflejo de los antiguos y silenciosos moradores de la celda ó los revoltosos señores de abadías, se equivoca soberanamente; ni tienen la maliciosa reserva y maquiavélica intención del claustro de la Edad Media, ni la turbulencia y fueros de los guerreros-frailes de la Reconquista, feudales señores de almena y mesnada, de cuchillo y caldera.

El ser que nos ocupa es franco, decidor, leal, caballero; participa de las buenas cualidades del mundo y el recogimiento ascético de la celda. Es, y esta es su principal cualidad, español por excelencia, y todas sus tendencias, lo mismo las que desarrolla en la plática, como en el púlpito, como en el hogar, tienden á la consolidación y bienestar de la colonia. En las veces que en Filipinas se han sentido los rumores de la rebelión, el fraile siempre ha estado al lado de su raza. No hay ejemplo alguno en la historia de las islas en que haya aparecido ni remotamente complicado contra los suyos. Si Filipinas tuviera una verdadera historia, se vería hasta qué punto fueron los frailes españoles en las memorables jornadas en que el invicto Simón de Anda dejó la toga por el talabardo, oponiendo la fuerza á la fuerza, la espada á la dominación, la argucia á la mayoría y el heroismo á la desigual lucha. En aquella campaña, un puñado de frailes contuvieron la dominación inglesa, teniendo en continua alarma á las centuplicadas fuerzas de los enemigos.

La influencia que entonces y ahora tiene el fraile de Filipinas, es preciso ser loco para no apreciarla y comprenderla. Como ejemplo de su influencia y de su poder citaremos un episodio acaecido en la insurrección de Cavite.

En la fuerza de la plaza se encontraba al sonar la señal el lego español de San Juan de Dios. Dado el grito, la rebelión desarrolló en su destructor círculo cuantos horrores caben en el saqueo y la matanza. La embriaguez y la sangre habían corrido desde el rastrillo á la plataforma, cuando aquellas hordas que gritaban muerte y exterminio, que no habían perdonado sexos ni edades, se prosternaron de rodillas ante el lego pidiendo les absolviera de todas sus culpas. Si el lego hubiera sido fraile, y si su falta de conocimientos hubieran estado representados por la elocuencia, confianza y prestigio del sacerdote, es posible que las palabras no hubieran sido obras, y la acción no hubiera pasado de proyecto.

El lego fué respetado, considerado y atendido por los que pedían la cabeza de los españoles, por el solo hecho de vestir un hábito y una correa.

El ascendiente que el Padre ejerce sobre el indio está fuera de duda, es indiscutible. Esta influencia es tan positiva que no titubeamos en asegurar, es el primer elemento de colonización que tenemos en Filipinas.

Al hacer las anteriores manifestaciones cumplimos con un deber de españoles: en este libro nos hemos propuesto decir la verdad en todo y por todo, y aunque las ideas y opiniones del autor difieran de las del fraile, está en el deber de hacerles la justicia de que son acreedores. ¡Ojalá que todos los españoles que vengan á Filipinas se conduzcan cual lo hacen aquellos! Si esto sucediera ni daríamos el alerta, ni abrigaríamos temores.

El fraile en Filipinas no solamente es un bien, sino que constituye una verdadera necesidad.

CAPÍTULO V.

El estrecho de San Bernardino.—Cabeza Bondog.—Ruinas.—El volcán Mayon.—¡Ancla!—San Jacinto.—Su Iglesia.—La india Ignacia.—El toque de oración.—El atung-taqui.

La navegación del estrecho de San Bernardino, constituye uno de los derroteros más bellos y variados que se conocen. Desde la bahía de Manila á las aguas del Pacífico, hay unas trescientas millas en las que se admiran toda la riqueza del suelo filipino. En el derrotero que nos ocupamos no se pierde ni un solo momento la vista de tierra, pasando tan cerca de ella en muchas ocasiones, que se hace precisa gran precaución.

No bien doblamos cabeza Bondog y ganamos las aguas que separan á la rica provincia Camarines Sur, de la isla de Burías, se principian á dibujar en los horizontes de Albay, el famoso volcán que se admira en medio de aquella provincia.

El volcán de Albay, llamado por algunos el Mayon, lo forma un cono perfectamente regular. Se encuentra en actividad y es difícil verlo despejado de nubes, las cuales lo ocultan casi constantemente, efecto de su gran altura, proximidad á los focos de grandes emanaciones y atracción que ejerce sobre los frecuentes chubascos que vierten sobre la provincia de Albay.

Las erupciones del Mayon son muy frecuentes, mas desde la acaecida á principios del siglo, de la cual se describen tales horrores, que causan verdadero espanto, son poco intensas, estando habituados los pueblos que se asientan á la falda del monte, á las convulsiones del gigante que en un solo momento podrá sepultarlos entre sus candentes materias. La ascensión al volcán es sumamente difícil y arriesgada, no teniendo noticias de que viajero alguno haya hollado con su planta el vértice del cráter.

El día que la María Rosario nos puso á la vista del Mayon, hubo algunos momentos en que por efecto del fuerte SE. pudimos admirar completamente despejado todo el espacio que cierra el magnífico cuadro que llena el volcán.

La provincia de Albay es, sin género de duda una de las más ricas del Archipiélago. El filamento llamado abacá, es una inagotable mina de los campos que comprenden aquella provincia.

Aquel producto ha llevado el bienestar y la riqueza á sus habitantes, los cuales á su vez, son la base de las cuantiosas fortunas que se han cimentado sobre el abacá: este es de tan buena calidad en los campos de Albay, que las cabullerías que con él se fabrican se confunden con las más sólidas de cáñamo, producto que en los usos de la marina se ha reducido notablemente, desde que se explota aquel filamento, el cual no solamente se consume en el Archipiélago, sino que cuidadosamente es almacenado y prensado para ser expendido en lejanos centros comerciales.

Las calmas que veníamos experimentando nos agotaron casi todo el fresco de que podíamos disponer, así que, aprovechando el seguro y resguardado puerto de San Jacinto, anclamos en él á fin de refrescar víveres.

San Jacinto es un pintoresco pueblecito situado en la isla de Ticao. Lo constituye aquel una extensa loma sobre la cual se asienta diseminado un corto caserío, en su generalidad de palma, destacándose por su construcción un antiguo baluarte, la iglesia, la escuela y la casa-tribunal. El cura que cuida de su parroquia se encontraba fuera del pueblo y nos dijeron era mestizo chino.

El baluarte de San Jacinto es sólido, de buena fábrica y perfectamente situado; se extiende por lo más alto de la loma dominando el pueblo y el puerto. En el ángulo que corresponde á su entrada y sobre una plataforma medio arruinada, se ve un cañón, que según sus dimensiones, pudimos calcular sería su calibre de 20 á 24.

La época en que se edificó el baluarte no la hemos podido precisar, revelando el estado de los muros su vejez, con la que lucha la consistencia y solidez de la construcción.

En el espacioso patio que cierra el perímetro amurallado, se encuentra la iglesia, y á medio concluir la casa parroquial; obra que según pudimos ver, pronto había de brindar toda clase de comodidades á su morador. La sólida fábrica de aquella espaciosa casa, á cuya sombra se alza la campana del templo; las aspilladas murallas que la resguardan; las plataformas y el bronce que la defienden; la estratégica situación que ocupa, y la bandera que flamea en lo alto del torreón, la asemejan más que á la casa del recogimiento y la oración, al antiguo baluarte de la Edad Media.

Aquellos muros carcomidos por el tiempo evocaron en nuestra mente todo el grandioso pasado de los caballerescos siglos feudales.

La raza que habita San Jacinto, es la india pura; hablan el visaya y sus moradores poseen todos los rasgos que caracterizan aquella. Son afables, fuertes y de facciones bastante buenas. Vimos una india llamada Ignacia, de un conjunto altamente simpático y agradable, sobresaliendo en ella un larguísimo y negro pelo, rasgo peculiar y distintivo de Filipinas, en donde los hemos visto como en parte alguna; consecuencia, sin duda, de no mortificar las raíces, pues generalmente lo llevan suelto, y sobre todo, por la fortaleza y consistencia que prestan los jugos del coco, aceite, cuyas propiedades es de todos reconocida.

A más del uso del aceite de coco, contribuye en gran manera á la conservación del pelo, el gogo, raíz parecida á la de la mora. Aquel se lava perfectamente y después se exprimen sus jugos. El jugo del gogo levanta en la batea donde se prepara, una blanca é hirviente espuma; su uso es muy frecuente y, general en Filipinas, y sin duda alguna que la frescura que presta á la cabeza y la limpieza que origina, son causa, en gran parte, de que sea sumamente raro encontrar calvos en el Archipiélago.

La población de San Jacinto la forman 1.800 almas, de las cuales tributan unas 500, calculando en 250 los niños de ambos sexos que asisten á la escuela, según nos dijo el Gobernadorcillo.

Los productos son: el abacá, el tabaco, la caña dulce, el añil y el coco; de este nos sirvieron por vía de refresco una suculenta ensalada hecha de palmito. El palmito del coco, es sin género de duda, el más sustancial y delicado de cuantos dan toda la diversidad de palmas.

Al toque de oración en Filipinas se le rinde culto.

Todo indio á la muerte del día, recoge su espíritu y pronuncia una oración mirando al Oriente.

La campana de la iglesia anunciando la oración, se mezcló con los redobles del tambor del tribunal, y los huecos y broncos sonidos del atung-taqui, que sirve para dar los alertas en las avanzadas ó bantayanes de algunos pueblos de Visayas.

El atung-taqui filipina, es el árbol hueco, descrito por los primeros exploradores de la India, y que todavía se conserva entre los moradores que habitan las orillas del Amazonas, y las dilatadas faldas del Chimborazo, según pudimos ver entre los objetos que los individuos de la expedición científica del Pacífico, exhibieron en los jardines del Botánico de Madrid.Dicha exposición se verificó el año 1866 y de ella publicó el autor de este libro una extensa Memoria.

Al toque de oración de San Jacinto se cierran todas las puertas y ventanas, y se apagan las luces, entonándose por los que se encuentran dentro de las casas el Ángelus; concluído este, cada cual vuelve á su conversación, su ocupación ó su paseo.

Nosotros hicimos una frugal cena, y después de interrogar sobre la localidad al Gobernadorcillo, buscamos el reposo en las mallas de una hamaca de abacá.

Ya que estamos descansados en tierra, y ya que hemos bosquejado á la ligera á una india, veamos en las páginas que siguen, lo que es la mujer en el Oriente.

CAPÍTULO VI.

La mujer india.—Angué—Pepay la sinamayera.—¡¡¡Una!!!

Desde los tristes monólogos de Adán (pues es de suponer no tuviera ganas de conversación con su ex-costilla, después de lo de marras) hasta los Apuntes de Catalina, y desde las lágrimas de Ovidio, á los ataques de nervios de Julieta, cuánto se ha dicho, y sobre todo cuánto se ha calumniado, es decir, menos cuando no se ha calumniado, á esas sensibles palomas sin hiel, á esas infelices y desgraciadas inocentes, á esas pobrecitas cofrades del sexo débil.

A lo mucho que se ha dicho, vamos á añadir un poco más.

No vamos á tratar á la mujer á la sombra de un patrón de la moda elegante, ni á la semiluz de una bambalina, ni á las tinieblas de un coche con cortinillas, ni á los truenos y relámpagos de un can-can; no, vamos á ocuparnos de la primitiva hija del Oriente, raza hoy poco conocida, que después de haber perecido casi por completo en las Américas, va siguiendo la misma suerte en los inmensos dominios que comprende la India inglesa.

La raza pura la encontramos en cerca de seis millones de seres, en el vasto Archipiélago filipino.

Descorramos las conchas, alcemos el tapanco ó descansemos un momento bajo el carang, y al tornasolado de las primeras, veremos á la india rica; bajo la palma del segundo, podremos estudiar la india industrial, ó sea la clase media, y al abrigo del tercero se nos presentarán perfectos modelos de las hijas desheredadas de todos aquellos dones que no sean el mojarse cuando llueve, admirar el sol cuando sale y limpiarse el sudor si tiene con qué cuando calienta, dones todos que la naturaleza prodiga de tal forma en el Oriente, que cuando llueve lo hace tres ó cuatro meses seguidos, con una fuerza, un viento y unos truenos, que ni hay más que dar, ni más que pedir.

Ya tenemos prólogo. Exhibamos los tipos.

Supongamos que son las diez de la mañana en Manila, y por consiguiente, la misma hora en cualquiera de los pueblos que forman Binondo; supongamos á más que es la fiesta de la Patrona y que estamos cerca de la casa del hermano mayor.

El hermano mayor es un sér exclusivo de Filipinas, es en las fiestas como si dijéramos, el caballo blanco de nuestros espectáculos, ó el editor responsable sin sueldo de un periódico demagógico en tiempo de los moderados.

Decíamos que estábamos cerca de la casa del hermano mayor, y esto bien fácil nos es conocerlo, porque distintamente llegan á nuestros oídos los ecos de la marcha de Pan y Toros, tocata ahora en boga en Filipinas, cual lo será Dios mediante, dentro de ocho ó diez años, la jota del Molinero de Subiza, ó la polka de Flama.

Ya estamos á la vista de la casa.

Banderolas de todos colores, pañuelos de todos ribetes, y trapos de todos tamaños, ondean ó no ondean (pues esto no depende del hermano mayor), suspendidos, no digamos de ventanas y balcones, sino de agujeros más ó menos grandes, abiertos en el cogon y algunos en la tabla.

La música la seguiremos oyendo, pues asisten las de los dos gremios, y mientras la una toca, la otra come ó fuma, y esto de amanecer á amanecer.

Alguna que otra dalaga, adornada con cuantos objetos relucientes ha podido encontrar, pasa por delante de nosotros con dirección á la iglesia ó á la casa del hermano, que de seguro es lo menos capitán pasado ó cabeza, de Barangay, sociales jerarquías que le dan opción al vos en el trato, á un asiento en la principalía y á un trozo de banco que procurará esté cerca, ó del canuto donde coloca el Gobernadorcillo el bastón, ó del tallado del respaldo que representa todo lo representable, pues en cuestión de dibujo y de talla los indios no atascan, y llevan su despreocupación hasta un punto que hemos visto el retrato de un General muy conocido, sustituído su nombre por el del bienaventurado Santiago, y todo porque el general está retratado á caballo y tiene algunos moros á sus piés.

Ejemplo del General convertido en Santo por la gracia de un cortaplumas, que ha borrado un excelentísimo señor, sustituyéndolo con un San Antonio ó San Andrés, es muy común, y menos mal que al pobre General lo hicieron Santo, pues si hubiera hecho falta una Santa, conforme rasparon el nombre, lo hubieran hecho con el bigote y la barba. Todo esto no se crea se hace riendo ni mucho menos, pues el indio posee una formalidad y una fuerza de convicción en ciertos actos, que se cree las cosas más raras y estupendas. De un frasco de cristal con tapón esmerilado, nos decía muy grave un criado al preguntarle por los bizcochos que guardaba, que se los había visto comer á las lagartijas.

El hermano mayor tiene, á más de las prerrogativas marcadas, el non plus de los honores; el más preciado y característico distintivo. Puede llevar dentro y fuera de su casa, lo mismo ante Rey que Roque, cual antiguo mesnadero, no crean ustedes que el sombrero puesto ó las manos en los bolsillos, sino muchísimo más; puede llevar una camisa de faldones bastante largos fuera del pantalón, y una chaqueta muy corta encima de la camisa. Esto no será muy bonito, pero es tan noble y distintivo que guay del plebeyo que sin haber sido siquiera directorcillo ó juez de sementeras, osara profanar aquella parodia de frac, que tiene por faldones faldamentos.

No queremos se nos olvide decir que la camisa oficial es blanca y la chaqueta negra.

Andando con dirección al ruido, hemos visto más de un camisa por fuera, ostentando un bejuquillo con puño de plata. Sus poseedores ejercen jurisdicción, tienen poder, son tenientes de justicia, funcionarios públicos que pueden llegar hasta el solio del superior munícipe, el día que su jerárquica persona se vea atacada de un fuerte romadizo.

Ya estamos frente á la casa del mayor cofrade; es de buen aspecto, su construcción llega hasta el despilfarro de ser la cubierta de tejas y estar rodeada de una espaciosa cerca de cañas, á cuya sombra, y atados á un arigue, gruñen uno ó dos babuis, huéspedes indispensables en toda casa india.

Un toldo que da sombra á parte del patio, bajo el cual toca la música; vistosas colgaduras en todos los bastidores de la casa; sinnúmero de faroles de todas formas, caprichos y tamaños, colgados, atados ó sostenidos donde quiera hay un clavo, un agujero, una rama ó un pequeño espacio, completan el adorno de aquella casa, que por su alegría y aglomeración de cosas y objetos, revela que sus amos están dispuestos á echarla por la ventana.

Si tenemos la suerte de ir acompañados del Jefe de la provincia ó Alcalde mayor, nuestra presencia será saludada con la marcha Real; si el bastón desciende de aquellas categorías, entonces nos tocarán el Mambrú ó las habas verdes.

Ya estamos dentro de la casa; ya están á nuestra presencia cabezang-Gogo; ñora Putin y la hija de ambos, la chichirica dalaga Angué; que es como si dijéramos en Europa el ex-diputado Sr. D. Gregorio, la respetable Sra. Prudencia y la elegantísima Srta. María.

Putin y Angué, ó sean Prudencia y María, son los tipos de la india rica. Observadlos y habremos llenado nuestro cometido.

Madre é hija en el momento que hemos pasado de la escala á la caída, dan la última mano á una de las mesas de viandas y dulces.

En las fiestas que describimos no hay sala de buffet ni una sola mesa. Todos los sitios de la casa son comedores. En la cerca comen los músicos; en la antecocina, el lancape se convierte en mesa para los batas y demás gente menuda. En la caída el lujo mejora notablemente. La caída es la destinada á los pretendientes á hombres de justicia, mediquillos sin parroquia, cuadrilleros en activo, tulisanes arrepentidos, jueces de ganados, aprendices á directorcillos y demás gente del bronce. Como la mesa de la caída está á la vista de los que suben, procura Putin que esté vistosa y arreglada, en tanto que Angué recorre los papeles de colores, inspecciona los tinsines y pone rodajitas de limón á los cochinillos fritos, manjar indispensable, sin el cual no hay convite posible en la India.

Arreglada la caída, las dueñas de la casa se dirigen á la sala. Aquella es el tabernáculo, es el arca santa donde se ha puesto todo el esmero y cuidado.

Andemos despacio no nos escurramos sobre las lucientes tablas del pavimiento recién frotadas con hojas de coco, impregnadas de aceite.

El conjunto que presenta la sala es de lo más abigarrado y churrigueresco que imaginarse puede. Al lado de un fanal cuyos cristales enseñan el Cristo de Antípolo vestido de general, lucen sus contornos dos figuras de barro de China, sobre las cuales se apoyan bombones de caña, llenos de tabacos, bandejitas de cristal con fósforos y buyos; y si las figuras conservan las manos, un pico en el sombrero, ó cualquier punto saliente, se ven colgados rosarios, candelas, parches milagrosos y relicarios.

Las paredes están cuajadas de pabellones de coquillo colorado, bombas, farolillos, vasos, y guirnaldas de ramaje ó flores de papel.

En un rincón se ostenta una lujosa arpa; esto ya quiere decir algo.

El centro de la sala lo ocupan dos mesas: en la una están los platos, botellas y repuestos de todas clases. La otra, ¡ah! la otra merece mucha atención. ¡Es la mesa oficial! Es como si dijéramos, la sepultura de la mitad de la fortuna de cabezang-Goyo.

La mesa oficial se sabe tiene mantel por las caídas, pues lo que cubre la tabla está completamente lleno de cuanto produce la India y los establecimientos de Europa. Donde no hay sitio para una fuente, se coloca un candelabro; donde no halla lugar un plato, se acomoda una taza; si no hay asiento para una jícara, se reprieta una copa; y por último, los huecos que quedan se rellenan con penachos de palillos de dientes, ó tiras bordadas de papel de colores.

Todo se ha inspeccionado por las amas de la casa, todo se ha visto y todo se ha manoseado.

El gusto estético de la india rica ya lo han visto ustedes.

Ñora Putin descansa en una mecedora; su hija da vueltas á un collar de olorosas sampaguitas, entrelazadas en una fina hebra de abacá. Las dos callan. Examinémoslas, y si es posible sepamos qué piensan.

Angué es una muchacha de 15 á 17 años; su padre no recuerda el año que nació, pero sabe el nombre del cura que la bautizó, y el del Capitán general que mandaba entonces las islas.

Para un práctico del país, Angué es guapa; es más, es muy hermosa.

Esto merece una explicación.

El tipo indio difiere poco: así que para hallar diferencias es preciso la práctica y el tiempo. En corroboración de esto, puedo decir que tardé más de dos años en distinguir la fea de la guapa; hoy ¡ah! hoy ya es otra cosa; he comido mucho plátano, y he estado trimestres enteros sin ver siquiera un cuarto de cara de las de allá, así que puedo asegurar que Angué es muy guapa.

Fotografiémosla.

Angué es alta, fuerte, de abultadas y exuberantes formas; ha dejado de jugar con las sampaguitas, y apoya indolentemente su cuerpo en las conchas. Todo su sér respira dulzura y melancolía. Sus ojos, ligeramente entornados, están fijos, están en uno de esos momentos en que no ven; tiene la falta de vida que constituye en la inteligencia esas profundas abstracciones en que nada pensamos. Los ojos de Angué son negros, cual negras son sus largas pestañas y su hermoso pelo, que esparcido en hebras le cubre la espalda y los hombros, haciendo resaltar el color cobrizo de su cara, rasgo característico de la india, en cuyos cutis jamás encontraréis otro color. La nariz es menos chata que las de su raza. Su boca es pequeña, aunque de labios un tanto gruesos; sus pómulos pronunciados; la frente deprimida; los dientes pequeños y ligeramente coloreados por los jugos del buyo, y mórbidas y correctas sus formas, según podemos ver bajo la transparencia de su rica camisa de piña.

Angué viste un costoso traje. Cual en Madrid en tiempos, el día del Corpus, daba los patrones á la moda, así en Filipinas los da el de la fiesta de Binondo. Con arreglo á lo tácitamente convenido en aquella, nuestra dalaga ostenta camisa de piña sombreada, corto y airoso tapis de glasé, vistosa saya de gró á rayas verdes y blancas, chinela bordada en plata, escapulario de finos relieves y terno completo de corales.

El traje de la india rica, que hoy se confunde con el de la mestiza, es sumamente gracioso. No siendo una mujer verdaderamente fea, parece bonita con el pintoresco atavío de las hijas del Oriente. Ahora sí, lo que debemos manifestar es que el aire para llevar ese traje es preciso tomarlo desde el vientre de la madre. Con el tapis sucede lo que con la mantilla; ni se puede falsificar ni se puede parodiar. Para llevar tapis hay que nacer á las orillas del Pasig, como para terciarse una mantilla no hay más remedio que comer las papillas acariciado por las brisas de Sierra-Nevada, dormir arrullado por las palmas y el polo gitano, despertar con el alegre volteo de la campana de la Vela, saber beber manzanilla, y en fin, y ¡viva mi tierra! haber nacido en aquel pedazo de cielo que se llama Andalucía.

La mirada de Angué sigue inmóvil.

¿En qué pensará?

¿Abrigará temores? No. El sol alumbra en el horizonte sin nubes, los canarios de China cantan sus amores, las bomgas y las palmas baten sus hojas ante la fresca brisa del mar. Con cantos, flores y luz no puede haber temores. El Asuang y todos los malos espíritus, ya sabe la dalaga que buscan las sombras.

¡Inmóviles siguen los ojos de Angué! ¿Dormirán ante el temor de algún remordimiento, ó ante el éxtasis del placer de una satisfecha venganza? No. Angué no tiene remordimientos, como no los tiene ninguna india. Todo lo que hacen creen lo pueden hacer.

El deber y el honor tiene en la india una interpretación muy diferente que en el viejo mundo. Entre la raza pura, no habría necesidad de escrituras ni protocolos. Jamás una india del interior ha negado una deuda, como jamás ha llegado á ocultar un momento de pasión en el sangriento drama del infanticidio, ó en el misterioso torno del expósito.

Lo que hace, si no lo pregona, tampoco lo oculta. Sufre con resignación cuanto le proporciona su culpa, y ni se queja, ni se lamenta, ni se arrepiente.

¿Amará Angué? ¿Obedecerá su languidez á uno de esos tiernos sentimientos que llenan el alma? No. Las pasiones de Angué, como todas las de su raza son momentáneas; aman hasta el delirio, pero olvidan hasta la absoluta indiferencia. Es cierto que las horas que aman las rodean de cuantas ternezas caben en el humano corazón, y de cuantos cariños y locuras puede soñar un sér amante. Ella vela el sueño—ella aletarga dulcemente nuestro espíritu con el cadencioso susurro del cundiman ó el mimoso mata-mata; ella refresca nuestro ardoroso cuerpo con el paypay ó el pancag; ella nos rodea de una perfumada atmósfera con las hojas del ilang-ilang ó las blancas sampaguitas; ella, si nos ve tristes, dice en su sencillo y poético lenguaje que el cielo tiene nubes; ella, paloma del Oriente, arrulla á su amante con sus palabras, sus caricias, sus canciones, mas ... en estos momentos de abandono, sin saber por qué, sin causa ni motivo alguno, cesan sus caricias y callan sus pasiones. El genio de la inconstancia sustituye al dios de los amores; y la que momentos antes era la esclava, torna á ser señora y deja el nido y al amante sin amor, sin pena y sin recuerdos.

La india posee el indiferentismo en un grado tal, que todo le importa poco. El amor propio suele adormecerla alguna vez, pero el despertar es momentáneo. Pruebas del indiferentismo indio se ven inmediatamente que se ancla en un puerto de Filipinas. Asistid á un entierro y las lágrimas que allí veréis, son cual el de las antiguas plañideras: estas desempeñaban su papel por el dinero: la india rinde un tributo á la costumbre; vió que lloró su madre cuando murió su abuela, y ella llora cuando se muere su madre, sin que esto sea obstáculo para reir ó bailar á las dos horas de verificarse el entierro. Entrar en una casa de juego, pasión culminante de la india, y allí la veréis sin contraérsele un músculo de su cara, y sin pronunciar una palabra mal sonante su lengua, perder su último dinero, y pasar de la riqueza á la indigencia como si tal cosa. Colmarla de favores y de beneficios y os dará si lo pedía cuanto tiene; más no esperéis una palabra de consuelo en el dolor, ni una lágrima, ni un significativo apretón de manos en un momento solemne.

En la indiferencia ni nacen venganzas, ni anidan amores, ni se evocan recuerdos.

Angué es indiferente.

Angué sigue inmóvil. Ni piensa, ni siente, odia, ni ama.

Angué duerme.

* * * * *

Esta es la india rica, este es su tipo. Llegará la tarde y disfrutará un momento de vanidad al contemplarse rica y hermosa: se comparará con las demás y se verá la dalaga mejor ataviada de la procesión. Esta pasará por delante de su casa cuyas conchas atestadas de castilas le mantendrán la vanidad, Concluída la procesión hará los honores de la casa, dará doscientas vueltas alrededor de la sala, ofrecerá sin cesar en bandejitas de cristal, pequeños bullos y secos tabacos, bailará y hasta hará vibrar en el arpa los recuerdos de alguna canción morisca ó evocará la triste historia de Atala, desfigurada por la sangrienta mano de algún joven filósofo.

Después ... después la música dará su último trompetonazo, los tinsines su postrimer chisporroteo, y Angué despojada de sus galas ni aun soñará con el triste Chartras.

Descorramos los bastidores.

Veamos otro tipo.

Entre la iglesia de Binondo á la capitanía del Puerto, hay una calle llamada de San Fernando: en la parte izquierda un trozo tiene portales.

A los portales de la calle de San Fernando vamos á llevar á nuestros lectores.

En una de las tiendas, mejor dicho cajones, está nuestro tipo.

Pepay, sentada en el pequeño mostrador, observa á los transeúntes al par que con una mano acaricia un fardo de diversas y pintarrajeadas telas, y con la otra perezosamente da vueltas á un pequeño listón de narra que le sirve de medida.

Parémonos ante aquella tienda.

Estamos frente á frente á Pepay la Sinamayera.

La sinamayera, ó sea vendedora de telas, representa la clase industrial, la clase trabajadora.

Nosotros ya la conocemos de antiguo, así que de antiguo sabemos su historia. La hemos visto crecer y no ignoramos todas las fases por que ha pasado para llegar á ser tendera.

Contemos su historia.

Pepay no conoce á sus padres. Huérfana y niña recuerda haber dado sus primeros pasos, en la caída de una casa grande. Pertenece á lo que se llama la dudosa clase de crianza.

El nacimiento de las crianzas en su generalidad envuelve más de un misterio. La primera bola de morisqueta la hacen en casa respetable, y dan el título de tía á la dueña de ella.

En Filipinas también hay sobrinas.

Nadie recuerda cuando nació Pepay ni quién la bautizo, pero todos saben es sobrina de su tía.

Tan luego empezó á balbucear en la Cuaresma las dos mil mangas que empiezan con manga Pilatos, y concluyen con manga celestial, Pepay pasó del bullicio de la casa al recogimiento del beaterio. Allí aprendió á leer y escribir, y en estos progresos murió la tía.

La pensión dejo de pagarse. Los herederos de aquella no estuvieron todo lo propicios al reconocimiento del parentesco, y Pepay se encontró en el mundo á los quince años, con una regular figura, unos cuantos conocimientos, un buen deseo y un tanto de malicia, fruta que sazona en todas las corporaciones de gente joven.

Pepay, como todo ser racional de la India, tenía su compadre. Este mantenía un pequeño tráfico naval. Era dueño de unos cuantos cascos; proveía de leña las tahonas de Joló y Gunao; hacía comercio de aceite y palay; contrataba carga y descarga, intervenía en alguna pequeña contrata en el arsenal, y por último, daba dinero á módico precio. Tan heterogéneo comercio encontró una especie de tenedora de libros en la crianza.

En su nueva profesión aprendió Pepay toda la ciencia bursátil: profundizó los productivos misterios que puede encerrar el lamcape de la bullera, el lusong de la pilandera, y las telas de las sinamayeras, oprimidos seres, sujetos en su mayoría á la usura, terrible enemigo del capital.

Con una mediana usura, un cuaderno de cuenta y una regular disposición, en poco tiempo puede hacerse de un peso tres, multiplicación que acabó de comprender Pepay en las complicadas listas de una vecina, cabecilla de mesa de la fábrica de tabacos de Fortín, personaje que, Dios mediante, encontraremos más adelante.

Teniendo Pepay alas propias, principió á volar fuera del círculo de las operaciones ajenas.

Explotó zacatales, y unas veces teniendo aparceros y otras casamas, recorrió en pequeña escala todos los negocios.

En las relaciones de su tráfico tuvo ocasión de tratar con un guapo mestizo, y con él y algunos cuartos dió fondo en los soportales de San Fernando, abriendo al público y á sus muchos amigos una tienda de sinamais y otras telas.

La india industrial difiere de la rica en que aquella tiene actividad por días mientras que á esta constantemente la domina la pereza.

La primera gestiona sus negocios, piensa y observa, va y viene con un pañuelo lleno de cuentas, reclamos y papeles; la segunda, comparte la vida entre el baño, el petate, las fiestas y los paseos á la luz de la luna.

Pepay, no por ser industrial deja de ser india; así que su actividad á lo mejor se convierte en pereza, y sus ahorros, planes y cálculos se pierden en la inercia, en una apuesta de un gallo ó un entrés contra una sota.

Pepay difiere poco de Angué; es preciso fijarse mucho para distinguir la india que compone la aristocracia del dinero, á la que caracteriza la del trabajo. La verdadera diferencia está entre la clase pobre y las demás, según podremos ver en el boceto del siguiente cuadro.

En la caída de una elegante casa de uno de los aristocráticos barrios de Manila, vese sentado sobre un petate un ser que con solo mirarlo se comprende arrastra su existencia por el triste arenal de las penas y amarguras. Aquel sér es una mujer, mejor dicho, una niña. Sus facciones están demacradas, y son miserables sus escasas ropas. Entre sus descarnados y largos dedos, esponja y prepara una batea de gogo que servirá para refrescar y limpiar la cabeza del soberano de aquella casa.

El soberano no es soberano, sino soberana. Es la casa de una rica y guapa mestiza.

La pobre niña mira la hirviente espuma que forman los jugos del gogo con la infantil complacencia de la que eleva blancas burbujas de jabón. En su sonrisa hay, sin embargo, un no sé qué difícil de explicar. Aquella unas veces parece reflejar una completa idiotez, al par que otras transparenta una melancolía, una pena y un sentimiento, cual si aquella sonrisa la alentara el genio que guarda los misteriosos secretos del alma.

¡Pobre niña! ¿Cuál será tu porvenir? ¿Cuál tu pasado?

¡Tu presente es negro, cual las alas del panique de la noche! ¡Tu existencia triste, cual tristes son esas melancólicas flores que crecen en todos los cementerios de la India ! . ¡Ha tiempo eres esclava! ¡Ha tiempo fuiste llevada al mostrador de la usura y quedaste empeñada!

Tu madre era cigarrera; un día necesitó pagar una deuda, y no teniendo dinero se lo pidió á la cabecilla de su mesa: esta se lo dió ¡pero á qué costa! Tú fuiste la hipoteca de aquel contrato; tu sangre, y un trabajo sin tregua ni descanso, los réditos; y la absoluta pérdida de tu libertad, la cláusula de aquel monstruoso pacto. Desde aquel momento tuviste una despótica señora. El dinero dado era poco, más los réditos eran muchos; tu sudor era el pago. Tres años de continuos trabajos, no solo no bastaron para amortizar el capital, sino que acumularon los réditos.

La madre de la pobre niña murió.

La hipoteca que aquella contrajo, estaba existente.

Un día la mestiza, á quien sirve la niña, necesitó un ser de sus condiciones; habló con la cabecilla, y previos justos y legítimos pagos, le transmitió la propiedad, sin que para nada interviniera la voluntad de la enajenada.

Se dirá: pero la esclavitud ¿existe en Filipinas? ¿no hay leyes? ¿no velan justos tribunales?

Los hay; pero ¿qué sabe la pobre niña de leyes, de jueces, ni de derechos? Desde los pechos de su madre solo aprendió deberes. ¡Su ciencia se reduce & obedecer y llorar!

Aquel desgraciado ser que prepara el gogo, es posible que muera sin haber podido pagar con una vida de trabajos el rédito de ocho ó diez pesos dados á su madre. La ropa que usará mientras esté bajo el dominio de su señora serán los últimos harapos de la casa, dados por supuesto, con su cuenta y razón.

No decimos el nombre de la niña, porque no lo sabemos; es más, no lo sabe nadie. Su ama cuando la llama, dice solamente ¡una! y esa una es la desgraciada hija de la cigarrera.

Es cierto que estos abusos van desapareciendo ante la asidua vigilancia de la autoridad; más sin embargo, tipos como el anterior se encuentran todavía en Filipinas.

Hemos descrito la individualidad; volvamos hoja, y aunque ligeramente y á grandes rasgos, veremos la colonia en general.

CAPÍTULO VII.

España en Filipinas.—Colonización.—Política.—Tolerancia religiosa.—Juramento chínico.—Pascuas, festejos y Confucios.—El matandá.—El municipio dentro del municipio.—El empleado.—Patriótico aviso.—Desconocimiento de Filipinas.—Reformas y mejoras.

Todas las colonias del mundo obedecen á un sistema fijo, á un fin dado, beneficioso al dominador, al par que al dominado. La colonización inglesa, la holandesa y hasta la misma francesa, bien se estudie bajo el cosmopolitismo comercial de Singapore; bien en las primitivas costumbres del malabar que lleva sus dedos á la frente en señal de acatamiento ante una civilización de que se utiliza, por más que no comprende; bien se aquilate en las colosales obras de la cisterna de Aden; bien en las riquezas de los mercados de Calcuta y Bombay; bien en la transigencia de la pagoda; bien en las sagradas corrientes que baten la druídica peña ó dan vida al muérdago del sacrificio; bien que esa colonización se levante á la sombra del peñasco de Hong-Kong, atalaya que vigila al Celeste Imperio; bien que se extienda por las abrasadas arenas de la Arabia, bíblicos recuerdos que evocan las civilizaciones faraónicas; bien que respete antiguos usos, contemporizando con las grotescas fórmulas del ritual cipayo; bien viva bajo el protectorado yankee en las ondas del Pacífico; bien á la sombra de la tricolor bandera de Saigón; bien que se extienda desde los modestos establecimientos de Macao, á las opulentas factorías de la India y de Java, donde el indígena percibe los efectos del telégrafo y del vapor, sin que jamás llegue al conocimiento científico de las causas que obran bajo el émbolo de la caldera que desarrolla la fuerza ó la confusión de los elementos de la pila que arrancan el rayo; bien que la metrópoli explote, ora el sensualismo malabar, ora el embrutecimiento en que reduce al chino las perniciosas emanaciones del anfión, siempre vemos su razón de ser, su principio vital de conservación, extremo al cual debe llevar la raza dominante todo su estudio, toda su ciencia y todos sus cuidados.

En Filipinas, en ese riquísimo Archipiélago que constituye por la feracidad de su suelo la colonia mas rica del mundo, en lo único que puede decirse se asemeja á las demás en cuanto á la constitución que las gobierna, es en la tolerancia, tanto religiosa como político-administrativa.

En un país como Filipinas que viene anatematizado poco menos que como una sucursal de los antiguos y terroríficos tribunales del Santo Oficio. En Filipinas, nido de frailes, de procesiones y de jesuítas ¡cosa rara! puede decirse hay libertad de cultos. ¿Se creerá esto de aquellas comarcas simbolizadas por el que no las conoce bajo la intransigencia del exorcismo, de la intolerancia y de la presión del púlpito y del confesonario? La libertad de cultos existe de hecho y de derecho; tanto es así, que se ha legislado y está, vigente en los Reales autos de las Islas las complicadas fórmulas de los juramentos chínicos; de modo que no solo el chino practica su ritual, sino que hace partícipe de él á católicos rancios, pues no otra cosa sucede ante el sacerdocio de la ley, tan luego acude en juicio un chino y pide la solemnidad del juramento. Esta petición es legítima, la ampara la ley, y el juez se ve precisado á presenciar, autorizar y respetar el que el santuario de la justicia se vea ahumado ante el fuego de las invocaciones, y los profundos textos del Rey Sabio interrumpidos por el cacarear de los gallos blancos que han de ser degollados en el ara, que no es, ni más ni menos que el pavimento de los estrados del juzgado.

La pascua chínica se celebra en Filipinas por los sectarios de Confucio, frente á frente de la autoridad y de las Ordenes monásticas, sin que la una ni las otras les pongan el más ligero veto. La quema de las candelas, los altares que se ven en la mayor parte de las casas de los chinos, la práctica de su ritual, y la exhibición de sus genios y Confucios son bastantes pruebas de la tolerancia, ó mejor dicho, de la protección en materia religiosa.

Esta transigencia que vemos en el terreno de las conciencias, la vemos quizá más amplia en el régimen y gobierno.

En Filipinas casi casi puede decirse impera tácitamente una Constitución, que se aproxima á las más avanzadas. Esto parecerá una paradoja. ¡Encontrar la libertad en lo que se cree el absolutismo! ¡Hallar la fórmula federal al pie de los sombríos muros del convento! ¿Es esto posible? Recorred los dilatados campos de Filipinas, y al encontrar el modesto bajay del indio, descansar un rato á la sombra del cogon ó la palma; estudiar la familia que guarece y veréis una pequeña colonia sujeta á la voz patriarcal del matandá, ó sea el más viejo. Donde éste pone su veto no hay réplica ni discusión, sino obediencia. Este jefe de familia en unión de algunos de su gremio, nunca de otro, se sujeta en sus relaciones con el Estado al cabeza de Barangay, autoridad electiva que vela al par que vigila por las familias encomendadas á su cabecería, la cual rinde homenaje ante el Alcalde pedáneo ó sea Gobernadorcillo, funcionario que ha de salir del mismo gremio que sus gobernados. Bajo este sistema que nace en el patriarcal, y que constituye el Municipio dentro del Municipio, puesto que cada uno cuida de las propias necesidades y de las circunscripciones en que habita, vive el indio bajo sus primitivas costumbres con una libertad no interrumpida por la confusión de razas, puesto que lo mismo aquel que el mestizo y el sangley, saben que su Municipio ha de componerlo, tanto en la Principalía como en los Barangais, individuos de su misma raza. Dígase si esto no es la vida del Municipio dentro del Municipio y si esta es una odiosa esclavitud ó una benéfica dominación.

A ser posible que el indígena pudiera comparar viendo lo que pasa en las demás colonias, de seguro bendeciría día y noche el patriarcal dominio que por ellos vela.

Desgraciadamente, nuestro sistema de colonización pierde su semejanza con el de las demás, en otras muchas cosas, haciendo llegar no pocas veces la metrópoli á sus posesiones un hálito que si en Europa vivifica en el Asia envenena.

En Oriente el español no puede ni debe ser más que español, ajeno de pasiones políticas y exento de miserias cortesanas. La clave de este principio fundamental de colonización está en los gabinetes de Madrid. La elección del empleado, su mayor saber, las garantías para el porvenir y la verdadera estabilidad son las bases en que se asienta en otras colonias la gran obra de su dominación.

La Inglaterra en la India, la Holanda en Java, y hasta el Portugal en China, sus empleados son escogidos entre los buenos, son vigilados y templados en el yunque de una constante inspección. El que sale de la prueba, el que con su ciencia y merecimientos es declarado como bueno, su porvenir en Colonias es seguro, cual seguro es el bienestar de sus deudos si alguna de las enfermedades le hacen dormir el sueño eterno lejos de su patria y de la fosa donde descansan los suyos.

Bajo este principio nace la emulación y el perfeccionamiento en la esfera del deber. La práctica facilita el trabajo, al par que las virtudes del bien y de la moralidad se aunan bajo la morada en que se podrán llorar ausencias, mas no temer la venida del correo y la cesantía, y con ella quizás el mendigar el pan ó volver á su nativo suelo enervadas las fuerzas por una laboriosa aclimatación, ó muerta la fe ante una larga serie de sacrificios olvidados.

Estabilidad y suficiencia en el empleado. He aquí la clave de todas las mejoras.

Filipinas es dócil y ama al español. La suerte de Filipinas reside en Madrid.

Con tiempo damos el alerta desde sus tranquilas tiendas.

Mucho se habla de nuestras colonias del Asia y no menos se escribe, ¿pero en qué tonos? ¿por quién? y sobre todo ¿con qué grados de conocimientos? Unos, porque absolutamente no conocen la localidad; otros, porque alientan ideas rutinarias ó quizás lo que es peor, por querer vengar rencillas y miserias, y los más, porque toda su experiencia y saber se reduce á haber ido cuarenta días en un camarote, instalarse en Manila, cobrar una nómina conociendo al habilitado, aunque no siempre al jefe, extender sus correrías por el país á la Calzada, los fosos de Santa Lucía, el campo de Bagumbayang y lo más lo más llegar á las aguas de Malinta, ó á las provistas despensas de los frailes de Imus; y con semejante extensión de tierra y el solo hecho de haber desembarcado en Manila y vivido unos cuantos meses ó años dentro de su murado recinto, arreglan el país y escriben furibundos artículos que no tienen de Filipinas más que las gotas de sudor que caen de la frente á la cuartilla.

Es preciso comprender y acabar de persuadirse que Manila ni personifica ni representa más que un pueblo grande, que en vez de reflejar las costumbres de la India lo hace más bien de las de Europa.

¿Qué español que no haya salido de Manila conoce las costumbres de los siete millones de habitantes de las Islas, ó los rudimentos de cualquiera de los treinta y tantos idiomas que se hablan? Ninguno.

Filipinas donde hay que estudiarlo, es en sus dilatadas pampas, en sus bosques vírgenes, en sus campos de impenetrables cogonales; allí bajo la palma ó la bonga vive y muere el indio en su primitivo estado, con su dulce carácter, su notable indiferentismo y su felicidad no perturbada por las exigencias que aumentan al par que la civilización crece.

El elemento español, volvemos á repetirlo, porque mucho importa, es lo primero en que debe fijar el Gobierno todo su cuidado. La ignorancia por una parte, antiguos hábitos por otra y confusas ideas que no concluyen de conocer las cabezas en que bullen el daño que hacen, es lo que, salvo honrosísimas excepciones, constantemente están llegando á las ricas y fértiles comarcas del Oriente. Hasta el día en que el funcionario se persuada que al llegar al Corregidor debe ser otra cosa distinta de lo que hasta entonces fué; hasta que comprenda que ciertas ideas debe guardarlas cuidadosamente en el secreto santuario de los recuerdos sin que jamás salgan á la lengua; hasta que la inamovilidad del empleado sea una verdad al par que verdad sea su suficiencia; hasta que la confianza y las garantías alienten el comercio y con él la acumulación de capitales; hasta que el español descentralice el producto de manos extranjeras; hasta que una buena inteligencia secundada con un buen deseo, haga de las provincias tabacaleras lo que deben ser; hasta que la ilustración universitaria llegue solamente al conocimiento de la virtud y no al comentario histórico de los pueblos y de los derechos de los hombres; hasta que ingenuamente y con los datos á la mano confesemos que el fraile podrá ser, habrá sido y será en Europa lo que se quiera, pero que en Filipinas es una necesidad personificadora de dominación y de ahorro, lo primero, porque fueron siempre españoles, porque ejercen una influencia positiva y porque conocen el país; y lo segundo, porque son los soldados avanzados que menos cuestan al Estado; hasta que el conocimiento del fraile origine las garantías para el porvenir que tiemblan al par que preveen; hasta que en ellos renazca la antigua confianza, no del poder omnímodo que ejercieron, sino de la estabilidad porque temen, ante cuyo temor nace el indiferentismo, que previene, al par que aleja á las procuraciones, acumula en las misiones ú oculta en lo más recóndito de los claustros, capitales que estarían en circulación; hasta que la conciencia no salga de la persuasión del misionero español; hasta que al Gobernador superior se le den facultades propias, creando una verdadera situación de confianza en los actos del que manda, como confianza debe tener en él quien le nombra; hasta que los centros gubernativos ejerzan alguna policía llevando su mirada inspectora á un poco más allá de los cortos renglones de un pasaporte; hasta que el ministerio de la ley corra parejas con el sacerdocio de la conciencia; hasta que el hálito revolucionario que se asienta en el viejo mundo ante los humeantes escombros de la Commune y las teorías de la Internacional, quede dentro de la Administración de Correos de Manila, no llegando jamás á despertar inteligencias, que ni alientan ambiciones porque no conocen necesidades, ni abrigan miserias, porque sus odios son francos y se dirimen con el talibón ó la flecha y no con sonrisas hipócritas que encubren la farsa y la mentira; hasta que esto poco á poco no vaya corrigiéndose, el extenso Archipiélago filipino no llegará á la meta de felicidad, de bienestar y de riqueza á que es acreedor.

Demasiado comprendemos que el remedio á lo anterior no cabe en las bases de un proyecto ni en la sola concepción de un buen deseo; buenísimos los han tenido algunos de los ministros que se han venido sucediendo en la cartera de las Colonias, pero el mal es antiquísimo y el remedio necesariamente ha de ser paulatino. Esto prácticamente lo ven los gobernantes á los primeros pasos que dan en el terreno de las mejoras. La imposibilidad por una parte, falta de tiempo por otra, y circunstancias gravísimas y difíciles en la metrópoli las más, son los principales escollos que tenazmente se oponen á los mejores deseos que á más de lo anterior y de estar abstraídos por tanto y tanto acontecimiento por que está pasando nuestra querida España, luchan con la distancia, la falta de datos, la adulteración de los hechos, la imposible inspección y el tardío remedio.

Gran patriotismo, tiempo, inteligencia y buenos deseos, y todo se andará.

Repetimos que la primera edición de este libro se hizo el año 1873. No pocas cosas de lo propuesto en este capítulo se han puesto en práctica en Filipinas de entonces acá.

Nos hemos decidido á publicar esta segunda edición sin correcciones ni enmiendas, por la circunstancia de que esta obra es casi desconocida en España, en el hecho de que la primera edición se agotó completamente en Filipinas á poco de publicarse. Lo mismo sucedió con la de Manila á Tayabas, recientemente reimpresa.—N. del A.

CAPÍTULO VIII.

Islote de San Bernardino.—El Gran Pacífico.—Cielo y agua.—Nostalgia.—El secreto de las mareas.—Calma sospechosa.—Pesca del tiburón—Los crepúsculos en la mar.

Poca fué la estancia en San Jacinto y pocos fueron los víveres con que pudimos reforzar las cantinas de la María Rosario. Unas cuantas cabras, un centenar de aves y algunas verduras, fué todo lo que pudimos conseguir.

Aprovechando la brisa matinal, salimos del pequeño puerto de San Jacinto poniendo proa al cercano islote de San Bernardino, el cual no tardamos mucho en doblar, merced á la empopada en redondo que nos favorecía.

El pequeño islote poco á poco fué ocultándose en los espacios, siendo sus difusos contornos el adiós que nos daban las playas filipinas.

La María Rosario navegaba en ancha mar. Las revueltas ondas del Gran Pacífico nos mostraban por doquier los inmensos dominios donde viven, sin percibir por ninguno de los horizontes, la arena donde mueren.

El gran número de islas que dejamos tras la estela, la diversidad de panoramas que habíamos admirado, la riqueza del suelo, la patriarcal y primitiva vida que reflejaban en sus toscas construcciones, el sin número de casas de nipa y palma enclavadas en el monte y en la playa; todo, todo desapareció.

¡Solo cielo y agua! ¡Solo inmensidad!

El Océano tiene para mí tantos recuerdos, nos conocemos tanto, y me son tan familiares sus manifestaciones, que siempre que tras algún tiempo contemplo su grandiosidad, experimento un indescriptible placer.

El Océano constituye una verdadera necesidad de mi vida.

Lo mismo que para apreciar la salud es preciso haber estado enfermo, así para comprender ciertos problemas de la vida, hay que ir á leerlos á los azules desiertos, misteriosos y dilatados dominios que no se sujetan á más ley que á la de Dios, ni reconocen más soberanos que al gigante del día que deshace en perlas sus brumas, y á la tímida sultana de la noche, que muestra su influencia en esos misteriosos besos en que las ondas elevan hacia el á su espuma, cual si fueran los brazos del amante, que buscan á su amada.

El misterio de las mareas está basado en la simpatía que tiene el Océano con la luna. Mientras esta alumbra con su pálida luz, los genios de la mansión de los corales alzan hacia ella la superficie de su líquida cárcel; cuando se retira, cuando apaga su último destello, los genios duermen, quedando las ondas en su natural estado.

La esclava del sol puede estar orgullosa de su señor, que la presta la majestad bastante, para que reine durante la noche.

El que no conoce el Océano; el que no ha vivido algunos días en sus dominios, es un sér imperfecto.

Los árabes se conceptúan desgraciados hasta que no visitan la Meca; yo en cambio creo que la verdadera desgracia es la de morirse sin haber recorrido el Océano.

El Océano es el único maestro que en la vida enseña á amar y á perdonar!

* * * * *

La María Rosario navegaba por el Pacífico con una marcha de ocho nudos, cuando de pronto en la noche del día primero de Agosto fué aflojando el viento, cesando á las pocas horas por completo.

En calma amaneció el día dos, pero en una de esas calmas que indican ser precursoras de borrascas en la pesadez de su influencia, en el sudor pegajoso y poco franco que origina, y en los tintes plomizos que toman las aguas, las cuales adquieren una completa inmovilidad; una de esas calmas en que ni el timón rige, ni la vela flamea, ni el catavientos oscila, ni el mar muestra en la superficie de su insondable abismo, ni el más ligero ampo de espuma, ni el más imperceptible de sus movimientos.

Por las portas y batallolas de popa, de cuándo en cuándo se divisaban las ondulaciones proyectadas á flor de agua por el inseparable compañero de los barcos en las regiones de calma, por el más carnicero y terrible habitante de las ondas, por el temido tiburón.

Uno de grandes proporciones pagó con la vida su persistencia.

A cosa de la una de la tarde, después de darnos la observación la situación de 14° 2′ latitud N. y 141° 13′ long. E., se armó el aparejo de pescar; varias veces el tiburón se acercó á la carnaza que envolvía el hierro; varias veces había mostrado á nuestra vista, transparentando en el azul espejo su blanco vientre al revolverse perezosamente sobre su plomizo lomo para morder, y varias veces se había frustrado el que los corbos dientes del anzuelo hicieran presa, hasta que excitado el voraz apetito del monstruo, se colocó de dos fuertes aletazos al alcance de cebo, el cual vimos sumergirse en la informe masa que presentaba su descomunal boca. La fuerza de la embestida y la violenta contracción de sus poderosas mandíbulas armadas de triple hilera de dientes, fueron bastante á sepultarle en la cabeza las afiladas barras.

Herido el tiburón trató de apelar á la huida buscando en los profundos abismos su salvación; mas todos sus esfuerzos se estrellaron en lo bien templado del hierro que lo aprisionaba, y en la consistencia del aparejo que lo sostenía.

Sujeto el cabo é izada la cabeza del tiburón fuera del agua, se le echó un doble aparejo oprimiendo en el círculo de un nudo corredizo las aletas. En tal estado la muerte del tiburón es segura; hasta que el círculo del nudo corredizo no se entierra entre la blanda carnosidad, y las aletas no presentan un fuerte apoyo, todavía puede librarse de la muerte, bien safándose del hierro por desgararse la piel á los supremos esfuerzos del animal, bien y debido á aquellos el romperse el cabo ó el mismo hierro, lo que no sucede cuando queda suspendido por el anzuelo y por la doble cuerda.

Al alcance del brazo de la tripulación permaneció el tiburón más de media hora, recibiendo en la cabeza en ese espacio de tiempo un sinnúmero de golpes con hachas y espeques.

El que no haya presenciado la muerte de un tiburón, no puede comprender el gran principio de irritabilidad y fuerza vital que posee su organismo. Mucho tiempo después de estar separadas sus grandes vísceras, producen las masas informes del tiburón terribles contracciones que algunas veces han sido bien funestas, pues el poco conocimiento ó la imprudencia han sido causa de que algunos pasajeros hayan perdido un pie ó una mano, entre mandíbulas que creían desprovistas de fuerza vital.

En la comida de la tarde se nos sirvió un plato de tiburón, del cual podemos decir sucede con él lo que con otros muchos animales, que no se comen porque la tradición, sin consultar con el paladar, ha puesto su veto, veto que nosotros hasta cierto punto podemos desmentir respecto al tiburón, el cual tiene gastronómicamente considerado, mucha semejanza con el llamado cason.

Agotados los comentarios y depurado bajo todas sus fases el acontecimiento del día, pues acontecimiento es á bordo cuando se lleva una larga navegación cualquier incidente, volvimos nuevamente á la desesperante calma que tenía al barco cual si estuviera enclavado en aquel dilatado desierto de agua.

Ni el catavientos, ni las nubes, ni el barómetro, ni el cariz del cielo nos presagiaban señales de viento, reinando absoluta inmovilidad en las ondas y en las lonas.

En tal estado, vino el crepúsculo vespertino.

El que no ha contemplado un crepúsculo vespertino en las zonas intertropicales, no ha visto la celeste bóveda en toda su belleza.

En el crepúsculo á que nos referimos, parecía que el Creador había depurado todas las divinas tintas celestiales para esparcirlas en la inmensa bóveda, en la cual poco á poco fueron confundiéndose á medida que el gigante de la luz hundía su lumbre en los horizontes del Poniente.

En aquellos momentos todos estábamos sobre cubierta; todos admirábamos, y todos callábamos, porque nuestro espíritu, en alas del deseo, se posaba en otras regiones.

¡Todo era sentimiento! ¡Todo poesía!

¡El día iba á morir!

Una ligera brisa del Sudeste hinchó las velas, murmurando triste entre jarcias y obenques, y compactos y plomizos celajes aparecieron por los horizontes de la aurora, trayendo en su seno la inmensa mortaja que bien pronto cubriría todo el espacio, abriendo una hoja en la historia del ayer, y borrando una página en el libro del mañana.

Lo que el alma experimenta en esos momentos no se puede explicar; el mortal se aproxima á Dios, y el hombre es demasiado pequeño para remontar su vuelo al conocimiento del Creador.

La muerte del día se asemeja al último suspiro del moribundo. El último aliento del enfermo es una palabra de perdón; la última mirada al sol que desaparece es una oración.

El crepúsculo matutino es la actividad, la vida. El vespertino es el sentimiento, la poesía. Aquel, la juventud, la primavera; este, el otoño, la melancolía. El primero es el alegre trino del ruiseñor, la exuberancia de vida de la verde hoja, el vivificador grito de ¡tierra! del náufrago marino; el segundo, el clamor de la solitaria tórtola que gime entre la floresta, la mustia hoja arrastrada por el cierzo, la blanca lona, que cual las alas de la gaviota, se cierne en los poéticos lagos.

La corta duración del crepúsculo matutino crea la admiración, la del vespertino, los recuerdos. Estos, para una madre alejada de su hijo, representa una lágrima; para el amante, un suspiro; para el poeta, una inspiración.

Todas las ideas que nuestra mente forja ante el sol que desaparece, son otros tantos pensamientos de amor.

El espíritu siente una extraña armonía ante el mudo estertor del día que muere, como igualmente al percibir las primeras caricias del que nace; en aquel, las vibraciones que dan las sensibles cuerdas del alma, originan acordes tan dulces como la mirada de la tierna madre que vela el tranquilo sueño de su hijo; en el último, los acordes son alegres y ligeros, cual las modulaciones del jilguero. Los primeros son el nocturno sublime de la muerte; los segundos, el bullicioso allegro de la vida.

El crepúsculo vespertino, visto desde un mirador, es sumamente bello; contemplado en regiones intertropicales desde el puente de un buque, es altamente conmovedor.

Ningún espectáculo produce tanta admiración como ver por primera vez la caída de la tarde en medio de las inmensas soledades del Océano.

No hay nada que hable tanto al corazón como los cambiantes que ese espectáculo desarrolla en su gigantesco panorama. Rizadas olas por doquier, reflejando en su seno colores indefinibles que salpican el firmamento, bulliente estela revolviendo entre su espuma tintes oscuros, graznidos lúgubres de pájaros marinos, y parduscos horizontes que se estrechan, forman el imponente y majestuoso cuadro.

El círculo inmenso que á la vista se presenta por momentos se reduce. El marino entonces, cual el autor de los Tristes encomendaba al Noto, murmurase una súplica al oído de Augusto, deposita en el céfiro que acaricia la lona de su ligero buque un pensamiento que generalmente dice ¡para ella! Este ¡ella! sintetiza toda una poética historia.

Con la puesta del sol, la muerte se presenta ante la imaginación del navegante, y recuerda el humilde techo del hogar doméstico, el apacible calor de la casa, el ángel de sus amores. Ensimismado en esos tiernos recuerdos contempla la última luz del moribundo día, llevándole su fantasía á los sitios que sueña.

En esos momentos una sonrisa se dibuja en sus labios, y una silenciosa lágrima rueda por sus facciones, valientes, cual los fieros elementos que las rodean, rudas, como el aquilón que sobre ellas se estrella, y vivas, cual los tropicales rayos que las alumbran.

La lágrima del hijo del mar compendia toda una existencia de recuerdos. Aquella lágrima es la carta que dirige al sér por quien sueña, desde los salados desiertos del Océano, ora envuelto en la inamovilidad de la calma, ora en medio de la terrible lucha de gigante que continuamente tiene que sostener con las embravecidas olas que mugen á sus pies, y con las compactas nubes que ruedan sobre su cabeza.

La anterior misiva se diferencia de todas las demás, en que aquella al ser oreada por el último rayo del sol se eleva á Dios y Él es el encargado de llevarla al corazón del sér por quien se vierte, bien en el perdido rumor de la medrosa noche, bien en el espejo de la pálida sultana de los harenes de los céfiros, bien en los misterios de los sueños, ó bien en el incomprensible arcano de los presentimientos.

¡Cuántas veces el aroma de la flor, ó el murmurio de la fuente, son los medios de que el Hacedor se vale para susurrar en el alma querida, esas mudas y misteriosas palabras que se escriben en el grandioso libro de la naturaleza!

Una de las sublimes páginas de ese gran libro que abraza toda la creación, y que solo á su Autor le es dado hojear, la compone el crepúsculo vespertino.

¡La síntesis del Gólgota la representa el vespertino crepúsculo!

¡A los cansados rayos de la tarde se puso la última letra del sublime epílogo de la redención!

¡El Dios-hombre elevó á su Padre el último aliento entre el sentimiento de la naturaleza!

¡La agonía del Hijo de María se confundió con la agonía del día!...

* * * * *

El día muere, el velamen muge, las olas crecen, la humedad entumece los miembros y las dulces ilusiones se convierten en tristes realidades, al ver solo inmensidad en nuestra alma, inmensidad bajo nuestros piés é inmensidad sobre nuestras cabezas.

CAPÍTULO IX.

¡Orza!—De vuelta y vuelta.—Tiempo duro.—Siniestros preparativos.—Falta de crepúsculo—La piel de zapa.—¡El tifón!—Baja de barómetros.—Pobre María Rosario!—Horas de agonía.—Las seis de la tarde del cinco de Agosto.—¡Una pulgada de descenso!—Salida de la luna.—Esperanzas—Fúnebres fechas.—El Malespina.—Cuatro días sin comer.

La voz de ¡orza! fué la salutación que recibió mi despertar el día 4.

—Parece que orzamos, ¡eh!—le dije con tono malicioso al Padre Recoleto, compañero de camarote.

—Toda la noche hemos estado de vuelta y vuelta; la ventolina se cambió en viento duro, y ya le tenemos de mal cuadrante.

La voz del capitán interrumpió la conversación.

¡Lista maniobra virar! ¡Levanta muras! ¡Cambia en medio!

Estas concisas palabras fueron perfectamente interpretadas por la tripulación, y á nosotros nos pusieron en conocimiento de que navegábamos de vuelta y vuelta.

El tiempo principió á arreciar.

Se pudo hacer observación, y nos situamos á los 12° 39′ lat. N., y 139° 38′ long. E. del meridiano de Greenwich.

A las dos de la tarde todos los síntomas eran de aproximarse uno de esos terribles fenómenos llamados tifones, propios de los mares de China y del Pacífico en latitudes determinadas.

Mares vivas tendidas y gruesas del Nordeste, vientos duros de aquel cuadrante, intermitencias huracanadas, cielo y horizontes cerrados, barómetros bajos, completa movilidad en la aguja del aneróide; esto agregado al color plomizo de las aguas, á la pesadez de la atmósfera, que por momentos se achicaba cerrándonos los espacios, y á la menuda llovizna que constituyen la garua intertropical, nos pusieron en verdadera alarma, alarma que se justificó con las voces de mando del capitán, que desde el puente gritó: ¡listas todas las guardias! ¡aclarar aparejos! ¡listos gavieros!

Cada uno ocupó su puesto, reinando un momento de silencio.

Después ... después nos persuadimos de que el barco se preparaba á recibir un tifón.

Rodaron motones y cuadernas, se sacaron de la bodega cabos y cadenas, se aprestaron aparejos de respeto, se calaron masteleros, se trincaron lanchas y maderas de reserva, se revisaron bombas y escotillas, se apilaron cadenas, se afianzaron las maniobras de serviolas, se clavaron lumbreras, escotilla y escobenes, se guarnieron burdas, se tendieron cabos de cabilla á cabilla, se puso doble cadena al timón, colocando dos rebenques para atar al timonel, y en fin, se tomaron por el entendido capitán cuantas determinaciones surgieron en su imaginación la lucha que presentía habíamos de sostener bien pronto con la furia desencadenada de los elementos.

A la caída de la tarde la María Rosario, desprendida de todas sus galas, presentaba un aspecto sombrío y aterrador. Aquella no era la velera nave que, largo todo su blanco trapo, aprovechando vela y rechinando los guarda-cabos de su bolina, paseaba su ligera quilla por el azulado manto, bordando de encajes de espuma la plateada estela; aquella no era la coqueta de los mares que se balanceaba á los besos de la aurora en las matinales marejadas, hundiendo en las cristalinas ondas sus ligeros tajamares: aquella no era la orgullosa señora de las saladas regiones. La sultana que imponía leyes al adormecido Océano en la caña de su timón, era la humilde esclava del potente monstruo de los mares, que despertaba de su letárgico sueño revolviendo en sus convulsiones inmensas montañas de hirviente espuma, atronando el espacio con sus potentes mugidos.

¡El día cuatro no tuvo crepúsculo!

El paso de la claridad del día á las tinieblas de la noche fué momentáneo.

¡Qué triste es un día sin sol! ¡Qué amargura se experimenta al presentir la muerte sin que nos rodeen seres queridos, flores, pájaros y transparentes cielos!

A las cinco, la oscuridad era completa.

Todos comprendíamos el peligro, mas ninguno lo expresaba.

El barómetro era el único que en aquellos momentos de angustia tenía elocuencia: esta, aunque muda, poseía la más fuerte de las razones. ¡La convicción de la realidad!

El descenso de la columna barométrica vertía en nuestra alma las mismas amarguras que tan magistralmente describe el gran fisiólogo del corazón humano en la reducción de su piel de zapa.

Las nueve era la hora señalada para la salida de la luna, la cual nos marcó su influencia con fuertes chubascos del Nordeste.

El barómetro señalaba 29,35. En pocas horas había bajado 65 centésimas. La observación del barómetro, la dirección de los chubascos y el cariz en general, nos patentizaban que el destructor tifón pronto nos envolvería en alguno de los anillos de sus espirales zonas.

Ciñendo mura babor nos manteníamos, sujetando al barco las gavias bajas, mayor cangreja y trinquetilla; todas las demás velas iban aferradas en sus vergas con dobles tomadores.

El barco cada vez trabajaba más, por efecto del fuerte viento y grandes mares que por su dirección nos indicaban que el huracán corría del Nordeste.

Sabido es que estos fenómenos llevan en su vertiginosa carrera los movimientos de rotación y traslación, originando poderosas comentes en espiral más ó menos fuertes, á medida que las zonas de aquellas se alejan del punto céntrico de donde se desarrollan.

El círculo del tifón es lo que se llama vórtice; aquel círculo es el que comunica sus estragos á los demás que lo envuelven, siendo los movimientos de rotación y traslación tanto más vivos cuanto más reducida es la primera vuelta que forma la espiral.

¡Desgraciado del barco que lo envuelva el vórtice! ¡Infeliz del pueblo que haga experimentar sus estragos!

¡El tifón se acercaba! ¿Nos cogería el vórtice? Es decir, ¿moriríamos? Solo Dios, solo Él, á quien en esos momentos todos claman y todos creen sabía nuestro destino.

En la mayor de las agonías, en la de la incertidumbre, nos cogió la escasa claridad de un día que presagiábamos sería el último de nuestra vida.

La observación de las seis de la mañana aumentó la agonía.

¡El barómetro marcaba 29,30! La impresión atmosférica cada vez mayor, el enrarecimiento del aire más sensible, y la influencia del fenómeno perfectamente indicada nos señalaba su proximidad. Apenas teníamos horizontes, y estos de un color plomizo muy pronunciado; el viento completamente huracanado traía su furia del Nordeste; las mares se precipitaban unas á otras en inmensas trombas, las cuales al romper rebasaban la obra muerta, siendo infructuosas las bombas que no se dejaban de la mano; la impetuosidad de los vientos arrancaba montañas de espuma que en menuda lluvia nos azotaba; cerrando tan angustioso cuadro mares encontradas que hacían retemblar á la pobre María Rosario, que unas veces hundía en el abismo la perilla del bauprés, para luego verla levantarse trabajosamente y rozar con la espuma las batallolas de popa.

¡Un esfuerzo infructuoso en uno de esos momentos, un golpe de mar combinado con una ráfaga del huracán y....

* * * * *

y una línea que se abre en los abismos cerrándose inmediatamente hubiera guardado en el misterio existencias que alentaban vida, salud, amores, esperanzas, ilusiones!

¡Venid, ateos, amarráos á un palo; contemplad uno de estos fenómenos y veréis cuál distinto es el sofisma que se fragua al calor del gabinete, á la potente al par que salvaje y majestuosa realidad que os enseña un Dios que renegáis por un mal entendido orgullo, no porque no le creáis! ¡Sabed que hay Océanos sin fondo, y que una sola línea que inmediatamente se cierra, puede sepultar todos vuestros falsos templos y todas vuestras ciudades, que por grandes y populosas que sean, comparadas con la inmensidad del Océano, son muchísimo menos que palacios de cartón que desaparecen al capricho del niño que momentáneamente recrean.

A las seis de la tarde el huracán era deshecho. Su descripción es imposible. La pluma jamás puede llegar á estas manifestaciones de la naturaleza.

El que escribe estas líneas ha recorrido muchos mares; le son conocidos los fenómenos marítimos, pero en verdad, ni en su memoria, ni en su imaginación, pudo nunca comprender el espectáculo que en los cielos y en los mares desarrolla un tifón.

La mayor parte de las velas, á pesar de ir perfectamente aferradas, se rifaron; el viento producía entre jarcias y obenques sonidos metálicos imposibles de imitar y los mares engrosaban más y más destruyendo la obra muerta.

La María Rosario no gobernaba. La caña de su timón era impotente.

¡El barómetro marcó 29,16!

¡¡¡Cerca de una pulgada de descenso!!!

El vórtice debía estar próximo á las muras.

Eran las nueve de la noche al notar la anterior bajada, enormísima al tener en cuenta las latitudes en que se verificaba.

La luna salía á las diez menos cuarto.

Tal situación no podía prolongarse.

El estado en que se encontraba el barco admitía pocas horas de esperanza.

La influencia de la luna había de resolver la situación.

Aquí no era ya la agonía de la Piel de zapa de Balzac, sino la magistralmente descrita en el Frollo de Víctor Hugo, con la diferencia de que en aquella había blasfemias, y en la nuestra recuerdos y oraciones.

La aguja del reloj marcó las nueve y media.... Las diez menos veinte.

La vista no se separaba de la columna barométrica cayendo fatídicamente en el alma, cada uno de los acompasados golpes del péndulo.

¡Cuántos pensamientos en aquellos supremos instantes! ¡Qué de recuerdos! ¡Qué de zozobras! ¡Qué de esperanzas!

¡Debe ser tan terrible morir ahogado dentro de las cuatro tablas del camarote! Esta idea me asaltó en aquellos instantes y resuelto á morir á la vista del cielo fuera de aquel ataúd, me puse de pie para salir de la cámara. En aquel instante la campana dió los tres cuartos.

La luna debía estar en su carrera visible.

La percepción de la campanada se confundió con la visual al barómetro.

¡¡¡Principiaba á subir!!!

¡¡¡Nos habíamos salvado!!!

* * * * *

Las grandes mares que el tifón había dejado á su paso fueron poco á poco aplacándose, cesando la furia del viento á medida que la influencia del fenómeno iba disminuyendo al alejarse de nosotros, siguiendo su destructor derrotero, en el cual había de sembrar ruinas y espantos.

Tan funestos se han considerado siempre los tifones y tan frecuente su desarrollo en los mares de China y parte del Pacífico en los meses de Agosto, Setiembre y Octubre, que constituyen el trimestre del cambio de los equinoccios que antiguamente no se admitía por las casas aseguradoras ningún riesgo, marítimo en expediciones para dichos mares y en tales meses.

Terribles y misteriosos naufragios registra la historia de la equinoccial de Setiembre. Los puertos de China, del Japón y de Filipinas guardan escritos en informes restos, imperecederas memorias de fenómenos pasados que nos hacen temer por los venideros.

Hace cinco años á la fecha en que escribimos, el 21 de Setiembre de 1867, si mal no recordamos, salió del puerto de Hong-Kong con rumbo á Manila el vapor español Malespina.

En el Malespina venía un numeroso pasaje.

El vijía del Corregidor esperó en vano un día y otro día tenerlo á la vista.

¡El Malespina no se descubría!

Pasaron más días y la intranquilidad creció de punto.

Cada cual explicaba la tardanza del vapor á su manera, suponiéndose estaría al seguro abrigo de algún puerto al cual hiciera arribada.

Se siguió esperando.

¡El Malespina no llegaba!

Las suposiciones tranquilizadoras se convirtieron en una alarmante impaciencia.

Cada cual anhelaba algo.

Era conductor de pasaje y de correo; por lo tanto, el que no esperaba abrazar á un ser querido, aguardaba los consoladores lenitivos que latentemente sostienen en las ausencias pedazos de papel á los cuales se les da vida al correr la pluma, de cuyos puntos se van desprendiendo consuelos y esperanzas.

En vista de la tardanza salió otro correo. Este volvió, más ... nada sabía del Malespina.

Cinco años largos han transcurrido desde entonces y nada sigue sabiéndose de aquel barco.

Ni una tabla, ni un pedazo de lona, ni el más ligero vestigio ha venido á atestiguar la catástrofe.

Las olas y las nubes fueron los únicos testigos.

Las nubes y las olas empujadas por el destructor hálito del tifón, guardan en sus insondables misterios una historia más.

Si el voraz diente de los monstruos marinos ha respetado las osamentas humanas, en el profundo abismo, sobre un lecho de algas y corales habrá entrelazados restos de dos seres.

Entre los pasajeros venían dos jóvenes que hacía pocos días se habían jurado fe eterna al pie de los altares.

El bramido del viento confundiría la última palabra de amor de aquellas dos almas, el rugir de las olas su último suspiro, y quién sabe si algún rayo de la poética luna su última mirada.

¡Cuántas historias semejantes á esta no guardarán los mares!

Las desconsoladoras descripciones de tifones que frecuentemente leemos, nos patentizan más y más que la María Rosario estuvo en inminente peligro de haber seguido la misma suerte que el Malespina.

Dios, sin embargo, no tenía contados nuestros días, y con la calma de los vientos y de los mares se tranquilizaron los espíritus, armonizándose las costumbres y la manera de ser de á bordo.

Cuatro días habíamos estado sin poder encender los fogones; cuatro días que atendidas las provisiones, puede decirse, estuvimos sin comer.

CAPÍTULO X.

Veintitrés grados en treinta y tres días.—Inseguridad en la monzón del SE.—Calmas desesperantes.—Los viajes largos.—Los ranchos.—¡Tierra!—Costas de Guaján.—Islote de las Cabras.—Puerto de San Luís de Apra.—Vegetación de Marianas.—La sanidad y la capitanía del puerto.—Desembarque.

Con vientos variables y navegando bien en popa, bien en largo, pudimos contrarrestar la gran corriente ecuatorial, que muchas veces desvaneció nuestros cálculos.

Día hubo que el barco parecía iba dejando muchas millas por la popa, y al creer encontrarnos con una buena singladura, nos situaba la observación más atrás que estábamos el día anterior.

¡Llevábamos treinta y tres días de navegación, y escasamente habíamos andado 23°.

Para estar á la vista de Guaján, nos restaba unas 120 millas.

Los víveres iban escaseando, y el agua había que refrescarla constantemente con la que se recogía de los aguaceros, tan comunes en aquellas latitudes.

Á pesar de ser el mes de Septiembre, y por consiguiente estar en plena monzón del SE., puede decirse tuvimos vientos de todos los cuadrantes menos de aquel. Esto demuestra una vez más lo insegura que es dicha monzón, lo que no sucede en la del NE., por lo menos en el derrotero que seguíamos.

El que ha participado una sola vez de las comodidades de un barco de vapor, apenas concibe exista uno solo de vela. Eso de pasar un día y otro día, y otro, y otro, sin adelantar un cable, sin que haya cálculo posible, ni conjetura racional respecto á la llegada y á la marcha, es insufrible.

Los calmazos de los equinoccios constituyen la mayor de las contrariedades de los barcos de vela. Nace el aburrimiento de la monotonía, y con él la desesperación y el agriarse el carácter, hasta el punto que se hace vidrioso y estalla por cualquier cosa, produciendo ese sinnúmero de desagradables escenas que sin cesar se suceden en largas navegaciones.

El que era simpático se hace indiferente, concluyendo por ser antipático, y en tal estado, una mirada, una palabra, una reticencia, un cambio de servilleta ó de asiento y ... adiós educación y miramientos sociales. Esto con el que fué simpático, pues con el que no lo fué, los disgustos son inevitables. Verdad es que es terrible eso de no haber medio de huir de una persona y tenerla constantemente á una cuarta de las narices.

Dicen que para conocer la educación nada hay como la mesa y el juego; quien tal dijo no había hecho seguramente un viaje largo por mar. Téngase presente que todo es relativo, y que al decir largo, no se vaya á creer hablamos de un viaje de Santoña á San Sebastián, ni de Valencia á Marsella, ni aun de Alicante á la Habana, sino de Cádiz á Manila, por supuesto por el Cabo de Buena Esperanza, en barco de vela y con 80 ó 100 pasajeros entre mujeres, hombres y chicos, nacidos ó por nacer, pues rara es la barcada que hace su viaje por el Cabo que no aumenta el personal del rol.

El que hace uno de esos viajes que dura de cuatro á seis meses, es el que puede decir dónde se conoce mejor la humanidad.

Á los primeros días se cruzan ofrecimientos, á los siguientes palabras, y en los restantes ... ¡ah! en los restantes ya no se cruza más que alguna que otra bofetada entre hombres, y más que algún chisme entre el bello sexo, que en una larga navegación ni aun es bello, pues el pobre sexo toma un color, un genial, y aun cuando tiene excepciones, un lenguaje que les digo á ustedes, que más de una vez hemos recordado el Avapiés y la calle de Toledo. En fin, para acabar, conozco á una dama que tuvo que arrestarla el capitán. ¡Si sería brava!

Las delicias de los viajes por el Cabo se concluyeron. El Istmo de Suez y la competencia cerraron aquella inolvidable vía, que para el que la ha hecho, forma una verdadera etapa en su vida.

Hoy hemos dicho que apenas se concibe un barco de vela; sin embargo, nuestro convencimiento en contrario era tan perfecto, como que el día diez y seis sólo habíamos andado doce millas.

¡Y nos faltaban ciento veinte!

Indudablemente los barcos de vela quedarán relegados únicamente para el uso de los pescadores de caña y los jugadores al dominó.

A más de todas las contrariedades en cuanto á la marcha que tienen los barcos de vela, hay otras, mucho, muchísimo mayores.

Da la pícara casualidad que los barcos de vela en que hemos hecho viajes largos, pertenecen á armadores amigos y ... qué demonios, la amistad ha de ser un poco indulgente, dejando quieto el pico de la manta.

Bastante decimos, sin embargo, que como dice el gran Príncipe de los Ingenios, al buen entendedor ... y aquí el buen entendedor no es el de la ínsula Barataria, si no el público y casi casi la autoridad. Verdad es que como las pícaras latas van soldadas, y ... luego como la duración de los viajes no obedece á cálculo y ... la hoja de lata no tiene agujeros, hay cada rancho por esas bodegas que lleva el germen, no digamos de un cólico, si no de un par de gruesas de disenterías. Cierto es que hay un consuelo y es ... el de sufrir ó reventar hasta que se llegue á puerto.

Al de Guajan, punto al que llevábamos la proa, es adonde nosotros deseábamos llegar, pero ... faltaban ciento veinte millas.

Por último, como todo tiene su fin, y sin más accidente que sea de contar, llegaron las primeras horas de la tarde del diez y siete en que la voz de ¡tierra! se oyó del castillo de proa. Tierra, en efecto, teníamos por el bauprés; al principio se divisó confusamente por perderse entre las brumas, luego lo que apareció como una ligera nube tomó contornos, luego se detallaron perfiles, y luego ... todo volvió á confundirse en las sombras de la noche. Estábamos á unas veinte millas de Guajan, la mayor de las islas Marianas.

Al amanecer del diez y ocho nos encontrábamos muy cerca de los peligrosos arrecifes que rodean la pequeña isla de las Cabras, la que separa á la de Guajan un estrecho canal de fondo madrepórico.

La vegetación de la isla se presentaba con toda la potente exuberancia de vida de los trópicos.

Bosques inmensos de altísimos cocos, pendientes lomas cubiertas de entrelazadas rimas, dilatados campos salpicados de algodoneros, cageles y limoneros admirábamos por doquier.

El barco acortó vela manteniéndonos fuera de fondo esperando práctico, mas esperamos una hora y otra, y ni el práctico ni el pequeño fuerte que domina la entrada del canal daban señales de vida.

El pueblo, ó mejor dicho, la ciudad de Agaña, pues ciudad es por la gracia del Rey, que gloria haya, nuestro Sr. D. Felipe IV, no podía vernos, pues á más de tener entre ella y nosotros la isla de las Cabras, hay cerca de dos leguas del fondeadero, que lleva el nombre de San Luís de Apra, próximos al cual estábamos y en el que habíamos de anclar.

En las salvas de dos pequeños cañones que monta la María Rosario, mandamos una cortés salutación á los dormidos habitantes de Marianas, los cuales nos correspondieron izando bandera en el fuerte y armando botes en el puerto.

A todo remo y en buena vela apareció por la desembocadura del canal un bote ballenero. Bandera flotaba en la popa y galones relucían en las bordas. La sanidad y la capitanía del puerto tuvimos á bordo.

Después de enterarse el médico no había nadie de menos ni de más, y el capitán del puerto de que no llevábamos gato encerrado, previas las formalidades de declinarse la responsabilidad del anclaje en la experiencia del práctico, y tras algunas maniobras, se dió la voz de ¡fondo! y fondo encontraron las uñas del ancla que rodó de las serviolas á la región de los corales.

Treinta y cinco días nos había costado llegar. Ya estábamos en Marianas. ¡El puerto todo lo borra!

CAPÍTULO XI.

Historia de las Marianas.—La tradición.—Los chamorris.—Intolerancias.—El Pico de los amantes.—División de razas.—Tinian.—Sarcófagos antiguos.—La casa de Taga.—Leyendas y supersticiones.—Cultos y creencias.—Los macambas.—El zazarraguan y el caifi.—Los anitis.—La peña de Fuuña.

El estudio de las islas Marianas lo dividiremos en dos partes; en la primera, y aunque ligeramente, trataremos de lo que fueron antes de pertenecer á España; en la segunda, desde que la bandera de Castilla ondeó en sus playas.

Respecto á su primer período ó sea antes de la conquista, los datos son poco luminosos. No existiendo aquellos, se puede venir á deducciones más ó menos acabadas, analizando la tradición y la leyenda, únicas claves para el estudio analítico de todo pueblo que lo cubren las sombras del ayer, cada vez más compactas al no legarle al hoy más que las supersticiones que han venido perpetuándose en la mente de padres á hijos, y que al llegar á nosotros remotamente nos aproximan á darnos una idea de lo que fueron las antiguas razas aborígenes de las actuales.

Fundados en la tradición y ayudados de significativos vestigios, podemos señalar á los primitivos habitantes de las hoy llamadas islas Marianas, como procedentes de las razas japonesa y malaya.

En cuanto á la manera de ser de aquellos habitantes, á los primeros pasos que se dan en el origen de algunas leyendas que aún relata el país, encontramos los comprobantes que señalan un pueblo que ha tenido dentro de su constitución el feudalismo absoluto, y por consiguiente, una marcada división de clases. Entre estas se conocían los llamados chamorris ó antiguos magnates, que si no tenían la almenada torre y el rollo de sus inmunidades, con los atributos de mesnaderos de horca y cuchilla de nuestros antepasados, poseían en toda su desnudez cuantos abusivos derechos se irroga el fuerte contra el débil, en todo pueblo en que ni el cristianismo ha suavizado los sentimientos, ni la civilización las costumbres. La división de razas y poder del chamorri, se presenta á los ojos del viajero que recorre las islas á poco que las estudie bajo el prisma de la investigación y de la ciencia.

En uno de los límites de la isla de Guajan en su extremo Norte, existe enclavada en un seno madrepórico de coral una peña, á cuya granítica masa tajada á pico, constantemente azotan las ondas del gran Pacífico; el conjunto de panoramas que se desarrollan ante la vista del que contempla aquellos desiertos lugares, desde luego le predisponen á la meditación, queriendo descubrir alguna huella á quien interrogar sobre aquel coloso calizo que se eleva en medio de las embravecidas ondas, y del cual se separa el natural con el supersticioso temor de un testigo que ha presenciado sangrientos episodios, que ni la mano destructora del tiempo ha podido borrar de la mente que lo trasmite, ni el mudo, pero elocuente lenguaje de la peña que lo atestigua. Aquella masa de granito se llama el Pico de los amantes. En la meseta que forma la superficie de aquella roca está escrita la intransigencia, principal atributo del feudalismo.

De aquella meseta, se cuenta una tradición semejante en su origen á la que guarda bajo el hermoso cielo de Andalucía, no lejos de Archidona, la llamada Peña de los enamorados. En ambos peñascos, el amor llegó al sacrificio; en ambos se confundieron en un postrer suspiro dos almas, con la única diferencia de que en el primero las causas eran originarias de la diversidad de clases y en la segunda partían del fanatismo y superstición mora.

Al Pico de los amantes condujo la desesperación á un plebeyo y á la hija de un chamorri. La áspera loma de la Pena de los enamorados, por última vez la treparon un cristiano y una mora, haciendo el fanatismo en este último caso lo que verificó en el primero la intransigencia.

La separación de razas que revela el Pico de los amantes, la vemos reproducida en los mismos monumentos, cuyos restos aún conservan las islas.

En la de Tinian y otras, existen unas columnatas en cuyos frisos se asientan sarcófagos cinerarios de forma esférica, en los cuales, y según verídicos testimonios que obran en el archivo del Gobierno de aquellas islas, se han encontrado en distintas épocas, osamentas humanas más ó menos completas, que vienen á revelar por el sitio especial en que se encontraron, una distinción bien marcada.

El número y situación de aquellas columnatas indican no pertenecieron á una sola familia, ni tampoco á todas las que compusieran la isla. Dichas columnatas, que se encuentran más ó menos deterioradas en casi todas las islas que fueron habitadas, debieron ser, al par que recuerdos cinerarios, apoyos de las casas de los magnates, tanto es así, que á cada uno de los grupos que componen aquellas, llaman los indígenas casas de los antiguos. En Tinian se conservan bastante bien 12 pirámides, que en conjunto formaron, según la tradición, la casa de Taga, personaje que por su carácter turbulento figura en la historia de las islas. De dicho Taga se cuenta tenía una hija muy hermosa, la cual, después de muerta, fué cubierta entre harina de arroz y enterrada en una de aquellas columnatas.

Entrando en el terreno fabuloso y supersticioso podríamos llenar muchas cuartillas con las narraciones que se relatan de la hermosa hija de Taga, á la cual atribuye la tradición el perfeccionamiento en la lira. Se cuenta en las islas, haberla visto aparecerse encima de su sarcófago en los malos tiempos, ahuyentando los huracanes con los sonoros ecos de su lira de oro.

Sea lo que quiera, respecto á la desgraciada hija de Taga, es lo cierto que restos de columnatas se ven con bastante frecuencia recorriendo las islas, siendo aquellas intachables testigos que vienen á corroborar la creencia de haber existido alguna raza privilegiada que sobresaldría de las demás en ilustración y en poder. No otra cosa demuestran las construcciones de que nos ocupamos, las cuales se destacarían notablemente entre la salvaje perspectiva de las casas de hojas de coco, de que nos hablan las historias de las primeras misiones.

A más de los anteriores antecedentes, existen otros en los anales de aquellas, en los cuales vemos admitir como cierto el feudalismo de que nos venimos ocupando. Aquellos anales dicen que los habitantes de las islas manifestaban gran soberbia y vanidad en la nobleza, de tal modo, que no se casaba por nada del mundo el hijo del noble con la plebeya. En otro lugar añade, que los chamorris tenían mayorazgos de cocales, plátanos y otros árboles.

Las creencias religiosas que observaban aquellos primitivos pueblos, estaban resumidas al culto supersticioso de los cadáveres, teniendo cada familia un altar en el hogar y un ídolo en las calaveras de sus mayores, que cuidadosamente conservaban cual lo hacían en sus lares, los descendientes de Rómulo con sus pequeños dioses penates.

El ritual de sus supersticiosas creencias estaba circunscrito á pesadas salmodias en que relataban las virtudes y hazañas del que adoraban, repartiéndose en sus rezos, cual en sus fiestas, tortas hechas de arroz, pescado y frutas, las que comían con el atole, bebida espirituosa confeccionada con los jugos del coco.

Sus escasas creencias religiosas las completaban admitiendo un sér llamado Puntan, el cual decían, había existido muchísimos siglos antes de la creación del cielo y la tierra. Puntan, según la tradición, tenía una hermana, y esta, al morir aquel, creó de sus espaldas la tierra, de su pecho el cielo, de sus ojos el sol y la luna, y de sus cejas el arco-iris. Reconocían la inmortalidad de las almas, las cuales habían de gozar en el mundo de los espíritus, ó sufrir en Zazarraguan ó casa de Caifí, con cuyos nombres conocían el infierno y el demonio.

Sus sacerdotes, que se llamaban Macambas, invocaban á las calaveras, teniendo mucho temor á las almas de sus abuelos que llamaban Anitis.

Hacían grandes demostraciones de dolor en las muertes de sus parientes, y celebraban con bailes sus bodas y regocijos, constituyendo el principal adorno de sus galas, conchas y caracoles, engarzados en plumas y pequeños insectos de colores. El signo mayor de cariño consistía en pasar la mano por el pecho del que querían agasajar.

El orgullo del chamorri era tal, que suponía procedían todos los males de otros pueblos, creyendo que la humanidad tenía el origen en sus islas, y que las virtudes habían nacido de la peña de Fuuña, la cual llevaba ese nombre por encontrarse en el fondeadero de un pequeño puerto así llamado.

Como consecuencia inmediata del feudalismo, el que constantemente se localizasen las contiendas de cacique á cacique, manteniendo los campos en continua alarma, viniendo muy á menudo á las armas, que consistían en piedras, flechas y lanzas, que arrojaban con suma destreza.

Las demás fases, tanto materiales como morales, en que se encontraban los primeros habitantes de las islas, como el origen de su instalación en aquellas regiones, se pierde en las tinieblas de la impenetrable noche de los tiempos.

En tal estado de inseguridad histórica del pueblo que baña el gran Pacífico, corría el primer tercio del siglo XVI, en que ya empieza á delinearse la verdadera historia dé las hoy llamadas islas Marianas.

CAPÍTULO XII.

El siglo XVI.—Hernando de Magallanes.—Capitulaciones.—La Capitana, el San Antonio, la Victoria, la Concepción y el Santiago.—Sebastián Elcano.—Llegada al Brasil.—Invernadas.—Rebelión abordo.—Comunicaciones de mares.—El paso del Sur.—Bula de Alejandro VI.—Las Velas latinas.—Islas de los Ladrones.—Navegación penosa.—Isla de Cebú.—Muerte de Magallanes.—La Victoria—Vuelta al mundo.—Llegada á Sanlúcar.—Otras expediciones.—Legaspi.—El navío San Damián.— Luís de San Vítores.—Doña Mariana de Austria.—Primera misión.—Verdadera posesión.

Al siglo XVI, á ese siglo en que ni el sol dejaba de alumbrar dominios españoles, ni su bandera de ondear doquiera hubiera una peña donde sustentar su grandiosa insignia; al siglo XVI, epopeya ante la cual, todo español vuelve los ojos engrandeciéndose con su grandeza; al siglo XVI, que veía pasar ante los misteriosos dientes de su grandiosa rueda, hazaña tras hazaña, conquista tras conquista; á ese siglo que parecía no acabaría de registrar en sus doradas páginas triunfos y victorias: á ese siglo, en que veneros de oro arrojaba el Nuevo Mundo, mundo del cual dice un célebre poeta invocando la gran figura de Isabel, que había en bancos de coral, rocas de perlas; á ese siglo que tiene un prólogo tan grandioso como el que dejó escrito con la punta de su espada, el invencible Gonzalo de Córdoba, siendo una de las letras de su epílogo el postrimer suspiro del que moría entre los sombríos y artísticos muros del Escorial, después de haber hecho temblar al mundo de Oriente á Occidente; á ese siglo en que, á imitación de los antiguos rituales, hacían renacer los aragoneses y catalanes la memoria de Rodrigo de Vivar, reproduciendo las solemnes fórmulas del juramento que hizo temblar á Sancho el Bravo; á ese siglo que compendia la edad de oro de nuestra literatura, á cuyo frente figuran genios como Lope de Vega y Cervantes; á ese siglo, en que un Carlos I recogía del suelo los pinceles del Ticiano; á ese siglo en que se incubaban en la mente de Blasco de Garay los primeros gérmenes que habían de crear esos gigantescos pulmones de hierro que en sus potentes transpiraciones de vapor horadan la roca, dividen las ondas y acortan el espacio; á ese siglo, en fin, le cupo la gloria de ver descubiertas á la nueva civilización las hoy llamadas islas Marianas, con todo el Archipiélago Filipino.

A poco de ver el nieto de los Reyes Católicos reunidas en su sien las coronas de España y Alemania, la primera, por muerte de su padre Don Felipe el Hermoso y locura de Doña Juana, y la segunda, por muerte de su abuelo Maximiliano, apareció uno de esos genios que dejan de tarde en tarde por su valor, por su talento, ó por sus virtudes, una estela luminosa en el prosaico laberinto de intrigas y miserias que se agitan y revuelven en todas las etapas de los siglos. Esa estela la abrió en el Océano de la historia el intrépido marino Hernando de Magallanes.

La presencia de Hernando de Magallanes y la oferta hecha á Castilla de descubrir por ella y para ella nuevas y ricas tierras al Occidente, siguiendo un nuevo rumbo hasta el entonces conocido por los navegantes, originó oposición por parte de la corte de Portugal, procurando el entonces embajador de dicho reino, D. Alvaro de Acosta, entorpecer la empresa que ya se proyectaba.

Los manejos de Portugal y las excitaciones tardías de D. Manuel, su Soberano, se estrellaron en la firme decisión tomada por el Monarca español, el cual otorgó solemnemente en Zaragoza, las regias capitulaciones con arreglo á las cuales había de hacerse la expedición á Occidente.

Listas las naves y nombrados los capitanes, recibió Magallanes con toda la pompa regia de manos del Asistente de Sevilla, D. Martín de Leiva, el Real estandarte, celebrándose esta ceremonia con gran concurrencia en la iglesia de Santa María de la Victoria, en Triana en donde el Almirante juró pleito-homenaje con arreglo al fuero y costumbre de Castilla, prometiendo conducirse en la empresa como fiel y leal vasallo de su Majestad Católica, juramento que fué repetido por los capitanes y pilotos.

Componía la expedicionaria flota, á más de la nave Capitana, las llamadas San Antonio, Victoria, Concepción y Santiago; yendo á las órdenes de Hernando de Magallanes entre otros marinos célebres, el maestre Juan Sebastián Elcano, Juan Ginovés, Luís de Mendoza, Juan de Cartagena, Gaspar Quesada y Rodríguez Serrano. Montando las naves y completando sus dotaciones doscientos treinta hombres entre soldados y marineros.

Con tales elementos y un regular repuesto de vituallas, se hicieron á la mar el 10 de Agosto de 1519, tomando rumbo en demanda de las islas Canarias.

El 15 de Octubre dejó la escuadra la vista de Tenerife, poniendo proa á la Costa de Guinea.

Después de varios contratiempos, de sufrir la presión de altas temperaturas y terribles tormentas, llegaron el 13 de Diciembre á las costas del Brasil; rebasaron el Cabo de Santa María; recorrieron el misterioso río de Solís, y siguiendo la costa del Sur encontraron una pequeña bahía, á la cual por la gran abundancia de aves acuáticas llamaron de los Patos; en dicha bahía les sorprendió un fuerte temporal, aguantando en fondeadero hasta que aplacados los elementos, pudieron continuar su empresa.

Poco habían navegado, cuando la invernada se presentó altamente fría y desapacible.

Las anteriores y recientes luchas, el frío, la nieve, la soledad de aquellos inhospitalarios lugares y todas las privaciones que ya se dejaban sentir, levantaron descontestos que quisieron poner proa á Castilla; esto originó más de un tumulto, que el fuerte carácter de Magallanes reprimió, condenando á muerte á un capitán y algunos soldados. Cerca del Estrecho se verificó la invernada, permaneciendo sobre anclas á la embocadura del río que les había de abrir paso al Pacífico.

A primeros de Noviembre se descubrió un canal que corría de Oriente á Poniente, y sospechando fuese el paso que comunicaba el Atlántico con el mar del Sur, mandó el Almirante fuese de exploradora la San Antonio, cuya nave volvió con la fausta nueva, de que el canal que acababa de recorrer vertía sus aguas en las saladas ondas de los mares que buscaban.

Esta noticia produjo grandísimo aliento en los desfallecidos ánimos, internándose la escuadra por el canal, el cual debiendo ser nuevamente reconocido por haber llegado á puntos difíciles, salió en nueva exploración la San Antonio, la que se esperó en vano, sabiéndose después, que habiéndose perdido en el intrincado laberinto de aquel peligroso paso, y no encontrando á la Capitana, tomó rumbo á España.

La falta de la San Antonio y la pérdida del gran número de provisiones que llevaba, no hicieron vacilar la voluntad de hierro del navegante portugués, el cual siguió el peligroso y misterioso derrotero.

Muchos peligros arrostró la flota en el canal; hasta que por último, el 27 de Noviembre de 1520, desembocaron en los extensos dominios del mar del Sur, el cual fué descubierto por el valiente Balboa, el 25 de Setiembre de 1513, en las exploraciones que hizo por el Istmo de Panamá, pequeña lengüeta que divide las dos Américas. El grandioso Océano del Sur, ¿se comunicaría con los ya descubiertos? Esta pregunta se hicieron los navegantes, viniendo Magallanes á resolver el problema, enseñando en su Estrecho la unión de los mares y el paso para dar la vuelta al mundo.

Este glorioso descubrimiento sin duda alguna hubiera sido para Portugal, á no ser por las muchas ingratitudes que en recompensa de los servicios prestados á aquella Corona en las Indias Orientales, no hubieran puesto á Magallanes en el caso de ofrecer sus servicios al Monarca español, al cual cumplió como bueno, no sólo con el descubrimiento del paso del Sur, Tierra del Fuego, Continente de los Patagones, Archipiélago de Marianas y Filipinas, sino que planteó ventajosamente para Castilla, la cuestión que originaron las islas Molucas por razón de su falsa situación geográfica. Magallanes, que al par que intrépido marino y valiente soldado, era profundo astrólogo; Magallanes, que seguía con los ojos de la ciencia la rotación de los astros, la dirección de los vientos y el movimiento de las corrientes; que sondaba los abismos en el mundo de su inteligencia al par que interrogaba las misteriosas é incompletas cartas marítimas del gran Behen, y recogía cuantas observaciones constantemente le presentaba en su camino su aventurera existencia; demarcó la verdadera situación de aquellas islas, colocándolas dentro de los meridianos que á España señalaban las cláusulas de la Bula de Alejandro VI, reproduciendo en un todo al servicio de la corte castellana, sus pasadas hazañas prestadas al soberano de Portugal, en la aventurada empresa del sitio de Malaca y en tantas otras á cual más arriesgadas en que tomó parte al servicio de Alburquerque en las comarcas orientales.

El paso que une los dos grandes Océanos, aún hoy en que la navegación parece ha puesto su última letra en el libro de los adelantos, es uno de los más peligrosos derroteros que pueden emprender los navegantes, y que Magallanes llevó á cabo, falto de víveres, con imperfectos instrumentos, y con una tripulación descontenta y tumultuosa.

No contento el gran navegante con haber encontrado el paso que lleva su nombre y de hollar con su planta la tierra del Fuego, puso rumbo por el ancho mar en busca de nuevas empresas.

Largo todo el capo, la quilla de la Capitana, levantó hirviente espuma en el Océano Pacífico, dirigiendo Magallanes el timón aun más allá que veía en su atrevida imaginación.

El más allá que comprendía la fe de un hombre que sueña hazañas, encontró un eco en la voz de tierra que se escapó de todos los labios al descubrir por los horizontes donde se oculta la luz, una informe masa confundida con las espesas y revueltas nubes.

Tierra era en efecto, y abordando á ella se tomó fondo, siendo el 6 de Marzo de 1521.

La tierra que los intrépidos navegantes tenían á la vista, les ofrecía hospitalidad y recursos. Falta les hacía la una y los otros, pues al descubrirla, la desesperación, la impaciencia y las necesidades todas habían llegado á su término. Desde que entraron en las aguas del Sur, fueron poco á poco acortándose las raciones hasta el punto de hacer las comidas con agua del mar, no habiendo encontrado en el derrotero que traían, más tierra que las islas Desventuradas, así llamadas por Magallanes, en vista de su situación, inhospitalario abrigo y falta de recursos.

Tan luego Magallanes dió fondo, rodearon á la Capitana sinnúmero de pequeñas embarcaciones movidas por paletas que servían de remos, y por unas velas de tejido de palma. Por el gran número de embarcaciones y por la figura de sus velas, llamaron á aquellas islas de las Velas Latinas.

Aquel grupo de islas hay quien cree son las Celebes de la antigüedad. Los naturales las llamaban á la llegada de Magallanes, Laguas.

El día 7 del mismo mes, desapareció un bote de la Capitana, por lo que y por otros robos que hicieron los naturales en los demás barcos, cambió Magallanes el nombre de las Velas Latinas por el de los Ladrones, que es como todavía las llaman los extranjeros en la mayor parte de sus cartas. Con algunos arcabuceros y no pocas amenazas, consiguió el Almirante recuperar su bote, y no satisfaciendo á su carácter emprendedor la pequeñez y pobreza de la nueva tierra, nuevamente levó anclas el 9 del mismo mes, en demanda de las ricas y fértiles comarcas Filipinas. Después de una penosa navegación tomó puerto en la isla de Cebú, donde consiguió captarse el cariño y los servicios del Reyezuelo que imperaba en aquella, el cual estando en guerra con su vecino el de la isla de Maetan impetró de Magallanes su auxilio, que le fué otorgado por el intrépido marino, yendo él mismo con parte de su gente á una expedición contra los enemigos de los cebuanos; aquellos en gran número y con gran destreza resistieron el ataque, muriendo Magallanes. Esta sensible pérdida acaeció el 26 de Abril de 1521.

El vencido Rey de Cebú, bien por temor, bien por haber entrado en las prescripciones impuestas por el vencedor, ó bien por la inconstancia propia del natural, es lo cierto que so pretexto de un convite preparó una emboscada, en la cual perecieron villanamente asesinados hasta 30 soldados. Los pocos que habían quedado en las naves, impotentes por su número para tomar venganza, resolvieron salvar sus vidas y regresar á Castilla con las nuevas del descubrimiento.

Los pocos expedicionarios que habían logrado salvar la vida, emprendieron el viaje por el antiguo derrotero de las Molucas, en la Victoria y la Trinidad. Esta última nave quedó en la mar, aguantando únicamente la Victoria que mandaba Sebastián Elcano, los mares del Cabo de Buena Esperanza el cual consiguió doblar, no sin falta de ímprobos trabajos, arribando al puerto de Sanlúcar el 6 de Setiembre; sobreviviendo á aquella colosal empresa en que la Victoria había dado la vuelta al mundo, solamente 18 hombres.

Las nuevas que Elcano trasmitió á Carlos V, y la seguridad del descubrimiento, originaron nuevas expediciones.

La ocupación de las Filipinas y las Molucas hicieron sin duda por su poca importancia, el que no se atendiera á las islas de los Ladrones, limitándose por entonces su ocupación á la toma de posesión que de ellas hizo el año 1528 D. Alvaro de Saavedra, y más tarde, en 25 de Enero de 1565, en que el intrépido Legaspi á su paso para Filipinas desembarcó en Guajan, en donde mandó celebrar una misa y levantó acta de posesión. Esta fué solamente nominal, pues ni dejó hombres, ni hizo nada de lo que constituye la material posesión; continuando los naturales en sus usos, costumbres y religión, si bien es verdad existen verídicos testimonios en que se acredita que las naos que recorrían el Pacífico, refrescaban aguada y se hacían de algunos víveres en las islas de los Ladrones.

En tal estado, llegó el año de 1662, en que tocó en la principal de las islas llamada, como ya dijimos, Guajan, el navío San Damián, que procedente de Acapulco se dirigía á Manila. En dicho navío, y como presidente de una misión de Jesuítas, venía el devoto Padre Diego Luís de San Vítores, el cual, viendo el estado de los naturales, resolvió trabajar para establecer una misión en aquellas apartadas regiones.

No bien llegó San Vítores á Manila, principió á gestionar la realización de su pensamiento, el cual no solamente no fué secundado sino que encontró acérrimos enemigos; esto no obstante el Padre San Vítores abrigaba en su alma la más fuerte de las perseverancias; la perseverancia que emana de principios del mismo Dios, «bautizarás al idólatra» dijo, y el infatigable jesuíta firme en su propósito se dirigió al Padre Nitarht, confesor de Doña Mariana de Austria, esposa del Soberano reinante por aquella época en Castilla, Don Felipe IV, del cual consiguió aquella una Real cédula satisfaciendo ampliamente los deseos del jesuíta.

En la expresada Real cédula se prevenía al desgraciado Gobernador de Filipinas, D. Diego Salcedo, facilitara á San Vítores toda clase de recursos para establecer una misión en las islas de los Ladrones, y en efecto, y al cumplimiento de lo mandado, se construyó en el puerto de Cavite, el navío San Diego, en el cual se embarcó la misión, á la que le surgió nuevos contratiempos al ir primero á Méjico en donde el Virey interpuso nuevas dificultades, que la constancia y excitaciones del jesuíta pudieron vencer; logrando por último, gracias á su invencible tesón, arribar á la isla de Guajan el 15 de Julio de 1668, desde cuya fecha se puede conceptuar la verdadera posesión de las islas de los Ladrones á los dominios españoles, puesto que hasta entonces no hay noticias se hiciera ocupación alguna.

CAPÍTULO XIII.

Adelantos de la misión.—Oposición de los macambas.—Saipan y Rota.—Los urritaos.—Tradiciones usos y costumbres.—Colegio de San Juan de Lotrán.—Crónicas de los jesuítas—Hostilidades.—Asesinato de San Vítores.—Una modesta cruz.—Los Padres Solano y Ezguerra.—El almirante Coello.—Nuevos asesinatos. Represalias.—D. Juan Santiago.—El Gobernador Irrisari.—Descubrimientos al Norte de Agaña.—Marianas en el siglo XVIII.

La misión dirigida por el Padre San Vítores desembarcó en la isla de Guajan, estableciéndose en el pueblo de Agaña, en donde inmediatamente principió su obra de conversión.

La misión al principio fué recibida con grandes muestras de cariño, sometiéndose gustosos los naturales al bautismo y á oir la voz de los que predicaban una religión para ellos desconocida; mas bien pronto aquellos afectos se convirtieron en una tenaz y terrible oposición en la que perdieron la vida varios misioneros y soldados.

En los primeros meses los agasajos y la dulzura que emplea todo el que trata de persuadir, hicieron su efecto, predisponiendo los ánimos á la protección de que fué objeto la misión.

Más tarde surgieron varios conflictos, creados primeramente por la intemperancia del magnate, el cual, oyendo un día y otro las excelencias del bautismo, quiso fuese patrimonio exclusivo de ellos y sus hijos. Esto, como es consiguiente, creó luchas y excitó los ánimos, no por la idea del bautismo, sino por la división que surgía su aplicación. La dulzura del Padre San Vítores y la fuerza de sus convincentes argumentos pudieron desvanecer este primer conflicto, viendo en ello dar al cristianismo el primer paso á la unión de clases.

La herida que abría lo anterior en las antiguas costumbres, fué comprendida por algunos que se propusieron crear nuevos conflictos en defensa de sus odiosos privilegios.

Los magnates descontentos por una parte, la superstición por otra ayudada de falsas tradiciones, y robustecida con las intransigencias de los sacerdotes ó macambas que concitaban los ánimos, despertando antiguas costumbres, y unido á esto el estratégico é infame rumor de que el bautismo originaba la muerte de los niños, fueron los elementos que pusieron en juego los enemigos de los ministros de la fe.

Los anteriores males fueron venciéndose, contrarrestándose unas veces la fuerza con la fuerza, é interponiendo otras la convicción en medio de las supersticiosas creencias.

No contentos los jesuítas con la aparente sumisión de la isla de Guajan, se extendieron al Norte, en donde descubrieron nuevas islas siendo las principales las nombradas Saipan y Zarpana, ó sea Rota. En estas se reflejaron bien pronto los mismos males por que estaba pasando Guajan, haciéndose los trabajos con grandísimo riesgo.

Las costumbres fueron siempre los principales elementos que los macambas trataron de explotar en defensa del predominio é influencia que venían poseyendo en aquellos pueblos, sujetos al capricho de su voluntad, por medio de las acomodaticias invocaciones, originarias de supersticiosos manejos.

La poligamia con toda la asquerosa desnudez venía sucediéndose en las costumbres de aquellos isleños, y la poligamia que necesariamente había de ser combatida en los ascéticos principios de San Vítores produjo sus consecuencias. Los urritaos, ó sean los jóvenes, levantaron una cruzada que fué á engrosar las filas de los que combatían la idea por el orgullo, viniendo á ser las pasiones sensuales y las tradiciones aristocráticas, las piedras de apoyo que sustentaban la discordia y la oposición.

La lucha entre la argucia del macamba y la persuasión del misionero, era tanto más tenaz cuanto que tenía por palenque la condición del natural, el cual admitía cuantas ideas llegaban á su escasa comprensión.

Su imaginación voluble está comprobada en sus tradiciones, que atestiguan eran muy dados á las fantásticas leyendas, las cuales relataban en coro formando dos círculos, uno de hombres y otro de mujeres, que giraban en inverso sentido. Para estas fiestas, en las cuales cantaban las excelencias y las antigüedades de sus Anitis, se adornaban las mujeres tiñéndose de negro los dientes y blanqueándose el pelo, completando el adorno conchas, caracoles, plumas, insectos de colores y hojas de plátano. Los hombres se rapaban el pelo, yendo completamente desnudos. Restos de estas antiguas costumbres y reminiscencias de aquellas fiestas todavía se conservan en Marianas. El autor de estas líneas ha presenciado algunas escenas entre los carolinos residentes en Agaña, en las cuales se refleja las primitivas tradiciones.

Los elementos turbulentos cada vez tomaban más fuerza, al par que la adquiría la evangélica persistencia de los misioneros, en tanto que el corto número de soldados mantenían en los cañones de sus mosquetes el desbordamiento que ha tiempo se venía presintiendo.

En 1669 se bendijo una iglesia, creándose poco después un colegio con el nombre, que aún hoy lleva, de San Juan de Letrán, para el cual consiguió San Vítores se expidiera en 1663 Real cédula de perpetuidad, con la dotación anual de 3.000 pesos, los cuales se habían de pagar por las cajas de Méjico.

En contestación á esta merced, otorgada por Doña Mariana de Austria, escribió el jesuíta una sentida carta al Padre Nitarht, haciéndole presente participara á su Reina que en él espacio de pocos meses y debido á su protección, había en las islas entre bautizados y catecúmenos 34.000.

Este dato no lo hemos podido comprobar en documentos oficiales, y como quiera que nos parece un tanto exagerado, debemos hacer presente lo hemos tomado de las mismas Crónicas de los Jesuítas, de cuya institución dependían todos los Padres que compusieron las misiones de Marianas, cuya dotación eclesiástica corrió á su cargo hasta que fueron expulsados de los dominios españoles.

Las expresadas crónicas hacen subir la población de las islas á 100.000 almas, cifra que asimismo nos parece inexacta, no comprendiendo que ni la extensión, ni los productos del suelo pudieran alimentar tal exceso de población, y sobre todo y más que la falta de proporción entre los habitantes y el suelo, en que aquellos, según las mismas crónicas, se redujeron en muy pocos años á más de la quinta parte; disminución incomprensible en tan poco tiempo, teniendo en cuenta la razón de situación de las islas y la casi absoluta incomunicación en que estaban con los demás pueblos.

La emigración sin los medios de comunicación es imposible, y la enormidad de la baja sin aquella, por razón de mortandad también lo es, atendiendo á la salubridad que en todo tiempo se experimenta en las islas.

El casi imposible se opone á la creencia de que hubiera 100.000 almas, en donde escasamente solo restan en el día unas 7.000.

De estos y otros datos se prevale un escritor francés para mezclar entre el gran caudal de poesía que respiran sus obras, un sinnúmero de vulgaridades, por no calificarlas de otra manera, al ocuparse de Marianas.

Los pocos narradores de aquellas islas habrán podido equivocarse, es más, de hecho se han equivocado en algunas cosas; en cambio M. Arago, escritor á quien aludimos, es muy posible no haya dicho una sola verdad en las páginas que consagra á las Marianas.

Mas continuemos su historia.

Las hostilidades de que fueron objeto los sacerdotes y soldados, la alevosa muerte que dieron los isleños á más de uno, y las dificultades que oponían, ora en la resistencia pasiva, ora en el éxito de las armas, motivaron el que poco á poco, y á medida que llegaban las naos se fuera aumentando el personal de guerra, y que el inofensivo y modesto establecimiento que se levantó en un principio, se perfeccionara tomando el carácter que distingue la conquista, y la persuasión, las armas y la fe, la suavidad de los principios del cristianismo, y los mortíferos estragos de la metralla; participando bien pronto el establecimiento de la abadía y del fuerte; del campanario y de la atalaya; de la cruz y de la espada.

En tal estado llegó el 2 de Abril de 1672, en que Diego San Vítores desoyendo prudentes consejos, salió del recinto de Agaña acompañado únicamente de un filipino, dirigiéndose al pueblo de Tumhun á seguir su evangélica obra. No bien había caminado una legua, cuando oyó llorar á una niña en una casa de palma; quiso bautizarla, mas fué muerto á lanzadas por su padre llamado Matapang y por Hirao, vecino de aquel. Después de muerto fué arrastrado hasta la playa, arrojando su cuerpo en los arrecifes de la costa del Pico de los Amantes.

Pocas existencias humanas habrán recorrido su peregrinación sobre la tierra con más fe, con más abnegación, y con más valor que la que alentaba Diego Luís de San Vítores.

Cuatro años permaneció en las islas Marianas, cuya reducción casi puede asegurarse se le debe á él, y en ese tiempo predicando la caridad y la virtud fué consuelo de propios y extraños.

En el sitio en que fué muerto se conserva en el día una modesta cruz; á la sombra de su tosca madera consagramos una oración como cristianos y un recuerdo como españoles. En sus descarnados brazos, habrá marchitado el hálito de los fuertes Nortes, una corona de flores silvestres que hizo una decidora chamorra que nos acompañó en la expedición.

Ni la religión, ni las nuevas costumbres, ni los escasos rayos de civilización que se abren paso hasta aquellas lejanas tierras, han podido destruir antiguos gérmenes de pasadas generaciones. La superstición y la fábula son innatas en el chamorro, así que la muerte del Padre San Vítores, como su martirio y su vida, la envuelve en sinnúmero de fantásticas relaciones. Decir á un chamorro, y sobre todo á una chamorra, que las aguas donde arrojaron al jesuíta no tienen el color de sangre, y os mirará con la lástima de creer trata con un loco.

Al Padre Diego sucedió en la dirección de la misión, el jesuíta Fray Francisco Solano, el cual continuó la obra de su antecesor con fe y perseverancia.

La dirección del Padre Solano fué bien corta, pues la falta de alimentos, la naturaleza de estos, las fatigas causadas por las incesantes luchas y la tristeza que le ocasionó el martirio de su compañero, rindieron aquella existencia, ocasionando su muerte una aguda enfermedad.

Á la muerte de Solano, acaecida en Junio de 1672, sucedió el Padre Francisco Ezguerra. Por este tiempo y acostumbrados los naturales á los azares de la guerra, y ora generalizándola y dirigiendo sus ataques al establecimiento, ora localizándola de ranchería á ranchería y de caudillo á caudillo, tenían á los pocos españoles en una continua zozobra, la cual se aplacó un tanto con la llegada de los navíos Santiago y San Antonio, los cuales sucesivamente tomaron puerto en Agaña, el año 1672 y 1673.

El almirante Coello, que mandaba el navío Santiago, enterado del estado en que se encontraban los españoles los atendió con toda clase de recursos, haciendo quedase al mando de la fuerza que se organizó, el capitán de los antiguos tercios D. Juan Santiago; este, como buen soldado, de genio aventurero, de pronta y decisiva acción, de resistente naturaleza y de un valor y tesón á toda prueba, comprendió que las contemplaciones eran el verdadero foco donde se incubaban las hostilidades y la guerra, así que, dejando correr sus instintos en armonía con sus antiguos hábitos de campaña, reforzó el fuerte, levantó empalizadas, acumuló materiales y vituallas, y una vez asegurada la retirada, principió su obra de conquista talando cuantos campos se le oponían y quemando las rancherías que mostraban resistencia.

El miedo cundió por las islas, el cual bien pronto fué acompañado del supersticioso terror que produjo en los naturales la vista de un caballo que se había desembarcado del navío San Antonio, por disposición de su Almirante Monfort, el cual prestó hombres y recursos á la obra de la conquista.

Los isleños comprendieron que su ruina era cierta de continuar en actitud de guerra, y aparentemente desistieron, enviando emisarios á los españoles, con presentes de conchas y tortugas como símbolos de paz, pidiendo perdón por los hechos pasados, y prometiendo ciega obediencia para lo sucesivo. Esto acaeció á 13 de Noviembre de 1673.

Las anteriores paces se concertaron con los elementos de la confianza y la hidalguía por una parte, y el terror y la necesidad por otra, convenciéndose bien pronto los españoles de lo mentido de las promesas y la falsía de la sumisión.

A 1° de Febrero de 1674, dirigiéndose el Superior Padre Ezguerra con cinco soldados por el camino de Fuuña, fué asaltado por sinnúmero de hombres armados, los cuales, con grandes gritos pedían su muerte. Las palabras se hicieron obras, y el Padre Ezguerra y sus compañeros perecieron taladrados de flechas y arrastrados sus restos hasta el mar, en donde los arrojaron.

Este hecho inaudito, propio solo de una raza salvaje é indómita, produjo el efecto consiguiente en el ánimo del capitán y de los pocos soldados que tenía á sus órdenes. Siendo rotas las treguas y ávidos de venganza, no hubo perdón ni misericordia. Donde quiera había oposición, había incendio; donde quiera había resistencia, había metralla; se talaron campos, se destruyeron estacadas, y por último, se pisotearon los falsos ídolos personificados en las calaveras, acompañando á este sangriento cuadro la ejecución que con toda publicidad se llevó á cabo, ahorcando á todos los que pudo justificarse participación directa en los asesinatos.

La destrucción de las calaveras y el haber entre los ahorcados dos macambas de los más influyentes, fueron causa de que se apoderara de los isleños un grandísimo terror, alejádose del terreno de las hostilidades, buscando amparo en los extremos de las islas y en lo más oculto de los bosques, convencidos de que toda resistencia era imposible en vista de la actitud de los españoles y filipinos, los cuales habían perfeccionado las obras del establecimiento, proveyendo de dos pequeños cañones el torreón que dominaba las trincheras y estacadas, doblemente resguardadas con sinnúmero de púas de cañas y palma brava.

Con la conducta observada por D. Juan Santiago y por su sucesor D. Damián de Esplana, que con decisivo tesón continuó en la obra de reducción, se pudo ir asegurando la tranquilidad en las islas, en las cuales fueron construyéndose iglesias y casas de instrucción, habiéndolas en gran número de pueblos, cuando llegó á Agaña en Junio de 1676 el navío San Antonio, conduciendo á su bordo al capitán D. Francisco de Irrisari, primer Gobernador de Real nombramiento de las islas Marianas.

Azarosos fueron en extremo los dos años que gobernó Irrisari; el odio estaba oculto, la venganza por un lado, y por otro la cautela aprendida por los chamorros á consecuencia de los continuos descalabros que habían sufrido siempre que frente á frente y en ancho campo presentaron contienda, los hicieron astutos y precavidos. Las asechanzas y emboscadas eran cada vez más frecuentes, y las muertes y asesinatos parciales sustituyeron á los ataques francos y en masas.

Los macambas, á pesar de ver que la numerosa población que en otro tiempo habían subyugado, merced á la evocación de supersticiosas fábulas estaba casi aniquilada, que las cábalas mágicas de los anitis eran impotentes ante el fuego de los mosquetes y la metralla de los cañones, que los castigos eran públicos y ejemplares, que de día en día se perfeccionaban las obras, se levantaban otras aumentaban hombres y vituallas, que se talaban y se incendiaban las rebeldes rancherías, no desmayaban en sus predicaciones y en sus pérfidas gestiones. En un principio explotaron el orgullo y privilegios de raza; más tarde, excitaron la maternidad; después, echaron mano del desenfrenado sensualismo, y por último, y en los años que nos ocupa, aprovecharon como arma de excisión el hecho primero en aquellas islas, de casarse una mariana con un español. Esto dió origen á que los macambas predicaran el odio contra aquellos, recrudeciendo los ánimos al presentar el matrimonio como un robo simulado, ante el cual los conquistadores principiaban á apoderarse de sus hijas y mujeres.

Esta falsa doctrina hizo su efecto y volvieron á las antiguas hostilidades, las cuales fueron estrellándose en la constancia y valor de Irrisari y los suyos.

Al llegar á Marianas en el año 1678 D. Juan Antonio de Salas, su segundo Gobernador, se hicieron exploraciones en el puerto, se situaron lugares seguros de anclaje, y se desembarcaron refuerzos; con estos y con la inteligencia, tanto de Salas como de su sucesor D. José Quiroga, se logró reducir, no solo la isla de Guajan, sino las que aún quedaban revueltas al Norte.

En completa reducción, y estando las islas al mando de Madrazo, llegó el siglo XVIII, á cuyos principios se aumentaron escuelas, se perfeccionaron las obras de las iglesias, se levantaron almacenes, se abrieron caminos y se ultimaron cuantas construcciones habían estado abandonadas por efecto de la guerra. Las rancherías esparcidas por los montes se refluyeron al llano, desapareciendo la vida nómada y errante del natural, con la aparición de los pueblos de Merizo, Pago, Agat é Inarajan.

En el año 1701 no había habitadas en todo el Archipiélago de Marianas más que las islas de Guajan, Rota y Saipan, y estas últimas, era tan poca su importancia y tanta su miseria, que al despoblar los españoles años después la isla de Rota, dice una crónica de aquel tiempo, literalmente lo que sigue: «La tierra es estéril, el cielo melancólico, el viento y el mar á temporadas furioso, horrible y formidable. Solo en ciertas monzones se ve un aspecto apacible, la gente es poca, bárbara y bozal. Nadie sale de allí, nadie pasa por allí, no hay noticias, ni del resto del mundo, ni aun de aquel pequeño rincón del mundo. No hay desierto ni yermo en la Nitria, ni la Thebaida, que sea comparable á esta soledad. Ovidio, no acaba de ponderar las miserias de Tomis; pero si hubiera visto á Rota dijera, que era el Tomis del mismo Tomis.»

La situación de Rota desde que con tan vivos colores se describió, realmente poco ha mejorado, participando del sensible descenso que se observa en todo aquel pequeño Archipiélago, descenso más sensible en Rota por la casi absoluta carencia de comunicaciones, por la nulidad en las transacciones, por la consiguiente miseria del natural, y por lo inhospitalario de sus puertos.

La reducción de las islas como hemos dicho, quedó ultimada en absoluto á principios del siglo XVIII. Pero, ¿qué quedó de aquella reducción? Una docena de peñascos deshabitados en su mayor parte, y un pequeño pueblo al cual había que atender con cuantiosas sumas, á fin de darle vida al par que actividad y movimiento. Los sacrificios pecuniarios de la nación y los deseos de los gobernantes, se estrellaron como era consiguiente, con la falta de inspección que no podían ejercer en razón á la distancia que separa Marianas de Manila.

Se estudiaron todos los medios al par que iban creciendo las exigencias, y aumentando por consiguiente el personal y con este el presupuesto. Se ensayó centralizar el comercio en sentido oficial, y á este propósito el Real Erario en vez de remitir caudales, lo hacía de géneros de más ó menos fácil realización.

El Estado se convirtió en tendero; la Hacienda absorbió el cambio, la venta y la permuta y los gobernantes constituyeron la Real Hacienda en muestrario de las transacciones. El gobernado se convirtió en comprador, y el Estado en razón social mercantil.

Semejante manera de arbitrar fondos, produjo como consiguiente era, un sinnúmero de abusos, que denunciaron otras tantas fortunas improvisadas y caudales adquiridos á la sombra de un mostrador, en que la mercancía venía gravada con el impuesto de considerables primas, en que los comerciantes eran meros factores, y en que los dueños eran puramente nominales.

La acumulación del capital por razón de la venta; la ventaja de la retención, á causa de la escasez; el aumento del pedido en proporción á la demanda, y el acopio y almacenaje ante el cálculo racional del expendio y la necesidad, fuentes de todo comercio, no las negamos en el muestrario oficial, pero lo que desde luego aseguramos, es que dichas fuentes no vertían sus caudales en las cajas de la entidad jurídica llamada Estado, sino en la positiva de los administradores al par que administrados. Ellos se compraban y se vendían facturas, y este continuo agiotaje y más que todo la triste realidad, que aunque tarde se iba observando en los centros inspectores, dieron origen á que se abandonara el sistema anterior y á que se ensayara el hacer los pagos por medio de situados. Estos y aprovechando las naves de Méjico, dejaban en Marianas el total del importe del presupuesto.

Mas adelante, y pasados bastantes años de ser evacuadas las Américas, y cerrado por consiguiente el paso de las naves por Marianas, se redujeron en las cláusulas de un reglamento los gastos de las islas, quedando estos en la suma de unos doce mil pesos.

El reglamento no podemos negar se publicó, pero el presupuesto por ningún concepto refleja en el día los beneficios de su observación y con ella su reducción.

Hemos visto lo que fueron ayer las islas de los Ladrones; veamos lo que son hoy las islas Marianas.

CAPÍTULO XIV.

Archipiélago de las Marianas.—Historia moderna.—Guajan.—El pueblo de Agaña.—Puerto de Apra.—Punta Pití.—Flora y fauna.—La mujer de Marianas.—M. Arago.—Ingratitud.—Caridad española.

El Archipiélago de Marianas lo compone una cordillera de islas, enclavadas en el gran Océano Pacfico. Corren de Sur á Norte, desde la principal llamada Guajan, residencia del Gobernador y demás autoridades.

A más de Guajan y en una extensión como de dos grados y medio, se encuentran Rota, Aguiguan, Tinian, Saipan, Farallon de Medinilla, Anatajan, Sariguan, Farallon de Torres, Guguan, Alamagan, Pagan, Agrigan, Asunción, Urracas y Farallon de Pájaros.

De las anteriores islas, solamente están habitadas, según ya dijimos, Guajan, Rota y Saipan, siendo estas dos últimas, miserables asilos en que difícilmente se refleja la escasa vida que disfruta la primera.

La isla de Guajan la encuentra el navegante á los 13° 26′ lat. N. y 150° 52′ long. E. del meridiano de San Fernando; mide unas 32 millas de longitud en su mayor extensión de Sudoeste á Nordeste, variando en razón á su configuración la latitud entre cuatro á nueve, y componiendo su total bojeo de 190 á 200.

En el término medio del panorama que presenta la isla de Guajan hay un istmo, el cual divide la isla en dos penínsulas. En la lengüeta que une los dos ensanches que forman aquellas, se eleva la ciudad de Agaña, capital del Archipiélago de Marianas.

Las costas de Guajan en su general perímetro, las constituyen, multiplicados arrecifes y bancos madrepóricos que se internan mar adentro desde rocas escarpadas donde nacen. En los centros calizos suelen formarse canales, por los cuales los ligeros botes balleneros, son las únicas embarcaciones que sin grave peligro pueden recorrerlos, y esto en algunos sitios, pues en otros, la mar es tan brava, y la costa tan inhospitalaria, que hace de sumo riesgo el aventurarse en aquel laberinto de arrecifes calizos, terminados por masas acantiladas, azotadas incesantemente por mares peligrosas y revueltas.

El ruido del romper la ola, no es el gemir monótono y acompasado que produce en la generalidad de las playas. El ruido que paulatinamente se va disipando á medida que la ola va rodando sobre un lecho de menuda arena, en Guajan es desconocido; allí el ruido es atronador é imponente; allí, las masas de agua empujadas por las grandes marejadas llegan compactas, no á una superficie igual, sino á cordilleras inmensas de arrecifes, que presentan en las sinuosidades y desigualdades de sus configuraciones, otros tantos obstáculos, que dividen la ola en infinidad de partes, originando los huecos que presentan las múltiples ramificaciones madrepóricas, imponentes ruidos que repite el eco de cavidad en cavidad.

Las primeras noches que se duerme en Agaña, es imposible conciliar un sueño tranquilo y sostenido.

Sin embargo de los múltiples y peligrosos bajos de que están sembradas las mares de Guajan, la experiencia y la práctica pueden conducir al navegante á encontrar abrigo y seguro anclaje en varios puntos de la isla; debiendo citar como el principal y más seguro de sus puertos, el que se encuentra en la parte Oeste, entre la península de Orote y la pequeña isla de las Cabras, llamada de San Luís de Apra. A pesar de lo espacioso del puerto de Apra, desde luego aconsejamos al navegante, no se aventure en sus aguas sin llevar práctico, pues la situación del anclaje por razón de los abrigos que preserven en lo que cabe los fuertes temporales de Oeste á Noroeste, á cuyos cuadrantes tiene pocos resguardos el puerto, y el sinnúmero de escollos que se extienden desde el sitio denominado la Caldera, á la playa, son innumerables. Si á esto se agrega las varias y encontradas corrientes que los canales de coral producen, se comprenderá fácilmente lo necesario de poner la nave á la dirección de un hábil conocedor de aquellos lugares.

San Luís de Apra es el puerto en que anclan todos los barcos que llegan á Guajan.

Se conocen á mas del anterior, los de Agaña, Tepungan, Daví, Jatí, Merizo, Sajayan, Actayan, Inarajan Tarofofo y Pago, los cuales por sus escasas proporciones y por las revueltas que á ellos llegan las mares, los tiene de antiguo completamente abandonados el uso.

Una vez anclada la nave en el puerto de Apra, hay que recorrer una larga extensión hasta llegar á la playa. La travesía entre esta y el barco se hace en botes balleneros, únicos que por su escaso calado pueden utilizarse en el canal que forma Guajan y la isla de las Cabras, el cual es sumamente pintoresco. Luego que se toma tierra, quedan unas cinco millas que andar hasta llegar á la ciudad de Agaña, trayecto que generalmente se hace en pequeñas carromatas de ruedas de una sola pieza, tiradas por novillos, los que también se emplean para silla, prestando toda clase de servicios de carga y arrastre.

Pocos paisajes habrá en el mundo tan hermosos como el que presenta el cuadro que se desarrolla desde Punta Patí, hasta las primeras casas de Agaña: unas cinco millas, las separan del puerto como ya dijimos; cinco millas, en que la vista se recrea con todas las maravillas de que el Creador dotó el suelo. La palma, la bonga, y la variedad de cocos con sus frondosos penachos, que al acariciarlos el viento cimbrean sus esbeltos y elevados troncos; la rima, el cajel, el naranjo y el limonero, con su exuberante vegetación, sus múltiples y verdes hojas, y sus olorosas emanaciones de azahar y nardo; el poético limoncito de China con sus abundantes frutos; el corpulento ifil, el tortuoso abgao verdadero sáuce de la India, el agoho, con sus pequeñas piñas armadas de afiladas púas, el productivo daog ó palo maría, el goya, la guayava y el ate, entrelazan sus hojas, sus frutos, sus flores, y su potente vida, con las olorosas y variadas enredaderas, con los intrincados laberintos de bacauam, con los desiguales y trepadores tallos de la silvestre pámpana, y con las esbeltas y flexibles ramas del jazmín blanco.

Sobre la inmensa capa de verdura que presenta la prodigiosa vegetación que se extiende por un terreno desigual y accidentado, se contempla un cielo puro y trasparente, bajo cuya diáfana bóveda baten sus alas y cantan sus amores, la pintada garza, la veloz dulili y la amorosa tórtola, cuyos cantos son interrumpidos por el agorero chillido del mamoy y el estridente graznido del fanifi. Las palomas blancas, las aves marinas en su diversidad de clases, las agachonas, el tordo, y los carpinteros completan el viviente mundo de la región de las nubes.

Cuanto define y compone la belleza, tiene allí su rasgo característico, su estigma que la distingue y señala. La escarpada peña cría verdura, el cielo presta tibios ambientes, los pájaros alegres cantos, las flores deliciosas emanaciones, el arroyo tiernos murmurios y cristalinas aguas, los árboles sabrosos frutos, y el cielo claridad y hermosura.

De Guajan se ha dicho es un país privilegiado y es muy cierto. Aquel cielo y aquel suelo en el Grao de Valencia, ó las orillas del Guadalquivir, sería una dulcísima parodia de los jardines del Profeta; mas un paraíso, anclado en medio del revuelto Pacífico, lejos del universal concurso y sin tener por lo menos una Eva, es un paraíso que al principio encanta, después, aburre, y por último desespera.

No se crea por lo anterior que en Marianas no hay mujeres, que las hay y muchas, pero ... pero francamente, y con perdón sea dicho de la Mariquita y la Ángela de M. Arago, entre todas no componen ni una caricatura de las de allá, ni un octavo de cuartilla de las que tan mal empleó el escritor francés al ocuparse de Marianas. Al principiar este trabajo dijimos, y si no lo hacemos ahora, que si algún mérito tiene, es, que lo en él escrito, es producto de la verdad, y no emanación de ridículas fábulas, propias de una novela mas no de un viaje.

Sentimos no poder describir aquellos ojos de fuego, aquella exuberancia de formas, aquella corrección de líneas, que completan los acabados modelos del universal viajero en sus dadivosas y enamoradas concepciones chamorras y carolinas, prontas, por supuesto, eso sí, y dicho también por supuesto por el escritor francés, á consagrarle sus amorosas primicias y hasta su existencia, y vean ustedes cómo el ilustre viajero casi casi introduce en las pacíficas chamorras el uso de los fósforos de Cascante, y la entidad acabada del Don Juan, con sus irresistibles filtros sus tiernas pláticas y sus incendiarios conceptos, con la diferencia que al Don Juan europeo le abrían las puertas dueñas y rodrigones, y al Don Juan trasatlántico pañuelos y relicarios.

Léanse detenidamente las páginas que Arago consagra á Marianas, y se verá que todo se reduce á decir que no hubo chamorra ni carolina, que primero por su linda cara, y después por un relicario, no le ofreciera sus caricias. Esto, y ver por doquier restos humanos consumidos por la lepra, enterrar á todo el que buenamente le parece á consecuencia de dicha enfermedad, crear tipos á su capricho, y acusar de no sé cuántas cosas á los poseedores de aquellas islas, hasta el punto de conceptuarlos como un mal para la humanidad, completan las páginas de M. Arago, salpicadas de cuando en cuando con bravatas que son fáciles de escribir ya que no de realizar.

¡Se atreve M. Arago á hablar de humanidad!

¡Válgame Dios, y cómo se escribe la historia!

En la infinidad de naufragios, en el sinnúmero de siniestros que por su situación ha presenciado Guajan, jamás han dejado sus habitantes y sus Gobernadores, de hacer muchísimo más de lo que dicta la caridad oficial y la reciprocidad del derecho de gentes. Lea M. Arago el naufragio de su compatriota Mme. Wisio, interróguela y la verá llorar al solo recuerdo de los beneficios recibidos de los españoles. Crónicas de Nueva-York, de California y del Japón son buenos testigos á quienes preguntar sobre la caridad española. Las columnas de sus periódicos de cuándo en cuándo, se llenan con la relación de conmovedoras escenas en que la abnegación y el desinterés juegan en primer término.

No solo encuentran en Marianas recursos y consuelos los náufragos que logran tras miles de riesgos y privaciones, ganar las hospitalarias costas, sino que también cuantos llegan á ellas empujados por cualquier otra desgracia.

Jamás, jamás en Marianas se ha cerrado la puerta al dolor, ni el consuelo al sufrimiento.

Esto podemos contestar á las páginas de Arago respecto á humanidad; en cuanto á los dicharachos puestos en boca de Petit, le recordaremos, que si hay islas de Saipan, también hay Geronas y Bailenes, y que si creía fácil tomarse la justicia, frente las playas de Marianas, no la encontraron tan fácil sus compatriotas frente los pechos de los zaragozanos.

Mucho, muchísimo más podríamos decir respecto á M. Arago, el cual nos consta por fidedignas autoridades, que en el tiempo que residió en las islas, fué objeto de cuantas deferencias y atenciones se le pudieron ofrecer, á pesar de los escasos recursos de la localidad.

¡La ingratitud siempre frente al beneficio!

Cerremos el libro de Los viajes por su página de Marianas, y si no hemos llegado á convencer de que en Guajan, hay siempre un consuelo y un remedio á toda necesidad, pregunten á los que allí hayan sufrido y ellos contestarán.

Confundamos las páginas del viajero de la Urania, con las de otros compatriotas suyos, y continuemos en la descripción de la isla de Guajan.

CAPÍTULO XV.

La plaza de Agaña.—La iglesia.—El monte de Santa Rosa.—La atalaya.—El reloj de Agaña.—Faro original.—Vida en Marianas.—Casas, huertas, cultivos, ríos.—Vegetación de Oriente.—El árbol del pan, y el dug-dug.—Cageles.—La isla de Pagan.—Riqueza perdida.—Desconocimiento del país.—Reputaciones usurpadas.—En tierra de ciegos..—Hormigas coloradas y ratas.—Los caballos y las auroras.

A poco de pasar el viajero el pequeño puente de madera de Asang, y dejar á su espalda la tajada roca, por cuyo granítico plano vierten los vecinos montes cristalinas aguas, que la previsión del natural detiene en tanques de piedra, se divisan las primeras casas de la ciudad de Agaña, presentando su entrada una espaciosa calle formada en su mayoría de pequeños edificios de tabla y teja, entre los cuales sobresalen algunos de piedra y otros de cogon y palma.

El conjunto de la ciudad que se encuentra enclavada entre los arrecifes de la playa, y el extenso monte de verdura que corre de Norte á Sur, á cuya falda termina la línea de construcción es limpio y alegre.

Siguiendo la igual y espaciosa calle que tiene por continuidad el camino del puerto, se llega á la plaza, en la cual, y tomando á la derecha se encuentran en línea, la casa-administración, el presidio, el llamado palacio, ó sea morada del Gobernador, el parque y los almacenes de la plaza; todos estos edificios son espaciosos y de sólidos materiales. La banda de la izquierda la componen pequeñas casas y edificios en construcción, que según supimos se destinan para Tribunal y Escuela.

El frente de la plaza, siguiendo la dirección que hemos tomado, lo ocupa en primer término la iglesia, el cementerio y la casa parroquial; cerrando el perímetro, el Colegio de San Juan de Letrán, con las escuelas y dependencias.

La plaza de Agaña, compendia la vida de Marianas; el dolor tiene su morada, como lo tiene el poder, la religión y el saber. Allí, la cruz que se alza entre la revuelta maleza que crece en el misterioso mundo de los muertos, recuerda la memoria de pasadas generaciones; las sombrías rejas del presidio, señalan en sus dobles hierros, la satisfacción que da á la tranquilidad individual, la pública vindicta; la campana que á la oración de la tarde, pesadamente dobla sus bronceados ecos, indica en la religión, el más allá que enseña el santo suelo sobre el que se eleva el pardusco torreón, á cuyos cimientos se aquilata la pequeñez de la vida, en la amarga verdad de una tumba que carcome el tiempo, y una cruz que pudren las aguas, únicos y miserables girones de los recuerdos, que cual el sér que cubrieron, bien pronto pasarán al polvo y al olvido.

La iglesia que está contigua al cementerio, es tan modesta como poco espaciosa, la compone tres pequeñas naves, el coro y una tribuna cerrada de reciente construcción. Lo que constituye la dotación del culto externo, mas que pobre, es escaso; la ornamentación es churrigueresca, y el busto estatuario, tanto en líneas, como en expresión y detalles, es detestable.

Contigua á la iglesia, y comunicando con el altar mayor, está la sacristía, en la cual hay un retrato del Padre San Vítores, y otro del lego Bustillos.

Como edificios, no recordamos ningún otro de los enunciados, que merezca la pena de ser citado, pues si bien hay en el cerro de Santa Rosa, y en la entrada del canal, pequeños fuertes, estos, ni por su fábrica, ni por las máquinas que resguardan tienen nada de particular, á no ser el pintoresco y bellísimo paisaje que desde ellos se domina.

En lo que se llama la Atalaya, vigilan cuatro hombres de la dotación el desierto mar, al par que son los encargados de comunicar al pueblo la hora en que vive.

La falta de máquinas supliendo la abundancia de brazos.

El engranaje del reloj de Agaña lo constituye un complicadísimo servicio, y una vigilancia á prueba de segundos.

Analicemos la máquina.

El Gobernador de Marianas tiene, es decir, es de presumir tenga reloj, pues si no lo tuviera no hay caso, en la época que estuvimos allí lo había porque lo tenía: dicho reloj daba sus campanadas regulares, llegando difícilmente al oído de un centinela que perennemente está bajo el bronce de la esquila, para que otro minutero viviente, que incesantemente escucha desde la Atalaya, diga al pueblo de Agaña en el bronce de una campana, mayor que la que le da el aviso. Caballeros, según me acaba de decir mi compañero de abajo, son las ocho en el reloj del Gobernador.

Excusamos manifestar los conflictos que pueden originar el día en que el ama de llaves, deje de usar la destinada á la alimentación del reloj municipal.

El Gobierno, no solamente da la hora, sino que también la dirección á las bancas y botes.

Y aquí necesitamos dar otra explicación.

Una tarde en que paseaba con mi buen amigo el Padre Ibáñez, por delante de la línea de verdura que se extiende desde el colegio á la administración, observé que el Padre, siempre que pasábamos frente al Gobierno, miraba con detención el hueco del balcón que media el edificio. En una de las vueltas, la impaciencia fué mayor; se paró, y enfadado hasta donde se puede enfadar el buen Padre, exclamó:—¡Caramba con D. Luís, que se empeña en no encender el faro!—Gracias á Dios—exclamé,—que ya he oído algo que corresponda al pomposo título de ciudad que lleva Agaña;—mas al observar que por ningún lado veía torre ni torreón, no pude menos de interrogar al Padre, á fin de que me mostrara dónde estaba situado el aparato.—El aparato—me replicó con tono amargo mi compañero de paseo,—que no es ninguna vulgaridad, está allí;—y me señaló el hueco de la ventana.—No veo nada,—repliqué.—Pues porque no ve V. nada, es por lo que dije que D. Luís no encendía el faro, y el faro, hijo mío, no es más ni menos que un farol que se cuelga en aquella ventana, que como V. ve corresponde con el puerto.

El cigarro que fumaba se me cayó de la mano, y yo no sé cómo no me caí de espaldas. ¡Un faro de cuatro tinsines que viven muriendo tras las telarañas que adornan los vidrios de un farol!

Lo del faro de Agaña y lo del reloj es preciso ponerse serio para que lo crean; pero qué quieren ustedes, la verdad nunca puede ser más que una, y aunque las verdades respecto á Marianas, las que se saben lo son de seis á seis meses en Manila y en Madrid quizás nunca, de aquí la incredulidad que á nuestros lectores despertarán nuestras líneas.

Sigamos describiendo la isla de Guajan.

La población de Agaña ya hemos dicho es espaciosa y limpia; el estar enclavada en terreno arenisco y gozar de las vertientes del monte á cuya falda se asienta, constituyen una de las condiciones que determinan el aseo que en ella predomina; el monte suministra en las aguas que vierte cantidad bastante para ahogar el polvo, no originando sucios charcos el suelo por su esencia arenisca al par que la compacta superficie que lo forma.

En uno de los extremos de la ciudad, pasado el Colegio, hay unos terrenos pantanosos llamados Cienaga, de donde nace un pequeño arroyo que serpentea por la misma playa y del cual se sirven los naturales. Sobre este arroyo hay un sólido puente de piedra que pone en comunicación la playa con el pueblo. Todas las casas de este tienen entre sí una proporcional separación dividida por empalizadas de caña.

Estas empalizadas resguardan árboles arbustos y malezas, y en algunas que el dueño es cuidadoso se ven verdaderos huertos, en que al lado del rústico cenador crece la parra, á cuyo tronco trepan los tallos de las sandías con las que se mezclan las doradas hojas de la piña y las mazorcas del maíz.

La horticultura, tanto en Marianas como en todo el Archipiélago filipino, podría ser mucho más completa de lo que es. Una buena inteligencia combinada con un suelo virgen y una atmósfera impregnada periódicamente y por horas de humedad y calor, no es posible dejara de encontrar en raros productos verdaderas fuentes de riqueza.

En pequeño hemos tenido ocasión de ver más de una vez realizada la verdad que las anteriores líneas encierran, contemplando algunos cuadros convenientemente abonados y preparados, dar resultado gran variedad de semillas de Europa; es verdad que para esto se necesita cuidado y conocimiento; pues es probado que la primera semilla es la que fructifica con todos los caracteres que distinguen sus frutos, los cuales desmerecen visiblemente á medida que las semillas son de frutos ya criados en el país. La sucesión de cosechas y el uso de sus semillas si no se reemplazan, concluyen por matar el producto nativo, sustituyéndolo por otro que ni en sabor, formas, ni dimensiones se le asemeja.

En los cercos de Agaña y en los pueblos limítrofes, como en sus barrios de Anigua, Asang y Tepungang, hemos visto cultivarse algunas hortalizas con buenos resultados. El éxito de la fructificación, sobre todo en pequeñas plantas, es debido sin duda alguna á las magníficas condiciones de su cielo, combinadas con la manera de ser de su suelo. Las alturas de la isla de Guajan, por su aislamiento en medio del Océano, son un punto de atracción al cual afluyen las nubes vertiendo sus aguas los frecuentes chubascos que se forman en aquellas latitudes. La constante al par que pasajera caída de aguas, mezclada con la fuerza de calórico, originan en el suelo un flujo y reflujo de absorciones y emanaciones acuosas, altamente convenientes para la semilla y el tallo. La latente humedad que originan las intermitencias de calórico y agua es sumamente sensible dando las observaciones higrométricas un resultado apenas concebible; humedad que parece imposible no quebrante la salud, lo que se explica únicamente recordando las brisas que refrescan la isla de playa á playa y que moderan la percepción del calórico que marcan los termómetros. La columna del centígrado fluctúa entre los 14 á los 33°, siendo la ordinaria situación la de 22 á 28.

La frecuente caída de aguas tienen en curso una porción de riachuelos que salpican la isla, sobre todo en su parte Sur, que es la más baja. Pueden citarse entre aquellos por la bondad de las aguas que encauzan en un lecho de menuda arena, los nombrados Asang, Margüe, Mazo, Agat, Finili, Talasfac, Bili, Paparguan, Dandan y otros muchos, sobresaliendo entre todos, tanto por la cantidad de agua como por sus permanentes corrientes, los nombrados Tarafofo, Ilic y Pago, los cuales y principalmente el primero merece el nombre de río, pues los demás, atendiendo á su nacimiento y al caudal de sus corrientes, más que ríos son verdaderas vertientes de las cordilleras que accidentan la isla.

De las muchas corrientes de aguas dulces filtradas por las masas de caliza, arena y piedra pomez, elementos que con la greda constituyen el componente del suelo de Guajan, se proveen las necesidades de sus habitantes, los cuales se precaven de las sequías con pozos de estanque, á los cuales se baja por rampas ó escaleras abiertas en la misma materia caliza que forma la base de la isla, según se ve á los pocos golpes de piqueta.

Las hojas que constantemente caen de los árboles forman al mezclarse con la arcilla y la greda el humus, excelente abono, semejante en sus fuertes materias fructificantes al guano de ciertas regiones americanas.

Todo cuanto digamos de la vegetación intertropical será pálido, es preciso verla para comprender su belleza en todo su valor; apropósito de esto, recordaremos lo que ha tiempo decíamos á un amigo querido de la Península. En la vegetación de estas regiones, decíamos, es donde se verifica la alegoría pagana del terrible castigo de Prometeo, ó mejor dicho, donde se admira la magnífica realización de la mitológica fuente Canatos, donde Juno recobraba la virginidad; aquí, añadíamos, la hoja del árbol no cae seca y marchita; aquí se rinde por el tiempo, mas no por falta de lozanía, dejando en su caída, no un tallo seco y mustio, sino una hermosa gemela, heredera de su juventud, de sus brillantes colores, de su pureza y de su jugo.

Esta es la vegetación en el Oriente.

Las masas de hojas que incesantemente arremolinan á su pie la diversidad de árboles, plantas y arbustos, forman en muchos parajes de la isla gran abundancia de humus que se aprovecha convenientemente, por más que se preste á una explotación más viva y positiva que la que se le da en la actualidad.

Sin embargo de las excelencias de la vegetación de Marianas, es de notar la escasez de árboles de grandes proporciones, pudiéndose citar como los únicos susceptibles de dar regulares piezas, el ifil y el palo-maría, figurando en segunda escala el yoga el yagunlago, el fago, el chopag, el puting, el pengua, el balinago y algunos otros, los cuales producen resinas, materias colorantes, cuerdas, aceites, tejidos y hasta mortíferos jugos, que emplean los carolinos para envenenar sus armas.

Los verdaderos árboles de importancia positiva en el día, son la rima y el dug-dug; ambos son de grandes dimensiones, criándose con una prodigalidad y abundancia asombrosa; no requieren gran cuidado, elevándose lo mismo en las grietas de la peña que en los abonados campos del llano.

La fruta de la rima se asemeja al melón, es sana, nutritiva, agradable al paladar y susceptible de larga conservación con solo cocerla y guardarla en lugar seco. A la rima se la conoce con el nombre del árbol del pan, y no se puede dar un calificativo más adecuado y preciso. El fruto del dug-dug es un variante del de la rima, diferenciándose en el tamaño, que es más chico, y en el sabor, en que sobresale el mucho dulce que contienen sus jugos, razón por la que, y por tener la rima materias farináceas mucho más nutritivas que las de aquel, la hacen preferible. Ambos árboles suministran en sus troncos piezas para toda clase de construcciones.

Para completar los productos del suelo, no podemos menos de recordar la variedad de cageles, de los cuales los hay de unas proporciones exorbitantes, siendo dignos de citarse asimismo los algodoneros. De estos últimos se va generalizando su plantación: hemos visto muestras de algodones de Guajan y nos han parecido inmejorables. En la fecha en que escribimos, se espera el resultado de una pequeña exportación de aquel artículo que como prueba se remitió á Barcelona y al Japón. Según datos que hemos podido reunir de colonos del país, pasan de millón y medio de troncos los que hoy existen de algodón, procedentes en su generalidad de semillas importadas de las islas Sandwich; notándose en la plantación de este artículo un aumento notable, puesto que según los estados de la riqueza agrícola de Marianas, hechos el año 1843, por su Gobernador D. Gregorio Santa María, solo había unos 60.000 troncos.

Maíz,palay, mongos, añil, plátanos, piñas, sibucao, abacá, tabaco, resinas, materias colorantes y caña dulce, completan el cuadro de la riqueza de aquellas islas, riqueza que como ya hemos dicho, ni tiene estímulo en su fomento ni en su cultivo, por luchar con los inconvenientes de la distancia, la falta de transacciones y la casi nula exportación, por causa de lo caro del flete y escasez de comunicaciones.

El suelo de Guajan mineralógicamente considerado, presenta poquísima importancia: sin embargo, algunos pozos se han abierto ante la presencia de capas carboníferas de mineral bastante bueno. La explotación minera, aunque desde luego podemos asegurar, sin temor de equivocarnos, teniendo en cuenta la constitución de su suelo que sería casi nula, está circunscrita como todo lo que se refiere á Marianas á ligerísimos ensayos.

Entre la diversidad de animales que se crían en las islas, figura en primer término el venado; el número que de estos se matan al cabo del año, es verdaderamente fabuloso; su carne se aprovecha no solamente en fresco, sino que también, en preparadas salazones, llamadas tapas, de las que se hace mucho consumo.

La vaca, el carabao, la cabra, el jabalí de monte, el casero y el llamado mantequero, abundan bastante en aquellas regiones; habiendo asimismo jabalíes y venados en grandísimo número, en las islas del Norte, principalmente en Agrigan y Saipan, en donde se comprende perfectamente su fomento, teniendo en cuenta lo escaso de la persecución, y los millones de cocos que la falta de beneficio deja en abandono, cayendo de la palma al empuje de otra cosecha, que á su vez caerá como la primera en fuerza de la madurez ó de los fuertes vientos, para servir de alimento á los animales ó para pudrirse con el tiempo y las aguas.

La isla de Pagan creemos podría sujetarse á una productiva especulación, pues son tantísimos los cocales sin beneficio que se crían, que toda la isla es un bosque de aquella palma.

Dicha isla está deshabitada, como todas las demás que se extienden hasta el peñón de las Urracas, y no nos extraña dejen de aprovecharse las magníficas salazones que podrían sacarse de los venados y jabalíes de Saipan, como las miles de pipas de aceite que podrían cosecharse en la de Pagan y el sinnúmero de limones que suministran los bosques de Tinian, puesto que, habrá muy poquísimos mortales que conozcan, no los nombres de aquellas islas, sino siquiera el que existan los expresados centros de riqueza.

Las islas Marianas han sido muy poco visitadas; tanto es así, que un individuo de los más conocedores del Archipiélago, no ha mucho nos aseguraba con gran formalidad, que las formaban tres pequeños islotes. Cuando dicho individuo que se cree una eminencia, y que lleva en el país veinte años, no conoce ni aun el nombre de una de aquellas islas, los demás no están en el caso de saber que hay limones en Tinian, cocos en Pagan, y venados en Saipan.

Cuando hacemos ciertas reflexiones y consideramos algunas eminencias, no podemos menos de recordar una célebre frase de un chispeante escritor: decía este, refiriéndose á un amigo suyo, que el mejor negocio que podía hacerse, sería comprarlo por lo que valía, y luego venderlo por lo que él se creía valer; á ser posible semejante transacción mercantil, la pondríamos en planta en Filipinas, en donde mejor que en parte alguna se habían de encontrar productivas facturas.

Sirva de modelo y aunque de escaleras abajo, la siguiente anécdota:

No há muchas noches que mi espíritu observador me llevó á la puerta de un establecimiento de refrescos; tomé asiento, y no bien había saboreado los primeros sorbos de una limonada, escuché el siguiente diálogo que salía de un grupo próximo adonde yo estaba.

—Vamos, D. Juan, ¿cómo van esos ensayos?

—Así, así; quise hacer el Sí de las niñas, pero razones especiales me lo han impedido; después he principiado los ensayos del Don Simón y otras zarzuelitas, para las cuales tengo encargada una caviteña que da la hora.

—Sí, ¿eh? con que una caviteña, dijo uno, y ¿quién es? replicó otro, y por supuesto, que será maestra, añadió un tercero.

—Ya lo creo, dijo el D. Juan ahuecando la voz y haciendo un gesto muy pronunciado, como que gasta botitas, canta villancicos y sabe algún que otro cundiman; verdad es que no es bonita, que no tiene accionado, que no sé si ha trabajado en toda su vida, y que habla muy incorrectamente el español; pero ¡qué demonio! tengo dama, y sobre todo, caballeros, no me lleva como la que se ha ido, cincuenta pesos por función, contentándose solo con veinticinco.

No quise oir más, dí una moneda y ni aun esperé el cambio, ¡¡¡Veinticinco pesos por gastar botitas y no hablar español!!! ¡¡¡Veinticinco pesos por noche!!! Lo que no ganaba ese gran genio de la escena, esa colosal figura de las tablas, esa encarnación del pensamiento de Shakespeare y Ventura de la Vega, joya del arte que con su muerte se llevó á la tumba el Sullivan y El hombre de mundo, obras que jamás volverán á interpretarse cual lo hacía Julián Romea.

A la turquesa á que se adaptan las anteriores reflexiones, se relacionan la generalidad de las vivientes hechuras que andan por esas calles de Dios respirando ciencia y saber.

La pícara afición á las digresiones, más de una vez nos lleva fuera de Marianas, bien es cierto que aquellas islas son parte integrante de Filipinas y escribimos á la sombra de las conchas de su capital.

Volvamos á las Marianas.

El suelo de Guajan en relación con el mundo animal, tiene una verdadera especialidad digna de llamar la atención, cual es no ser conocida ninguna clase de culebras; esto da al natural una gran seguridad en la vida de campo, como asimismo hace innecesarias en los que recorren las islas ciertas precauciones propias de los países en que se crían aquellos reptiles. La hormiga colorada y las ratas, en cambio son muy abundantes, siendo verdaderos enemigos de los productos del suelo; á pesar de esto no se crean las extravagancias y exageraciones que respecto á las ratas de Marianas se cuentan, pues la abundancia á que aludimos podrá ser un mal, mas no una calamidad de las proporciones dadas por algunos.

Aquí hemos de hacer una pequeña parada, pues en lo de las ratas sucede lo mismo que con otras muchas cosas de aquellas islas. A nuestra salida para Marianas, gran número de amigos y algunos que no lo son, pues en eso de encargar no hay peligro, por más que uno se reserve la filosofía del tú pitarás del cuento, me pidieron les trajera caballos y auroras; llegue á Guajan, y francamente, creía que los caballos andarían precio de ramal y las auroras á coste de paseo, pero ... ¡que si quieres! en toda la isla había solamente dos caballos de los que pedían, y estos traídos á alto precio de América; en cuanto á auroras me dijeron que si esperaba al mes de Julio, es posible, aunque no respondían, que por unos doscientos pesos se podría comprar algún par.

Esto me decían en Marianas; en cambio en Manila se cree todo lo contrario, no solamente respecto á la adquisición de esos bonitos ejemplares de la conchología, llamados en el lenguaje vulgar por su color rosado, aurorasLos cuatro ejemplares que el autor de este libro presenta en la Exposición de Filipinas, los adquirió á fuerza de mucho tiempo, dinero y paciencia. La rareza de estos ejemplares está comprobada con la escasez que de ellos hay. Proceden de las islas Carolinas. Un magalaje ó Jefe carolino que conocí en Marianas, por ningún precio quería venderme dos auroras que poseía, y si las llegué á adquirir fué merced de la gran curiosidad que despertó al Jefe carolino, mi reloj remontoir que tuve que darle en cambio.—(N del A.) sino que también refiriéndose á un sinnúmero de costumbres, cosas y objetos que luego resultan completamente inexactas.

CAPÍTULO XVI.

Reducción de vecindario en las Marianas.—Islas habitadas.—Rota.—Su población.—Promesa religiosa.—Comercio y agricultura.—Antiguas invernadas.

Entre los que no conocen las islas Marianas corren una porción de versiones, que si en otro tiempo fueron apreciables, hoy no lo son bajo ningún aspecto, ni material, ni moral, ni político.

Nosotros, que sin descanso hemos recorrido el pequeño territorio que comprende la isla de Guajan, única que hoy tiene alguna vida, por más que esta sea bien raquítica y efímera; nosotros, que hemos contemplado lo mismo las escasas ondas del Asang, que los panoramas que se desarrollan desde las mesetas de Santa Agueda; nosotros, que los recuerdos de las islas no son tan intensos que nos empujen, ni á la parcialidad exagerando lo que no hay, ni vituperando lo que existe; nosotros, en fin, que la única norma que guía nuestra pluma es la absoluta verdad, vamos á emitir nuestra opinión, opinión que no es hija del capricho, sino legítima conclusión de muchas horas de estudio interrogando cartas, libros y manuscritos. La opinión nuestra, por lo tanto, no es el más ó menos juicioso raciocinio de la apreciación, sino la síntesis de la historia de aquellas regiones.

Al establecimiento de la primera misión nos encontramos con una población que hacen subir á 100.000 almas; hoy, según los últimos datos estadísticos que tenemos á la vista tanto civiles como eclesiásticos, dan el siguiente resultado: Islas habitadas, Guajan, la cual tiene 5.914 almas; Rota, con 352, y Saipan, con 872; advirtiendo, que los habitantes de Rota están haciendo gestiones para trasladarse á Guajan, y los de Saipan en su mayoría son carolinos que los azares de sus guerras y la penuria y miseria los han arrojado de sus islas. Saipan quedará deshabitada tan luego puedan regresar los carolinos al suelo nativo.

Como dato curioso, que habla muy alto acerca de la pobreza en que están sumidos los pocos habitantes de Rota, viniendo á explicar el por qué proyectan, como por último sucederá, el ir á Guajan, podemos citar el siguiente. En el siglo pasado, fué la isla de Rota testigo de una grandísima calamidad, que sumió á todos los habitantes en una profunda consternación. En los libros canónicos de la isla de Rota y garantida por la firma de un virtuoso recoleto, se registra un acta en que se consigna que sobre la isla se desarrolló un horroroso fenómeno marítimo. Los efectos de este fenómeno duraron mucho tiempo, ofreciendo durante el peligro los habitantes de Rota, que constantemente habían de alumbrar á la Virgen cinco luces, promesa que religiosa y puntualmente se ha venido cumpliendo hasta estos últimos años, en que la furia de un tifón redujo á escombros casi todos los edificios, sumiendo en tal miseria á sus habitantes que ni aun la promesa se cumple en el día, viviendo aquellos en su generalidad, gracias á la prodigalidad de un suelo en que se crían árboles como el del pan y raíces farináceas de gran alimento.

La pobreza y aislamiento en que se encuentran Saipan y Rota, serán causa de que en época no muy remota, se unan sus habitantes con los de la capital.

Apenas se concibe cómo islas que contaban 100.000 almas, hayan venido decreciendo hasta hoy, que en un todo, dan el resultado de 7.138.

Respecto á la riqueza de su suelo, ya hemos visto es fértil cual lo es en su generalidad todo aquel que se encuentra situado en zonas intertropicales; mas la riqueza del suelo de Marianas so pena de una transformación radical, imposible de llevar á cabo sin cuantiosos caudales, no es productivo, puesto que atendida la situación de las islas y las distancias que las separan de continentes comerciales, el rendimiento del producto no compensa el gravamen que le impone el gasto de transporte, aparte de las eventualidades de carga y descarga y las consiguientes averías que traen en pos de sí la generalidad de los productos agrícolas; buen ejemplo de esto tenemos en la actualidad, en que una sociedad fomentadora del suelo se constituyó en Agaña, con cuantos elementos son precisos para el desarrollo de una idea mercantil; en ella contaban con dinero, protección, brazos, herramientas, y un suelo virgen como palenque de sus trabajos. Las acciones á precio de 500 pesos se tomaron, la sociedad principió á funcionar y á pesar de la abundancia del producto terruño, el producto metálico en los balances de inspección debió ser negativo, pues á ciencia cierta sabemos solo se han repartido dividendos pasivos entre los accionistas, llegando el desaliento en estos, hasta el punto que hoy no tienen precio las acciones por falta de cotización y por consiguiente de demanda.

Se nos dirá. El suelo es susceptible de dar inmejorables productos. Bien, es cierto, pero no lo es menos, que más cerca, en donde existen comunicaciones y adonde por lo tanto, tan luego se presentara el producto se establecerían transacciones, y en donde la oferta se uniría á la demanda, se ven dilatados terrenos incultos, con los mismos gérmenes de riqueza y de las mismas condiciones productoras que los de Marianas.

El que viene de esas mismas islas y entra en el Estrecho de San Bernardino, verá desde la pequeña peña que le da nombre, hasta el fondeadero de Manila, extensas y dilatadas islas que tienen un suelo tan fértil como el de Marianas y por consiguiente de preferente atención, puesto que la riqueza agrícola es igual y el producto líquido por razón de situación, y siguiendo la comparación ha de ser exorbitante.

La riqueza del suelo de Marianas no la negamos, y la admitiríamos como positiva, si por ejemplo, sus magníficos y abundantes cageles, sus campos de maíz y sus bosques de cocotales estuvieran á pocas leguas de un mercado á que abastecer, lo que no sucede dada la situación del suelo en que aquellos productos fructifican.

Esto respecto al suelo materialmente considerado.

Dicen algunos. ¡Ah! ¡las islas Marianas, magníficas posesiones, de grandísima importancia por las célebres invernadas de los balleneros! A estos, les diremos únicamente que abran el registro del puerto de Guajan y se encontrarán, que en efecto, es cierto tuvieron las islas su apogeo como descanso de esos valientes hijos del mar, y que hubo año que hicieron recalada en los puertos de Guajan, 80 y hasta 100 barcos mayores; pero al volver algunas hojas del registro, progresivamente irán viendo el descenso que desgraciadamente ha sufrido, tanto que el año 1870, solo anclaron ¡cuatro! barcos balleneros, y esos más valía no lo hubieran hecho, pues hoy el ballenero que toma el puerto de San Luís de Apra, participa de pirata y corsario, no yendo á dejar dinero, ni á importar efectos de verdadera riqueza positiva, y sí á extraer el poco numerario en circulación, vendiendo un par de centenares de latas de comestibles y algunas varas de toscas telas.

Se dirá ¿y en qué consiste lo expuesto? Pues es muy sencillo, con una buena carta á la vista del Océano Pacífico que comprenda desde las costas de China hasta el estrecho de Malaca, se deducen las consecuencias de aquella real al par que triste verdad.

Las fabulosas riquezas que esparcieron en los Estados-Unidos, los veneros de oro de los, placeres de California, hicieron que lo que al principio fueron chozas, fueran luego casas, convirtiéndose estas más tarde, en verdaderas calles de palacios, emporios de riqueza y de tráfico, acariciando bien pronto las brisas del Océano Pacífico, ciudades tan ricas y populosas como lo es San Francisco.

Abiertos que fueron en el Pacífico los puertos de las costas de América y del Japón, y estando enclavados aquellos en resguardadas y bien situadas bahías, habiendo en ellos magníficos y bien surtidos almacenes de efectos navales, con que reponer las frecuentes averías que se experimentan en las regiones polares, y sobre todo, representando aquellos puertos fáciles y frecuentes comunicaciones, al par que económicos expendios en las faenas de carga, descarga y almacenaje, claro es, que á ellos habían de ir las naves, abandonando las Marianas, en donde no encontraban las anteriores ventajas. El puerto de Guajan á más de encontrarse á siete millas de la ciudad, es poco seguro por los numerosos bancos madrepóricos que lo salpican por do quier, haciendo peligroso el anclaje y estadías. Encontrándose San Luís de Apra, que es el nombre del puerto, á una distancia tan considerable de la población, y estando el único camino que la pone en comunicación con aquel, constantemente interrumpido por estrechas lengüetas, los tránsitos son difíciles y pesados. Agregado á esto, que no se comprendió á su tiempo el negocio que reportaban las invernadas balleneras, instalando almacenes bien provistos, y que la carencia absoluta de estos originaba la falta de competencia, siendo por lo tanto la consecuencia necesaria que los poquísimos productos se vendieran á precios subidos, puesto que la necesidad por parte del comprador y la escasez por la del tenedor, eran los elementos de aquellas transacciones, que poco á poco habían de dejar de operarse, á medida que fueron abriéndose otros puertos en que al par del abrigo, se encontraban almacenes, tráfico y comunicaciones.

Hoy en Marianas no toca más que algún que otro barco, que lo lleva hasta allí la persecución de la ballena blanca ó sea jorobada, que en sus excursiones de las regiones glaciales suele llevar ese rumbo. De tarde en tarde, toma puerto algún barco que en la travesía de América á China hace arribada, por efecto de avería ó falta de víveres.

Respecto á la importancia de las islas como cuestión políticaTéngase en cuenta la fecha en que se hizo la primera edición de este libro. Entonces no se había concebido el gigantesco proyecto del canal de Panamá. Una vez que este se abra, la importancia de las Marianas, Carolinas y Palaos, será grande si se sabe aprovechar la situación que aquellas islas ocupan en el Gran Pacífico.—(N. del A.) nos extenderemos poco, pues solo con decir que encontrándose situadas lejos de estrechos, cualquier barco puede establecer su demora fuera de sus horizontes, y aun hacer aguadas y tomar puerto, puesto que los tienen en muchas de las islas del Norte que están deshabitadas y en el numeroso grupo que al Sur forma el Archipiélago carolino, en el cual no solamente se encuentran buenos y seguros lugares para el anclaje, sino que también puede recorrerse las islas sin ningún género de temor, pues el carolino á más de ser completamente inofensivo, es muy servicial y brinda al que llega hasta su tosca choza con cuantos recursos dan sus bosques y cuantos servicios están á su alcance.

CAPÍTULO XVII.

Población.—Razas.—La providencia del salvaje.—Los carolinos.—Gastos é ingresos.—Milicias urbanas.—El chamorro.—Sus inclinaciones, su moral, sus trajes y costumbres.—Ilustración.—El Padre Ibáñez y D. Felipe de la Corte.—Cuatro palabras por vía de epílogo.

La actual población de las islas Marianas que como ya hemos dicho se compone de 7.138 almas, distribuídas en Guajan, Rota y Saipan, forman un conjunto de castas y razas dignas de estudio. El indio, propiamente dicho, puede decirse es desconocido, predominando la raza mezclada de chamorro y americano y de español y chamorro, viéndose muy frecuentemente fisonomías muy acentuadas que recuerdan las invernadas de los norte-americanos, los cuales, no solamente plantaron su raza, sino que también sus usos, costumbres y lengua, tanto que el inglés lo entienden casi todos los chamorros.Buena prueba de esto se encuentra en el personal filipino que habita en el recinto de la Exposición.—(N. del A.) A más de mestizos ingleses, hay algunos de estos últimos casados y establecidos en el país, como también hay portugueses, españoles, filipinos, franceses, japoneses y carolinos.

Esta población tan heterogénea, á decir verdad, no sabríamos cómo vive, á no recordar la prodigalidad del suelo y la abundancia de carne que suministra el sinnúmero de venados que recorren sus bosques; venados, cuya carne, como todo lo demás que representa una necesidad ó una superfluidad, hay que buscarlo en la vecindad, pues allí, á pesar de no haber mercado ni tienda abierta, puede asegurarse que, salvas poquísimas excepciones, todos son comerciantes, vendiendo unos lo que les sobra de sus pacotillas y ranchos, aprovechando la falta de otros.

Respecto á industria, está resumida á algunos ensayos, que luchan con la indolencia del natural y la escasez del numerario.

Alcoholes se destilan, pero tienen que limitarse al consumo de las islas, puesto que la exportación y todas las eventualidades que trae en pos de sí la fabricación al por menor, está fuera de la competencia con la que se adquiere en grande escala y en plazas comerciales.

En la riqueza del suelo predomina, por su variedad y abundancia, el coco. Siempre hemos mirado este árbol como un gran recurso; pero, francamente, hasta que no hemos estudiado de cerca al salvaje, hasta que en nuestra estancia en Marianas no hemos vivido entre las primitivas costumbres del carolino, nunca pudimos comprender las varias y múltiples aplicaciones que tiene el coco, llamándosele, con toda propiedad, la riqueza de la floresta y la providencia del salvaje.

Entre las distintas razas de carolinos que en la actualidad habitan las islas Marianas en completo estado primitivo, nos hemos persuadido que el coco resume la satisfacción de lo necesario y de lo supérfluo, siempre en relación con el estado del que lo consume. En el hueco del fruto, encuentra alimento y bebida; en la cáscara que lo envuelve, herramientas, utensilios de todo uso y objetos de adorno; en la palma que lo embellece, cubiertas para sus casas, cuerdas y tejidos; en el pono que lo sostiene, batangas, pilares y empalizadas; en la savia que le da vida, medicinas, colores, resinas y bebidas espirituosas, y por último, en las materias fibrosas de su bonote, tejidos y cuerdas de gran consistencia.

El coco podría ser la base de la riqueza de Marianas.

Los rendimientos que producen al Estado las islas Marianas en todos sus conceptos ascienden á unas 17.000 pesetas.

Los ingresos que se recaudan en las cajas de propios y arbitrios para atender á las perentorias necesidades locales, ascienden á la suma de 10 á 10.500 pesetas.

Los chamorros no conocen el impuesto del tributo, no sucediendo lo mismo con el servicio personal, que casi en su totalidad es redimible, siendo tal concepto la verdadera cantidad positiva que constituye las cajas comunales.

El chamorro está obligado también á formar parte del batallón de Milicias urbanas al servicio de las islas, cubriendo plazas á medida que vacan. Hemos visto maniobrar dicho batallón, y nos ha llamado la atención lo preciso de sus movimientos, siendo cierta la fama que tienen sus individuos de hábiles tiradores; tanto es así, que con sus imperfectos y primitivos fusiles de chispa, salen al campo confiando tanto en su destreza, que generalmente no llevan más munición que el tiro que contiene el cañón del fusil, siendo muy rara la pieza que se escapa, pasando al alcance del plomo; verdad es que el uso de la caza es constante, dándose un ejemplo de fecundidad asombrosa en los venados, de los cuales se mata al cabo del año una cantidad tan exorbitante que apenas se concibe.

El mantenimiento de las islas Marianas cuesta al Erario doscientas mil ochenta y nueve pesetas, que son distribuídas entre personal y material, servicio de las dos expediciones del correo entre Manila y aquellas islas y demás atenciones. Entre los ingresos y los gastos hay una diferencia de ciento ochenta y tres mil ochenta y nueve pesetas,Hoy los gastos son muchísimo mayores.—(N. del A.) déficit que, á nuestro juicio, se podría, si no hacerlo desaparecer por completo, nivelando las atenciones con los ingresos, reducirlo considerablemente.

El correo, que se hace por casas particulares y que cuesta al Erario 25.000 pesetas al año, según tipo de contrata, es una cantidad que sería negativa tan luego se estudiaran las primeras necesidades de las islas, que son las comunicaciones. Bajo la garantía de los fondos locales y á plazos más ó menos largos, hay muchas compañías norte-americanas que venderían á las islas Marianas un modesto barco que podría ocuparse, no solamente en el servicio del correo, sino que también tener en comunicación Rota, Saipan y Guajan.

El destino permanente de un barco para aquellas regiones, no solamente es una economía, sino que constituye una imprescindible necesidad, que á todos se les ocurre con decirles que las eventualidades y vicisitudes de aquel suelo, en relación con el resto del mundo, está circunscrito á los cuarenta días que forma en dos épocas del año las estadías del barco-correo, el cual al levar anclas echa la llave á aquella prisión, de la cual están sus moradores incomunicados, cerca de once meses, de los doce del año Esta situación la han modificado la serie de sucesos que han ocurrido en el mar Pacífico, y que han motivado la ocupación real y efectiva de Palaos y Carolinas. Esto ha originado la creación de estaciones navales, estableciéndose frecuentes comunicaciones con aquellos Archipiélagos..

Si este trabajo se limitara á un expediente justificativo sobre el asunto que nos ocupa, demostraríamos hasta la evidencia la posibilidad de realizarse la adquisición de la nave sin gravar al Erario, como su mantenimiento con solo emplear una mediana inteligencia en su ocupación y viajes.

Para el pequeño movimiento de caudales que originan las islas, creemos se podrían borrar del presupuesto de gastos los sueldos de administrador é interventor de Hacienda, intervención ó administración que dada su poca entidad podían estar asumidas en una dependencia del Gobierno, el que, por estar ocupado por un Coronel, cuando por su importancia debía ser lo más de Capitán, origina los consiguientes gastos de Ayudante mayor, y cuantas cargas traen en pos de sí Gobiernos que se conceptúan de primera clase.

La ciudad de Agaña está clasificada como plaza fuerte, originándose con esto gastos de personal y material que podrían reducirse, sin quitar á aquella población las prerrogativas de corresponder á los saludos que las escasísimas banderas extranjeras pudieran hacer al ponerse á la vista de la que ondea en el pequeño fuerte de Agaña En atención á la verdadera fiebre que se ha apoderado de todas las naciones por poseer colonias, hoy creemos que en vez de disminuir la importancia de aquellas islas, hay que darles toda la que compatible sea con nuestros presupuestos.—(N. del A.).

No siendo, como no lo es, plaza fuerte, por más que así se denomine, puesto que solo atestigua su arrogante calificativo débiles muros que resguardan escasas máquinas de guerra, que la más perfecta no corresponde á la más imperfecta de las que marchan en la línea de los grandes adelantos, no creemos precisos los gastos y atenciones que tal nombre origina, y una dotación insignificante y una asignación de unas cuantas libras de pólvora por conceptos de salvas para el caso improbable de visitar aquellos mares un barco de guerra, harían lo mismo que acontece en la actualidad con parque, dotación y almacenes, con las ventajas de la reducción del presupuesto.

Por algunos se nos dirá: todo lo que tienda á reducir personal y material de guerra, es una imprudencia en un siglo en que todos los pueblos tienden al aumento de hombres y perfeccionamiento de armas. Esto sería cierto, y el temor sería fundado, si la isla de Guajan constituyera por condiciones de situación un punto avanzado ó una atalaya estratégica, que en el bronce de sus cañones residiera el comprimir deteniendo, y en las plataformas de sus fuertes el comprimir avisando, dando con su campana de rebato la señal de peligro, ó en el estruendo del cañón la voz de alarma, previsores alertas, cuyos ecos, dada la situación de Guajan no tendría otra contestación que el mugir de las olas que se deshacen en los senos madrepóricos de caliza y coral, y el rebramar de los duros Nordestes que reinan en aquellas regiones.

Como cuestión de anclaje, por razón de avería, descanso ó punto avanzado, tampoco sería un obstáculo Guajan, puesto que al Norte y al Sur tienen escuadras enteras, puertos seguros pertenecientes á islas deshabitadas, en las cuales no solamente podrían descansar y aguardar consignas, sino que reponer averías, refrescar aguadas y hacer víveres en la gran abundancia de puercos de monte, cageles, venados, cocos y otros productos que hay en la cordillera de islas que corren al Norte de Guaján en un trayecto de más de 10º y las que hay al Sur formando las Carolinas.

En el presupuesto eclesiástico también cabe su reducción, pues si no estamos equivocados, son cinco los sacerdotes que hay solamente en la isla de Guaján, la cual á más de su poquísima extensión solo contiene, como ya dijimos, una población de 7.138 almas, contando rancherías de carolinos, que viven en sus costumbres, usos y religión.

Con las economías que dejamos apuntadas, cuya realización demostraríamos más detalladamente, si necesario fuere, con la creación de un mercado público en que la pública licitación señalara las transacciones, y con ellas, los rendimientos de patentes que hoy apenas existen por el contrabandeo que envuelve toda mercancía que se expende no á puerta de calle, sino al sigilo del hogar y ventanas adentro; con la imposición del tributo, y sobre todo con facilitar de algún modo las comunicaciones, bien por un barco que se adquiriera en las condiciones que dejarnos dicho, ó en otras, bien porque lo diera el Estado, ó bien porque se facultara á que se hiciera en las islas Marianas, puesto que elementos materiales y periciales hay en ellas, estamos seguros que si no desaparecían en todo, lo haría en gran parte el déficit que hoy resulta para nivelar los ingresos con los gastos; siendo estos los únicos medios de que las islas se contengan un poco en el grandísimo decaimiento en que hoy están sumidas, principalmente por la casi nulidad de comunicaciones, base de todo aumento, y principio necesario para el movimiento, riqueza y desenvolvimiento de los pueblos.

El chamorro en su generalidad es indolente, cualidad predominante en todo pueblo en que las necesidades que le son conocidas son tan pocas como fáciles de cubrir. Con alargar la mano tienen la rima, y con socavar un poco la tierra con el fociño, raíces farináceas tan nutritivas como sanas. Con estos dos agentes atienden á las primeras necesidades, completando aquellas otras que se rozan con el pudor ó la vanidad, con unas cuantas varas de pintadas telas que adquieren á un subido precio y con las cuales cubren y adornan sus cuerpos. El traje de la chamorra y del chamorro varía poco del que usan los indígenas en Filipinas, si embargo de que son menos lujosos, advirtiéndose la carencia del tapis en la mujer, que acostumbra á llevar saya suelta, sujetando la camisa y candonga en la cintura; la chinela también varía, pues que la llevan cerrada por el talón. Una especie de chambra de cortas y anchas mangas, el relicario, un rosario y el pañuelo completan el traje.

La superfluidad en el vestir es muy parca en Marianas; allí el lujo y la moda son divinidades á las cuales ni se les rinde culto, ni se les queman inciensos, circunscribiéndose tanto el hombre como la mujer á usar prendas tan sencillas como escasas en número.

El chamorro es de genio afable, predominando algo el recuerdo del orgullo de sus antepasados; es honrado como pocos pueblos, y tan sufrido en lo que cree justo, como díscolo en lo que no lo cree; es de tesón y poco olvidadizo.

La ilustración en las islas Marianas, con relación á pueblos de sus mismas condiciones, está á una grandísima altura, pudiéndose asegurar que un 80 á 90 por 100 de población sabe leer y escribir.

Esto merece una explicación.

Ya hemos visto cómo el jesuíta Diego San Vítores, una vez instalado en las islas de los Ladrones, logró excitar el celo y caridad de Doña Mariana de Austria, bien por cartas, ó bien por elocuentes frases del Padre Nitarht; siendo lo cierto que consiguió de aquella reina el título de ciudad para el pueblo de Agaña, y una donación de 3.000 pesos anuales para al establecimiento de un colegio y escuelas que atendieran á la cultura de los habitantes de aquellas islas, que hoy llevan su nombre, el cual le fué puesto por estos y otros beneficios que aquellas recibieron de la esposa de D. Felipe IV. Merced á tan piadosa institución que hoy tiene cuantiosos fondos y se la conoce por San Juan de Letrán, se ha construido un espacioso colegio en Agaña y escuelas en todos los barrios, cuidando los encargados de las cabecerías que ningún niño ó niña deje de concurrir á aquellos modestos templos de enseñanza.

La instrucción en Marianas se puede conceptuar por lo tanto como obligatoria.

Al llegar aquí seríamos poco imparciales, pecando de sobrado olvidadizos, si no nos detuviéramos un momento á consagrar un recuerdo á uno de esos infatigables soldados de la fe, á uno de esos seres que hacen abnegación de su vida, consagrándola á la de los demás, secando la lágrima del que arrastra su existencia por el frío arenal de la desgracia, remediando todo mal y proporcionando todo bien; el sér á que nos referimos es el vicario foráneo, al par que director de la instrucción en Marianas, Fray Aniceto Ibáñez.

Ningún elogio podemos hacer mejor de este Padre que decir lleva encerrado en aquella peña madrepórica veinte años. El que ha estado en Marianas es el único que puede comprender en toda su extensión lo que significa esa existencia de veinte años.

Al celo infatigable del Padre Ibáñez y á la protección que siempre dispensó á la instrucción D. Felipe de la Corte, Gobernador que fué de aquellas islas, las cuales eternamente le recordarán con gratitud, se debe el que sin temor de equivocarnos digamos que hay un 90 por 100 de sus habitantes que están impuestos en los primeros elementos del saber.

Aquí hacemos punto en este modesto trabajo que probablemente vendrá á ser el prólogo de otro más extenso que nos proponemos publicar. Mucho, muchísimo hay que hacer en Filipinas y mucho falta por decir de aquella riquísima colonia susceptible á dar cuantiosos caudales. Haga Dios que este pobre trabajo despierte en otras inteligencias la afición á escribir. Mucho campo tiene para ello el Archipiélago bajo cualquier tema que se le mire. La leyenda, la historia y las costumbres son minas inagotables que constantemente se presentan en el camino del observador.

FIN
ÍNDICE DE CAPÍTULOS

CAPÍTULO I.

La banca.—El estero.—La chaqueta y el chaquet.—Nuevas costumbres.—¡Manila progresa!—El catapusan, el sarao y la soirée.—Colocación de nombres.—Meiisig.—El río de Binondo.—El Pasig.—La barra.—La María Rosario—El adiós á Manila.—Cavite.—Costumbres—Moysés y las doce tribus—La primera noche abordo.—El baldeo.—La laguna encantada.

CAPÍTULO II.

Recuerdos de Silam.—Ordoñez y Oñate—El yo cuidado.—En marcha.—Sungay.—Talisay.—La Capitana Ramona. Tiempo viejo.—Los labios de un chico y la boca de una chocolatera.—Perlas y brillantes—Laguna encantada.—El cráter.—Volcán de Taal.—Grandiosidad del volcán—Erupciones notables.—Sueño del coloso.

CAPÍTULO III.

Punta Matoco.—Calmas.—Isla Verde.—El sudeste.—Marinduque y Mindoro.—Razas salvajes.—Sus costumbres.—Los negritos netas.—Su manera de ser.—Inalug y Acubac.—De puerto Galera á punta Bunga.—Horizontes de Marinduque.—Isla Banton.—El Padre Pablo.

CAPÍTULO IV.

El fraile en Filipinas.

CAPÍTULO V.

El Estrecho de San Bernardino.—Cabeza Bondog.—Ruinas.—El volcán Mayon.—¡Ancla!—San Jacinto.—Su Iglesia.—La india Ignacia.—El toque de oración.—El atung-taqus.

CAPÍTULO VI.

La mujer india.—Angué.—Pepay la sinamayera.—¡¡¡Una!!!

CAPÍTULO VII.

España en Filipinas.—Colonización.—Política.—Tolerancia religiosa.—Juramento chínico.—Pascuas, festejos y Confucios.—El matandá.—El municipio dentro del municipio.—El empleado.—Patriótico aviso.—Desconocimiento de Filipinas.—Reformas y mejoras.

CAPÍTULO VIII.

Islote de San Bernardino.—El Gran Pacífico.—Cielo y agua.—Nostalgia.—El secreto de las mareas.—Calma sospechosa.—Pesca del tiburón.—Los crepúsculos en la mar.

CAPÍTULO IX.

¡Orza!—De vuelta y vuelta.—Tiempo duro.—Siniestros preparativos.—Falta de crepúsculo.—La piel de zapa.—El tifón!—Baja de barómetros—¡Pobre María Rosario!—Horas de agonía.—Las seis de la tarde del cinto de Agosto.—¡Una pulgada de descenso!—Salida de la luna.—Esperanzas.—Fúnebres fechas.—El Malespina.—Cuatro días sin comer.

CAPÍTULO X.

Veintitrés grados en treinta y tres días.—Inseguridad en la monzón del SE.—Calmas desesperantes.—Los viajes largos.—Los ranchos.—¡Tierra¡—Costas de Guajan.—Islote de las Cabras.—Puerto de San Luís de Apra.—Vegetación de Marianas.—La sanidad y la capitanía del puerto.—Desembarque.

CAPÍTULO XI.

Historia de las Marianas.—La tradición.—Los chamorris.—Intolerancias.—El Pico de los amantes.—División de razas.—Tinian.—Sarcófagos antiguos.—La casa de Taga—Leyendas y supersticiones.—Cultos y creencias.—Los macambas.—El zazarraguan y el caifi—Los anitis.—La peña de Fuuña.

CAPÍTULO XII.

El siglo XVI.—Hernando de Magallanes.—Capitulaciones.—La Capitana, el San Antonio, la Victoria, la Concepción y el Santiago.—Sebastián Elcano.—Llegada al Brasil.—Invernadas.—Rebelión abordo.—Comunicaciones de mares.—El paso del Sur.—Bula de Alejandro VI.—Las Velas latinas.—Islas de los Ladrones.—Navegación penosa.—Isla de Cebú.—Muerte de Magallanes.—La Victoria.—Vuelta al mundo.—Llegada á Sanlúcar.—Otras expediciones.—Legaspi.—El navío San Damián.—Luís de San Vítores.—Doña Mariana de Austria.—Primera misión.—Verdadera posesión.

CAPÍTULO XIII.

Adelantos de la misión.—Oposición de los macambas.—Saipan y Rota.—Los urritaos.—Tradiciones, usos y costumbres.—Colegio de San Juan de Letrán.—Crónicas de los jesuítas—Hostilidades.—Asesinato de San Vítores.—Una modesta cruz.—Los Padres Solano y Ezguerra.—El almirante Coello.—Nuevos asesinatos.—Represalias.—D. Juan Santiago.—El Gobernador Irrisari.—Descubrimientos al Norte de Agaña.—Marianas en el siglo XVIII.

CAPÍTULO XIV.

Archipiélago de las Marianas—Historia moderna—Guajan.—El pueblo de Agaña.—Puerto de Apra.—Punta Patí.—Flora y fauna.—La mujer de Marianas.—M. Arago.—Ingratitud.—Caridad española.

CAPÍTULO XV.

La plaza de Agaña.—La iglesia.—El monte de Santa Rosa.—La atalaya.—El reloj de Agaña.—Faro original.—Vida en Marianas.—Casas, huertas, cultivos, ríos.—Vegetación de Oriente.—El árbol del pan, y el dug-dug.—Cageles.—La Isla de Pagan.—Riqueza perdida.—Desconocimiento del país.—Reputaciones usurpadas.—En tierra de ciegos....—Hormigas coloradas y ratas.—Los caballos y las auroras.

CAPÍTULO XVI.

Reducción de vecindario en las Marianas.—Islas habitadas.—Rota.—Su población.—Promesa religiosa.—Comercio y agricultura.—Antiguas invernadas.

CAPÍTULO XVII.

Población.—Razas.—La providencia del salvaje.—Los carolinos.—Gastos é ingresos.—Milicias urbanas.—El chamorro.—Sus inclinaciones, su moral, sus trajes y costumbres.—Ilustración.—El Padre Ibáñez y D. Felipe de la Corte.—Cuatro palabras por vía de epílogo.